9

El sello

CUANDO Dubhe despertó, el sol le calentaba la cara. Estaba tendida, en una cama que no conocía. Y no recordaba por qué estaba allí, qué le había pasado. Trató de incorporarse, pero un intenso dolor en la espalda la detuvo.

En ese instante todo volvió a su mente. La embistió el olor a sangre, los recuerdos confusos y horribles del claro del bosque sembrado de cadáveres torturados.

—¡Dubhe! ¿Va todo bien?

Jenna. Estaba cuidando de ella. Dubhe temblaba.

El chico le puso la mano en la frente.

—La fiebre ha bajado un poco…

Ella volvió a echarse.

—Empezaba a preocuparme; no te has movido en toda la mañana, ni siquiera has recobrado el conocimiento mientras te cosía la herida.

—¿Me has suturado?

—Tienes un corte en la espalda, enorme; da gracias de que no sea profundo. —Jenna seguía hablando sin parar, inquieto. Dubhe no dejaba de temblar—. ¿Tienes frío? Voy a buscarte una manta. —Acto seguido se incorporó para ir a buscarla.

Dubhe respondió con un débil «no».

—Déjame sola —añadió con un tono de voz que Jenna conocía demasiado bien.

—Lo que tú digas… sólo quería ayudarte… —dijo, como echándose atrás.

—Cierra la ventana.

Necesitaba oscuridad. Había sido así desde que era pequeña, desde el día que mató a Gornar. Los otros niños buscaban la luz cuando tenían miedo; ella, la oscuridad más cerrada.

Cuando finalmente Jenna cerró los postigos y salió de la habitación, Dubhe trató de levantar un brazo y palparse la espalda. No pudo. Estaba muy débil, nunca había sufrido una herida grave, o al menos no como esta vez. Procuró concentrarse en la idea de la herida, trató de interrogar, como siempre, a su propio cuerpo para saber cuán mal estaba. También intentó hacerse una composición de lugar, para averiguar cómo había logrado llegar desde el claro del bosque hasta Jenna. Todo fue inútil. Su mente estaba atascada en aquellos pocos minutos durante los cuales algo que era ella misma y una presencia extraña al mismo tiempo se había adueñado de sus manos y la había inducido a perpetrar una masacre.

La primera lágrima surcó su mejilla sin un solo sollozo. A lo largo de aquellos años había olvidado cómo se hacía. Después, sin moverse de la cama, lloró como una niña, hasta que el llanto se tornó violento y desesperanzado.

Jenna escuchaba tras la puerta.

* * *

No se atrevió a entrar hasta el anochecer. Abrió lentamente y Dubhe vio su silueta recortándose contra la luz del hogar.

—¿Puedo pasar?

—Ven.

Se había enjugado las lágrimas enérgicamente, pero sabía con certeza que Jenna se daría cuenta en el acto de que había llorado.

El joven se le acercó y puso en el suelo la bandeja con la comida. Un cálido olor casero se adueñó del aposento.

Jenna encendió una vela.

—Me iré enseguida, pero tengo que examinarte la herida.

—Haz lo que debas —dijo Dubhe con docilidad.

Jenna se quedó mirando su cara unos instantes, pero no dijo nada.

Sus manos levantaron con habilidad las mantas y la ropa, y se posaron en la espalda de la chica.

Dubhe cerró los ojos. Unos recuerdos lejanos y dolorosos estaban atormentándola de nuevo.

«Las manos del Maestro… su afecto…».

Y junto con éstos, el recuerdo de su adiestramiento, del crimen, al que había dicho no para siempre, y que sin embargo seguía atormentándola.

«No hay elección ni escapatoria…».

Aquel flujo se vio interrumpido por el dolor. La gasa se había pegado a la herida.

—Lo siento, por desgracia no hay otro modo de hacerlo.

—¿Qué tengo?

—Ya te lo he dicho. Tienes un gran corte que va desde la escápula derecha hasta el final de la izquierda. Si hubiera sido un poco más profundo estarías muerta. El corte es superficial, pero cuando llegaste aquí estabas empapada de sangre.

La imagen de la matanza en el claro volvió a aparecérsele con violencia y le revolvió el estómago.

—Has perdido mucha sangre, eso me preocupa más que la herida.

—¿También tienes habilidades de sacerdote? —Dubhe quería sonar sarcástica, pero le salió fatal.

—Apenas sé nada del arte de los sacerdotes. Habría que llamar a uno…

—¡No!

Jenna se quedó inmóvil.

—Piensa en ello: yo te he cosido, pero soy un aficionado, y la herida podría infectarse…

—No quiero que nadie más esté al corriente de este asunto. Irás a casa de Tori.

—¿De quién?

Dubhe se lo explicó, le dijo lo que tenía que preguntarle y qué debía pedirle.

—Descríbele bien la situación, pero bajo ninguna circunstancia le des mi nombre.

—No veo por qué…

—Porque te lo digo yo.

Jenna tuvo que aceptar, y salió.

Dubhe se asomó para ver qué había en la bandeja. Una escudilla llena de sopa de cebada, un pedazo de pan y media manzana amarillenta: probablemente era todo cuanto Jenna tenía en casa. Sabía que debía comer si quería recuperarse lo antes posible.

Miró aquel calducho amarronado, y ante sus ojos se transformó en una escudilla rebosante de sangre. Apartó la vista horrorizada.

* * *

—Ayer por la noche no te dije nada, pero esta mañana tienes que comer.

Sin duda, Jenna tenía razón, pero a Dubhe le parecía que todo desprendía el acre olor de la sangre. Sin embargo, ya se sentía mejor. Física y sobre todo mentalmente.

Había pasado la noche de pesadilla en pesadilla, con una ligera fiebre. Había sido una noche infernal, pero le había hecho bien.

Con gran esfuerzo, logró volverse y apoyar la espalda en la cama. Cogió la escudilla con leche que le ofrecía su anfitrión. Se le cerró el estómago en cuanto el olor llegó a su nariz. Aún tenía en la boca el mismo sabor que le quedó cuando mordió al mercader.

Cerró los ojos, se obligó a no aspirar el olor graso de la leche y se la bebió de un solo trago.

—Eso es, buena chica, así me gusta. No entiendo por qué siempre tienes el estómago revuelto… —dijo Jenna.

—¿Has ido a ver a Tori?

El chico asintió y se puso en pie. Fue hasta la otra habitación y volvió con un gran frasco lleno de un líquido oleoso y verdusco.

—Me ha dado esto, y me ha dicho que te lo extienda por la herida tres veces al día.

Aceite de oliva y jugo de violeta silvestre. Conocía aquel ungüento; sólo con haber estado un poco más lúcida la noche anterior, ella misma habría podido explicarle a Jenna cómo prepararlo.

—¿Te ha dicho cuánto tiempo tardaré?

—Tres, cuatro días hasta que puedas levantarte, y después una semana para que el corte se cierre. Yo diría que dentro de diez días podré sacarte los puntos.

Dubhe reprimió un gesto de contrariedad. Era demasiado. Lo más urgente era saber qué le había sucedido en el bosque. ¿Qué había pasado durante aquellos pocos minutos de horror? ¿Qué espíritu la había poseído? ¿Y por qué?

* * *

Al tercer día, Dubhe ya empezó a levantarse. Jenna trató en vano de disuadirla por todos los medios. Estaba tan claro como el agua que aquellas paredes le quedaban pequeñas, que no veía la hora de marcharse de allí.

—No creo que te haya tratado tan mal… ¿o tal vez sí? —intentaba decirle Jenna, pero Dubhe no respondía.

Ése no era el motivo. No podía encariñarse con nadie, por su naturaleza de asesina y porque siempre estaba huyendo. Lo que sucedió en el claro del bosque había abierto un abismo aún más profundo entre ella y cualquier otra persona.

Sin embargo, un día Jenna volvió a casa y estaba raro. Contrariamente a lo que solía hacer, en cuanto llegó no fue a verla, sino que se dedicó a trajinar en la otra habitación. La cena transcurrió sin que ninguno de los dos hablase.

Dubhe no le dio importancia. Ya había decidido que se iría al día siguiente, de modo que aquella actitud le facilitaría más las cosas.

Se fueron a dormir sumidos en un silencio denso. Hacía pocos minutos que estaban inmersos en la oscuridad cuando Dubhe vio a Jenna; la luz de la puerta recortaba su figura.

—Hoy he oído una historia. En la ciudad todo el mundo hablaba de lo mismo.

Ella permaneció inmóvil.

—Han encontrado cuatro hombres en el bosque.

Dubhe fue incapaz de decir nada. Estrujó las mantas. Una sensación de horror le atenazaba la garganta.

—Uno de ellos sólo tenía un único cuchillo clavado en la garganta, pero los otros tres…

Dubhe siguió callada.

—Estaban aquí, a pocos pasos de mi casa. Los pasos que podría dar una persona herida.

—¡Cállate, cállate, cállate! —gritó Dubhe al tiempo que se incorporaba en la cama.

—¿Fuiste tú? ¿Qué te pasó el otro día? ¿Quién te hirió, y de dónde ha salido tanta sangre?

Dubhe se puso en pie de un salto, insensible al lacerante dolor de su espalda, luego cogió a Jenna por el cuello y lo inmovilizó contra la pared.

—Te he dicho que te calles —le ordenó entre dientes.

Jenna se quedó paralizado por el miedo, mientras la hoja presionaba su garganta, pero siguió hablando con un hilo de voz:

—Sólo quiero saber qué te ha pasado… ¿Te atacaron?

Vio que estaba ahogándose y lo soltó de golpe. Jenna se deslizó hasta el suelo, lentamente.

Dubhe se frotó los ojos. La pesadilla no había terminado. No terminaría jamás. Huir no le había servido de nada, no se puede huir del destino.

—¿Por qué no confías en mí? ¿De qué tienes miedo?

—Mi vida y la tuya están a miles y miles de millas de distancia, están tan alejadas la una de la otra que ni siquiera podrías comprenderlo. No puedes imaginarte ni remotamente lo que arrastro en mi interior… Yo… —Dubhe agachó la cabeza—. ¡No hagas preguntas!

—¿Por qué? ¡Llegaste a mi puerta sangrando, y yo no te pregunté nada, te he ayudado, te he acogido y te he salvado, maldita sea, salvado! Pero lo que pasó ahí fuera… eso…

Dubhe tomó su capa, cuidadosamente doblada en un rincón.

—¿Qué estás haciendo?

Se la echó por encima y acto seguido cogió las armas y las ropas ensangrentadas que también descansaban en esa esquina.

—¿Se puede saber qué estás haciendo?

Se volvió hacia él y le dijo:

—Di una sola palabra a cualquiera acerca de que he estado aquí, y morirás antes de poder arrepentirte de lo que has hecho.

Jenna se quedó inmóvil.

—¿Por qué no quieres decirme qué está pasando? ¡Sólo pretendo ayudarte, y tú nunca has sido capaz de entenderlo!

Su voz desprendía una franqueza y un dolor nuevos, que Dubhe desconocía en él. Se sintió casi conmovida, por eso se dirigió aún con más celeridad hacia la puerta.

—Nadie puede ayudarme. Olvida todo cuanto ha sucedido estos días y no trates de buscarme.

* * *

Estaba sola de nuevo, en la húmeda oscuridad de su cueva. Cuando llegó allí, completamente exhausta tras huir de casa de Jenna, al momento se sintió a sus anchas. La soledad era su condena y su salvación: revivía con angustia la masacre del bosque y, al mismo tiempo, la penumbra silenciosa la tranquilizaba.

Pensó en Jenna. Por mucho que le costase, debía admitir que se había encariñado con él. Era un gran problema, porque ella, en el fondo de su corazón, sentía que quería contar con él, como había sucedido tiempo atrás con su padre, y como había ocurrido durante mucho tiempo con el Maestro…

«¡Maestro, si aún estuvieras aquí, no me sentiría tan perdida, tan sola!». Ya no tenía a nadie. Sólo estaban ella, y la Bestia que llevaba dentro, tal como acababa de descubrir.

* * *

Los días que siguieron los dedicó a descansar y a curar su herida. Se había preparado el ungüento e intentaba aplicárselo, no sin dificultad, en la espalda. Por lo general, usaba una venda impregnada en aquel aceite, que se ceñía alrededor del pecho. Andaba en estos menesteres cuando lo vio por primera vez.

Estaba desnuda, bajo la penumbra blanquecina de una vela. Extendió la venda ante sí y fue a coger el frasco. Entonces desvió la vista hacia una mancha oscura que le pareció haber distinguido en su brazo. Miró mejor. Allí donde se había clavado la aguja del asesino de la Gilda, ahora había un símbolo que podía apreciarse con bastante claridad. Eran dos pentáculos superpuestos, uno negro y otro rojo, y en su interior había un círculo formado por dos serpientes entrelazadas, asimismo rojas y negras. En el centro, donde había penetrado la aguja, había un punto de un color rojo encendido, como si aún estuviera fluyendo sangre fresca. Dubhe pasó el dedo por encima, pero ni el punto de sangre ni el símbolo desaparecieron.

* * *

Los puntos le tiraban, pero pronto notó que podría resistir un corto viaje. Si ella era incapaz de dilucidar la maraña de acontecimientos de aquellos últimos días, entonces tendría que encomendarse a otra persona. Jenna tenía razón: necesitaba un sacerdote.

* * *

Partió de buena mañana, envuelta en la capa y con una liviana bolsa de viaje. En el interior llevaba el ungüento, vendas limpias y algunas provisiones.

Apenas había de cruzar la frontera, y ni siquiera tendría que salir del bosque. El lugar al que se dirigía se encontraba en la Tierra del Mar, a dos jornadas de camino de su casa.

Hacía mucho que no iba allí. Demasiados recuerdos agridulces, recuerdos de un pasado del que había tratado de alejarse todo lo posible.

Cuando murió el Maestro, se había desembarazado de todo aquello que pudiera recordárselo, y había quemado prácticamente todas las naves que la unían a aquellos que lo habían conocido.

Incluida Magara. Un asesino siempre debe contar con alguien de confianza que lo cure, porque puede suceder que lo hieran mientras desempeña su trabajo. Magara estaba a medio camino entre una maga y una sacerdotisa, pero ninguna de las dos congregaciones la reconocían como miembro. Con los magos compartía algunas prácticas y la atención a los espíritus naturales; con los sacerdotes, la sabiduría en lo referente a hierbas y prácticas curativas. Era una herética visionaria, ungida con el don de la videncia, según decían algunos, que vivía una existencia de ermitaña en su tierra natal. El Maestro acudía a ella para curarse cuando se sentía indispuesto, por cuestiones de venenos y para saber con qué sortilegios podía toparse.

Dubhe esperaba que aún estuviese viva. Lo deseaba, porque era la única que podía serle útil en aquel momento.

* * *

Llegó con el crepúsculo. Los días eran cada vez más cortos, y el solsticio de invierno ya no andaba muy lejos. El cielo estaba rojo, formaba una delgada tira bajo las nubes en el horizonte. Hacía frío, pero a Dubhe le pareció que el clima era más templado que en la Tierra del Sol. Tal vez sólo fuera el intenso olor del salobre, que llegaba desde las costas hasta tierra adentro, impregnando robles y hayas incluso en los bosques centrales. Era un olor doloroso, el olor de casa. El Maestro había nacido allí, y allí vivió muchos años. Dubhe y él vivieron muchísimo tiempo en aquella tierra donde a uno siempre le parecía oír el ruido de las olas rompiendo contra los acantilados.

Frente a ella vio la típica tienda, que tan bien recordaba, aunque ya hiciera dos años que estaba ausente. Era una amplia pieza de cuero tensada sobre cuatro estacas, situada en el centro de un círculo perfecto de cantos de río, redondos y pulidos. Dubhe sentía a su lado la presencia del Maestro, la mano segura sobre su hombro y su voz profunda y siempre tranquila que decía «Hemos llegado», cada vez que alcanzaban aquel claro.

Cuando entró en la tienda, unas campanillas tintinearon. Como siempre se trataba de un sonido familiar y mortificante.

Magara estaba allí, inmóvil como una estatua de piedra. Parecía como replegada en sí misma por el peso de los años, y sus hombros se curvaban sobre las rodillas cruzadas. Su larga melena blanca le cubría la cara. Llevaba una serie de trencitas con campanillas entretejidas, pero no se movía ninguna, como si la vieja ni siquiera respirase.

Pero estaba viva.

Magara estaba sentada sobre una vieja alfombra descolorida; en un lateral de la tienda había un camastro de paja con un arcón de ébano al lado. De los palos colgaban amuletos de todo tipo, así como hierbas secas y frescas. Un brasero despedía humo aromático.

—Sabía que vendrías. —Su voz parecía tener siglos de edad, y no era ni de hombre ni de mujer.

Dubhe se limitó a agachar la cabeza, como hacía siempre el Maestro ante ella.

Magara levantó un poco la cabeza, y el pelo dejó de taparle la cara. Su piel, oscura como el cuero de la tienda, estaba surcada de profundas arrugas. No había cambiado nada desde la última vez que Dubhe la vio; probablemente siempre había sido vieja, y siempre lo sería. Los mismos ojos azules y vivaces, la misma expresión suave e indescifrable.

Le indicó que se sentase mediante una seña, y Dubhe obedeció, acomodándose sobre los talones.

La anciana cogió un abanico de papel y empezó a dirigir hacia ella el humo del brasero, mientras murmuraba palabras incomprensibles, una especie de cantinela antigua que Dubhe conocía bien, y que cuando era pequeña casi la hipnotizaba. El Maestro decía que formaba parte de un ritual de purificación.

Por fin, la vieja le puso una mano sobre la cabeza y la mantuvo así un buen rato.

—Estás turbada y cansada. Lo percibí en mis sueños. Sarnek me anticipó tu venida.

Dubhe se sobresaltó. Hacía años que no oía pronunciar el nombre del Maestro. Sabía que la vieja soñaba con muertos, pero Dubhe no creía en un más allá. El Maestro estaba muerto, era polvo bajo tierra, y oír que Magara lo mencionaba en aquellos términos casi la irritó.

—No creas que porque tú hayas perdido toda la fe, los espíritus han dejado de visitarme —dijo la vieja con una dulce sonrisa, como si lo hubiese intuido todo. Entonces se puso seria.

»Dime.

Dubhe se inclinó hasta apoyar la frente en el suelo. Ése era el ritual que seguía el Maestro cuando tenía que pedirle algo a la vieja.

—Necesito de vuestras facultades.

Comenzó pidiéndole que le curase la espalda. La anciana se prestó a hacerlo sin la menor objeción. Le ordenó que se desnudase y observó detenidamente su torso desnudo y fibroso. Sin dejar de canturrear le sacó los puntos uno a uno, mientras la tienda se llenaba de un humo nuevo, que olía a menta.

Magara concluyó la ceremonia con un sortilegio de curación. Su arte era así, pasaba de la magia a las prácticas sacerdotales, pero tampoco desdeñaba antiguas creencias populares.

—Pero tú no estás aquí por esto. Hay algo muy distinto… —anunció en cuanto hubo acabado.

Dubhe se puso de nuevo la casaca y se volvió hacia ella.

Se lo contó todo con pelos y señales. Le habló del joven asesino, de su misteriosa aguja, en la que Tori no fue capaz de hallar el menor rastro de veneno, y entonces se refirió al primer desmayo, durante el robo en casa de Thevorn. Finalmente, con voz temblorosa, evocó la matanza del bosque.

—Y después está esto, que apareció después.

Se alzó la manga y le tendió el brazo a Magara.

La vieja lo estrechó con delicadeza entre sus manos encorvadas y pasó los dedos por el símbolo. A continuación, cogió un tizón ardiendo del brasero y lo pasó lentamente por encima del símbolo. El calor era muy intenso y Dubhe tensó los músculos. El humo, blancuzco al principio, de repente empezó a adquirir un color rojo sangre. La vieja retomó sus incomprensibles letanías, y fue acercando la brasa cada vez más al brazo de Dubhe. La chica apretó los dientes, pero en cuanto las ascuas tocaron el símbolo, el calor desapareció, y ya no sintió el menor dolor.

Abrió los ojos y vio como las brasas se disolvían entre los dedos de Magara, formando una nube de humo.

El silencio se adueñó de la tienda, y Dubhe respiró más despacio, casi imperceptiblemente. La vieja le soltó el brazo.

—Es una maldición —sentenció.

—No sé nada de magia. ¿Qué queréis decir? —preguntó Dubhe.

—Una persona te ha lanzado una maldición, invocando un sello contra ti.

La muchacha se inclinó hacia delante.

—¿En qué consiste la maldición?

—Aunque ya hayas dejado de matar, aunque tras la muerte de Sarnek juraste solemnemente que no practicarías nada de lo que él te había enseñado, en tu interior el deseo de matar no se ha extinguido.

Dubhe se puso rígida.

—A mí no me gusta matar, y no siento la necesidad de hacerlo.

—El crimen, la sangre, son como drogas que embriagan a las personas. Si has probado su sabor una vez, ya no podrás prescindir de él. La frialdad del sicario, que adquiriste a fuerza de adiestramiento, sigue viviendo en ti. El deseo de sangre y de muerte constituye el alimento de una bestia sin freno que vive en los abismos, una bestia a la que la maldición dota de forma y de cuerpo.

Dubhe sintió un escalofrío. Una bestia. Así se había descrito a sí misma cuando mató al mercader.

—A partir de ahora, la Bestia vivirá en ti, dispuesta a emerger a cada paso que des. Por ahora no posee la fuerza suficiente para dominarte, pero acecha en los recovecos de tu espíritu, presta a devorarte. Emergerá cuando menos te lo esperes, cada vez más poderosa, y te empujará a matar, a masacrar. El crimen será cada vez más cruel, más terrible, y tu sed de sangre más insaciable. Al final, la Bestia se adueñará de ti por completo.

Dubhe cerró los ojos, tratando de controlar el terror ciego que le ascendía desde las piernas hasta la frente, helándole cada centímetro de piel.

—¿Podré combatirla?

Magara sacudió la cabeza.

—Un sello sólo puede ser roto por quien lo ha impuesto.

El joven, debió de ser él.

—¿Y si quien lo ha impuesto está muerto?

—Entonces no hay esperanza.

Sintió que el mundo se desmoronaba bajo sus pies.

—Pero no ha sido quien tú crees.

Dubhe se recobró.

—El jovencito fue el ejecutor, pero el sello lo ha impuesto un mago. Es a él a quien debes buscar.

El joven. Un mago más anciano. La Gilda. Habían sido ellos.

—Entonces tendré que encontrarlo y obligarlo a liberarme del sello.

Magara asintió.

—Pero no ha de morir, recuerda, o estarás perdida.