11

El templo del dios negro

PARTIÓ al día siguiente. Lo hizo al alba, y a toda prisa, apenas el tiempo justo de despedirse de Magara.

Cuando volvió a casa, durante unos días sólo se dedicó a curarse y a descansar. Trataba por todos los medios de no ver aquel símbolo en su brazo; mientras no lo veía, casi lograba no pensar demasiado en la maldición, pero cuando por fin creía que había conseguido salir de aquella pesadilla, la manga se alzaba y le revelaba la verdad.

Tenía que encontrar al mago que le había impuesto el sello.

* * *

El viaje no duraría más de seis días; una nimiedad para las entrenadas piernas de Dubhe, pero la joven seguía estando convaleciente, y eso complicaba la misión.

El templo de la Gilda se hallaba en la zona más septentrional de la Tierra de la Noche, en un territorio que en tiempos de la Gran Guerra aún estaba dominado por la Roca del Tirano.

Dubhe nunca había estado allí. Sólo conocía aquel lugar por su fama, y por lo que le había contado el Maestro. Un polvoriento templo ubicado en una zona olvidada, dedicado a un dios del que la mayoría no sabía nada: el Dios Negro —tal como lo llamaba la gente, Thenaar para los adeptos de la Gilda—, cuyos orígenes, según decían algunos, se remontaban a los tiempos élficos. El templo estaba casi siempre vacío, salvo por un único sacerdote que había pasado toda su vida entre sus paredes, aislado en una sala oculta.

El Sacerdote Oculto era la única figura de aquel credo misterioso que interesaba a la gente. De vez en cuando, algún desesperado se acercaba al templo para solicitar una gracia a Thenaar por intercesión del Sacerdote. Por lo general se trataba de personas que habían llegado al límite de la desesperación, dispuestas a todo con tal de ver satisfecha su petición, incluso a entregarse a aquel culto oscuro. Periódicamente, el Sacerdote elegía a un afortunado entre los Postulantes y lo llevaba con él hasta las zonas más secretas del templo. A partir de ahí, nadie había desandado el camino, pero había gente dispuesta a jurar que había recibido una gracia justamente en virtud del sacrificio de la persona que había elegido el Sacerdote Oculto.

Dubhe desconocía los auténticos ritos del culto a Thenaar. En alguna ocasión, de niña, había tratado de preguntárselo al Maestro, pero él siempre se había mostrado bastante vago e impreciso respecto a aquel tema. Sin duda, la sangre desempeñaba algún papel, y se trataba de rituales vinculados al homicidio, pero no había logrado averiguar nada más. El Maestro parecía sentirse más bien incómodo al hablar de ese tema.

—Los rituales de Thenaar y de la Gilda no son cosas que atañan a los hombres, ni siquiera a los Asesinos, como yo. Son asuntos de demonios malignos, algo que tú no debes saber.

Sólo en una ocasión el Maestro se mostró más locuaz, una noche que Dubhe jamás olvidaría. Fue entonces cuando comprendió por qué el Maestro había abandonado la Gilda, y el relato de aquel único episodio le heló la sangre en las venas.

* * *

Dubhe viajó sin prisas, deteniéndose a menudo. Existía la posibilidad de que, en cuanto llegase, tuviera que entrar en combate, de modo que debía estar descansada, en forma, con la mente lo más despejada posible. Trataba de no pensar demasiado en lo que allí le esperaba. Por el momento la Bestia dormía, pero podía despertar en cualquier momento, y le resultaba intolerable pensar en lo que había sucedido la última vez.

Sin embargo, el verdadero sentido de su misión volvió a hacerse patente durante la oscura jornada en que sintió la proximidad de la Tierra de la Noche. Las nubes eran negras y estaban cargadas de lluvia, y de vez en cuando un trueno estremecía el aire. El crepúsculo llegó cuando aún no era mediodía. Era una tierra para los amantes del ocaso; podían verse a todas horas, bastaba con meterse allí, en la frontera, y observar aquel eterno crepúsculo. Si hubiera tenido que escoger dónde despedirse para siempre del Maestro, habría sido en ese lugar, entre el rojo de los últimos rayos de sol. Y no obstante había sucedido en verano, bajo el cielo sereno de la Tierra del Sol.

La noche se anunció mediante la aparición de las pocas estrellas que lograban despuntar entre las nubes. En la Tierra de la Noche, la luna y las estrellas eran los únicos elementos que señalaban la alternancia entre la noche y el día: de día, reinaba una oscuridad completa, rota únicamente por la artificiosa y exigua lactescencia del cielo, una argucia derivada de la magia que había invocado la noche eterna sobre aquel reino.

Dubhe prosiguió su viaje.

Transcurridos otros tres días de camino llegó al santuario. Se hallaba en una zona desolada, apenas rodeado por la típica e inquietante vegetación de la Tierra de la Noche. En un lugar donde nunca había luz, las plantas normales no tenían la menor posibilidad de crecer. Por ello las pocas plantas que habían logrado sobrevivir al sortilegio eran tan extrañas: les bastaba la escasa luminosidad del cielo de día, y aún se desarrollaban mejor cuando había estrellas. Eran plantas con grandes hojas carnosas y opulentas, parecidas a las de los cactus, que lucían colores tenebrosos: prevalecía el negro, pero también había árboles con hojas de un marrón oscuro bastante parecido al color de la sangre coagulada, y flores de un azul oscuro e intenso. Muy a menudo, los frutos de aquellas plantas eran singulares abscesos fosforescentes, animados por una pálida luz interna.

En medio de aquella vegetación se alzaba un edificio de cristal negro, más bien simple en su estructura de base rectangular. Lo realmente impresionante del mismo eran sus tres pináculos puntiagudos, dos más bajos a los lados y uno central más sólido y elevado. Parecían competir en altura apuntando hacia el cielo. La puerta era igualmente alta y estrecha, un acceso angosto abierto en el tejido del muro. En el centro de la fachada descollaba un gran rosetón que desprendía una luz de un rojo muy vivo. Las paredes estaban totalmente recubiertas de frisos y de símbolos intrincados y sutiles, que envolvían los tres pináculos hasta media altura, creando una complicada red que debía de ocultar arcanos significados.

Más allá de la luz roja del rosetón había dos globos luminosos que sostenían en sus bocas dos grandes monstruos esculpidos, uno a cada lado de la puerta. Detrás, la tenue luz de los frutos de aquella tierra.

Dubhe se detuvo, y no pudo por menos que estremecerse ante aquella edificación.

Después de tanto tiempo tratando de evitar aquel lugar, ahora, finalmente, había sido ella misma quien se había presentado allí. Su miedo se tiñó de una rabia profunda.

«No te bastó mi Maestro, no tuviste suficiente con destruirlo… ahora yo también…».

Pero su miedo no sólo obedecía al odio que sentía hacia la Gilda y todo cuanto le pertenecía, ni al temor que unos pocos relatos del Maestro le habían inculcado desde la infancia: provenía de algo malvado y oscuro que se filtraba entre las grandes piedras escuadradas del muro, que fluía hacia el exterior a través de la luz roja del rosetón. Al contemplarlo, Dubhe fue presa del vértigo. Las imágenes de las matanzas la arrollaron, y supo con despiadada certeza que todo aquel mal, aquel horror que casi había logrado desgarrarla a ella misma, sólo podía tener sus raíces en aquel tétrico lugar.

Hizo acopio de fuerzas, cerró los ojos en la oscuridad y logró controlarse. Entró.

El interior no era menos oscuro que el exterior. El templo estaba dividido en tres pequeñas naves sostenidas por columnas toscamente esbozadas. Los fustes estaban manchados de sangre seca, la sangre de los Postulantes que apoyaban las manos en los bordes cortantes tallados a cincel. Dubhe alzó los ojos: podía distinguirse el perfil de los tres pináculos, pero no se podían ver las agujas, demasiado altas e inaccesibles a las miradas de los fieles.

Las paredes albergaban nichos con estatuas monstruosas en su interior: gruesos dragones de aspecto aterrador, cíclopes, bicéfalos, todas las criaturas inmundas que las mentes de los adeptos hubiesen podido imaginar. Al fondo había un altar de mármol negro, reluciente, y, detrás, una colosal estatua negra con vetas rojizas. Era un hombre con el pelo largo ondeando al viento, cuyo rostro mostraba un ademán fiero, aterrador. En una mano sostenía una saeta; en la otra, un largo puñal teñido de sangre que parecía auténtica. Iba vestido de guerrero, y parecía brutal, por no decir algo peor, animado por una maldad interna imposible de ser definida con palabras. El altar también estaba manchado de sangre, como todo allí dentro.

En la nave central había unos rústicos bancos de ébano, todos vacíos y polvorientos, salvo uno. Lo ocupaba una mujer arrodillada. Estaba encorvada con las manos unidas, y parecía atenazada por un insoportable dolor. Tenía los pies desnudos y llagados, probablemente a causa de una larga caminata, y murmuraba una especie de letanía.

—Toma mi vida y sálvalo a él, toma mi vida y sálvalo a él…

Su voz sonaba desesperada, y el modo en que repetía aquella cantinela hacía imposible hallarle sentido alguno. Era la oración de alguien que no tiene nada que perder, de quien ha visto cómo se lo han arrebatado todo y está dispuesto a morir.

Dubhe apartó la vista. Aquel espectáculo la incomodaba y la angustiaba.

«¿Es esto lo que queréis de mí? ¿Queréis que me postre, como pretendisteis hacer con el Maestro, sin conseguirlo?».

Avanzó. Para la mayoría de las personas aquel lugar sólo era un templo, pero el Maestro le había enseñado que en realidad era una puerta de acceso a la Casa, el lugar donde vivían los asesinos, donde se oficiaba el verdadero culto y donde la Gilda organizaba sus asuntos, y se hallaba en las profundidades de la tierra. Todos sabían de la existencia de la Casa, pero eran poquísimos los que conocían su ubicación exacta y cómo se accedía a ella.

Dubhe empezó a analizar atentamente los nichos. Examinó de nuevo las estatuas de las criaturas monstruosas, y finalmente dio con una que representaba una serpiente de mar. Recorrió con la mirada su superficie lisa y brillante de cristal negro, observó las espinas del lomo hasta que detectó una marca en ellas, una marca sutil e imperceptible, apenas una hendidura, que un ojo menos adiestrado no habría apreciado jamás.

La sujetó con decisión y tiró de ella. La púa osciló casi imperceptiblemente y volvió por sí misma a su posición original, algo que impedía que alguien que lo hubiera accionado por error se diera cuenta de que había puesto en marcha un mecanismo.

Dubhe se dispuso a esperar. Se envolvió en la capa y se quedó quieta junto a la estatua. En el silencio, la voz de la mujer resonaba intensa, obsesiva, intransigente… No tuvo que soportarla mucho más: de detrás del altar surgió un hombre. Vestía una túnica de color rojo fuego que lo cubría hasta los pies, con los bordes ribeteados de cenefas negras, idénticas a las que decoraban el exterior del templo. Al verlo, la chica se estremeció.

El hombre se la quedó mirando unos instantes, y con un gesto le indicó que se acercase. Dubhe caminó despacio a través del suelo blanco y negro del templo, hasta el altar. Aún podía dar media vuelta y marcharse, pero si lo hacía, ¿qué iba a ser de ella? Sabía el horrible destino al que debería enfrentarse.

Él estaba aguardándola allí, con una irritante sonrisa estampada en el rostro: Yeshol, él era el Supremo Guardián de la Gilda, su jefe, el sacerdote que oficiaba el culto, la persona que movía los hilos desde su cubil subterráneo. Aunque ya tenía más de sesenta años, su cuerpo tenía el aspecto vigoroso de uno de treinta, y la túnica apenas lograba ocultar sus tonificados músculos. Era el típico hombre de la Tierra de la Noche: piel lechosa, ojos azules claros y penetrantes, acostumbrados, por su familiaridad con las tinieblas, a captar hasta el mínimo detalle, cabello corto, negro y ensortijado. Un buen observador no pasaría por alto la mueca irónica que solía adoptar su boca. Un fingidor habituado al engaño, a la intriga, un asesino consumado, pero familiarizado con las maneras de la política.

—Imaginaba que habrías llegado —dijo esbozando una sonrisa.

Dubhe no se dejó subyugar por el sometimiento que aquel hombre ejercía sobre ella. Tenía que estar tranquila y segura de sí misma.

—He de hablar contigo.

—Sígueme.

La condujo a una escalera de caracol que se hallaba justo detrás del altar, con resbaladizos escalones bastante pequeños y dispares. Descendieron hasta un estrecho corredor tenuemente iluminado por antorchas, y caminaron varios metros uno detrás del otro. Sus pasos resonaban en la bóveda de cañón del corredor.

Dubhe sabía adónde se dirigían, el Maestro le había hablado de ello. La Sala, donde el Supremo Guardián pasaba gran parte de su tiempo, su estudio, el lugar desde donde el Gran Viejo organizaba la vida de la Gilda y ordenaba la muerte de quien consideraba oportuno. Lo que estaba sucediendo le producía una extraña impresión. En efecto, había algo anómalo, insano, en el hecho de que se encontrara allí, de que siguiera tranquilamente los pasos de Yeshol. Se esforzó en concentrarse en el objetivo de su presencia allí, y en nada más.

Por fin llegaron a una puerta de ébano, al fondo del corredor. Yeshol la abrió con una pequeña llave de plata, y entró el primero.

Era un pequeño espacio circular, negro como un pozo, iluminado por dos grandes braseros de bronce. Las paredes estaban cubiertas de anaqueles abarrotados de libros, y el aire entraba por una ventana superior, por lo que Dubhe dedujo que se hallaban bajo el suelo del santuario. En el centro del mismo había una amplia mesa, y detrás una estatua de Thenaar, idéntica a la del templo salvo en las dimensiones, que eran más reducidas. Un ligero aroma de sangre inundaba la sala e hizo que la chica se sintiera extraña, confundida. Cerró los ojos por un instante, esperó a oír cómo se cerraba la puerta y actuó.

Sacó el puñal a la velocidad de un rayo, retorció el brazo de Yeshol contra la espalda y acto seguido apoyó la hoja en su cuello.

—Quiero saber quién es —le susurró al oído.

Hacía tiempo que no ponía en práctica sus habilidades de asesina, pero su cuerpo recordaba a la perfección el adiestramiento, y todo surgía de forma natural.

«Si hay un hombre al que puedo matar, es a éste».

El sacerdote no parecía sorprendido ni nada asustado. Mantenía el cuerpo erguido, la respiración regular. Se permitió una carcajada.

—¿Así que éstas son tus intenciones? ¿Y ahora qué piensas hacer? ¿Matar a todos los que hay aquí dentro?

Dubhe sintió que la ira estaba ahogándola, no tenía pleno control de sí misma, lo notaba, y el símbolo del brazo palpitaba.

—No me interesa nada de lo que hay aquí. Sólo quiero saber quién me ha impuesto la maldición.

—Sabes que no te lo diré; si Sarnek te habló alguna vez de mí, ya deberías saberlo.

—¡No te atrevas ni a nombrarlo!

—Ése es tu problema, Dubhe, ese insulso afecto hacia un perdedor. Pero tú no quieres entenderlo.

Dubhe presionó la hoja contra la garganta, y notó un reguero de sangre que descendía y le mojaba el brazo.

—No me subestimes.

Yeshol ni siquiera en ese momento se mostró alterado.

—La sangre no me asusta, y la muerte tampoco. Son mi elemento. No te diré quién ha sido. Es inútil que te recuerde que si me matas, no sólo no te librarás de la maldición, sino que tendrás toda la Gilda tras tus pasos. Así que yo te invitaría a reflexionar, a bajar el arma y a discutir conmigo. Hay mucho de que hablar. ¿Qué pretendes? Sólo ha bastado el vago olor de la sangre para que estés tan alterada.

Era cierto. Le costaba mantener el control, la Bestia estaba a punto de despertarse.

Dubhe lo soltó con gesto furioso. Yeshol apenas tuvo tiempo de agarrarse a la mesa que tenía ante sí para no desplomarse.

Permaneció unos instantes inmóvil; cuando se volvió, su rostro ya había recuperado su habitual sonrisa despreciativa. Le señaló una silla.

—Eres buena, sin duda. Después de los años que te has pasado languideciendo como ladrona, y mírate… tu cuerpo, tu agilidad…

Dubhe apretó los puños y bajó la mirada.

—Siéntate —le dijo por fin.

Ella obedeció. Le temblaban ligeramente las piernas.

—¿Por qué?

—¿No logras comprenderlo por ti misma?

—Puede que aún sea una Niña de la Muerte, pero aquí tenéis legiones de Asesinos, no me necesitáis.

Yeshol sonrió.

—¿Acaso te has propuesto que considere totalmente injustificada la admiración que te profeso? Dubhe, los consagrados no pueden escapar a su destino, y el tuyo está bajo el signo de Thenaar.

—No soy una Asesina.

—Sí que lo eres, has nacido para serlo.

—¡No pienso matar! —gritó.

—Lo has hecho, y además recientemente.

Sintió la embestida del vértigo.

—Eres uno de los nuestros, incluso antes de nacer. Has recibido nuestro adiestramiento; tienes claro, en el fondo de tu corazón, que no sabes hacer otra cosa. Lo que ahora haces para sobrevivir, la innoble vida de ladrona que llevas, es un descomunal desperdicio de talento, y te envilece, porque no es tu camino. Nos perteneces, y en lo más íntimo de tu ser lo sabes.

Dubhe cerró los puños. Recordó al hombre de negro recortado contra el crepúsculo, el hombre que un día había aparecido preguntando por ella, el hombre que hizo trizas el sueño de una vida tranquila junto al Maestro.

La rabia aumentó. Porque las palabras de Yeshol se correspondían terriblemente con las que ella misma había estado repitiéndose durante largos años, y se correspondían con todo el rechazo que sentía hacia sí misma, con la sensación de opresión que la acompañaba todos los días de su vida. Siempre había creído en el destino.

—No profeso vuestros cultos bárbaros, sea el objeto de los mismos Thenaar o cualquier otra estúpida divinidad; ninguno existe.

El sacerdote no se dejó impresionar por aquella blasfemia.

—Es Thenaar quien te quiere.

Dubhe hizo un gesto de fastidio.

—Sólo son inútiles y ridículas habladurías. Y ahora, vayamos al grano. ¿Qué quieres a cambio de decirme lo que sabes?

—Veo que sigues sin entenderlo. No hablaré nunca, ni ahora ni en el futuro.

Clavó su puñal en el escritorio.

—Si ésa es tu intención, soy una mujer muerta, y una mujer muerta no le teme a nada. Tal vez no acabe con todos vosotros, pero ten por seguro que muchos de los tuyos, tú el primero, me acompañaréis.

—Un asesino es frío, Dubhe, y tú, hoy, estás hablando sin reflexionar. El hecho de que yo no te diga nada no significa que no quiera ayudarte.

Se quedó desconcertada.

—Sabemos cómo mantener a raya la maldición.

—Mientes, me han dicho que es imposible.

—Quien haya sido, no ha entendido nada. No es un sello, es una maldición. Y una maldición también puede disolverla alguien distinto de quien la ha invocado.

—¿Y, entonces…?

—Entonces, te daremos el remedio que te salvará, pero en dosis muy pequeñas. Se necesitarán años para curarte. Durante estos años, tú nos servirás.

Dubhe dejó escapar una sonrisa sarcástica.

—Así pues, ahí está la clave de todo…

—Veo que empiezas a entender.

—Maldita sea…

—No atiendes a razones. Tu puesto está aquí: tu dolor cotidiano, la herida siempre abierta de la muerte de Sarnek, son cosas que experimentas porque aún no estás en casa. Aquí encontrarás la paz que buscas, porque estás destinada a vivir entre estas paredes, sumida en esta oscuridad, desde antes de nacer.

Dubhe lo miró con dureza.

—Te ha quedado muy bonito, cabrón… pero yo odio este lugar, y prefiero morir antes que ponerme a tu servicio.

—Tú eliges. Pero piénsalo bien. No estamos hablando de la muerte tal como tú la has visto siempre. No estamos hablando de un viejo que entrega su alma al final de sus días, en su cama, tal vez satisfecho de su vida. No estamos hablando del veneno que te mata en unos pocos instantes de dolor, o de la hoja que penetra en la carne, todas ellas cosas que comprendes, que conoces: estamos hablando del abismo, un lugar del que no se puede ascender de nuevo, un lugar oscuro que nadie, te lo puedo asegurar, nadie conoce. Un día tras otro tu mente se irá marchitando, y tratarás de encontrarte a ti misma, lo intentarás con todas tus fuerzas. Pero la Bestia que vive dentro de ti no conoce el sosiego, y está hambrienta a todas horas. Te devorará pedazo a pedazo. La verás actuar a través de tu cuerpo, la verás como la viste el día que perpetraste la matanza en el bosque. Y así centenares de veces. Y después ya no sucederá sólo cuando asesines, el hambre de carne y sangre se convertirá en tu obsesión. Te saldrá al encuentro en la cama, mientras camines, mientras comas, en cualquier momento del día. Hasta que ya no serás más que un animal, y vivirás como tal. Hasta que tu propia locura acabe contigo. Y no creas que podrás matarte antes de que todo se haya cumplido, porque la Bestia no te lo permitirá. No será rápido. Y no será hermoso.

Dubhe sentía las gotas de sudor helado descendiendo por su espalda. Todo cuanto Yeshol le había explicado, podía verlo, y oírlo, y experimentarlo. Toda una vida, idéntica a aquellos días terribles que acababa de soportar.

Miró angustiada a aquel hombre, que permanecía inmóvil en su puesto.

—¿Cómo puedes hacerme algo así… cómo puedes haber urdido…? —Las palabras se murieron en su boca.

—Por la gloria de Thenaar. Cuando estés con nosotros, tú también comprenderás.

La muchacha miró al suelo. Le faltaba el aire en aquel antro, y ya se sentía perdida.

—Tu habitación ya está dispuesta, está justo saliendo por aquella puerta. Sentirás dolor el primer día, porque la muerte que habita este lugar es el alimento de la Bestia, pero nosotros te daremos el fármaco, y en seguida te sentirás mejor. Entre la salvación y una muerte horrible sólo se interpone esa puerta, Dubhe, únicamente. Tu sí, o tu no.

Ella volvió a mirar al suelo. Se puso en pie, destrozada, y se envolvió en la capa.

—Ahora no puedo decidirlo.

—Como quieras. Sabes dónde encontrarme, aunque ya has visto lo que te espera si dices que no.

Dubhe desclavó el puñal de la mesa, y aguardó a que Yeshol abriera la puerta y la condujese afuera.

—Piénsalo bien, Dubhe, piénsalo —le repitió por última vez en cuanto llegaron al santuario.

La mujer se encontraba en el mismo lugar, todo era idéntico a como estaba antes, y todo le pareció intolerable.

Dubhe dio media vuelta, cruzó rápidamente la nave y fue acelerando el paso hasta salir corriendo.