13
El maestro
El pasado IV
DUBHE ve cómo el humo se traga lentamente aquella figura. Dentro de poco, habrá desaparecido del todo, su capa marrón apenas es ya una mancha de color en el blanco sucio que envuelve la aldea. Su salvador. Dubhe sale disparada hacia la puerta. Y lo sigue sin saber por qué. A distancia, dejando caer la manzana roja que la había llevado a aquella casa.
Fuera del poblado, el humo va despejándose, el aire retoma aquel perfume habitual, un perfume que ahora le resulta casi familiar, olor a bueno y a limpio. La fragancia de aquel hombre.
Le tiene miedo, no puede negarlo. Por eso no se acerca demasiado, se mantiene a cierta distancia. Pero el hombre que ha elegido seguir no es una persona normal. Lo presiente.
El crepúsculo tiñe la tierra de un amarillo ácido. Unas nubes bajas trazan la línea entre el sol y el cielo. El hombre se detiene, se vuelve. Ella se oculta detrás de un árbol.
—Sé que estás ahí.
Dubhe calla, pero respira con fuerza. Ya no siente su presencia, teme que se haya marchado, que la haya dejado sola. Se asoma fuera del árbol. Nada. Sólo hierba. Entonces, una mano en el hombro, y la niña se sobresalta, se vuelve a toda prisa y apunta con el puñal. Es él.
—Te he dicho que fueras hacia el norte si no tienes casa.
Dubhe sujeta el puñal erguido frente a él. Su mente está vacía, una única idea apremiante ocupa su cabeza.
«No me dejes sola».
—No puedo llevarte conmigo, y, créeme, es mejor para ti. Deja de seguirme o te mato.
«No me dejes sola».
El hombre se vuelve de nuevo y sigue su camino. Dubhe mira la capa, que se infla levemente en la zona de la espalda. Y vuelve a seguirlo.
* * *
Por la noche, el hombre acampa en el bosque. No enciende ningún fuego. Además, hace mucho calor, y en el cielo luce una luna espléndida. Dubhe la mira unos instantes. Está llena, fría y parece gigantesca.
El hombre come un poco de carne seca, pero no se quita la capucha. No se la quita nunca. Dubhe mira aquella carne con deseo, y su estómago protesta. Había ido a la aldea para coger comida, pero no lo logró. Y ahora tiene hambre. Quisiera ir a donde está él y mendigarle algo, pero le falta valor, de modo que se queda donde está, y espera a que se duerma.
Aquel hombre no se descubre ni cuando duerme. Pero Dubhe no consigue dormirse. El hambre la atormenta.
«Voy hasta allí y cojo sólo un pedacito, pequeño pequeño. Soy buena en lo de no hacer ruido. Ni siquiera se dará cuenta».
Se debate entre el agradecimiento hacia su salvador y el hambre que la mortifica. Al final vence ésta. Hace como cuando jugaba con sus amigos en Selva, sólo que esta vez el juego es terriblemente serio. Se tumba, se arrastra por la hierba. Trata de hacer el menor ruido posible, sin saber que con ese hombre en cuestión está perdida de antemano.
Se acerca al equipaje, compuesto por una especie de cesta de madera que el hombre debe de llevar en los hombros, bajo la capa, porque Dubhe no se la ha visto antes, y por un zurrón de tela; Dubhe lo abre, y se siente desfallecer ante los aromas que se liberan. Hay carne seca, pero también nueces, y un pequeño queso entero, pan duro y una bota con vino. Le entran tentaciones de llevárselo todo, pero se contenta con un pedazo de queso que corta a la buena de Dios con su puñal.
En la oscuridad, los ojos del hombre permanecen abiertos y vigilantes.
* * *
En cuanto se levanta, vuelve a seguirlo, y así todo el día.
A la hora del almuerzo él se detiene a la orilla de un torrente y se lava la cara en el agua helada, pero ni siquiera entonces Dubhe logra verle el rostro. Empieza a sentir curiosidad.
Él se está comiendo tranquilamente su pan y, de repente, saca el queso, corta un pedazo y lo arroja entre la vegetación.
—Es tuyo.
Dubhe se queda muy sorprendida. No ha hecho ruido. Estaba convencida de que no la había oído.
El extraño no dice nada más. Sigue masticando en silencio, ni siquiera levanta la cabeza.
Dubhe se lanza sobre el queso con vehemencia, lo devora en unos pocos bocados famélicos.
El hombre le tira a continuación un pedazo de carne, como se hace con lo animales, y Dubhe también se lo come.
Él no mira, continúa como si ella no existiera, se levanta y reemprende el camino.
Dubhe bebe con sed en el torrente, pero sin dejar de observarlo.
De pronto sabe que ya no podrá abandonarlo.
Lo sigue durante tres días. Siempre se mantiene más bien alejada, pero nunca lo bastante para perderlo de vista. Duerme con él, come con él.
Durante las comidas parece que la ignore, pero al final siempre le lanza algo. No da muestras de quererla, pero tampoco la rechaza. No cambia el paso para despistarla, no corre entre los árboles para hacer que se pierdan sus propias huellas.
Dubhe, por su parte, no piensa nada. No hay motivos para pensar. Ha de seguir a aquel hombre porque es él y porque la ha salvado.
Al anochecer del tercer día, están cerca de un campamento. Parece muy grande. Sólo se distingue la empalizada exterior, de madera, mucho más extensa que la del campamento de Rin.
Se siente cansada. Mientras estuvo con Rin recuperó parte de sus fuerzas, pero ahora está agotada. El hombre no se detiene nunca, camina sin tregua. Dubhe mira el suelo, observa la hierba ya medio quemada por el sol, y cuando vuelve a alzar la vista, ya no está. El hombre ha desaparecido. Mira a su alrededor, lo busca. De pronto le entran ganas de llorar.
«No puede ser».
Una mano que surge de la nada le tapa la boca, el frío de una hoja entra en contacto con su garganta. Todo se detiene en aquel instante.
La voz del hombre le susurra al oído, su aliento cálido le acaricia la mejilla.
—Aquí termina tu viaje. ¿Sabes quién soy? ¿Lo sabes? Soy un asesino, y tú ya no puedes seguirme más. Piérdete por donde mejor te parezca. Si veo que sigues pisándome los talones, te mato, ¿está claro?
Dubhe no sabe qué decir. Pero su corazón está tranquilo. Es él. No lo ha perdido. Es él. Y no le da miedo su voz fría, ni su mano firme, apretada contra su boca, ni su puñal. Es él, y ella ya no está sola.
—Vete —le susurra al fin, y desaparece. Pero esta vez de verdad.
* * *
Hay una espesura cerca del campamento, pero algo apartada. Dubhe se dirige allí instintivamente. Había aprendido que en un lugar como aquél no convenía estar al descubierto. Se lo había dicho Rin. El hombre no ha vuelto a dejarse ver desde que la amenazó, pero a Dubhe no le preocupa. Está indisolublemente unida a él. No lo perderá jamás. Le pertenece.
Se sienta en el límite del bosque, entre los árboles. Tiene hambre. Sabe que el hombre le ha dejado alguna cosa: uno de sus bolsillos pesa, debe de haber algo dentro. Introduce la mano, saca lo que hay. Es el resto del queso. Dubhe sonríe. Después de tanto, tanto tiempo, logra sonreír de nuevo.
«No me ha abandonado y no me abandonará nunca».
Es de noche y a la luna, casi llena, sólo le falta una pequeña porción negra, engullida por el oscuro cielo. Dubhe se la queda mirando un rato, y siente una especie de paz lejana que le transmite calidez.
Oye voces. Susurros que provienen de la zona más tupida. Se acerca con cautela, siguiendo los sonidos.
—Llegas tarde. Dijiste que llegarías ayer.
—Lo importante es que estoy aquí, ¿no?
Dubhe se sitúa detrás de un árbol, se asoma.
«¡Sí!».
Es él y su capa. A su lado, hay un soldado con una larga espada en el costado.
—¿Y entonces? ¿La prueba?
—¿Tienes el dinero?
El soldado saca algo.
—No pensarás que voy a dártelo sin antes ver las pruebas.
Es el turno del hombre. Saca la cesta de madera, la abre. Un olor insoportable se esparce por la explanada, y Dubhe ve algo terrible: la cabeza de un hombre, con los ojos entreabiertos. Un asesino, había dicho el hombre. A eso era a lo que se refería. Se lleva una mano a la boca, aterrorizada.
El soldado también se lleva la mano a la boca y reprime un amago de vómito.
—Ésta es la prueba, ahora te toca a ti —dice el hombre.
El soldado calla un instante, se acaricia la barbilla, fingiendo que está pensando.
—No es él —concluye.
—No te hagas el listo conmigo.
La voz del hombre vibra emitiendo una nota amenazadora, pero el soldado no parece captarla.
—No es él, estoy seguro. No vas a tener tu dinero.
El hombre se muestra inamovible.
—Estás jugando con fuego.
El soldado suelta una risita nerviosa.
Dubhe presiente que algo no funciona. Casualmente mira a la derecha, detrás del hombre, y ve un destello imprevisto. Una hoja iluminada por la luna.
Grita con todo el aire de sus pulmones, y tiene mucho. La lengua se desbloquea, la garganta se libera. No puede hablar, pero grita.
El hombre es rapidísimo. Se vuelve, se agacha. La hoja sólo alcanza un pliegue de la capucha, que cae sobre sus hombros.
—¡Maldita niña! —grita el soldado, pero todo sucede de prisa.
El hombre saca el puñal y lo clava en el centro del pecho del agresor, que lo ha atacado por la espalda. Éste cae sin pronunciar un lamento.
El hombre se vuelve, sin levantarse del suelo, y se lleva las manos al pecho. Entretanto, el soldado ha desenvainado su espada e intenta darle una estocada de fondo. Se oyen dos leves crujidos en la oscuridad, el soldado se desploma y gime. Trata de incorporarse, intenta darse impulso a la desesperada. Va hacia ella.
Dubhe lo ve llegar con los ojos inyectados en sangre. La espada se cierne ante ella describiendo un amplio arco. Cierra los ojos. Siente dolor. En un hombro. Vuelve a abrirlos.
El hombre tiene un pie apoyado en el hombro del soldado, que está tendido en el suelo.
Por primera vez, el hombre jadea.
—¿Qué habrías sacado con matarla?
No le da tiempo a responder. Le hunde la hoja en la espalda. El soldado está muerto.
Dubhe aparta la mirada. «Cierra los ojos», le dijo el hombre la primera vez.
Se desploma suavemente hasta quedarse sentada. Algo caliente gotea de su hombro. Para no mirar al soldado muerto, alza los ojos hasta el hombre.
Después de haberlo seguido tanto tiempo, por fin le ve la cara. Es joven, incluso más que su padre. Su pelo, rojizo, forma amplios rizos alrededor del rostro que le llegan hasta los hombros. Tiene ojos azules profundos, y una expresión severa. No va afeitado. Dubhe no logra apartar la vista de él, mientras siente como su vida se debilita lentamente y un dolor intenso y atroz le desgarra el hombro.
* * *
El hombre la mira. La niña está apoyada en el árbol. Le ha salvado la vida. Ella, la pequeña parásita a la que ha ayudado. Está herida en un hombro y lo mira como lo hacen los perros. Pero le ha visto la cara, y eso un asesino no puede permitírselo. Nadie que haya visto su cara ha sobrevivido, jamás, y así habrá de ser con ella, no importa que sea una niña.
Coge uno de los cuchillos de lanzar, bastará para el suave cuello de aquella niña. Mientras se acerca, ella no tiene miedo, lo siente. Está a punto de desmayarse, pero no tiene miedo. Lo mira con unos ojos que lo dicen todo. «Ayúdame». Eso le está pidiendo. Carga el golpe, pero se detiene. La niña ha cerrado los ojos. Se ha desmayado.
«Maldita sea, por eso dejé la Gilda…».
El hombre se inclina hacia ella, le toma el pulso. Le ha pedido ayuda, y él se la brindará.
* * *
Cuando Dubhe vuelve en sí, el sol le está quemando la cara. Quizá ha sido eso lo que la ha despertado, o el balanceo que siente en todo el cuerpo. Nota olor a sal, un olor familiar, y tiene los brazos cruzados con fuerza bajo la barriga.
«Papá…».
Hace un conato de vómito. La persona que la tiene sobre su hombro la baja en seguida. Dubhe ya no puede más, está agotada.
Alguien entra en su campo visual: es él, el hombre. La mira con cara inexpresiva, pero sólo con verlo, a Dubhe se le alegra el corazón.
—¿Cómo va?
Dubhe responde con un gesto de resignación.
El hombre le da de beber. Ella primero se enjuaga la boca y, a continuación, bebe en cantidad. Hace un calor infernal, y los pensamientos se embarullan enloquecidos. Lo único cierto es que él está ahí y, por lo tanto, no hay nada que temer.
El hombre vuelve a cargársela sobre el hombro, y reemprenden el trayecto.
* * *
—Una habitación para mi hija y para mí.
—No quiero problemas…
—No te los daré.
—Éste siempre ha sido un lugar respetable, nunca acepto vagabundos…
—La niña no se siente bien. Dame una habitación, tengo dinero.
Ruido metálico sobre el mostrador.
—No quiero moribundos en mi establecimiento…
Ahora le llega el turno al rechinar de una hoja que se desliza rápida de la vaina, seguido del impacto de la misma hoja clavándose en el mostrador.
—Dame la habitación y no habrá problemas.
—Arriba… en… en… el primer… piso.
* * *
La puerta chirría. Dubhe logra entrever una habitación agradable, incluso con un par de flores en un jarro, pero está confusa, se siente aturdida.
El hombre la mete en la cama, y la frescura del lino y de las mantas la hacen sonreír. Es olor a limpio, olor a casa.
Dubhe se abandona a aquella nueva sensación de bienestar. Le duele muchísimo el hombro, y pese a que hace calor, su cuerpo se estremece de frío. A través de los párpados entrecerrados ve al hombre ocupado en sus cosas. Hurga en la bolsa, saca algo, se lo mete en la boca y lo mastica con diligencia.
Se le acerca, le coge el brazo del hombro herido y lo saca de las mantas delicadamente. Dubhe se fija en que está vendado con un tosco jirón de tela, roja de la sangre. Cuando le quita el vendaje, Dubhe chilla. Le duele muchísimo.
—Chist, chist, sólo será un momento —dice él con la voz pastosa.
Bajo la venda hay un corte que tiene muy mal aspecto: inundado de sangre coagulada y fresca a la vez, tiene los bordes lacerados y es profundo. Dubhe se echa a llorar.
«Moriré… he hecho tantas cosas malas».
El hombre se saca una extraña papilla verde de la boca y con gesto seguro empieza a extenderla por el corte. Al principio le duele, y Dubhe reprime otro grito, pero después lo nota fresco y agradable.
—Resiste —murmura él—. Eres una niña bastante valiente, ¿no es así? Aquel cabrón te ha herido con la espada, pero es un corte de nada, verás qué pronto se te pasa.
Dubhe sonríe, si lo dice él, seguro que es verdad.
Le hace un vendaje apretado que le arranca otro par de gritos. Una vez ha acabado todo, Dubhe se siente exhausta. Se le cierran los ojos y su mente se enfrasca en pensamientos extraños. Cuando está a punto de caer dormida oye una voz tranquilizadora.
—Descansa.
* * *
Dubhe y el hombre permanecen en la posada un par de días. Él no está casi nunca. Por lo general vuelve entrada la noche, pero no hay problema, porque Dubhe duerme casi todo el día. Cuando él llega, lo primero que hace es cambiarle el vendaje. Cada vez le duele menos que la vez anterior. El corte también mejora: es una herida fea, pero ya no sale sangre.
No le habla mucho, el hombre sólo se informa de cómo se encuentra.
—¿Mejor hoy?
Su voz nunca suena afectuosa o triste. Siempre es fría y mesurada, al igual que todos sus gestos. Siempre está yendo de aquí para allá con el rostro embozado y sólo se quita la capucha por la noche, delante de ella.
Dubhe lo observa mientras se mueve por la habitación, y le recuerda a un gato. Es esquivo como esos felinos, y elegante, exactamente igual que la noche en que fueron víctimas de la emboscada. No hizo ni un solo movimiento de más, era como si ejecutase una danza conocida desde hacía tiempo. Es así con cada uno de sus gestos.
Lleva muchas armas consigo. Se pasa casi toda la noche sacándoles brillo. Hay cuchillos, y el arco que guarda siempre bajo la capa, junto con un ligero carcaj con flechas, y una serie de dardos que emplea con una cerbatana.
De todas las armas del hombre, Dubhe admira sobre todo el puñal: tiene la empuñadura negra, trabajada con un dibujo de espirales que recuerda a una serpiente, con la boca abierta junto a la guarda, simple y blanca, como la hoja, de reluciente acero. Sólo mirarlo infunde temor, y aún parece más letal cuando lo empuña el hombre. Lo utiliza a menudo por la noche, mientras se entrena. En el centro de la habitación practica extraños ejercicios, rasga el vacío con la hoja. El ruido de sus pasos ágiles sobre las tablas del suelo es muy leve.
Una noche, el puñal está sucio de sangre. Su olor metálico y penetrante llena la habitación, y a Dubhe le entran náuseas. El hombre lo comprende, y sonríe con un gesto de tristeza.
—Uno se acostumbra, a fuerza de matar, pero tú no sabes de lo que estoy hablando.
* * *
Se van por la noche. Ya desde el día anterior, cuando el hombre la obligó a levantarse por primera vez, Dubhe comprendió que se irían pronto. No resultó muy agradable. La cabeza le daba unas vueltas terribles, las piernas parecían incapaces de sostenerla, pero él se había mostrado implacable. La había sujetado cuando parecía que fuera a caerse, pero no le había susurrado una sola palabra de apoyo ni dado ánimos. Simplemente, la había obligado a permanecer en pie.
El hombre reúne sus pocos enseres. Una vez lo ha hecho, le entrega un paquete. Dubhe lo abre. Es una vieja y desgastada capa marrón.
—Nadie puede reconocerme, y tampoco quiero que alguien recuerde tu cara. Mientras viajemos, la llevarás puesta, y no te quitarás la capucha hasta que tengamos la seguridad de que estamos solos.
Dubhe asiente y se pone la capa por primera vez.
* * *
Viajan mucho, sobre todo de noche, y duermen lo menos posible en hosterías; la mayoría de las veces lo hacen a la intemperie, bajo las estrellas. Además, el verano está en su plenitud, Dubhe lo nota por la suavidad del aire.
En ocasiones, mientras mira el cielo, recuerda las veladas que pasaba con su padre o con sus amigos. Le parecen terriblemente lejanas, y en lo referente a aquellos recuerdos, no experimenta ningún sentimiento en particular. Todo está envuelto en la niebla. Se pregunta quién era Mathon, por qué lo quería. De aquel sentimiento ya no queda nada.
Cuando esos pensamientos asoman a su cabeza, se vuelve hacia el hombre, lo mira inmerso en su sueño ligero, envuelto en la capa. Siente que él es todo cuanto ahora posee.
* * *
Jornada tras jornada, el olor de la tierra que están atravesando se va haciendo más penetrante, hasta que un día satura por completo el aire, pastoso y casi familiar.
—Hemos llegado —anuncia el hombre con tranquilidad.
El viaje ha durado diez días, en etapas forzadas, y Dubhe está bastante cansada; sin embargo siente curiosidad por saber dónde está. El paso del hombre se hace menos apresurado.
«Su casa. Estamos en su casa», aventura Dubhe.
* * *
El ambiente es desolador. Pese a estar en verano, el cielo es de un color plomizo, inflado de humedad y de lluvia. Un manto de calima se cierne sobre todas las cosas; a su alrededor el paisaje está compuesto exclusivamente por dunas que el viento azota, salpicadas de matojos de hierbas altas de un color verde apagado.
Tras ellas se abre un panorama inesperado, algo inmenso, pavoroso y espléndido. Una larga franja de arena fina que se precipita sobre una infinita extensión de color ocre. Haya agua hasta donde la vista alcanza, hasta el horizonte y más allá, agua agitada por el viento, que rompe contra la arena formando amplias olas blancas de espuma. A un lado, casi en el límite entre la arena y el mar, hay una choza derruida con el techo de paja y las paredes de piedras escuadradas. El hombre se dirige allí, pero Dubhe no.
Ella corre a lo largo de la playa, con el viento fustigándole la cara, y va hacia el agua. Se detiene a pocos metros y la mira encantada. El olor que ya percibía durante el trayecto, ahora es muy, muy intenso. Es el olor de toda aquella inmensidad de agua sin límite, algo que su mente no logra mesurar. Nunca ha visto nada parecido, ni que le infunda tanto temor. Las olas, de hasta dos metros de altura, son la cosa más potente que jamás haya visto. Dubhe contempla aquel espectáculo con una mezcla de temor y fascinación.
La mano que se posa en su hombro la sobresalta. Como siempre, el hombre ha llegado hasta ella en silencio, ni siquiera ha percibido su presencia.
—¿Qué es? —pregunta Dubhe entre murmullos.
—El océano, mi casa —responde él.
* * *
Por la noche, y sin previo aviso, Dubhe se convierte en un auténtico torbellino. Parece como si quisiera resarcirse de los largos días de silencio. El hombre ha preparado una sabrosa carne asada y queso fundido, y, frente a la cena servida en una mesa espartana, Dubhe empieza a hablar.
Él se limita a preguntarle su nombre y la niña empieza. Se lo cuenta todo, sin detenerse ni un instante: habla de su vida en Selva, ahora ya tan lejana, y después incluso se atreve a hablar de Gornar, de cómo lo mató. No es capaz de callarse nada. Y después llega el turno de los días en el bosque, y la breve pausa en el campamento, así como la noche de su destrucción y, finalmente, el día que se conocieron.
El hombre ni siquiera parece estar escuchándola, pero a Dubhe no le importa, lo único que quiere es hablar.
Cuando por fin se calla, ya es noche cerrada. Sobre la mesa están los restos de la cena. El hombre fuma lentamente su pipa. El del tabaco es un olor nuevo para Dubhe; en Selva no conocía a nadie que fumase.
Al cabo de unos segundos, él sonríe amargamente.
—Hablas más que un loro —le dice, casi irritado. Se pone serio y añade—: Huyo de un lugar donde crecen los que son como tú, y hacen a gente como yo.
Dubhe no comprende.
El hombre expulsa otra bocanada y prosigue:
—Quien, como tú, mata de joven es un predestinado, un predestinado al homicidio. Desde el momento en que derrama sangre por primera vez, su camino está marcado: no podrá hacer otra cosa más que entregarse al asesinato. Es su ineluctable destino. Pero la gente normal es incapaz de entenderlo; para la gente normal, aquellos como tú y como yo son una amenaza. Por eso te han expulsado. Incluso tu padre y tu madre te odian, porque la fuerza que hay en ti, la fuerza que te ha empujado a matar a tu amigo, les aterroriza.
Dubhe lo mira con los ojos muy abiertos. No sabe qué decir. Y sin embargo, esta vez entiende perfectamente lo que le está exponiendo aquel hombre. Una cosa terrible. Una cosa que ya había pensado ella sola. Así pues, es mala, por eso la han expulsado. Ha nacido cautiva, los dioses así lo han querido, y nada podrá cambiar esa terrible verdad.
«¿Y entonces?».
Mira al hombre, espera que le diga algo que disipe sus miedos. Pero él sigue fumando, tranquilo.
—Esto es lo que dicen los adoradores de Thenaar —añade, y su voz adquiere tintes de desprecio—. Tú puedes creerlo, o no.
—¿Tú lo crees? —pregunta ella, confusa.
—Yo no creo en nada.
El humo se enrosca formando lentas volutas a lo largo de las vigas de la cabaña.
—Yo soy un asesino. Un asesino vive del crimen y la soledad. Te he ayudado porque me has salvado la vida y te he recompensado. Pero yo no puedo andar detrás de una estúpida niñita. Te doy de plazo hasta que te recuperes, después tendrás que marcharte. Cada uno sigue su camino. El mío es una senda solitaria. Tú debes buscar el tuyo.
El hombre vacía la pipa. Se levanta, se retira a su habitación y apaga la vela.