7
El proceso
El pasado II
DUBHE está sola en la buhardilla. Se abraza las piernas y tiene la barbilla apoyada en las rodillas. No sabe exactamente cuánto tiempo lleva encerrada allí arriba. Pero es noche cerrada, eso puede verlo, y en el cielo luce una luna magnífica.
Gornar ha muerto. Renni se ha encargado de llamar a los mayores, que han acudido al río en tropel; al menos eran diez, entre ellos los padres del fallecido. Su madre ha empezado a gritar y a llorar, no podía parar. Por su parte, Dubhe no hacía más que chillar:
—¡Yo no quería! ¡No quería!
Pero nadie la escucha. También ha llegado el sacerdote, y han llevado a Gornar a su casa. Él ha sido quien ha dicho que estaba muerto.
Muerto.
Muerto.
Dubhe no recuerda con claridad qué ha sucedido después. Su madre lloraba, su padre la estrechaba contra sí. Al principio, ella también estaba desesperada, pero después, poco a poco, se le ha ido pasando, y al final el silencio ha descendido sobre todas las cosas. Ve a la gente gritar y mesarse el cabello, pero en silencio, y todo le parece infinitamente lejano.
«Ésta no es la gente de Selva. Ésta no es mi vida, y ésta no soy yo».
Después, los pensamientos también van alejándose uno tas otro, y sólo queda la imagen siniestra de los ojos de Gornar, dos esferas blancas fijadas en su mente.
En casa, los suyos han empezado a discutir utilizando aquel tono bajo y sostenido que adoptan siempre que hablan de cosas importantes.
Entonces Dubhe se va a la buhardilla, sin saber por qué lo hace, y se encierra allí. Las lágrimas van descendiendo solitarias por sus mejillas, pero no se siente triste. Simplemente, ni siquiera tiene la sensación de existir.
Su madre sube a la hora de la cena.
—Ven abajo con nosotros, necesitas comer.
Es una voz triste y suave que apenas reconoce. No responde. No puede. Ya no tiene voz.
—¿Tal vez más tarde? ¿Te guardo algo bueno?
Vuelve a subir; cada vez que lo hace le habla con aquella voz suave. Se le acerca, la abraza, llora en su hombro. Nada hace reaccionar a Dubhe, cuyas lágrimas ya se han secado.
Probablemente ha transcurrido un día entero, porque recuerda el sol acariciándola a través de la ventana, y un cielo azul como nunca antes había visto.
«Hoy, el río estará espléndido. Se pesca bien con este sol. Mathon y los otros ya habrán ido al río, estarán jugando. Me uniré a ellos, jugaremos juntos, charlaré con Pat, le diré que estoy enamorada de Mathon. Y Gornar me volverá a quitar una serpiente, y yo la armaré, pero no le golpearé, porque él es el jefe».
* * *
—¿Por qué no me hablas? ¿Por qué no me dices nada?
Su madre grita; también está su padre.
La coge y la sacude, y le hace daño, pero ella no se queja.
«Este cuerpo no es mío. Estoy en el río, junto a Gornar, y él me dice que lo he matado».
Su padre la sujeta, la aleja con fuerza de su madre.
—Es normal que esté así… ha pasado algo muy grave, es normal.
* * *
La casa no tarda en llenarse de otras voces, voces extrañas que se filtran a través del entarimado y llegan hasta ella. Las tripas le hacen ruido, y las piernas le duelen, pero no es capaz de moverse.
—La cosa es grave, ¿es que no lo entendéis?
Es la voz del anciano del pueblo, Trarek.
Su madre se limita a llorar.
—Sois vosotros los que parecéis no entender. —Ésa es la voz de su padre, enérgica y afligida a la vez—. ¿Cómo podéis llegar a pensar siquiera que una cosa así ha podido ocurrir premeditadamente?
—En ningún momento hemos dicho eso, Gorni.
Habla Thom, el padre de Renni.
—Pero debes hacerte cargo del dolor de los padres de Gornar.
—Ha sido una fatalidad.
—Eso nadie lo pone en duda.
—¡Pues no entiendo por qué hemos de seguir hablando de ello!
—En cualquier caso, la cosa es seria. Dubhe ha matado a un chico.
—¡Accidentalmente, maldita sea, accidentalmente!
—Tranquilízate, estamos aquí para discutirlo.
—¡Vosotros no queréis discutir, vosotros queréis condenar a mi hija, una niña!
Su padre grita. Que ella recuerde, nunca antes lo había hecho.
—Renni dice que lo ha hecho adrede… ha cogido su cabeza y la ha estrellado contra la piedra…
—Estáis locos… eso es, locos…
—No me negarás que no es muy normal tanta violencia en una niña…
—¡Los niños juegan! ¡Los niños se pelean! Una vez te salté dos dientes peleándome a puñetazos contigo, ¿lo recuerdas? Si te hubiera dado un mal golpe también podrías haber muerto.
—No puedes estrellar la cabeza de un niño contra una roca a no ser que quieras matarlo.
* * *
Han pasado unos días, la casa está inmersa en una apacible quietud. Dubhe ha vuelto a comer, pero habla poco. Además, en casa nadie tiene muchas ganas de hablar. La niña pasa casi todo el tiempo en la buhardilla. Es el único lugar donde se siente bien. Cuando está allí arriba no puede evitar la mirada henchida de llanto de su madre, ni la cara sombría y nerviosa de su padre. En el piso de abajo, los acontecimientos adquieren consistencia y se hacen reales. En la buhardilla el tiempo no existe, y Dubhe puede ir adelante y atrás a su placer, y suprimir aquel día a la orilla del río. Y lo hace. Hay breves, hermosos momentos en que logra pensar en otra cosa, y en el fondo de su corazón sigue siendo capaz de querer a Mathon.
«Dentro de poco todo habrá acabado y podré volver afuera. Me espera un verano memorable».
* * *
Una noche, su padre entra en su habitación.
—¿Duermes?
Desde aquella tarde Dubhe no puede dormir con tranquilidad. Por la noche, cuando está en la cama, tiene miedo y, cuando logra conciliar el sueño, la mayoría de las veces tiene pesadillas horribles.
—No, no duermo.
Su padre se sienta al borde de la cama. La mira.
—¿Cómo… cómo te sientes?
Ella se encoge de hombros. No lo sabe.
—La gente de la aldea quisiera hablar contigo.
Se pone rígida. Las reuniones con el anciano son cosas de mayores. Los niños no pueden asistir.
—¿Por qué?
—Por… ¿sabes?… aquello… aquello que pasó.
Dubhe siente un nudo de lágrimas subiendo por su garganta.
—Yo… no sabría qué decir…
Su padre le acaricia una mejilla.
—Sé que es difícil y desagradable, pero te juro que es la última cosa desagradable que pasará en estos días.
Las lágrimas descienden sin control.
—No quiero…
—Yo tampoco quería, pero la aldea lo ha decidido, ¿comprendes? No puedo oponerme a la aldea… Sólo quieren que cuentes la historia. Dices lo que pasó, y después lo olvidamos, ¿de acuerdo?
Dubhe se incorpora de la cama y abraza con fuerza a su padre, y llora, llora, como aquel día a la orilla del río, como no había vuelto a hacer desde entonces.
—¡Yo no quería! ¡Él empezó a meterme la cabeza dentro del agua y tuve miedo! ¡No sé cómo pasó, sólo sé que él, en un momento dado, ya no se movía! Y que había sangre, y él tenía lo ojos abiertos, y me miraba con mala cara y la sangre, la sangre en el agua, en la hierba…
Su padre también la abraza.
—Sólo tienes que decir eso —le indica con la voz rota—, y ellos comprenderán, porque ha sido un terrible accidente, una historia horrible en la que tú no tienes ninguna culpa.
Se aparta, vuelve a acariciarle la cara.
—¿De acuerdo?
Dubhe asintió.
—Dentro de dos días iremos a verlos. Pero hasta entonces no quiero que pienses más en ello. Prométeme que lo intentarás.
—Sí.
—Y ahora, duerme.
Su padre le da un último abrazo, y la niña apoya la cabeza en la almohada con una nueva sensación de calma. Por primera vez, después de tantas noches, no tiene pesadillas.
* * *
Es una sala gris, amplia y ahumada. Al olor del humo cabe sumar el de humanidad, el de todas aquellas personas apiñadas en la estancia con paredes de madera.
Han asistido todos. Hace años que en Selva no se han cometido homicidios, ni siquiera los más viejos recuerdan la última vez que se celebró una reunión de esa naturaleza.
Los padres de Gornar están sentados en primera fila. Evitan la mirada de Dubhe, inmersos en su dolor. Se parecen sorprendentemente a sus propios padres, que están sentados en la parte opuesta, también en primera fila.
No hay niños. Dubhe es la única menor de quince años.
Un vocerío denso llena el espacio de la sala, y los ojos de todos la miran, incluso hay dedos que la señalan fugazmente. Dubhe sólo confía en que acabe pronto.
«Me espera un gran verano», se repite, como una especie de cantinela. Más allá de aquella terrible noche, estarán el sol, los juegos… basta con pensar en eso.
Los ancianos entran. Son cinco, y en medio se encuentra Trarek, el que tomará una decisión junto con sus pares; él es quien gobierna la aldea. Es viejo, y todos los niños le obedecen y temen. Tiene una expresión severa, y Dubhe no recuerda haberlo visto reír jamás.
Los ancianos se sientan y el silencio se impone de inmediato en la asamblea.
Dubhe se retuerce las manos sudadas.
Trarek lee una especie de fórmula ritual. Dubhe no sabría decir de qué se trata. Es el primer proceso al que asiste.
La puerta se abre, y entran sus amigos. Dubhe se asombra, pero no se atreve a mirarlos. Agacha la cabeza, y en sus oídos sólo retumban las palabras de Renni: «¡Lo has matado! ¡Lo has matado!».
Trarek los llama uno por uno. Primero a Pat, después a Mathon, y finalmente a Sams. Les pregunta qué sucedió en el río.
Todos ponen voces tensas, lanzan miradas fugaces y se ruborizan. Y sus recuerdos parecen confusos.
—Él le quitó la serpiente —dice Pat con determinación.
—Entonces, ¿crees que Gornar se portó mal? ¿Que ése fue motivo de que pasara lo que pasó?
—No… yo…
—Continúa.
Dubhe no escucha. No quiere recordar.
—Habíamos discutido muchísimas veces… un montón… de vez en cuando Dubhe y yo también nos hemos peleado, pero nunca ha pasado nada… nada grave, quiero decir, algún moretón, un arañazo… ¡ha sido una desgracia!
Entonces Pat la mira, y Dubhe cree ver preocupación y comprensión en sus ojos. Y le está agradecida, inmensamente agradecida.
Mathon se muestra bastante más neutral. Lo cuenta todo de prisa y sin emoción. Nunca alza la vista, habla sin interrupciones, responde puntualmente a las preguntas.
Sams está confuso, a veces se contradice. Dubhe cree que piensa lo mismo que ella, que está preguntándose qué diablos está haciendo en aquella sala, discutiendo sobre cuestiones que no entiende y que sólo incumben a los mayores.
Después va Renni. Se le ve seguro, decidido, y parece enfadado.
—Empezó ella. Se puso hecha una furia, y daba patadas, mordía, no paraba. Tuve que separarlos, si no, ella habría seguido.
—Pero eso no es verdad… —trata de decir Dubhe.
—No es tu turno. Cállate —interviene Trarek con frialdad.
Renni prosigue impertérrito.
—Le ha cogido la cabeza y se la ha estampado contra el pedregal, con crueldad. Quería hacerle daño. Y no ha soltado ni una lagrima, mientras que todos nosotros estábamos asustados.
Su padre se agita en la silla, querría hablar.
Cuando Renni describe la escena, la madre de Gornar estalla en llanto.
—Me lo ha matado, me lo ha matado…
Dubhe empieza a estar cansada, querría irse. Se pregunta por qué Renni la ha tomado con ella, por qué está tan enojado cuando habla.
—Tendrás lo que te mereces, puedes estar segura —le murmura entre dientes mientras se retira.
Dubhe empieza a llorar lentamente. Le había prometido a su padre que sería una niña valiente, que resistiría, pero no se siente capaz. Aquella tarde vuelve con toda nitidez a su memoria, y tiene miedo.
—¿No podríamos seguir en otro momento? ¿No ve que no está bien? —interviene su padre, tratando de defenderla.
—Nunca estará tan mal como mi hijo —replica con odio la madre de Gornar.
Trarek llama a todos al orden. Está irritado.
—Hoy aclararemos el asunto, por el bien de todos, y por el de tu hija, Gorni. La cosa ya ha llegado demasiado lejos.
Entonces, Trarek la mira. Es la primera vez que lo hace desde que ha empezado el proceso. Pero en sus ojos hay severidad, y no la ven realmente. Su mirada pasa a través de ella, hasta alcanzar a la multitud situada a sus espaldas.
—Es tu turno, habla.
Dubhe trata de enjugarse las lágrimas, pero no puede. Cuenta toda la historia entre sollozos. Rememora los juegos de la tarde, cómo todo había ido bien, cuánto se habían divertido. Además, Gornar siempre la tenía tomada con ella.
—Porque soy fuerte y él lo sabía, era la única del grupo a quien le tenía un poco de miedo.
A continuación habla de la serpiente, de aquella hermosa serpiente que brillaba tanto sobre las rocas. Era una pieza excelente para su colección, y ella la quería. Y entonces vino la pelea.
—No sé cómo pudo suceder… no lo sé, no era la primera vez que me zurraba con alguien.
—¿Te ha pasado muchas otras veces? —pregunta Trarek.
—Unas cuantas —responde dubitativa—, pero yo no quería… no sé qué estaba haciendo… él me tiró del pelo, me metió la cabeza bajo…
Las lágrimas se intensifican, y Dubhe no puede seguir hablando. Su padre la coge del hombro.
—Ya basta, ya basta.
»¿Aún no tienen bastante? —le pregunta a continuación a Trarek con voz desafiante.
—Ya es suficiente.
Los ancianos se ponen en pie, se retiran y, mientras lo hacen, dos jóvenes separan a Dubhe de su padre.
—¿Qué diablos significa esto? —pregunta furioso.
—Que tu hija debe estar en un lugar seguro.
—Pero ¡si es una niña, maldita sea! ¡¿Cómo es posible que nadie se dé cuenta de algo tan simple?!
Dubhe trata de agarrarse a su padre, pero sus manos son débiles, y aquellos chicos son mucho más fuertes que ella.
Mientras se la llevan logra ver a su padre, que está siendo retenido por otros hombres, y a su madre, llorando en el suelo.
La han dejado en una estancia cerrada con llave, junto a la sala donde está celebrándose esa especie de proceso. Hay una vela encendida, en un rincón, y la luz parpadeante proyecta sombras deformes en las paredes. Dubhe se siente sola, únicamente desea tener a su padre junto a ella. El sol, el verano, sus amigos, todo le parece perdido y lejano. De algún modo, sabe que ya no habrá más juegos, que muy posiblemente ni siquiera haya más Selva. Lo percibe de forma confusa, pero siente que es así. Lo que hizo en el río lo ha cambiado todo.
* * *
Van a buscarla cuando ya es noche cerrada. En la gran sala están todos, como si no hubiera transcurrido ni un instante desde que se la llevaron. Sólo falta su padre, y su madre llora desconsolada.
Los ancianos ya están en su puesto, de pie, imperturbables como estatuas.
Trarek es el que habla.
—No ha sido fácil tomar una decisión respecto a este terrible suceso. Nuestra comunidad no recuerda que se hayan cometido homicidios en su seno. Y tanto la víctima como el homicida son niños. Hemos evaluado a fondo todo cuanto han dicho quienes estuvieron presentes en la tragedia, y hemos tratado de decidir de forma justa y moderada. El homicidio se castiga con la muerte, y sin duda Dubhe está manchada con esta culpa, todos se han mostrado de acuerdo a este respecto. También es cierto que se trata de una niña, y si, por un lado, no se la puede considerar del todo consciente de lo que ha hecho, por el otro, nadie puede matar sin pagar un precio por ello. El daño está hecho, la paz de Selva ha sido truncada y la vida de Gornar debe ser resarcida de alguna forma. Por eso hemos decidido que Dubhe se exilie de Selva. Mañana, una patrulla la alejará de nuestra aldea. Su padre, por el contrario, como responsable de su comportamiento, permanecerá encarcelado el tiempo que se considere necesario.
Se desata el caos. La madre de Dubhe empieza a gritar, y la madre de Gornar, a su vez, también estalla:
—¡Deberías morir, tú también deberías morir como mi hijo!
Dubhe permanece quieta como una estatua, en medio de aquella confusión general. Su madre se abalanza sobre ella y la abraza, y entonces comprende. Y llora, y grita.
Un chico la aferra de inmediato y trata de arrancarla de los brazos de su madre.
—¡Déjamela al menos esta noche, sólo esta noche! ¡Su padre no se ha despedido de ella, yo tampoco he podido despedirme!
Pero el muchacho ya la tiene sujeta.
Dubhe da puntapiés, grita, golpea con los puños. Como aquella tarde, con la misma furia, y el soldado exclama:
—¡Estate quieta, maldita sea!
Dubhe muerde con todas sus fuerzas, siente el sabor de la sangre en la boca, y el muchacho se ve obligado a soltar la presa. Sin embargo, la agarra del cabello con gran rapidez y le propina un fuerte tirón. Se la lleva consigo, a rastras, mientras ella patea las tablas del suelo.
Dubhe ha intentado rebelarse, y ha armado tal estrépito que han acabado encerrándola en una celda. Y allí ha seguido gritando con toda su energía, hasta abrasarse la garganta. Siempre implora lo mismo: que vuelva su padre. Cree que él es el único que puede salvarla.
Pero no llega nadie; Dubhe está sola consigo misma y con su condena.
La despiertan al amanecer. En el exterior, el rosa del cielo hiere la vista. Sigue estando desconcertada. El chico de la noche anterior aprovecha para vendarle los ojos.
Camina resignada. Él la lleva de la mano. Siente la tela bajo sus dedos; es la mano que le hirió la noche anterior.
El chico la coge en brazos y la carga en algo que debe de ser un carro. Dubhe intenta sujetarlo por los hombros, pero él se zafa de ella con un gesto brusco.
Deben de ser dos. Dubhe oye otra voz, la de un hombre mayor, tal vez un anciano. Lo reconoce. Es el tejedor. Recorre las ciudades, hasta Makrat, vendiendo su mercancía, y casi nunca está en el pueblo. En realidad nunca ha hablado con él, pero su madre le compra las telas para los vestidos.
—¡Vámonos, o no llegaremos nunca!
El carro se pone en marcha dando un tirón, y el chico le ata las manos con una cuerda.
Dubhe llora en silencio. Habría querido despedirse de su padre, abrazarlo, y pedirle perdón por ser una asesina, como ha dicho Trarek. Y también querría abrazar a su madre, abrazarla fuerte y pedirle perdón por todas las serpientes y los animalejos que siempre metía en casa. Pero, sobre todo, querría saber por qué: «¿Por qué ha pasado todo esto?».
Las horas transcurren, el carro no se detiene, ni de día ni de noche, y Dubhe siempre lleva los ojos vendados. Ha dejado de llorar. Se siente aturdida, y vuelve a tener la sensación de que no existe. La verdadera Dubhe está muy lejos de allí, en cualquier lugar de Selva, junto a sus padres.
Al tercer día de viaje, de repente, el chico empieza a resoplar.
—¿Qué estás haciendo? Esto no es lo que nos han dicho que hiciéramos —dice el tejedor.
—Cállate… es una niña.
El muchacho se le acerca, siente su aliento en la cara.
—Estamos muy lejos de Selva, ¿comprendes? No puedes volver, ni aunque te escapases. Voy a desatarte las manos, pero has de prometerme que serás buena chica.
Dubhe asiente con la cabeza. ¿Acaso tiene otra alternativa?
El chico deshace los nudos y ella se toca las muñecas. La asalta un dolor intenso. No se había dado cuenta, pero las cuerdas le han hecho rasguños.
—Si no te estás quieta será peor.
El chico vierte agua sobre las heridas. Le pone un pedazo de pan en la mano.
—¿Es que quieres meterte en problemas? —insiste el tejedor.
—¡Cállate, y no mires! ¡Lo que yo haga es asunto mío!
Entonces, Dubhe siente el frío de una hoja de cuchillo en contacto con la palma de su mano.
—¿Qué es? ¡No quiero!
—Cógelo y déjate de historias —le dice el chico, tajante—. El bosque, el mundo… Son lugares desagradables. Debes aprender a defenderte. Úsalo en caso de que alguien quiera hacerte daño, ¿lo has entendido?
Dubhe vuelve a llorar. Todo es absurdo, confuso.
—No debes llorar. Tienes que ser fuerte. Y no intentes volver a nuestra aldea. La gente es mala. Ha sido una suerte que te hayas podido marchar.
La acaricia. Una caricia ruda e inexperta en la cabeza.
—Llévame de regreso a casa —le implora Dubhe.
—No puedo.
—Llévame con papá.
—Eres una niña fuerte, lo sé. Saldrás adelante.
Vuelve a reinar el silencio, y ahora Dubhe sujeta la empuñadura del puñal.
* * *
El sol ya está alto cuando llegan. Por fin, el muchacho le quita la venda, y Dubhe se queda deslumbrada. Hace calor, más que en Selva, y flota un curioso olor en el aire.
El chico la mira, algo azorado.
—Márchate.
Dubhe permanece en su sitio, con la bolsa en bandolera y el puñal en la mano.
—Tienes que irte. Querían matarte. ¡Y, en lugar de ello, has salvado la vida! ¡Escápate!
Dubhe se vuelve; frente a ella ve un bosque que no conoce.
—Siguiendo todo derecho, enfrente, hay una aldea, ve hacia allí —le indica el chico, pero el carro ya se ha puesto en marcha.
Dubhe se vuelve inmediatamente, trata de seguirlo, pero éste acelera; si intenta echar a correr, ya no podrá alcanzarlo.
El polvo la envuelve, y Dubhe se queda sola en aquel bosque ignoto. Permanece allí, inmóvil.
Nunca más volverá a ver Selva; tampoco recuperará su vida, ahora lo comprende con claridad.