14

En las entrañas de la casa

DUBHE se despertó en la penumbra. Estaba tendida en una cama más bien incómoda, cubierta con toscas sábanas de lino y unas pieles que despedían un olor nauseabundo.

Tenía un dolor de cabeza terrible y se sentía más bien confusa, aunque recordaba con precisión todo cuanto había sucedido antes de desmayarse. El ritual, y el dolor.

«Esta vez también sigo estando viva».

No sin esfuerzo, logró volverse. Era una amplia sala excavada en la roca; contaba con el consabido respiradero, arriba, en el techo, y antorchas de bronce en las paredes. La luz era escasa. Distinguió otras camas, pero no tenía ni la fuerza ni las ganas de comprobar si estaban ocupadas o no. Debía de ser una especie de enfermería.

—Espero que hayas tenido un buen despertar.

La voz joven y fresca de una mujer la sorprendió. Volvió la cabeza y vio a una chica sentada al lado de su cama. Era algo mayor que ella, e iba vestida a la manera de los Asesinos. Llevaba una casaca negra con mangas anchas y un chaleco de piel. Los pantalones, también negros, más bien ajustados y metidos en unas botas altas, eran de gamuza. Sólo había dos notas de color en su vestimenta: el cinturón plateado y los botones rojo sangre del chaleco.

Era pálida, con el pelo rizado y rubio. Tenía unas pecas apenas definidas alrededor de la nariz, y unas manos largas y finas.

—¿Quién eres? —preguntó Dubhe.

—La Guardiana que te enseñará la vida de los Victoriosos, Rekla, pero para ti soy simplemente tu Guardiana.

Un maestro, en definitiva.

«Es muy joven…».

—¿Qué es este lugar?

—La enfermería. Has sido conducida aquí tras tu iniciación.

La chica sacó una ampolla del bolsillo del pantalón y se la puso bajo la nariz.

—¿La ves?

Dubhe no sólo la veía, sino que también la reconoció. Era la última imagen que sus ojos habían registrado antes de caer en la oscuridad: Yeshol le había hecho beber de aquella ampolla.

—Se da la circunstancia de que yo soy la Guardiana de los Venenos.

Guardiana de los Venenos, otro cargo más bien elevado, demasiado, para una muchacha que aparentaba menos de veinte años.

—Ésta es la cura para tu maldición, este líquido constituye la delgada línea que te separa de la locura.

Su sonrisa casi pareció sincera. De repente, Dubhe sintió que la odiaba.

—Aquí dentro sólo yo conozco la fórmula, y sólo yo estoy autorizada a tenerla. Únicamente gracias a esta poción lograrás que la Bestia no te mate en el futuro. Te daré una ampolla a la semana, no más, y si necesitas otra, sólo podrás pedírmela a mí. Únicamente yo poseo la incontestable potestad de dártela o de negártela.

A Dubhe le rechinaron los dientes.

—¿Me estás amenazando?

Los labios de Rekla seguían exhibiendo una sonrisa franca.

—En absoluto. Te expongo las condiciones de tu estancia aquí, condiciones que acordaste con el Supremo Guardián antes de consagrar tu vida a Thenaar. Y también he de recordarte que eres una discípula: no te está permitido tratarme con tanta familiaridad.

Dubhe estaba demasiado cansada para replicarle, y además seguía teniendo la mente obnubilada por el ritual de iniciación. Los retazos de recuerdos afloraban sin previo aviso.

—¿Siempre será así? —preguntó—. ¿Cada vez que tome la poción me sentiré mal?

—Te sientes mal porque la maldición ha sido estimulada, no por mi poción. No temas, estarás en condiciones de cumplir con tus deberes como Victoriosa.

Rekla volvió a guardar el frasquito y miró de nuevo a Dubhe.

—Seré tu sombra durante muchos días. No sabes nada del culto de Thenaar, salvo las pocas cosas que te ha dicho el Guardián de los Iniciados. Hay otras muchas que debes saber, y también debes adiestrar tu cuerpo debilitado por los vicios de los Perdedores en las técnicas de los Victoriosos. Pero habrá tiempo para todo.

Volvió a sonreír. Lo hacía a menudo.

—Puedes consagrar el día de hoy al reposo; esta noche te conduciré a tus aposentos y empezará tu vida como Victoriosa.

Se incorporó y volvió a inclinarse para ponerse a su altura.

—Descansa —le dijo, pero su tono era extraño, y cuando Dubhe la miró a los ojos captó un destello de maldad.

* * *

Volvió por la noche. Dubhe había dormitado todo el día; aunque su cuerpo había descansado, no podía decirse lo mismo de su mente.

El sueño había sido ligero e inquieto, atormentado por visiones.

Rekla se acercó a la cama, sonriente de nuevo.

—¿Estás lista?

Dubhe asintió. Habría preferido quedarse allí un poco más, pero no podía seguir aplazando la decisión que había tomado. Salió de la cama.

Rekla le pasó un hatillo.

—Aquí está toda tu ropa.

Dubhe la cogió; era idéntica a la de la Guardiana, a excepción de los botones del chaleco, que eran negros en lugar de rojos.

—Yeshol…

La mujer la hizo callar inmediatamente:

—No oses hacerlo —la advirtió, y su cara se volvió severa de pronto—. Ninguno de nosotros es digno de pronunciar el nombre del Supremo Guardián, y tú menos que nadie. Por tratarse de la primera vez, seré clemente, pero si vuelvo a sorprenderte pronunciando ese nombre te haré castigar. Para todos nosotros es Su Excelencia.

Dubhe hizo una mueca.

—Su Excelencia me dijo que podría volver a tener mi puñal.

—Lo tendrás en tus aposentos. Ahora, vístete.

* * *

Pasaron de nuevo a través de túneles y corredores angostos. Rekla los tomaba uno tras otro sin dudar en ningún momento, y Dubhe trató de memorizar todos los giros que realizaban, pero era difícil, dado que lo único en que se había podido basar para llegar a orientarse era el hedor a sangre. Impregnaba cada rincón, pero unas veces era más intenso y otras más débil. Era una huella evanescente, pero Dubhe siempre había tenido adiestrado el olfato, tal como le enseñó el Maestro. Le sorprendió que aquel olor sólo le provocase náuseas y, sin embargo, no estimulara a la Bestia. Desde luego, se sentía inquieta, como si algo en ella estuviera a punto de explotar, pero estaba segura de que podría controlarse.

«Está claro que tus venenos funcionan, maldita sea».

Rekla se detuvo, por fin.

—Aquí se alojan los Victoriosos.

Dubhe se quedó asombrada: se había imaginado que la gente descansaría en alguna clase de dormitorio común, pero ante sus ojos tenía ni más ni menos que una serie de habitaciones individuales.

Rekla sacó una vieja llave oxidada y la introdujo en la cerradura. La puerta se abrió. La Guardiana se detuvo en el umbral y le mostró la llave.

—Éste es tu alojamiento y ésta, tu llave. Pero la Guardiana de las Celdas posee una llave que abre todas las puertas, de modo que entra cuando quiere.

La mujer entró, y Dubhe la siguió. La habitación era extremadamente pequeña. No había ventanas, sino el habitual agujero que daba al exterior, y al fondo una ventanilla de cristal que se cerraba en caso de nieve o lluvia. En un rincón, un pequeño nicho con la omnipresente estatuilla de Thenaar, de cristal negro. Apoyada en una de las paredes, había una cama de madera vieja y desvencijada. Encima, un poco de paja amontonada de cualquier manera, una almohada y sábanas y mantas dobladas y listas para ser usadas. A los pies de la cama había un arcón de caoba, en cuya superficie Dubhe vio brillar el puñal: Yeshol no le había mentido. Junto al arma encontró una jarra, un tosco vaso de barro y una aparatosa clepsidra de madera oscura.

—Ésta es tu habitación. En el arcón hay una muda de ropa.

Dubhe fue hasta el arcón y se puso el puñal en el cinturón.

«Aquí sólo eres una huésped, recuérdalo. Algún día te irás».

—Vamos, espabílate.

Rekla salió del cuarto y Dubhe la siguió.

Volvieron a recorrer pasillos y más pasillos impregnados del olor a sangre. Al cabo de unos minutos acabaron en un amplio salón.

—Aquí es donde los Victoriosos toman sus alimentos: se viene justo después del alba, a mediodía y justo después del crepúsculo. Éstas son las tres comidas que nos esperan, ni una más, ni una menos.

Era una sala rectangular, repleta de bancos oscuros, dispuestos ordenadamente alrededor de unas mesas de ébano. En el lado más largo había una especie de púlpito, sostenido por la estatua deforme de un cíclope.

—Debemos apresurarnos, comeremos en menos de una hora.

Rekla aceleró el paso, y Dubhe estuvo a punto de perderla mientras la veía avanzar rápida y segura por los corredores.

—Esta noche, después de la cena, te daré un mapa de este lugar. Tendrás que aprenderte la disposición de todo en dos días; ¿he sido lo bastante clara?

Dubhe no respondió, se limitó a seguirla.

Llegaron a una rampa con escalones, descendieron y accedieron a una amplia sala circular completamente vacía. En las paredes se abrían una serie de puertas negras como la pez.

—Allí están las salas de adiestramiento. Yo te enseñaré el culto, pero realizarás el adiestramiento con otro Guardián.

Rekla tomó con rapidez el camino de las salas. Unas albergaban muñecos de paja; otras, dianas. Todas tenían las paredes repletas de armas de todo tipo: arcos, cerbatanas, puñales de distintas formas y medidas y también varias espadas, una arma en la que Dubhe era muy poco ducha porque el Maestro siempre le había dicho que resultaba superflua para un asesino.

Desandaron a toda prisa el camino que acababan de emprender, y cuando ya se encontraban en la escalera, una lúgubre campana tocó dos veces.

—Es la señal de la cena. Da cuatro toques: al cuarto, las puertas se cierran y ya no puede entrar nadie.

La sala ya estaba llena; a ojo de buen cubero, Dubhe calculó que allí dentro debía de haber unas doscientas personas. Los doscientos asesinos más peligrosos del Mundo Emergido, doscientos asesinos que, de un día para otro, se habían convertido en sus compañeros. Había hombres y mujeres, y un grupo más bien numeroso de niños en una mesa aparte, vestidos con túnicas negras y controlados por una decena de mujeres ataviadas de rojo.

—Sígueme.

Rekla y Dubhe se sentaron al fondo de una mesa, y cuando Dubhe se acomodó, un par de miradas curiosas se posaron en ella. Las afrontó con aplomo. No estaba dispuesta a que la tratasen como la curiosidad del lugar. Al momento cesaron las miradas insistentes.

—No debería sentarme aquí contigo —susurró Rekla—, los Guardianes se sientan juntos a aquella mesa. —Y señaló una zona apartada donde estaban sentados otros hombres y mujeres que tenían en común con ella los botones de colores del chaleco—. Sin embargo, eres nueva y estás bajo mi tutela. Thenaar sabrá perdonar esta pequeña excepción a la regla.

Un leve murmullo llenaba la sala, pero de pronto todos se callaron en cuanto una figura roja apareció en el púlpito. Dubhe lo reconoció al instante. Era Yeshol.

Al mismo tiempo, del fondo de la sala surgieron una serie de personas harapientas y descalzas, con los ojos ojerosos y los rostros hundidos propios de quienes padecen hambre y están sometidos a duros trabajos. Sostenían grandes ollas, mientras otros acarreaban platos y cubiertos de barro que empezaron a colocar delante de cada comensal.

De nuevo, Rekla se volvió hacia ella y le susurró al oído.

—Son Postulantes, vienen al templo a rezar por sus seres queridos y esperan el sacrificio; algunos son sus hijos, amigos o parientes, a quienes se consagran para obtener lo que han solicitado de Thenaar; otros son hijos de algunos Perdedores a los que hemos asesinado.

«Esclavos», pensó Dubhe. Como ella. El único motivo por el cual no estaba entre ellos era, en primer lugar, la protección que le había brindado el Maestro, y después el homicidio que había cometido a los ocho años, y que la convertía en una elegida a los ojos de la Gilda.

Un niño demacrado le puso la escudilla, la cuchara y el cuchillo. Dubhe cruzó una rápida mirada con él, pero el niño la eludió enseguida.

Llegó el turno de los que llevaban las ollas; le sirvieron a cada uno una pequeña ración de un calducho rojizo que apestaba a col, y al mismo tiempo pusieron un pedazo de pan de nueces junto a cada comensal. Dubhe tuvo la desagradable sensación de que la estaban sirviendo unos espectros. Pensó en la mujer que había visto lamentándose la primera vez que entró en el santuario. Tal vez ella también se encontrase allí.

Cuando acabaron de servir, todo el mundo dejó de hablar en la sala. Entonces se elevaron claras las palabras de Yeshol, con la voz estentórea, animada por una suerte de furor místico apenas contenido, exactamente igual que el día de la iniciación.

—Demos gracias a Thenaar por esta larga jornada de trabajo, y aún en mayor medida por el don de estas tinieblas propicias para el crimen y tan queridas por Sus Hijos.

El auditorio respondió con una sola voz.

—Sangre a la sangre, carne a la carne, sea glorificado el nombre de Thenaar.

A Dubhe le zumbaban los oídos.

Yeshol retomó la palabra.

—Son buenos tiempos: una nueva adepta se ha unido a nosotros, una Victoriosa que durante largos años ha rehuido su propio destino, pero que finalmente ha vuelto a Thenaar. Esta noche está entre nosotros, y con su propia vida recompone por fin el desgarro que sufrió nuestra comunidad con la partida de Sarnek, quien decidió librarse a la causa de los Perdedores.

Dubhe le lanzó una mirada incendiaria a Yeshol. Estaba segura de que el hombre la había visto, pues éste se la quedó mirando fijamente unos instantes, pero, como siempre, guardó la compostura.

—Ahora Sarnek está muerto, y su escándalo ha sido borrado de la tierra. Dubhe viene a nosotros para reponer todo lo que se nos arrebató en el pasado.

Un aplauso se elevó entre el auditorio. Dubhe tenía los ojos clavados en el plato. La decisión que había tomado le pesaba cada vez más, pero el recuerdo de la Bestia destrozándole el pecho para poder salir estaba más vivo que nunca.

—Por fin, los tiempos se acercan. Hemos languidecido largamente lejos de nuestra verdadera Casa, exiliados en este lugar. Pero yo he jurado que no me moriría sin antes ver el triunfo de Thenaar, y así será. Recordadlo, los tiempos se acercan.

Esta vez, el auditorio prorrumpió en un grito de alegría. Dubhe siguió mirando la sopa. No le interesaban aquellos delirios. Sólo buscaba alejarse cuanto pudiera de aquella congregación.

—Y ahora, comed, pues, mientras esperamos el día consagrado a Thenaar.

Entonces se oyó el chasquido de más de doscientas cucharas que empezaban a chocar contra el barro de las escudillas al unísono. No se oía más ruido que aquél.

Dubhe contempló unos instantes aquella bazofia. No tenía ningunas ganas de comer. El olor de la sangre le saturaba la nariz allí también.

—¿Qué haces, no comes? —le recriminó Rekla.

Sólo entonces cogió la cuchara y empezó a sorber la sopa. Lo hizo a disgusto, pero se esforzó. Por enésima vez se dijo que tenía que llegar hasta el fondo.

* * *

La cena acabó en poco más de una hora. Los siervos volvieron para retirar los platos sucios. Tenían los ojos vacíos, y se movían con gestos mecánicos.

—No tienes por qué mirar a los Perdedores Postulantes, no se lo merecen —la aleccionó Rekla con acritud.

Dubhe desvió la mirada. Se sentía extrañamente atraída por aquellos rostros. En la guerra había visto muchos como ellos.

«La cara de las víctimas es siempre la misma, en todas partes».

Se recordó a sí misma de niña.

Rekla ya estaba en marcha, y Dubhe se vio obligada a apretar el paso para alcanzarla.

—¿Reconoces el camino?

—Dos veces son pocas para recordar un itinerario tan complicado.

En el rostro de Rekla se dibujó una sonrisa irónica.

—Un Victorioso no necesita inútiles repeticiones. Un Victorioso memoriza un itinerario recorriéndolo una sola vez. No lo voy a tener fácil contigo, niña…

—No me subestimes, Rekla: yo, por lo menos, me he hecho un nombre en el Mundo Emergido como ladrona. Tu nombre no lo recuerda nadie.

A Dubhe casi no le dio tiempo de acabar la frase porque la mujer la empujó contra la pared, le retorció un brazo y le puso su propio cuchillo a unos milímetros de la yugular. Dubhe tuvo un arranque de cólera que fue neutralizado por el dolor en el brazo.

«Esta mujer tiene unos reflejos asombrosos…».

En la penumbra del corredor, la voz henchida de ira de Rekla resonó muy cerca del oído de Dubhe:

—Soy tu Guardiana; si osas dirigirte a mí otra vez en ese tono, te cortaré el cuello y ofreceré tu sangre a Thenaar. Que hayas sido escogida por Yeshol no te da derecho a nada.

La soltó de golpe, arrojándola al suelo, y Dubhe acabó encogida sobre el frío pavimento del corredor.

—Recuerda, soy la Guardiana de los Venenos, tu supervivencia está en mis manos. Si no hay ampolla, la maldición te descuartizará. Y ahora, levántate.

Dubhe clavó los dedos en las imperfecciones del suelo. La cólera la inundaba, pero no podía hacer nada. Se incorporó y siguió a la mujer con la cabeza gacha.

Llegaron a su habitación en poco tiempo. Rekla abrió y le entregó la llave, junto con un mapa.

—Mañana por la mañana vendré aquí a despertarte. Para entonces ya te sabrás la mitad de la extensión de la Casa.

Sonrió feroz, y Dubhe le arrancó el mapa de las manos.

—No lo dudes… —masculló.

—No lo dudo. El miedo puede mucho, y te aseguro que si no cumples mis órdenes, lo saborearás en todas sus formas.

Se volvió, y se marchó sin esperar respuesta.

Dubhe se quedó sola en el umbral.

Entró y cerró de un portazo. El olor a cerrado le penetró en la garganta. No había posibilidad de escapar de aquel lugar hundido en las entrañas de la tierra, ni una ventana desde donde contemplar el cielo para soñar con una libertad imposible.

«No tendrán mi alma», se repetía constantemente para infundirse fuerzas. Pero allí, a la luz trémula de la única vela que le permitían tener, ni siquiera aquella frase parecía tener sentido.

«Hace muchos años que perdí mi alma».

Se sentó furiosa en la cama y desplegó el mapa, atestado de nombres y símbolos negros. Por encima de ella, brillaba fría la estrella roja de su esclavitud.