6
La última pieza
YESHOL estaba solo en la biblioteca. Como siempre. Aquél era su refugio, un lugar del que todos los Asesinos que compartían con él el espacio de la Casa habían oído hablar, pero en el que poquísimos habían entrado. Porque aquélla era su biblioteca, levantada por él tomo a tomo, y porque sólo él era digno de estudiar aquellos libros. Por lo demás, Aster también había estado siempre solo. Yeshol nunca había albergado esperanzas de llegar a poder considerarse su amigo, ni siquiera su confidente. De Aster, lo único que siempre había deseado era acatar sus órdenes.
Ahora que él se había convertido en el jefe, ahora que como Supremo Guardián se había erigido en la única guía de aquellos que habían compartido el gran sueño de Aster, deseaba que los suyos lo mirasen del mismo modo.
Encima de su atestada mesa había un libro y un pergamino. Toda su vida había transcurrido entre libros. De joven los consumía con voracidad mientras se adiestraba en las antiguas prácticas del homicidio. Después, Aster secundó esa pasión dándole algunos de los suyos, si bien en aquellos años él era más ejecutor que consejero.
Aquél era un tiempo ya lejano que todas las noches, desde hacía ya cuarenta años, Yeshol intentaba hacer revivir con su pluma.
Pero no sólo era eso lo que ocupaba sus veladas. Su proyecto era mucho más ambicioso. Había buscado los libros de la inmensa biblioteca de Aster uno por uno. Sabía que la clave de todo, el eje de su plan, estaba allí, en aquellos volúmenes. El día que la Roca se desmoronó, creyó que todo se había perdido.
Empezó a recorrer el Mundo Emergido de un extremo al otro, buscándolos. No resultó fácil. A veces sólo había hojas sueltas, por lo general medio destruidas y chamuscadas. Raramente aparecían tomos enteros, bien conservados; estaban sepultados entre otros libros, en anónimas bibliotecas de provincias, o incluso mezclados con cachivaches de distinta índole en el puesto de cualquier ropavejero. A veces incluso se trataba de manuscritos creados por el propio Aster.
Había necesitado años, pero en esos días, una parte de la antigua biblioteca de la Roca estaba rehecha. Una mínima parte, cierto, pero no por ello menos importante, en aquella época de descreídos que llamaban Tirano a Aster pero seguían temiéndole más que a la muerte.
Noche tras noche, Yeshol hojeaba los libros uno por uno, buscando la respuesta a sus dudas, a la vaga y grandiosa idea que albergaba, y que cultivaba entre el sueño y la vigilia, como la más valiosa de sus ensoñaciones. Al principio, cuando no era más que un asesino entre tantos, había escamoteado horas al homicidio para llevar a cabo su empresa: él fue quien se llevó consigo la Reliquia y quien congregó a los hermanos dispersos, pero aún era indigno del poder mayor. Después, durante los años de mando, la lectura se convirtió en su principal actividad.
Y ahora, por fin, la había encontrado.
Fue un gran momento, para él y para la Gilda, y corrió al templo para rezarle a Thenaar con voz emocionada.
—¡Gracias por haber escuchado mis oraciones! Sé que no has hecho posible todo esto sólo por mí, que no soy más que tu siervo, sino para tu propia gloria, y yo te entregaré el mundo, en pago por este don que me has concedido. Tu tiempo acaecerá.
Pero el cuadro aún no estaba completo. Faltaban piezas, nuevos libros, y en especial uno, el eje de todo. Habían estado buscando aquel material por todas partes, sin reparar en escrúpulos. Y él seguía buscándolo.
Aquella noche, a la trémula luz de la vela, tomaba apuntes acerca de un libro de Magia Prohibida, tan antiguo que podría considerarse bastante próximo a la era de los elfos. Inclinado sobre el pergamino, escribía palabras con su letra elegante, ordenada y menuda. Había envejecido durante aquellos años, pero no tanto, después de todo. Algún hilo gris en su cabello ensortijado, un atisbo de miopía en sus ojos azules. Su cuerpo, sin embargo, era el de siempre, la veloz máquina de matar que había construido a base de años de adiestramiento. Un Victorioso siempre era, ante todo, un asesino.
Inmerso en el trabajo, volvió a mojar la pluma de oca en el tintero.
—Puedes pasar —dijo sin levantar la cabeza de su trabajo.
Su asistente estaba allí, fuera de la puerta, y debía de haberse quedado perplejo, pues notó que se demoraba. Podía imaginárselo, con el puño alzado suspendido en el aire, a punto de golpear la puerta.
Lo había oído con antelación. Su oído seguía tan fino como de costumbre. Había captado sus pasos, el crujir de los ropajes, y había intuido que acudía a verlo a él.
El muchacho apareció en la puerta.
—Su Excelencia, hay un hombre en el templo que os espera.
Y volvió a cerrarla delicadamente.
Yeshol apartó el libro y dejó la pluma sobre el escritorio. Ya había estudiado bastante aquella noche. Pero realmente valía la pena.
Tras salir de su aposento se precipitó en la intrincada retícula de la biblioteca. Allí se orientaba fácilmente, había visto construir aquel lugar y lo había proyectado. Cuando salió de allí, se internó en otro laberinto, el de los corredores de la Casa, su nuevo hogar mientras esperaba poder volver a tomar posesión de los subterráneos de la Gran Tierra cuando finalmente el Tiempo acaeciera.
Recorrió galerías oscuras y húmedas, y pasillos infinitos que se entrecruzaban formando extraños recovecos. Por fin llegó a una escalera estrecha. Subió con decisión y desembocó en un amplio cubículo, de color negro, iluminado a duras penas por un pequeño brasero que ardía junto a una descomunal estatua envuelta en la oscuridad. Su luz sólo iluminaba unos pocos metros, y no llegaba a alumbrar ni las paredes de aquella sala ni su elevadísimo techo.
No lejos de la estatua había un hombre. Sus facciones quedaban en penumbra, pero era bastante alto y fornido. Tenía aspecto de ser alguien ágil y majestuoso al mismo tiempo.
—Siempre me sorprende la falta de respeto con que me tratas y la insolencia con que lo haces: nadie en el mundo osaría hacerme esperar tanto.
Su voz sonaba estentórea y segura, y, en cierto modo, encantadora, fascinante.
Yeshol sonrió.
—Sabéis bien, Majestad, que yo sirvo a poderes mucho más elevados que vos.
—De hecho, no te estoy reprendiendo —replicó con sequedad.
Yeshol dio un paso adelante y esbozó una reverencia. El hombre, en cambio, cruzó ambos puños y se los llevó al pecho. Sorprendido, Yeshol respondió con el mismo saludo.
—¿Debo considerarlo una señal? ¿Comenzáis a sentir que formáis parte de la vida de la Casa?
—Me limito a respetar vuestras costumbres y a vuestro dios.
—Pero no creéis en él…
—La gente como yo no está hecha para creer en un dios, sino para convertirse en él.
—Ahora sois vos quien me asombra con vuestra insolencia… Para mí, esto es poco menos que una blasfemia.
—Thenaar me perdonará. Por lo demás, creo que le estoy prestando servicios nada desdeñables.
A Yeshol le gustaba aquel hombre. Sutil y ambiguo, exactamente como él, potente y ambicioso. Nunca habría podido ser una figura importante en la historia de la Gilda, como sí había sabido serlo Aster, pero sin duda era un óptimo aliado. Yeshol nunca había abandonado por completo la idea de convertirlo en un Victorioso, al menos en parte, sin revelarle los misterios en su totalidad. No obstante, apreciaba su alianza. Seguía siendo Dohor, el hombre más poderoso del Mundo Emergido y su futuro y único monarca.
Pasaron de la sombra a la luz. Dohor tenía el pelo corto casi blanco, y sus ojos azules siempre estaban atentos, en movimiento.
—¿Y bien? —preguntó.
—El chico fue ayer —respondió.
—¿Y qué pasó?
—Está muerto, pero nos consta que pudo llevar a cabo su misión.
A Dohor se le encendió la mirada.
—Perfecto. Absolutamente perfecto.
—Debéis comprender que para nosotros no ha sido una pérdida cualquiera. No nos gusta desperdiciar vidas en misiones que, a fin de cuentas, no dejan de ser secundarias.
—Te prometí que te pagaría y lo cumpliré.
Yeshol sonrió complacido.
—En cualquier caso, ¿estás seguro de que esa tal Dubhe estará a la altura?
—¿Creéis que si no fuera así me tomaría tantas molestias para tenerla aquí conmigo en la Casa? Nunca he visto a nadie tan prometedor. Es bastante mejor que muchos de nuestros asesinos veteranos, y posee cierta fama como ladrona. Ha sido adiestrada por los Victoriosos.
—Me conformo con que me traiga esos malditos documentos. Por lo demás, también hablan de vos. Sois el primer interesado en que todo salga a pedir de boca.
—He llegado a donde estoy porque sé escoger a mis subordinados.
Yeshol hizo una pausa de unos segundos.
—¿Y en lo referente al pago?
Dohor lo miró de soslayo.
—De mí pueden decirse muchas cosas, pero nunca que no pago mis deudas.
Por un instante Yeshol se puso rígido, a la defensiva. En el Mundo Emergido todos sabían que Dohor pagaba sus deudas, y la suerte que había corrido Ido era prueba incontestable de ello. Entonces vio que Dohor sonreía, divertido.
Apartó un pliegue de su capa y extrajo una pesada talega. Contenía un grueso libro negro con un complejo pentáculo de color rojo sangre dibujado en la cubierta de piel y unos adornos de cobre, medio carcomidos por el tiempo.
Yeshol lo abrió con delicadeza. Las páginas de pergamino crujieron siniestramente. Estaban saturadas de símbolos y fórmulas manuscritos en una caligrafía casi infantil, difuminada aquí y allá por gruesas manchas de agua y verdín. Era ése, lo habría reconocido entre otros miles. Acarició sus páginas con mano trémula, miró amorosamente aquella caligrafía. Recordó a Aster inclinado sobre aquel libro, abstraído en la escritura, frunciendo su frente de niño, esforzándose en concentrarse. Volvió a ver a Aster dándose la vuelta hacia él y sonriéndole dulcemente, fatigado.
—¿Eres tú?
—¡No deberías trabajar tanto, Mi señor!
La mirada de Aster era triste y suave.
—Lo hago por Thenaar, ¿o no? He reelaborado estas antiguas Fórmulas Prohibidas. Nos ayudarán a hacer que llegue el tiempo de Su advenimiento.
—Mi señor…
—¿Sí?
La presencia de Dohor lo devolvió a la realidad.
—Es éste —dijo con un suspiro.
—Perfecto. Creo que esta vez también hemos llevado nuestro asunto a buen puerto.
El hombre se envolvió de nuevo en la capa.
—Ahora ya sabes lo que quiero de ti, ¿verdad?
—Dentro de muy poco os mostraré los éxitos de mis estudios, pero primero debo analizar en profundidad esta última pieza que le faltaba a mi proyecto.
Dohor se acercó a Yeshol y se agachó hasta ponerse a su altura. Lo miró fijamente con sus ojos duros y penetrantes.
—Te he ayudado mucho, ya lo sabes —susurró—; tú y yo estamos unidos indisolublemente, y ahora también te estoy renovando aquella madriguera por la que sientes tanto aprecio.
—Creo que siempre os he correspondido con la máxima lealtad —le respondió Yeshol, tratando de sonar enérgico. A fin de cuentas, su interlocutor no dejaba de ser un descreído.
—Y no olvides que me has prometido un puesto junto a ti, cuando acontezcan los tiempos.
—Así será.
Yeshol bajó la escalera a toda prisa. La historia estaba cambiando, allí, en ese momento.
Recorrió los corredores hasta la segunda escalera, y descendió a la biblioteca, hasta el escritorio que había ocupado, donde pulsó una tecla oculta bajo el tablero, una tecla cuya ubicación exacta sólo él conocía.
Tras un ligero ruido en la pared que había a su espalda, apareció una puerta disimulada por estantes repletos de libros. De nuevo una escalera empinadísima, que conducía hasta una sala vacía, su guarida, el lugar donde su sueño se gestaba y palpitaba. Se detuvo en la puerta, estrechando el libro entre sus brazos, como un tesoro.
La estancia era un pequeño espacio de forma cilíndrica. Las paredes apenas estaban desbastadas y se encontraban cubiertas de un moho verdusco y blanco, sobre el que destacaba un sinfín de símbolos escritos con sangre. En ella no había nada, sólo un burdo catre en un rincón y un minúsculo e incómodo taburete.
Yeshol jadeaba, plantado en la puerta, y sonreía.
Ante él se alzaba una esfera lactescente, de un color azul pálido y mortecino, que proyectaba una luz fúnebre sobre las paredes. Estaba suspendida en el aire, sobre un pedestal. Encima de la peana, una vitrina de cristal, y dentro de ésta, la esfera. En su interior giraba algo, algo que parecía una figura prácticamente borrosa, cuya forma, sin embargo, era cambiante e indefinible. Daba vueltas lentamente, como si tratara de materializarse, de adoptar una forma concreta.
Yeshol, extasiado, contemplaba el globo.
—¡Eso es! —dijo, mientras blandía el libro ante él—. ¡Eso es lo que he estado buscando años y años, ahí está! Me lo ha servido Dohor. Él, un descreído, ayudándonos a ensalzar a Thenaar. ¡En qué tiempos nos ha tocado vivir! Pero con esto todo cambiará, ¿comprendes? Olvida mi antiguo fracaso, que te ha relegado a esta horrible condición, olvídalo, pues yo sabré reparar mi error.
Se puso de rodillas y alzó el libro al cielo, con los ojos clavados en la esfera, en actitud de adoración.
—¡Loado sea Thenaar por este gran día! ¡Loado sea Thenaar!
Silenciosa, su oración traspasó la roca por encima de su cabeza, atravesó los corredores de la Casa, y llegó hasta la gran estatua del templo.