12

El camino que conduce a la oscuridad

SU primera reacción instintiva fue alejarse de allí, huir nuevamente hacia la Tierra del Sol. Corrió desesperada, sin detenerse ni un momento, al límite de su resistencia, hasta que vio un amanecer rosado ante sí y cómo se desvanecía la Tierra de la Noche.

Estaba agotada, y le dolía la herida. Se daba perfecta cuenta de cuán imprudente había sido, tenía claro que con su actitud sólo había logrado perjudicarse en mayor medida, pero, por encima de la razón, aquellos días se había acabado imponiendo el miedo, ciego y frío. Por eso debía volver a casa. Volver a casa para olvidarlo todo.

Llegó pronto, en cinco días recorrió en sentido contrario el camino que ya había atravesado de ida.

Tenía la sensación de ser otra vez una niña, todos los miedos de antaño volvían a visitarla.

«Como si el Maestro no hubiera existido, como si aún estuviera buscando Selva, y a mis padres».

Entró impetuosa en la cueva, y le pareció que se sentía mejor en cuanto aspiró aquel olor a moho. Respiró a pleno pulmón y cerró los ojos.

* * *

De nuevo en casa, sola, empezó a recuperar el control. Tardó unos días en recobrarse. La herida estaba roja e inflamada, irritada. Se aplicó de nuevo el ungüento que le había proporcionado Tori. Y mientras el cuerpo se recuperaba, los músculos se relajaban y la piel de la espalda se volvía rosada y elástica, no dejaba de pensar.

Pasó largas horas meditando en la Fuente Oscura. El invierno había llegado. Tras una larga noche de tormenta, al día siguiente el perfume del aire ya era distinto, había cambiado su propia consistencia, y aunque seguía luciendo el sol, sus rayos no agrietaban la capa de frío que cubría la tierra. Pero Dubhe no temía el frío, por el contrario, lo buscaba e iba a la fuente de noche, vestida con la habitual casaca, y con la capa como única prenda de abrigo.

Debía volver a entrar en comunión con el mundo, tenía que sentir la tierra desnuda bajo las palmas abiertas de las manos. Cuando cualquier otra sensación quedaba anulada por aquel contacto, sabía que podía razonar con auténtica lucidez.

Sólo la Gilda tenía el antídoto. Ni siquiera Magara podía hacer nada. Dubhe tenía claro que la magia de la secta era especial. El Maestro le había hablado de ello. Se trataba de fórmulas prohibidas, la magia malvada que tenía como eje la subversión de las reglas naturales, basada en la muerte. Sin embargo, aquellas mismas fórmulas eran reinterpretadas, revividas según los parámetros del culto a Thenaar. Asimismo había quien decía, sobre todo en la Tierra de los Días, que la Gilda era la única auténtica depositaria de la magia élfica, la más oscura y malvada.

Las palabras de Yeshol resonaban en su mente, y por las noches no podía evitar pensar en los crímenes del claro del bosque. Sería siempre así, hasta acabar sufriendo la peor de las muertes.

No sólo había matado de nuevo, pese a haber tratado con todas sus fuerzas de evitarlo, sino que había perpetrado una carnicería, algo ante lo cual su mente vacilaba. Ése era su destino fuera de la Gilda, y ella no soportaría acabar así. La elección parecía demasiado sencilla.

Pero ¿qué significaba aceptar la propuesta de Yeshol? Venderse a su peor enemigo, un enemigo contra el cual el Maestro había luchado hasta la muerte. Por ella. No podía olvidar lo que le habían hecho, de modo que irse con ellos implicaba traicionarlo, a él y a sus enseñanzas. No la había adiestrado para convertirla en una máquina de matar al servicio del culto de Thenaar, no la había salvado ni la había mantenido a su lado para eso; ni ella había acabado como acabó para eso. Él le dio la vida, aún en mayor grado que su padre, que no fue capaz de protegerla ni de dar con ella después de haberla perdido. No podía hacerle algo así. Y además, ella había abandonado el camino del homicidio. Lo juró cuando murió el Maestro.

No, no había elección: una muerte horrible o el camino oscuro de la Gilda, de la que llevaba dos años tratando de escapar.

Dubhe estaba hecha un mar de dudas, y una única solución se perfilaba en el horizonte. Una muerte elegida, buscada. Una muerte que resultase digna, que le evitase la terrible agonía que Yeshol le había descrito.

Siempre había rechazado la posibilidad del suicidio. Había padecido innumerables dolores, pero nunca, nunca había pensado en decir basta, en tomar el camino más fácil. Pero ahora no era cuestión de cobardía, no sería la última acción de un ser abyecto: se trataba de escoger una muerte en lugar de otra, porque ya estaba condenada si rechazaba la oferta de Yeshol.

Dubhe se pasó una noche entera reflexionando. Era el único camino si decía que no. Acabar con todo, y rápido.

Pero no podía. Nunca habría creído que llegaría a ser una de esas que aman la vida. La vida era simple, brutal, y le resultaba difícil imaginársela como algo agradable, bonito. Ahora, sin embargo, cuando un simple gesto la separaba de la conclusión de la historia, sentía que no podía hacerlo. Había algo en ella que aún deseaba vivir. Como si pudiera permitirse un futuro distinto del pasado, como si el tiempo que tenía por delante pudiera conducirla de nuevo al Maestro, o a los años transcurridos en Selva. Una esperanza desesperada, como todas las esperanzas. Un irracional deseo de ir más allá, hasta el fondo.

No, no podía.

Durante aquellas noches en la fuente comprendió que era su naturaleza, la suma de sus propias experiencias y, aún en mayor medida, su destino, los que habían decidido por ella. El Maestro ya no existía, su cuerpo ya se había disuelto en la tierra, y a ella sólo le quedaba seguir ese «no sé qué» que habitaba en su interior y que se empeñaba en continuar viviendo. Pero en esa elección ni había la menor alegría, ni existía alivio alguno.

La Gilda había vencido.

* * *

Se fue despidiendo de todo lo que conformaba su hogar en la cueva. A partir de ahora, viviría en las entrañas de la tierra, con Yeshol.

Pero cuando ya se acercaba la hora de partir, inesperadamente se presentó Jenna. Lo vio aparecer, el rostro oscuro, envuelto en una extraña capa, en el umbral de la cueva, mientras en el exterior caía una aguanieve muy fina.

—Llevo mucho tiempo buscándote.

Dubhe no podía ocultar que estaba contenta de volver a verlo y por eso trató de hacerse la dura.

—Creía que había sido suficientemente clara.

Jenna entró, se sentó a la mesa. Se mantuvo sobrio, sin componer ninguno de esos pequeños gestos arrogantes que le caracterizaban.

—¿Dónde te habías metido?

Dubhe sabía que ya no podía eludir las preguntas.

—Me voy.

Jenna se quedó desconcertado.

—Es por el asunto del claro, ¿a que sí? Allí pasó algo, y tú estabas. Yo, la verdad, sólo quiero ayudarte… porque… maldita sea, somos compañeros de negocios, y al final, los compañeros se acaban queriendo un poco, ¿no?

Bajó la mirada.

—Porque tú me quieres un poco… ¿no es así?

Ella permaneció en silencio un instante. La situación empezaba a resultar penosa, más de lo que se habría imaginado.

—Eso que has oído decir es a causa de una enfermedad. Estoy enferma.

—Entonces hará falta un sacerdote, y alguien que te cuide…

Dubhe sacudió la cabeza.

—Sólo hay un lugar en el que puedo curarme, y es mejor que no sepas dónde está. Iré allí. Han puesto un precio a mi curación, y yo debo pagarlo, como siempre. Si quiero vivir, tengo que hacerlo.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? ¿Y qué debo decirle a quien te busque?

—Ya no volveremos a vernos, Jenna. No haremos más negocios juntos. Vuelve a tu trabajo.

El muchacho permaneció callado unos instantes, y entonces, por sorpresa, golpeó la mesa violentamente con el puño, sobresaltando a Dubhe.

—¡Ah, no, no! Hace mucho que trabajamos juntos, te he visto crecer, he estado a tu lado cuando las cosas iban mal. No puedes liquidarme así, sin explicarme el porqué. ¡Me estás abandonando!

—La nuestra siempre ha sido únicamente una relación de trabajo. Nunca ha habido otra cosa.

—¡No es cierto, no era sólo eso!

Se puso en pie de un salto.

Dubhe sintió que algo se movía al fondo de su estómago. Resultaba duro abandonar toda su vida, y Jenna formaba parte de ella. Aunque se había prometido en más de una ocasión que no volvería a suceder, se había ligado a una persona, se había encariñado con ella.

—Para mí no resulta fácil dejarlo todo por una nueva vida, pero debo hacerlo o moriré.

—Con mayor razón me necesitas.

Dubhe sonrió con tristeza.

—Vete, vete y olvida todo esto, ya te lo dije aquella noche: no puedes entenderme, los que son como yo están perdidos.

Jenna apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—No permitiré que te vayas.

Lo hizo todo muy rápido, con la prisa de los inexpertos, de los jóvenes. Apoyó las manos en sus hombros y, con torpeza, unió sus labios a los de Dubhe. Fue algo tan inesperado que ella no tuvo tiempo de reaccionar. Sintió aquellos labios trémulos posándose en los suyos, y un torrente de recuerdos se apoderó de ella. Las imágenes se superpusieron formando un recuerdo dulcísimo y terrible a la vez, que la confundió. Se separó bruscamente.

Se quedaron frente a frente; Jenna mirando al suelo, ruborizado a más no poder, y Dubhe contemplándolo desconcertada y esforzándose en separar su imagen de la de sus recuerdos.

—Yo nunca te he amado —se limitó a decirle, en un tono glacial.

—Yo sí…

Dubhe se le acercó, apoyó una mano en su hombro. Lo entendía. Demasiado bien, incluso.

Jenna estaba como aturdido, le brillaban los ojos. Ella lo acompañó afuera y, durante un tramo de bosque, caminaron hombro con hombro sin hablar. Una lechuza lanzaba su lúgubre reclamo a lo lejos, en los montes.

«Es mi vida lo que llega a su fin, como otras veces en el pasado».

Se detuvo.

—Adiós, Jenna.

Él ni siquiera fue capaz de mirarla.

—No puede acabar así…

—Y sin embargo, aquí es donde acaba. Vuelve a casa.

Lo dejó solo en el bosque. Había llegado la hora. Aquella noche sería la última de su antigua vida.

* * *

Partió al amanecer, con muy poco equipaje. Cogió las armas, entre ellas el puñal, por el que sentía gran inclinación.

Las observó con una mirada distinta.

«Tendré que usarlas de nuevo».

Se estremeció. Siempre había albergado la esperanza de que aquel momento no llegaría a producirse.

También cogió una muda completa y algunas provisiones para consumir durante el viaje. Ni siquiera vació la cueva. No sabría decir si porque estaba demasiado apegada a aquel lugar, o porque creía realmente que algún día podría volver. Simplemente, le dio la espalda a aquel espacio que tanto había querido y ya no miró atrás.

* * *

El viaje le llevó seis días, exactamente igual que cuando había ido al templo por primera vez. Habría podido apresurarse y llegar antes, pero no le apetecía en absoluto. Pensó que posiblemente sería la última ocasión de que dispondría para estar al aire libre durante tiempo, al menos los primeros meses, y quería disfrutarlo. Quería llevarse consigo los olores del invierno, antes de que se le acabase el tiempo y su cuerpo estuviera prisionero en los túneles excavados en la roca.

Y quería suprimir el recuerdo incómodo y triste de Jenna besándola y tratando de mantenerla unida a él y a la Tierra del Sol con aquel ridículo gesto, a ella, que no estaba unida a nada.

Cuando entró en el templo era mediodía. La oscuridad de la Tierra de la Noche era densa y el frío, penetrante. El viento se colaba a través del portal y recorría las naves del santuario, resonando lúgubre alrededor de las estatuas de Thenaar. En esa ocasión no había nadie en los bancos. Dubhe estaba sola. Pero sabía que Yeshol la estaba esperando.

Apoyó la mano en las columnas, y sintió los bordes cortantes del cristal negro hiriéndole la carne. Una gota de sangre descendió columna abajo.

El dolor la hizo volver en sí, le proporcionó la dimensión de lo que estaba a punto de hacer.

Cerró la mano herida; otra gota cayó al suelo.

Se dirigió hacia la estatua correspondiente, accionó el apéndice adecuado y esperó.

Yeshol apareció envuelto en su túnica roja.

Sonreía con indisimulada satisfacción.

—Veo que no has tenido que pensarlo mucho…

Dubhe no respondió. Habría dado cualquier cosa por arrancarle aquella sonrisa de la cara, pero su vida estaba en manos de aquel mal nacido, había hecho una elección y ésta no contemplaba la muerte de Yeshol.

Sin embargo, el sacerdote debió de notar algo, porque corrigió el tiro.

—Nunca he dudado de ti. Thenaar te ha elegido, no podías hacer otra cosa más que venir.

Tomó el mismo camino de la ocasión anterior, y, como entonces, acabaron en su estudio. En esa ocasión, nada más entrar, tiró de un cordón dorado que había junto a la estatua de Thenaar.

Mediante una seña, le indicó a Dubhe que se sentase, y él hizo lo mismo.

—Antes que nada, aquí no necesitas tus armas. Déjalas en el suelo.

Ella se mostró indecisa.

—¿Aún quieres matarme? Puede que me cortes la garganta, pero los míos te matarían, y entonces ¿de qué habría servido?

No se trataba de eso.

—Les tengo mucho cariño a estas armas.

—No las necesitas.

—Prométeme que me las devolverás cuando todo haya acabado.

Yeshol la miró con cierto disgusto, pero asintió.

—Tras la iniciación volverás a tenerlas.

Dubhe lo dejó todo en el suelo: el arco, los cuchillos de lanzar, las flechas y, por último, el puñal. Le pareció casi un sacrilegio apoyar el arma del Maestro sobre aquel suelo maldito.

—En las condiciones en que ahora te hallas no te está permitido acceder a nuestro consejo, en la Casa. Eres impura, debido a la vida corrupta y sin fe con que te has conducido fuera de estos muros y, además, si cruzases el umbral sin tener el freno de la Bestia que duerme en lo más profundo de ti, se desencadenaría la maldición.

Dubhe lo interrumpió con un gesto.

—Esa Bestia me la has metido tú en el corazón, y en cualquier caso quiero que la situación quede clara. Trabajaré para vosotros, lo que queráis, pero nunca tendréis mi fe. No creo en ningún dios, y mucho menos en uno como Thenaar.

Yeshol sonrió.

—Sólo Thenaar decide. Así pues, vivirás con nosotros, y vivir con nosotros, pertenecer a la Gilda, significa participar en el culto. No tienes otra opción.

La puerta se abrió y entró un personaje encapuchado. Llevaba un largo hábito de tela basta. Se inclinó ante Yeshol, se llevó las manos al pecho y se quitó la capucha. Era un hombre más bien joven, con el pelo muy, muy corto y de un rubio muy claro; sus ojos, carentes de expresión, también eran extremadamente claros, igual que su piel y su nariz aguileña. La miró como si fuese transparente.

—Él es el Guardián de los Iniciados, su nombre es Ghaan. Se ocupa de los jóvenes que acuden a nosotros, de los nuevos adeptos. Por lo general se trata de niños, pero en muy contadas ocasiones también nos hacemos cargo de alguno mayor, como tú. Él te iniciará en el culto. Desde este momento y hasta la ceremonia de iniciación, sólo verás al Guardián de los Iniciados. No eres digna de que ninguno más de entre nosotros te dirija la palabra.

Yeshol hizo un gesto, y habló Ghaan:

—Levántate y sígueme.

Dubhe obedeció. A partir de ese momento su vida pertenecía a aquella gente.

Antes de que saliera, Yeshol volvió a llamarla.

—He visto tu mano —dijo sonriente—. La enésima prueba de tu pertenencia a Thenaar, porque lo primero que debe hacer un iniciado es ofrecer su propia sangre, y tú ya lo has hecho.

Ella apretó con fuerza el puño.

* * *

Atravesaron numerosos pasadizos excavados en la roca, todos oscuros y apestosos. El olor a sangre, más intenso en el cubículo de Yeshol, casi había desaparecido por completo, por lo que podía respirar mejor. El hombre que iba delante de ella no hablaba, se limitaba a caminar, y Dubhe lo seguía. En seguida perdió la cuenta de las ramificaciones y las galerías que habían atravesado.

Llegaron por fin a una puerta de madera. Ghaan la abrió sirviéndose de una larga llave muy oxidada. El interior era un pozo en toda regla. Olía a moho, y era pequeñísimo. Dubhe calculó que a duras penas podría estar dentro tumbada, y en cualquier caso tendría que doblar las piernas. Arriba, muy arriba, se veía un minúsculo resquicio por donde entraba un poco de aire.

—Ésta es la celda de purificación. —El tono de la voz del hombre era estridente, y hablaba sin mirarla a la cara—. Permanecerás aquí siete días, siete días durante los cuales ayunarás para purificarte. Se te concederá media jarra de agua al día. Yo vendré cada día a exigirte el Tributo y a instruirte en el culto. A partir de entonces podrás acceder a la Casa, y recibirás tu iniciación.

—Yo no creo en vuestro dios —murmuró Dubhe.

De repente todo le parecía una locura. Se preguntó por qué había aceptado, y recordó el horror con que el Maestro hablaba de aquel lugar.

Ghaan la ignoró.

Dubhe entró en la celda y la puerta se cerró violentamente a su espalda. El sonido chirriante de la llave en la cerradura rebotó de una pared a otra, hasta la cúspide, hasta el pequeño orificio que había en lo alto. Sonó como un ruido ensordecedor.

* * *

Dubhe conocía las insidias y las lisonjas de la oscuridad. En los peores momentos, ésta la había acogido y la había envuelto, la había sustraído de la realidad y la había consolado. Ése era justamente el reverso de la medalla: la soledad y la oscuridad restaban realidad a las cosas, engullían todo cuanto estaba en el exterior, falseaban los contornos… La oscuridad protegía pero engañaba.

Así fue durante aquellos siete días de delirio.

La razón trataba de resistir. Pero las visiones aparecían. Pasado y presente se confundían; a veces, a Dubhe le parecía que aún era una niña, en casa; otras, volvía a estar en el bosque, desterrada, o veía al Maestro observándola con mirada severa. Gornar la perseguía, así como las otras víctimas de aquellos años desesperados, durante los cuales había tratado de negarse a sí misma la crudeza de su destino.

La sed la devoraba, el hambre era una tortura continua, había poco aire y estaba viciado. Sin desfallecer ni un instante, Dubhe trataba de abrazarse a su propia esencia, a sus pensamientos. Mientras no los perdiera, tendría algo que no estuviera en poder de la Gilda; mientras conservara la conciencia, aún seguiría teniendo sentido vivir.

Ghaan acudía de noche; Dubhe lo sabía porque, cuando llegaba, por la abertura del techo de la celda siempre vislumbraba una estrella, una estrella luminosa y roja.

La primera noche le dio ropa nueva; era un hábito totalmente igual al suyo, negro y de una tela burda que rascaba la piel. Después le cortó el pelo. Ella se dejó hacer. A continuación le dijo que le tendiera la mano no herida. Ella lo hizo y el hombre le practicó un corte en la palma con un cuchillo.

—Por la Espada que degüella —murmuró, y recogió la sangre en una pequeña ampolla.

Finalmente le proporcionó una venda limpia con la que limpiarse la sangre, Estaba húmeda y parecía empapada en algo.

El corte era pequeño pero profundo, y la visión de la sangre turbó a Dubhe.

«La Bestia tiene sed».

A partir de la segunda noche, Ghaan también empezó a instruirla. Entraba en la celda llevando consigo otro extraño frasco que le hacía oler, y Dubhe se recobraba durante un rato, volvía a estar más presente ella misma.

En lo sucesivo tendría un recuerdo vago de aquellas horas nocturnas pasadas junto al hombre, aturdida de hambre y de sed y casi hipnotizada por la voz de Ghaan, salmodiando, mientras le hablaba de Thenaar.

—Él es el Dios supremo, mucho más poderoso que todos cuantos se veneran en el Mundo Emergido…

»Thenaar es el señor de la Noche. Surge con Rubira, la Estrella de Sangre. Es ésa, ¿la ves? Sobre tu cabeza. Culmina a medianoche, y domina las sombras. Es la sierva de Thenaar, lo precede y lo anuncia…

»Nosotros, sus discípulos, somos los Victoriosos. La gente nos llama vulgarmente Asesinos, pero somos Elegidos, la Estirpe Predilecta de Thenaar…

Al final de cada sesión, Ghaan la hería. Todas las noches le infligía una herida en una zona distinta: las palmas de las manos, los antebrazos, las piernas… La última noche, le hizo un corte en la frente.

—Siete signos, siete como los Grandes Hermanos que han marcado nuestra historia de Victoriosos, siete como los días del año durante los cuales Rubira es ocultada por la luna, siete como las armas de los Victoriosos: el puñal, la espada, el arco, el lazo, la cerbatana, los cuchillos y las manos.

Las heridas cicatrizaron de inmediato, probablemente por las vendas, que debían de llevar algún ungüento curativo, y sólo dejaron una leve marca blanca. Cuando Dubhe se miró la palma, recordó que el Maestro también tenía cicatrices como aquélla.

—Recuérdalo, Dubhe, son un símbolo de la Gilda. Cuando las veas, significará que te las estás viendo con un Asesino.

«Soy una Asesina, aquello que siempre habría tenido que ser», reflexionó angustiada.

* * *

Al octavo día, la puerta se abrió y apareció una figura distinta a la del larguirucho Ghaan. No sin esfuerzo, Dubhe alzó la vista al cielo. La estrella roja, Rubira, aún no había salido.

—El período de purificación ha terminado.

Era la voz tranquila y pacata de Yeshol.

—Esta noche, cuando salga la Estrella de Sangre, se celebrará tu iniciación, y desde entonces pertenecerás a Thenaar.

* * *

La sacaron de la celda en cuanto empezó a oscurecer. Acudieron dos mujeres, vestidas con largos hábitos negros y la cabeza rasurada. Probablemente serían ayudantes del Guardián de los Iniciados, se dijo Dubhe. La condujeron a una nueva sala donde el olor a sangre ya comenzaba a ser más penetrante. Era un espacio circular y amplio, iluminado por unos voluminosos braseros de bronce que despedían un extraño humo aromático y una luz lúgubre que danzaba en las paredes de roca apenas desbastadas. Además de las mujeres que la habían acompañado, también había dos hombres. Iban rasurados, igual que ellas, pero no llevaban túnica, sino unos pantalones amplios de lino negro, e iban con el torso desnudo, historiado de cicatrices blancas, extrañas intrincaciones similares a las del templo. Unas gruesas cadenas descansaban a sus pies. Entre ambos, sentado en una cátedra, estaba Ghaan. Las dos mujeres la hicieron arrodillarse.

—¿Qué va a pasarme? —preguntó Dubhe.

—Lo descubrirás cuando suceda.

Ghaan se puso en pie y abandonó la sala.

Los hombres permanecieron inmóviles en su puesto, mientras las mujeres se encargaban de ella. Le dieron otra jarra de agua y un pedazo de pan sobre el que se abalanzó, famélica. Dio cuenta de él en unos pocos mordiscos. Entonces le alcanzaron un vasito lleno de un líquido violáceo, de olor muy intenso. Primero le hicieron inspirar profundamente la fragancia, y a continuación le ordenaron que bebiera.

El líquido era fuerte, le quemó la garganta e hizo que se le saltaran las lágrimas. Le dijeron que se sentase y la dejaron tranquila unos instantes.

Se sentía agotada, aunque el pan y el agua le hubieran devuelto algo de vigor, y también extrañamente aturdida. El mundo se tambaleaba ante sus ojos al ritmo de las llamas del brasero.

—¿Qué me habéis hecho beber? —murmuró.

—Chist —la silenció una de las mujeres—, el iniciado no debe hablar. Te ayudará a soportar.

Le volvieron a dar agua y a continuación salieron de la sala. En ese instante los hombres se pusieron en movimiento. Dubhe vio cómo cogían las cadenas y se acercaban hasta ella. Se las pusieron en los pies y en las manos, y ella estuvo a punto de echarse a reír. Había ido allí por voluntad propia, consciente de su elección, y ahora la encadenaban como a una prisionera.

—No pienso escaparme… —trató de decir.

—No es por ti, sino por la maldición.

Dubhe no captó con claridad aquellas palabras.

La pusieron en pie, la sostuvieron con cierta solicitud y la sacaron de allí.

De nuevo, una sucesión de largos corredores, oscuros y húmedos. Las paredes oscilaban terriblemente, como si fueran un intestino vivo, y tenía la sensación de que iban a desplomarse. Entonces, poco a poco, empezó a percibir una especie de respiración. Era como si un animal se hubiera ocultado allí, en alguna parte, y jadease. Olía a sangre, cada vez más intensa y penetrantemente, y Dubhe empezó a sudar. Le pareció que recuperaba el vigor en las piernas, sus pasos eran más seguros y su corazón latía cada vez con más fuerza.

«Es ella. Me persigue. Me acecha. ¡La Bestia!».

Los hombres la sujetaron más fuerte de los brazos mientras, lentamente, aquel ruido lejano iba transformándose en una siniestra salmodia, la letanía más lúgubre que Dubhe hubiera escuchado jamás.

Curvas, tramos en descenso, y después subidas, y escaleras. El recorrido se hacía cada vez más laberíntico, y ahora las paredes palpitaban con aquel canto, temblaban al sonido de las palabras murmuradas por la multitud. El olor a sangre era cada vez más intenso, nauseabundo.

—No, no… —susurró Dubhe, mientras sus brazos y sus piernas eran presa de breves espasmos.

El murmullo se convirtió en un estruendo sordo, el olor se hizo insoportable, y por fin llegaron a la sala.

Era una enorme gruta natural, con el techo tapizado de puntiagudas estalactitas.

La luz temblorosa de unas lámparas de araña, colgadas del techo, daba vida a maléficas criaturas de sombra en las paredes. En el centro de la estancia había dos grandes piscinas llenas de sangre: de ellas provenía el olor. En ambas bañaba sus pies una enorme estatua de Thenaar, bastante más grande que la del templo, totalmente tallada en cristal negro. Mantenía la misma actitud que la de la copia del templo: como aquélla, sostenía un puñal y una flecha entre las manos, pero su rostro aún era más maligno, si cabía.

Entre los pies de la estatua, había otra figura de cristal negro, más pequeña, que apenas le llegaba a las rodillas. Los ojos confundidos de Dubhe no podían distinguir con claridad qué representaba, pero parecía un niño con túnica, cuya mirada era extrañamente seria y triste.

A los pies de las dos estatuas, rodeando las dos piscinas, había una multitud de hombres y mujeres vestidos de negro. Los Victoriosos, como los había llamado Ghaan, los Asesinos. Era su voz la que salmodiaba e invocaba a Thenaar. Las paredes resonaban con aquel griterío, y hasta el suelo se estremecía.

En cuanto vio la sangre, Dubhe gritó, y sintió que la Bestia le desgarraba la carne. Quería beber, saciarse y matar. Se agitó, se debatió, pero los hombres que la acompañaban la tenían bien sujeta y la empujaron hacia la piscina.

Como aquella noche en el claro del bosque, Dubhe era una espectadora impotente. Veía su propio cuerpo poseído por la Bestia, y estaba aterrorizada.

«¡Sucederá como entonces! ¡Volveré a destrozar a estos hombres! ¡Y la Bestia me devorará!».

Cuando sumergieron sus pies en sangre, sintió que iba a desmayarse.

Yeshol estaba ante ella, con el rostro desfigurado por el éxtasis místico, y su voz atronaba por encima de las demás.

Los dos hombres fijaron las cadenas que le sujetaban las muñecas y los tobillos a unas anillas, y Dubhe se quedó sola en la piscina, con la sangre viscosa cubriéndole los pies.

A una señal de Yeshol, se hizo el silencio en la sala, y lo único que se oyó fue el grito de dolor de Dubhe. Incluso sonaba inhumano en sus propios oídos.

«¡Es el grito de la Bestia! ¡Liberadme!».

Por mucho que gritase, la voz de Yeshol lograba superar sus aullidos.

—¡Poderoso Thenaar! La presa que durante tiempo te ha rehuido ahora está aquí, ante ti, y ruega ser admitida en el grupo de los tuyos. Por ti abandonará las filas de los Perdedores, renegará de su vida de pecado y seguirá la senda de los Victoriosos.

Sacó una ampolla llena de un líquido rojo.

—Y una vez purificada, te ofrece su sufrimiento y su sangre.

La congregación volvió a salmodiar una extraña oración.

El sacerdote vertió la sangre en la piscina, y el coro se elevó en volumen e intensidad.

—Sangre a la sangre, carne a la carne, acepta la ofrenda y acoge en tu seno a la progenie de la muerte.

Dubhe cayó de rodillas. Estaba volviéndose loca. Aquello que había tratado de evitar estaba a punto de suceder. La locura. El dolor. La muerte. La peor posible. La habían engañado.

La congregación calló de nuevo y la voz de Yeshol se elevó, fuerte y clara.

—Que tu sangre, poderoso Thenaar, purifique y marque a nuestra nueva hermana, e imprima en su ser tu símbolo oscuro.

Cogió un gran plato de bronce, lo introdujo en la piscina y vertió la sangre recogida en la cabeza de Dubhe. La chica se desmoronó aún un poco más.

«Me muero, al fin me muero», se decía, mientras las garras de la Bestia la laceraban. En su confusión, le pareció notar que Yeshol acercaba mucho su rostro al de ella, hasta que sintió su aliento en los labios. Su voz era un susurro maligno.

—Recuerda este dolor, este sufrimiento: esto es lo que te espera si nos desobedeces. Pero, en vista de que te has portado muy bien, te corresponde un premio.

Le acercó una ampolla a los labios y bebió de ella: un líquido fresco descendió por su garganta. Las garras que había tenido clavadas en el pecho hasta unos momentos antes, parecieron retraerse, tuvo la sensación de que una extraña paz la envolvía. Y entonces, todo se volvió negro.