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Jirones de guerra

El pasado III

DURANTE los primeros días, Dubhe aún cree que podrá salvarse. No ha renunciado a la idea de regresar a Selva, y se dice que tal vez sea posible, que puede lograrlo, que es buena caminando. Nunca se ha perdido por los alrededores del poblado, y tampoco se perderá ahora. De modo que sigue vagando, gastando sus botas en aquel bosque. Trata de seguir el sol, como le enseñó su padre, pero no sabe dónde se encuentra. Ha viajado tres días. Nunca había hecho un viaje tan largo. Debe de estar lejísimos de casa. Trata de no pensar en ello y continúa.

De vez en cuando llora, llama a su padre, como si su voz pudiera llegar hasta Selva. Pero él le había dicho que siempre la protegería, que nunca la dejaría sola, que nunca le pasaría nada. Así que, ¿por qué su voz no habría de llegar hasta los oídos de su padre, tan lejos de allí? Llegará hasta él, y será él quien vaya a buscarla y la lleve de regreso a casa.

Come lo que le ha dado el chico, y trata de economizar. Duerme por primera vez en el bosque, encaramada a los árboles, aunque poco y mal. Las pesadillas habituales la atormentan a todas horas. Por la noche, todo se magnifica desmesuradamente, los árboles parecen torres inexpugnables, y lo que por la mañana son ruidos suaves y rumorosos, de noche se transforman en pavorosos estruendos.

Durante cinco días Dubhe vaga sin cesar, rastrea palmo a palmo todo el bosque, pero al final ni siquiera persigue una meta. Sigue caminando, se deja llevar por sus pies. La esperanza se debilita poco a poco, la comida escasea, pero no quiere resignarse, quiere seguir creyendo que el retorno será posible, que si es lo bastante buena y trabaja duro lo conseguirá.

Sin embargo, llegado cierto punto descubre que no le queda nada de comer, y el cansancio le paraliza las piernas. De repente, el anhelo de su padre y las ganas de volver ceden el puesto a preocupaciones mucho más tangibles. El hambre la agrede. Poco a poco todo desaparece, y ni siquiera hay tiempo para desesperarse, sólo para encontrar comida. La vida se limita a alimentarse, beber, dormir y caminar más y más.

Dubhe lo intenta con los peces. Ha bordeado un torrente. Ha empezado a hacerlo instintivamente. Y, por lo demás, es más fácil caminar siguiendo la orilla que abrirse paso entre los árboles. Ya lleva la ropa hecha jirones, y las botas también están muy castigadas por la larga caminata. Las piernas están llenas de cortes y escoriaciones. Pero el hambre lo supera todo, incluso el dolor de las heridas. Y los peces que se deslizan en el torrente son un reclamo irresistible.

Los sigue con rabia, empapándose en el agua límpida del torrente. Ellos son rápidos, y ella es lenta, demasiado lenta, pero compensa con la práctica el agotamiento que se ha apoderado de su ser. Se trata de un juego que practicaba a menudo en Selva. Zambulle las manos en el agua helada y siente los peces escurriéndose entre sus dedos. Prueba, vuelve a probarlo, lo prueba una vez más. Y así, al atardecer, atrapa entre sus manos su primera presa. Dubhe recuerda crepitantes hogueras con sabrosos pescados asados, sus carnes grasas y jugosas… Pero ahora le exigiría demasiado tiempo hallar lo necesario para encender el fuego y, en cualquier caso, es una cosa que ha visto hacer muchas veces pero que ella no ha hecho nunca. El pez reluciente la atrae, el estómago protesta con vehemencia. Así que lo muerde cuando aún está casi vivo. El sabor en la boca resulta desagradable, y Dubhe escupe el bocado. Pero su estómago no atiende a razones, necesita aquella carne. Las lágrimas descienden lentas y se mezclan en su cara con el agua del torrente. Cierra los ojos y vuelve a morder, contiene la náusea y mastica, engulle los bocados uno tras otro con un terrible esfuerzo, hasta que ya no queda más pescado.

* * *

Otro día, un día más. Transcurrido un tiempo infinito, de pronto Dubhe llega al final del bosque. Los árboles han ido espaciándose progresivamente a su alrededor, pero ella no se ha dado cuenta. Todo resulta hasta demasiado luminoso y, por unos instantes, Dubhe no logra ver dónde se encuentra. Entonces, lentamente, todo adquiere forma ante sus ojos, y frente a ella se extiende una vasta llanura. La hierba está alta y es de un verde vivo y sano. Parece uno de esos prados que había cerca de Selva, o tal vez eso es lo que Dubhe cree por unos segundos. Ve, a lo lejos, humo alzándose del llano. Humo significa un poblado. Humo significa otras personas. Y otras personas significan ayuda y comida.

Se pone otra vez en marcha, en esta ocasión bajo el sol, sin poder protegerse del calor y de nuevo sin alimentos. Pero Dubhe avanza, y siente cómo se sonroja, los pies le palpitan dolorosamente y el estómago reclama lo suyo, como siempre.

De vez en cuando la tierra vibra rítmicamente, y raquíticas bandadas de puntos oscuros surcan el cielo, dos, tres como máximo, en la mayoría de los casos uno solo, extraños pájaros de forma alargada se contorsionan desde alturas de vértigo. Dubhe se pregunta a qué especie pertenecen, y se lamenta de no tener un arco para poder abatirlos y comérselos. Mathon tenía un arco espléndido, casi tan alto como él, una vieja reliquia de su padre. Era demasiado grueso y pesado para que un niño pudiera dispararlo, pero él siempre decía que un día pensaba aprender.

Con el crepúsculo, el misterio se desvela. De pronto uno de los puntos se agranda, y desciende hasta tierra describiendo amplias espirales. Parece una enorme serpiente, da vueltas en el aire moviéndose sinuosa.

Dubhe abre la boca, asombrada y contempla el enorme animal. Es azul como el mar. Sus costados resplandecen lanzando destellos de luz; el celeste claro del vientre se oscurece hasta un azul tenebroso en la espalda erizada de púas de distintos tamaños. Las alas son inmensas y finas, parece como si los últimos rayos de sol las atravesasen, y son de un azul pálido. En la grupa, hay un hombre totalmente cubierto con una reluciente armadura.

Dubhe está como paralizada, mientras a su mente acuden las leyendas, los cuentos alrededor de la hoguera, las historias susurradas en las largas veladas estivales.

«Nacieron incluso antes que la Gran Mavernia, cuando las Tierras del Agua, del Mar y del Sol formaban un todo. Constituían la espina dorsal del gran reino, eran los caballeros más poderosos del ejército: los Caballeros del Mar. Cabalgaban montados en grandes dragones azules y mantenían la paz y el orden en Mavernia. Combatieron en la Gran Guerra, y ayudaron a Sennar en su misión».

El animal se posa a pocos metros de ella, y de cerca aún parece más majestuoso. Su respiración agita el mar de hierba. Después clava sus ojos amarillos en los de la niña, y Dubhe se siente desnuda frente a aquella mirada, e infinitamente sola y pequeña.

El caballero se quita el yelmo y la mira:

—¿Qué estás haciendo aquí?

Es más bien un anciano, de piel clara y cabello rubio.

—¿Entiendes lo que te digo? ¿Quién eres?

Habla con un acento que Dubhe no había oído nunca, duro y áspero, y sus palabras parecen casi órdenes, secas y perentorias.

—¿De qué aldea vienes?

Dubhe sacude la cabeza, y lo mira con desesperación.

El hombre suspira. Desmonta del dragón y se le acerca.

Dubhe retrocede un paso. De pronto se acuerda del puñal, e instintivamente se lleva la mano a la empuñadura. No sabe por qué lo hace. Pero sabe que eso es lo que tiene que hacer.

El caballero sigue caminando, pero más despacio, y Dubhe siente que el pánico la embarga. Entonces saca el puñal, chilla y lo esgrime ante él. Lo blande describiendo amplios movimientos, con los ojos cerrados, y sigue chillando.

—No hagas eso, no quiero hacerte daño. Mira, me voy a quedar aquí, pero tú tranquilízate.

Dubhe se queda quieta.

El caballero se encuentra a un brazo de ella, agachado. Tiene una gran espada en el costado que toca el suelo, pero la lleva enfundada. Dubhe ha soñado muchas veces con tener una espada sólo para ella, en su pandilla todos tenían el mismo deseo. Compara la del caballero, tan reluciente, con la espada oxidada que había en la cueva, junto al riachuelo, allí donde sus amigos y ella organizaban sus juegos.

El caballero le sonríe.

—Guarda el puñal. No se puede hablar con las armas en la mano, ¿verdad?

Dubhe tiene miedo. No está segura de querer fiarse de él, pero la sonrisa del caballero parece sincera. Baja el arma.

—¡Buena chica! ¿No quieres decirme tu nombre?

Quisiera, pero no puede. No consigue decirlo. No tiene voz.

—¿Eres muda?

«Tal vez sí».

—Es peligroso estar así, a campo abierto. De vez en cuando las tropas de Dohor se aventuran hasta aquí; te harían cosas terribles si te cogieran.

«Cosas terribles». Dubhe sólo es capaz de pensar en lo que le ha sucedido hasta ese día. Y nada le parece más terrible que todo aquel tiempo pasado en el bosque.

—Ahora haremos lo siguiente. Sólo dime que sí o que no con la cabeza, ¿de acuerdo?

Dubhe asiente. Se ha quedado sin palabras, pero aún puede hacerse entender.

—¿Eres de una aldea cercana?

Quién sabe. ¿Dónde está Selva? Más allá de un horizonte demasiado lejano, o tal vez sólo a dos pasos de allí. Pero lo ignora. Sacude la cabeza.

El caballero calla unos instantes y mira al suelo.

—Está bien —dice por fin—, si no lo sabemos, no pasa nada. Pero está cayendo la noche, y será mejor que vengas conmigo.

Se incorpora, le tiende una mano.

Dubhe la mira, indecisa. ¿Acaso tiene otra elección? Por fin podrá comer, estará segura y tal vez hasta la lleven a casa.

Estrecha la mano del hombre, áspera y seca, llena de callosidades. Él sonríe de nuevo y la lleva hacia el dragón.

Dubhe se resiste. Aquel animal es muy hermoso, pero le provoca un miedo atroz, sus ojos parecen albergar brasas encendidas. Trata de escabullirse.

—¡No te hará nada! ¡Sólo me obedece a mí, es bueno!

La levanta, no sin cierta dificultad, y la lleva hasta la cabeza del dragón. El animal se vuelve, y Dubhe se ve a sí misma reflejada en sus pupilas. El caballero le acaricia la cabeza, y el dragón entorna los ojos, componiendo una expresión entre satisfecha y ofendida.

Dubhe deja de agitarse.

—Ahora tú.

El caballero le coge la mano y la pone sobre la cabeza del dragón. Está fría y húmeda, pero viva. Tiene la piel dura, y sus escamas son parecidas a la corteza de los árboles. La bestia expulsa una pequeña bocanada de humo por las fosas nasales.

—Así, ¿lo has visto? Ahora os habéis hecho amigos.

El caballero la aparta, y la pone sobre la grupa del dragón. Tiene una silla más bien amplia y casi cómoda. Después sube él, e instintivamente Dubhe se agarra con fuerza a su cintura. Cuando emprenden el vuelo siente un terrible vacío en el estómago, y no para de temblar de pánico. No abre los ojos ni por un instante.

—No tengas miedo —la tranquiliza el caballero.

«No tengas miedo».

* * *

El campamento no está lejos, cuando llegan aún no ha oscurecido. Hay muchas tiendas y una pequeña cabaña de madera. Una sólida empalizada lo rodea todo. También hay un gran espacio cercado, donde aterrizan. El caballero se posa delicadamente en el suelo. Hay gente esperándole.

—¿Y ésta? —pregunta un chico.

—La he encontrado en medio de la llanura, vagaba por allí.

—¿Quién eres? —inquiere otro.

—Es inútil, no habla. Creo que es muda. En las guerras, los niños acaban así. Llévatela al comedor y dale de comer, diría que está hambrienta.

Y, en efecto, Dubhe se muere de hambre.

Le dan pan de centeno y una sopa de legumbres, y ella se lanza a por todo con voracidad. Devora el pan con grandes mordiscos y bebe la sopa directamente de la escudilla, sin cuchara. Recuerda vagamente los reproches de su madre, como si provinieran de una vida lejana.

«¿Cuántas veces he de decirte que en la mesa hay que comportarse? ¡Es algo fundamental en una señorita!».

—Ponle más, y dale alguna otra cosa. Debe de hacer días que no come —ordena el caballero.

Le traen queso, y pan y sopa en cantidad, y ella se lo traga todo. Los otros la miran y esbozan una sonrisa, pero sobre todo hablan de ella.

—Será la hija de alguien de las aldeas atacadas. Después de todo, la frontera no está muy lejos.

—¿Qué dices? ¿Has visto qué sucia y harapienta va? Y todos esos rasguños…

—Habrá escapado de alguna razia. Todo el mundo sabe que los soldados de Dohor no se andan con contemplaciones.

—Pero ¿no habla ni siquiera un poco?

—En el otro campamento donde estuve destinado había un montón de niños en estas condiciones. Van vagando por el campo como fantasmas, y algunos se dejan morir de hambre.

—Bueno, no creo que ella corra peligro de acabar así…

—Quién sabe lo que habrá visto, pobrecilla.

Dubhe se detiene por fin. Se siente a punto de reventar, y es agradable. No creía que resultase tan placentero comer hasta enfermar, después de haber ayunado durante tanto tiempo.

El caballero ha acudido a buscarla. Ya no lleva su armadura, y parece menos imponente. Vuelve a cogerla de la mano, la conduce a una cabaña de madera. Dentro hay poco espacio, pero es confortable. Dubhe no acaba de creerse que esté en una casa. El olor de la madera le satura la nariz y le recuerda su pequeña habitación, en el piso superior, junto al henil. Tiene ganas de llorar.

—Vamos, vamos, no hagas eso —le dice el caballero mientras le enjuga una lágrima—. Ahora estás segura. Yo me encargo de protegerte.

Pero no es eso, quisiera decirle Dubhe, ella no pertenece allí, y ni siquiera sabe dónde está su hogar. Es una bonita casa, y él es un buen hombre, pero no es su padre.

El caballero la acuesta. Le ha preparado un jergón de paja junto a su camastro.

—Ahora piensa sólo en descansar, ¿de acuerdo?

Dubhe se vuelve. Oye cómo el hombre se prepara, el camastro chirría bajo su peso. Después la vela se apaga, y todo se oscurece.

* * *

Dubhe ya lleva varios días en el campamento. Es un lugar extraño, no había visto nada igual en su vida. Sólo hay hombres, y casi todos armados. El caballero se llama Rin, y Dubhe lo encuentra muy simpático. Los otros hombres le dan miedo, y él es el único que sabe consolarla. Además, le ha salvado la vida. Dubhe no puede olvidarlo.

* * *

En el campamento todos parecen tenerle afecto, y de rebote también la miran a ella con buenos ojos. Cuando está Rin, se atreve a acercarse a los otros soldados. Alguno todavía sigue preguntándole su nombre, pero la lengua aún no ha hallado el modo de hablar, y Dubhe continúa estando muda. Realmente le gustaría poder decírselo todo, pero le resulta imposible.

Cuando dispone de tiempo libre, Rin la lleva consigo a los pueblos cercanos. Procura que la vean muchas mujeres y les pregunta si la conocen. Dubhe examina atentamente aquellos rostros, a la espera de encontrar uno que le resulte familiar, pero sólo ve caras desconocidas.

Por la tarde vuelven al campamento con las manos vacías, pero Rin nunca parece estar triste.

Le ha dejado tocar la espada, le ha enseñado a darle de comer a su dragón, que se llama Liwad.

Casi resultaría bonito, si no fuera porque Dubhe está tan irremediablemente lejos de casa.

Una noche oye a Rin hablando con el cocinero.

—He pensado en que se quede conmigo.

—Se está preparando la guerra…

—Ojalá… pero el rey no tiene el valor suficiente, y aquí estamos, mirando, esperando. Los he espiado, y sé lo que están tramando.

—Precisamente por eso estallará la guerra. Otros muchos como tú violan el pacto y espían al enemigo. Antes o después Dohor se aprovechará de ello.

—Mayor razón para tenerla conmigo.

—No creo que un campamento sea el lugar más adecuado para una niña.

—¿Y el bosque sí lo es? ¿O la pradera? ¿O el mar?

—Necesita un padre y una madre. Está mal, ¿acaso no lo ves? Deberías dejársela a alguien de las aldeas.

—Sin embargo, las aldeas son precisamente el lugar menos indicado. Los soldados de Dohor las suelen asaltar, ¡ya hemos visto cómo actúan!

—Sabes muy bien que eso sólo sucede aquí, en la frontera. En dirección al mar aún reina la paz. Podrías mandarla allí.

Rin guarda silencio, indeciso.

—Rin, no es tu hija.

—Lo sé.

—No pienses que ella podrá sustituirla.

—No es mi intención.

—Le has dado su ropa…

—No tenía otra. En cualquier caso, tal vez sea una señal de los dioses. La enfermedad se llevó a mi esposa y a mi hija, y ella ya no tiene padres. Los dioses nos han puesto en el mismo camino para que nos consolemos mutuamente. Dime qué hay de malo en ello.

—Que aquí está a punto de desencadenarse una catástrofe.

—Yo me encargaré de protegerla.

El cocinero suspira, se pone en pie y se retira a sus dependencias, que están al lado.

Dubhe ha acabado de comer.

«Una señal de los dioses». ¿Acaso todo cuanto le ha sucedido ha sido voluntad de los dioses? ¿Han sido ellos quienes la han sumido en aquella pesadilla?

* * *

El verano se acerca. Dubhe ha deducido que se encuentra en la Tierra del Mar. No recuerda exactamente dónde está, sólo sabe que Selva está en la Tierra del Sol. Dicen que, después de todo, no está tan lejos, pero Selva es un poblado minúsculo, seguro que nadie de aquellas tierras sabe dónde se encuentra.

Y además empieza a disfrutar de la paz del campamento, a veces incluso tiene ganas de sonreír, cuando está con Rin. No es como estar en casa, pero se siente menos sola. Por las noches aún llora, y en ocasiones se pregunta por qué no vienen a buscarla, por qué su padre no viene a recogerla, pero hace algún tiempo que ya no piensa tanto en ello.

* * *

Un día, sin embargo, los rostros empiezan a tensarse, y Rin dispone de menos tiempo para ella. Hay agitación en el campamento, Dubhe lo percibe. Se ha vuelto sensible a esas cosas, y empieza a tener miedo.

Después Rin desaparece, y con él otros muchos hombres. Ella se queda sola una semana entera. La llanura, en las inmediaciones de la empalizada, siempre ha estado salpicada de columnas de humo, pero de repente éstas parecen más próximas y son más densas.

—Las aldeas de los alrededores están ardiendo. Las cosas no van nada bien —oye decir a un soldado.

Está inquieta. Se espera algo terrible de un momento a otro.

Y en efecto, al fin sucede. La despiertan de noche, sobresaltándola. Se incorpora gritando y lo primero que ve es el rostro rollizo y lustroso del cocinero.

—¡Levántate y vístete, vamos!

Dubhe quisiera preguntar, saber, pero ahora más que nunca su voz está silenciada.

—¡Date prisa!

El cocinero está muy asustado, y le transmite toda su ansiedad. Dubhe se viste a toda prisa, y no duda un momento en coger el puñal.

—Eso no te servirá de nada —objeta el cocinero.

Dubhe lo empuña aún con más fuerza. Siente un nudo de lágrimas oprimiéndole la garganta.

El cocinero la coge por los hombros, la mira a los ojos.

—Tienes que escapar, lo más de prisa que puedas. Ve hacia el norte, es territorio de los nuestros, y allí hay pueblos que aún no han sido atacados. Aquí cerca hay una pequeña espesura. Ocúltate allí y no vuelvas atrás hasta que yo vaya a buscarte. ¿Me has entendido?

Dubhe se echa a llorar. No quiere huir, no quiere.

En cuanto salen de la tienda, les invade un ruido frenético de pisadas y tintineo de espadas.

Dubhe se queda quieta donde está.

«No me dejes sola, no me dejes sola…».

—¡¿Te vas a ir o no?! —le grita el cocinero con las facciones contraídas por la ira y el miedo.

Dubhe se estremece, y escapa.

Sale al calor sofocante de la noche e intenta correr, pero los primeros gritos ya hieren sus oídos. Son gritos de dolor, como los de los heridos. Y una especie de terrible llamada. Dubhe sabe que no ha de volverse, sabe que justo a su espalda pasa algo horrible. Los soldados de Dohor hacen cosas horribles. Si se da la vuelta, las verá. Pero no puede evitarlo.

Se detiene detrás de una tienda y se da la vuelta. Un instante apenas. El infierno se encuentra a pocos pasos de donde se halla. Los hombres se masacran a la pálida luz de la luna. En el aire, un gran dragón verde vuela en círculos, y por el campo hay hombres corriendo y gritando salvajemente, envueltos en llamas. El que no está huyendo, combate con lanza o espada. Y hay sangre por todas partes. Hay muchos hombres en el suelo, heridos. Los hombres del campamento, los hombres que ha conocido. Y por doquier, los ojos abiertos como platos de Gornar.

Dubhe alza la mirada al cielo. El dragón verde está pasando por encima de su cabeza y… lleva algo en la boca. Lo reconoce al instante: es una ala de Liwad.

Dubhe quisiera poder gritar a voz en cuello, pero no hay aire a su alrededor. Está petrificada.

—¡Vete! —vuelve a bramar el cocinero, y Dubhe apenas tiene tiempo de ver cómo lo traspasan con una lanza.

Por una especie de milagro, el encantamiento se rompe. Las piernas de Dubhe actúan por cuenta propia y se la llevan lejos de allí.

Escapa sin una meta, toma la dirección que le ha indicado el cocinero, mientras su mente se mantiene a distancia, en un lugar perdido, junto con todo cuanto poseía hasta ese momento. Ya no hay nada, salvo el blanco de los ojos de los muertos.

Dubhe alcanza milagrosamente la arboleda que le había descrito el cocinero. Ha corrido durante toda la noche, y cuando llega sólo se detiene porque cae al suelo agotada. Los pies le duelen terriblemente, las piernas no la sostienen. Ya no puede incorporarse. No tiene fuerzas. El mundo está envuelto en una luz mortecina, las primeras luces del alba. Para Dubhe, la noche no tiene fin. Tiene los ojos abiertos a la espesura, pero no la ve. Aún sigue en el campamento, a su alrededor los cuerpos no cesan de caer. Y entonces grita, grita, grita.

* * *

Dubhe está en el bosque. Tendida en el suelo. A la espera.

Pasa el tiempo. Sin que se dé cuenta. El sol sigue su curso. Alba, mediodía, crepúsculo, y de nuevo la noche. Dubhe no se levanta. Después, otra vez el alba de cristal, la estrella de la mañana. Y la niebla se despeja de su mente.

«El cocinero no vendrá. Rin no vendrá. Están todos muertos. Sólo yo estoy viva».

* * *

Está sola de nuevo. Se siente como si la hubieran despedazado.

No consigue llorar. La embarga una terrible calma. No nota ningún dolor y ninguna alegría, ninguna angustia. De nuevo, como en el bosque, deberá llevar una vida pura y simple.

La sed la impulsa a moverse. Se levanta y bebe. Del mismo torrente que corría junto al campamento, el que ha seguido para salvarse.

Tiene hambre. Dubhe se mueve, hacia el norte, como le ha dicho el cocinero.

De pronto tiene la sensación de que no ha pasado ni un minuto desde su solitario viaje por el bosque. La vida en el campamento, Rin y su dragón, todo ha desaparecido. Tal vez todo aquello no haya sido más que un sueño.

El pueblo anticipa su presencia con una espiral de humo. Es pequeño, casi como Selva. Hay algunas cabañas de madera con techo de paja, estrechos corredores entre casa y casa, una placita con una fuente. La mitad de las casas están quemadas. El silencio es absoluto. En el suelo, sólo más muertos. Dubhe mira la escena, pero no se inmuta. Algo pasó la otra noche, durante la matanza en el campamento. Algo le ha arrebatado hasta el mínimo atisbo de piedad.

«Tengo hambre».

Se mueve entre la desolación.

Entra en las casas, tanto en las que están intactas como en las quemadas. Busca despensas que aún estén llenas, hurga en los arcones, en los estantes y en los aparadores.

* * *

Finalmente entra en una casa menos destruida que las demás. Esta vez, los cadáveres están dentro. Sin embargo, no siente miedo. Todos muestran la cara de Gornar, pero ella tiene hambre, y el hambre es más fuerte que el terror.

Se dirige al aparador. Ha visto el rojo de una manzana. El anaquel está alto, y Dubhe se pone de puntillas, extendiendo el brazo cuanto puede. No llega. Se esfuerza, pero está demasiado alto. De pronto aparece una mano, y coge la fruta.

Dubhe se vuelve, asustada.

—¿Es ésta la que querías?

El hombre que se planta ante ella es artificiosamente delgado y esbelto. Sonríe burlón. Debe de ser un soldado. Lleva una coraza ligera que le cubre el pecho y botas altas de cuero. Del cinturón negro cuelga una gruesa espada, enfundada. Hay algo inquietante en él y en su aspecto.

—Entonces, ¿la quieres?

Dubhe alarga la mano, pero el hombre levanta la manzana hasta una altura inalcanzable para ella.

Dubhe trata de estirarse, pero no llega. El hombre la hace retroceder hacia el aparador. Le corta todas las vías de escape. Se le acerca, con la sonrisa cada vez más pronunciada.

—Una niña tan bonita y tan pequeña como tú no debería estar en un lugar como éste, con todos estos muertos. Porque podría pasar alguien como yo y llevársela consigo.

Se acerca más, y de repente se detiene.

—Pero qué leches…

—Cierra los ojos, niña —dice una voz tranquila y firme, distinta de la del agresor.

A Dubhe ni se le pasa por la cabeza desobedecer. Esta vez cierra los ojos. Ya ha mirado bastante.

Oye un grito ahogado, después una suave caída.

—¿Estás bien? —pregunta la voz.

Al principio, Dubhe sólo abre un ojo, por precaución, después el otro. Ante ella hay un hombre totalmente envuelto en una larga y raída capa marrón. Lleva la cabeza cubierta con una capucha que oculta todos sus rasgos, y en la mano, un puñal estrecho.

El hombre que la ha amenazado está tendido, con la cara pegada al suelo.

Resulta extraño, pero ahora Dubhe no siente miedo, aunque el hombre que está frente a ella tenga cierto aire atemorizador y vaya cubierto por completo.

—¿Estás bien o no?

Dubhe no puede responder, se limita a hacer un leve gesto afirmativo con la cabeza.

Una mano surge de la capa y le quita el puñal del cinturón, el lugar donde Dubhe ya suele llevarlo siempre. El hombre lo coge, la luz del sol proyecta un destello cegador sobre la hoja.

—No lo llevas ahí para jugar. La próxima vez, úsalo.

Con el mismo gesto rápido de antes el hombre vuelve a dejar el puñal en su lugar.

—En cualquier caso, márchate de este lugar, ve hacia el norte. Más allá del bosque está la paz, y hay muchas aldeas donde podrás encontrar a alguien que se ocupe de ti.

Dicho lo cual, y haciendo gala de la misma elegancia hierática con que ha llegado, da media vuelta y desaparece tras la cortina de humo.