8
Matanza en el bosque
DUBHE estaba nerviosa. Se hallaba en la parte trasera de la tienda de Tori. Había corrido a casa del gnomo en cuanto le fue posible.
Una vez acabado el trabajo, se encerró en casa y logró dormir. Cuando se despertó estaba bien, pero eso no la había tranquilizado. Salió en busca de alguien que pudiese aclararle el misterio que para ella suponía todo cuanto le había sucedido la noche anterior, así como el ataque del sicario. No conocía ningún sacerdote y la única maga con que podía contar vivía demasiado lejos.
El gnomo estaba en el laboratorio, y examinaba la aguja que el muchacho de la Gilda había empleado contra Dubhe. Ella se la había llevado: era la única prueba con que contaba.
Tori volvió con su característico andar oscilante, secándose las manos en un paño más bien mugriento.
—¿Y bien?
—Nada —respondió él mientras se sentaba—. No hay el menor rastro de veneno en la aguja. Sólo sangre, la tuya, supongo.
—Podría haberse disuelto de algún modo, ¿no?
El gnomo sacudió la cabeza.
—Si, como tú dices, el chico era de la Gilda, no hay lugar a dudas. Conozco todos los venenos, y todos dejan al menos un rastro…
—Podría ser de un nuevo tipo.
Tori se encogió de hombros.
—Si vamos a seguir por el camino de las hipótesis, podemos pasarnos toda la vida. Descríbeme los síntomas.
Dubhe le había dado muchas vueltas, había rememorado aquella noche un montón de veces, así como el robo y la agresión, ambos impresos en su mente para siempre, aunque por motivos distintos. Se había pasado los dos últimos años tratando de sustraerse a la mirada de la Gilda, y, a pesar de todo, ahora el enemigo parecía haber dado con ella. A todo ello cabía sumar la conciencia de haber fracasado. Había dejado el trabajo a medias, y a buen seguro Forra aún estaría riéndose. Sus sueños con respecto a las cinco mil carolas y a una hipotética vida distinta se desvanecían. Y encima no lograba comprender qué había sucedido, y eso le daba miedo.
Describió los síntomas con todo detalle. Tori se quedó reflexionando unos instantes.
—Todo hace pensar en cualquier clase de envenenamiento, pero el hecho es que ahora tú te sientes bien…
Dubhe no estaba convencida.
—Si la Gilda mandó a aquel chico a por mí, debe de existir un motivo.
—Por lo que me has contado, lo único que lo vinculaba a la Gilda era el puñal que llevaba entre sus armas, pero bien podría haberlo robado.
—Estoy segura de que era uno de los suyos. Era ágil, había practicado un adiestramiento especial… mi adiestramiento —concluyó Dubhe, no del todo convencida.
Tori sacudió la cabeza.
—No hay pruebas fehacientes. Y además, piénsalo. La Gilda envía a un novato a atacarte, empujándolo a una muerta segura, y digamos que lo hace para inocularte el veneno. Pero este veneno no te mata inmediatamente. Hasta aquí aún resultaría plausible, aunque no comprendo por qué querrían matarte lentamente. Pero supongamos que también pueda tener relación con ritos extraños. Lo absurdo del caso es que te encuentres mal sólo a los tres días del ataque, y únicamente durante unos minutos. Tras lo cual, te recuperas, y estás mejor que antes. ¿No te parece un modo cuando menos ridículo de cargarse a un enemigo? Y además, ¿acaso la Gilda no te está buscando por otros motivos?
Dubhe se quedó mirando el suelo. Tori tenía razón, pero en toda aquella historia había algo que se le escapaba.
—¿Y cómo explicas mi desvanecimiento?
—Cansancio. ¿Me equivoco, o este encargo te llegó inmediatamente después de tu último trabajo? Cansancio, falta de sueño, o algo parecido. O algún problema propio de mujeres. Me parece una explicación bastante más razonable que la de un complot.
«No, no es eso, no me convence».
—¿Y el sicario?
—Un jovencito bobo enviado por cualquier novato. Un ladronzuelo que esperaba dejarte fuera de circulación, tal vez. Que se olvidó de poner el veneno en la aguja.
El gnomo miró fijamente a Dubhe unos instantes.
—Escucha, si realmente quieres quedarte tranquila, déjame que examine la herida.
Dubhe se subió la manga. Ahora que lo pensaba, no había vuelto a mirarla desde aquella noche.
Su piel aún parecía más blanca a la tenue luz de la vela. Tori le cogió el brazo con cierta rudeza y empezó a mirarlo atentamente.
Allí donde la aguja había penetrado en la carne había un puntito de sangre coagulada. Alrededor, una especie de sombra oscura, ligeramente circular, algo apartada de la herida propiamente dicha. Era como un moretón, con zonas más claras y otras más oscuras. A Dubhe casi le pareció distinguir un dibujo.
Tori soltó el brazo al cabo de un momento.
—Todo de lo más normal.
—¿Ese signo negro no te parece más bien inusual? Sinceramente, diría que no estaba en el momento del pinchazo.
—Es un moretón, nada más.
Dubhe hizo una mueca. Detestaba permanecer sumida en la incertidumbre.
En cualquier caso, todo cuanto le había dicho Tori era lo que ella ya sabía.
—Muchísimas gracias por tu ayuda.
—Ya ves —respondió sonriente el gnomo, tras lo cual se dio una palmada en la frente y salió corriendo de nuevo hacia el laboratorio. Volvió con una ampolla que contenía algo de color verde—. No soy un sacerdote, pero de hierbas entiendo más que ellos. Si lo tuyo sólo es cansancio, éste es un magnífico reconstituyente. Pruébalo, verás como te sientes mejor.
Dubhe cogió la ampolla, le dio las gracias y se marchó.
En ese momento debería estar más tranquila. Pero no lo estaba. Mientras trataba de perderse, como siempre hacía, por el mercado de Makrat, había algo en su interior que se agitaba. Y la asustaba.
¿Realmente sólo estaba cansada?
* * *
Antes de poder cerrar aquel asunto, aún quedaba una antipática tarea por realizar.
Dubhe se dirigió a la Fuente Oscura con un mal humor creciente. Aquella noche también llovía.
Y por si eso no bastase, Forra y su esbirro la hicieron esperar mucho, como ya había sucedido en su primera cita.
Al fin los vio aparecer a través de la cortina de lluvia, ambos guarecidos bajo amplias capas.
Forra llevaba estampada en la cara aquella sonrisa arrogante que Dubhe conocía tan bien. La sonrisa insolente de los vencedores, la sonrisa que componía siempre que pisoteaba las ruinas humeantes de las ciudades con su robusto caballo.
Ahora, aquella sonrisa le estaba reservada a ella. Ella era la derrotada. Procuró que su propia rabia guiase sus reacciones.
—¿Y el dinero?
—Primero, los documentos.
Dubhe titubeó. Existía el riesgo más que fundado de que, después de hacer entrega de los documentos, no hubiese dinero, o tal vez algo peor. Como medida de precaución, puso la mano sobre el puñal, extrajo los documentos y se los pasó al esbirro.
Era el mismo soldadito medroso de la vez anterior. Le entregó una bolsa medio vacía. Le bastó ver aquel saquito flácido entre las manos del hombre para comprender.
—¿Y el resto? —murmuró.
Forra rió a placer.
—Éste es el dinero que has ganado, y nada más. No has respetado el acuerdo.
—He hecho bien mi trabajo, ahí tenéis los documentos que queríais.
—Ya, pero ahora Thevorn te anda buscando por toda la ciudad. ¿No habíamos hablado de discreción absoluta?
—Si me buscan, es mi problema. Es a mí a quien persiguen.
«Como siempre».
Forra sacudió la cabeza, con su imperturbable sonrisa aún estampada en el rostro.
—Thevorn no es estúpido, sabe perfectamente quién podría estar implicado en el robo, y no sería precisamente un ladrón cualquiera. ¿O no es así?
Dubhe no respondió. Era cierto. Permaneció en pie, con el saquito entre las manos. Durante algunos segundos la lluvia impactó sobre sus mejillas. No había dinero. Todo había sido inútil.
Resignada se guardó la bolsa bajo la capa.
—Bien, buena chica. Veo que eres inteligente, después de todo.
—Si no hay nada más, creo que ya es hora de que me despida.
—Nos has decepcionado, y mucho —le espetó Forra.
Los dedos de Dubhe estrecharon el mango del puñal.
—Creo que ya me habéis castigado suficientemente por ello.
Forra exhibió una sonrisa sarcástica.
—Tal vez sí… O tal vez no.
* * *
Dubhe retomó su vida de siempre. De las cinco mil carolas prometidas, sólo cuatrocientas acabaron en su bolsillo. Era un precio irrisorio, sobre todo si se tenían en cuenta los riesgos que había corrido. Aquella especie de fiasco la tenía mortificada. Por eso decidió consagrarse de nuevo al trabajo. Tenía que ahuyentar muchos pensamientos, y el mejor modo de hacerlo era trabajando.
Eligió a la persona. Esta vez nada de trabajos por encargo, y nada de joyas o similares. Dinero, con el que marcharse de la Tierra del Sol. Aquel lugar empezaba a resultar peligroso para ella.
Debía empezar todo de nuevo: acechar, estudiar a la víctima, conocer sus costumbres. Sin embargo, su obsesión por la enfermedad, por la Gilda y por el joven sicario seguía martilleando en su cabeza. No lograba dejar de pensar en ello.
La única vez que vio a Jenna, una noche ventosa, no tenía noticias para ella.
Con todo, seguía sintiéndose bien, y se dijo que probablemente aquel desmayo sólo había sido un desagradable episodio, o quizá el reconstituyente de Tori había funcionado de maravilla.
Tardó una semana en planificarlo todo. Eligió hacerlo de día, aun cuando las sombras de la noche le resultaran mucho más agradables. Se trataba del viaje de placer de un señorón local, que llevaba consigo parte de sus conspicuas riquezas, para gastos personales. El séquito tenía que desplazarse a Shilvan, se lo había dicho uno de los siervos de la casa; el servicio era la principal fuente de información para una ladrona como ella.
Dubhe estaba segura de que el hombre en cuestión, un mercader, llevaría consigo una escolta. Calculó tres personas: el cochero, más dos en el exterior, probablemente a caballo. Estudió el lugar donde se apostaría y la estrategia que iba a seguir. Sería un robo en toda regla, quizá un trabajo demasiado al descubierto para su gusto, pero una pequeña dosis de somnífero simplificaría las cosas. Preparó uno que se adecuara a sus propósitos.
La mañana en que estaba previsto que perpetrara el robo se despertó pronto. Se sentía fresca y descansada, y sobre todo con muy buena salud. Tomó posiciones y esperó.
Su corazón latía tranquilo, regular. Estaba muy concentrada y como compenetrada con el ambiente que la rodeaba: el bosque, los sonidos, los olores… Hacía una hermosa mañana soleada, de frío intenso, y el cielo lucía un azul absoluto. Las ramas apenas se movían y una lluvia de hojas amarillas caía plácidamente sobre el camino.
El grato sonido del bosque fue sustituido por un pesado ruido de ruedas que aplastaban las hojas. El impacto profundo de los cascos sobre la tierra desnuda casi retumbaba en el árbol donde estaba apoyada. Eran dos caballos. No, dos más. Justo como había previsto. No oyó ninguna voz, tensión en el aire. Miedo.
Oyó cómo se intensificaba el fragor, y a continuación el tintineo de las espadas en el costado.
Tuvo la sensación de que sus percepciones se dilataban hasta el infinito, captando el más mínimo sonido: la tensión de los tendones y los músculos, la fricción de los huesos, el hálito que los pulmones empujaban hacia el exterior.
Entonces lo vio, el carro en movimiento, lento, los cuatro caballos, los tres hombres que avanzaban.
«Sed».
«Carne».
«Sangre».
Sus reflejos actuaron con mayor rapidez de lo que se había imaginado y, para su gran consternación, desde fuera, se vio a sí misma tirando del hilo y lanzando los tres cuchillos en un segundo.
Una gruesa cuerda se alzó de entre las hojas secas, los caballos tropezaron y cayeron aparatosamente. El carruaje se paró en seco. Al mismo tiempo, los cuchillos alcanzaron con precisión al cochero y a los caballos, matándolos. Sendos chorros de sangre roja brotaron de las heridas y empaparon el follaje del suelo.
Fue el color, o tal vez el olor de la sangre.
«Sangre».
Dubhe saltó al suelo y sacó sus puñales. No, no era eso lo que debía hacer, no era eso. Aun así no era capaz de detenerse, era como si su cuerpo ya no le perteneciera.
Los dos hombres a caballo se recuperaron de la caída y se abalanzaron sobre ella.
El primero trató de atacarla con la espada, pero Dubhe esquivó el mandoble agachándose cuanto pudo. Lo sujetó por un tobillo, lo tiró al suelo y entonces se lanzó hacia su garganta. Hundió el puñal hasta la empuñadura, y la sensación de la sangre en sus manos le provocó una ebriedad incontrolada, una ebriedad que le producía placer y, al mismo tiempo, horror. Extrajo el puñal y volvió a clavarlo, una vez, y otra, y otra.
El hombre gritaba bajo su cuerpo, se retorcía, pero Dubhe seguía. Chillaba. Aullaba. Y entonces notó un dolor en la espalda, intenso, abrasador.
Dubhe se volvió al instante, con el puñal en la mano, pero el segundo hombre se apartó a tiempo.
La chica podía oler su miedo, y en su mirada había pánico. A sus pies, el primer hombre había dejado de moverse. El otro soldado intentó un nuevo ataque, pero ella fue rápida lanzándole el puñal. Le acertó en la mano, obligándolo a soltar la espada.
En ese momento el hombre perdió todo su aplomo. Trató de huir, pero Dubhe le clavó el otro puñal entre las escápulas. Cayó, pero no se dio por vencido, trató de arrastrarse por el suelo.
Ella se le echó encima y volvió a ensañarse con el puñal. Se lo clavó una y otra vez, como ya había hecho con su compañero. Todo se mezclaba en su percepción de lo que estaba sucediendo: la sangre, los gritos… Era una locura que la embriagaba, y de la que, a la vez, se sentía espectadora. Veía su propio cuerpo moviéndose, sentía la sangre escurrirse de entre sus dedos, y sus ojos miraban a los de su víctima, pero no podía detenerse. Observaba horrorizada la escena, y al mismo tiempo había algo en su interior que la exaltaba salvajemente. Siguió apuñalándolo mucho tiempo, hasta que la hoja se rompió y en su mano sólo quedó la empuñadura.
Entonces se puso en pie. Se le nublaba la vista, las piernas no la sostenían, pero sentía que aún había alguien más, notaba su olor, como un animal.
Empezó a correr con todas sus fuerzas, a una velocidad que nunca antes había sido capaz de alcanzar, siguiendo una pista invisible. Y vio ante sí la estrecha espalda del mercader.
Huía arremangándose la ropa, dejando al descubierto sus piernas huesudas; tropezaba, se rasguñaba, pero seguía adelante en su carrera desesperada.
A Dubhe no le costó mucho alcanzarlo. Lo agarró por los hombros, le dio la vuelta y tuvo ocasión de ver el terror dibujado en su rostro. La bestia que había en ella estuvo un buen rato regodeándose en él, hasta que se abalanzó sobre su cuello y lo mordió.
El hombre lanzó un grito terrible. Cayó al suelo, más muerto que vivo. Como no tenía armas, Dubhe atenazó su garganta con las manos. Sus ojos estaban clavados en los de la víctima, y disfrutaban de cada segundo de su agonía. Cuando el mercader exhaló el último suspiro, finalmente, todo acabó.
Dubhe sintió que las fuerzas la abandonaban por completo, las manos soltaron la presa y cayó de rodillas. El dolor en la espalda arremetió. El olor y el sabor de la sangre en la boca le provocaron náuseas, y tuvo un conato de vómito. Su mente enloquecida trataba de comprender, de reconstruir, pero cuando contempló la escena que la rodeaba, no fue capaz de hilvanar ningún pensamiento. Era una masacre. Parecía un campo de batalla. Los cuerpos estaban por el suelo en posturas indecorosas, las miradas saturadas de horror. Dubhe trató de llevarse las manos al rostro, pero vio que estaban rojas, completamente cubiertas de sangre.
Entonces fue ella quien gritó. Gritó como nunca hasta entonces lo había hecho, aterrorizada, desquiciada.
Se sentía mal, muy mal. Se palpó la espalda, y una vívida sensación de ardor la paralizó. Se obligó a tocar de nuevo. Una herida considerable atravesaba su espalda de un lado a otro. No lograba recordar con claridad cuándo se la había hecho. No podía pensar en otra cosa que no fueran aquellos cuerpos, y, de nuevo, aquellos ojos, su obsesión, de la que no había podido librarse en todos aquellos años.
«Ayuda… he de buscar ayuda…».
Se puso en pie con dificultad, recogió del suelo la capa que se le había caído. Se cubrió como pudo y, tambaleándose, trató de emprender el camino. No se sentía capaz, las fuerzas le empezaban a flaquear.
«¿Qué me ha pasado?».
Todo parecía un sueño o, mejor dicho, una pesadilla. Los contornos empezaron a difuminarse, la luz menguaba lentamente. Todo se confundía, y de entre los árboles le pareció que emergían figuras extrañas, grotescas, demoníacas.
Gornar con el cráneo fracturado, pálido como la cera. Y después su primera víctima, y el chico de unos días atrás, avanzaban hacia ella con la cabeza gacha y trataban de atraparla. El Maestro, el día de su muerte, él también en formación, con los ojos en blanco, la mirada vacía y acusadora, y las últimas tres víctimas, horriblemente mutiladas.
Dubhe trató de ahuyentarlos con las manos, pero sus brazos chocaron contra algo de madera. Una cabaña. Se desplomó contra sus paredes.
«Me muero. Y mis víctimas han venido a buscarme para llevarme al infierno».