5

Emboscadas

DUBHE ya empezó a trabajar al día siguiente. La empresa se le antojaba compleja y difícil, y exigía una meticulosa preparación.

Aquélla era la parte del trabajo que prefería. El robo en sí acababa siendo un mero trámite, sólo interesante por ese vago efecto de excitación que le procuraba y por el dinero que conseguía. El trabajo previo era otra cosa.

Y además constituía una ocasión excepcional para entrar en contacto con la gente. El Maestro le había enseñado cómo matar a un hombre, qué puntos atacar y de qué modo, y, durante mucho tiempo, aquello fue todo cuanto supo de la gente, de toda aquella masa de personas que se encontraba fuera de la pequeña familia formada por el Maestro y ella. No sabía prácticamente nada de cómo vivía la gente normal. Investigar se había convertido en una manera de soñar la vida, para poder verla y rozarla ni que fuera un instante.

Vagó por los alrededores de la casa de Thevorn, al principio de la noche. En el exterior solía haber dos personas de guardia, una apostada ante la puerta, y la otra recorriendo el perímetro del edificio. Dubhe rondó por la propiedad una y otra vez, y cuando empezó a sentirse segura, entró en el vasto jardín. Aprendió a reconocer cada planta, cada piedra de los muros, estudió la cadencia del paso de los guardias, sus hábitos. Incluso sincronizó su respiración con la de aquellos dos hombres.

Desde fuera logró conocer muchas cosas del interior, e hizo un croquis de la posible disposición de las habitaciones.

Fue entonces cuando Dubhe decidió que ya era hora de entrar en contacto con alguien del lugar, alguien dispuesto a hablar sin recato de la casa y de sus costumbres. Eligió a una jovencita, hija de un sirviente ya veterano. Le pareció una persona ideal, con su rostro limpio y la ingenuidad propia de su edad.

La abordó en uno de los grandes mercados de Makrat, mientras decidía qué miel comprar. No fue nada difícil entablar conversación con ella; eran casi de la misma edad.

Man, la chica, no se hizo de rogar demasiado. Se encontraron un par de veces, siempre en el mercado, se quedaron maravilladas de tanta casualidad y se cogieron confianza.

Tal como Dubhe había previsto atinadamente, Man era una persona jovial e ingenua, bastante predispuesta a fiarse de todo el mundo.

Dubhe se hizo pasar por una criada, y citó el nombre de una familia bastante famosa cuya casa había visitado al principio de su carrera con motivo de un robo. Muy pronto, de las recíprocas quejas sobre los caprichos de sus amos pasaron, sin tan siquiera darse cuenta, a discutir sobre los hábitos de las familias a las que servían.

—El amo se siente bastante seguro en casa, por eso no sale nunca. Pero siempre toma alguna precaución: por ejemplo, tiene tres dormitorios, y cada noche elige dónde ha de dormir.

Dubhe ya lo sospechaba. Todas las noches cambiaba la ubicación de la última luz que se apagaba en la casa. Eso complicaba las cosas. Ahora tendría que registrar tres habitaciones distintas. Casi nada.

—Sí, está un poco obsesionado con la seguridad, es cierto… No sé muy bien por qué, ¿sabes?… igual es cosa de la vejez, mi madre dice que cuando uno ya tiene según qué edad… —Man hizo un elocuente gesto golpeándose la sien con un dedo—. De manera que siempre hay un soldado ante su habitación montando guardia.

Dubhe sonrió, pero su cerebro corría a toda velocidad.

* * *

Aquellos días dormía poquísimo. Siempre era así antes de un trabajo. Pasaba las noches observando y las mañanas camelándose a Man. Volvía a casa al amanecer y descansaba unas pocas horas. Pero muchas veces prefería no dormir nada, y dedicarse sobre todo a la meditación. Entonces iba a la Fuente Oscura y escuchaba. Se concentraba en los sonidos de aquel lúgubre paraje, hasta que su cabeza se vaciaba por completo y se sentía un simple objeto inanimado, una planta entre las plantas, tierra que se fundía con la tierra.

Era un viejo ejercicio que le había enseñado el Maestro al comienzo de su adiestramiento, para relajarse antes del trabajo.

Sucedió en una de esas incursiones nocturnas a la Fuente. Dubhe había decidido que aquella noche no iría a la villa porque ya se conocía el jardín de memoria, y tenía bastante claras las costumbres del dueño.

Se dirigió a la Fuente Oscura después de cenar: la oscuridad era total. Sólo las estrellas titilaban tímidamente sobre su cabeza. Se sentó frente al manantial y bebió un poco para desvelarse por completo y estar lúcida. El suelo estaba blando, lleno de hojas. Noviembre ya se hallaba a las puertas.

Dubhe probó a cerrar los ojos, a fin de relajarse, pero estaba insólitamente tensa. Se sentía amenazada de algún modo, aunque todo cuanto oía era tan sólo el gemido de los árboles agitados por el viento y la lenta cadencia del agua.

Se dijo que probablemente no era nada, pero su sexto sentido nunca la engañaba.

Se concentró en los sonidos. Tenía un talento natural para reconocer los sonidos rítmicos. Una capacidad depurada por años de adiestramiento. El crujir de la madera bajo las ráfagas de viento. El susurro de las hojas que aún cuelgan de sus ramas. El agua. El agua que cae a la fuente en gotas regulares. El sonido redondo y perfecto de la gota que rebota en el pequeño espejo de agua, su débil eco en las paredes negras del despeñadero.

Y entonces, un ruido que desentona, imprevisto, y al mismo tiempo un leve dolor, como una punzada, en el antebrazo.

Su cuerpo reaccionó por ella. La mano salió disparada hacia los cuchillos de lanzar, que siempre llevaba consigo. Ni siquiera tuvo que pensarlo. La hoja brilló un instante y, a continuación, oyó un gemido ahogado y un ruido de caída casi imperceptible.

Sintió un golpe en el corazón. Las imágenes se confundieron, el pensamiento se precipitó hasta una noche de hacía muchos años, aquellos mismos cuchillos lanzados y dando en el blanco, y después mucho más atrás, hasta la imagen de dos ojos en blanco, abiertos como platos, mirándola, unos ojos que ya no lograría olvidar, los ojos de Gornar, que todas las noches iban a buscarla y la acusaban.

Dubhe se recobró al oír el ruido de su fatigosa respiración. El silencio llenaba el claro.

Lo primero que hizo fue mirarse el brazo. Un minúsculo reguero de sangre fluía desde la parte superior del antebrazo. No le costó hallar la causa. Tenía una aguja extremadamente fina clavada en la carne. Veneno. Seguro.

Se dirigió hacia el punto del que provenía el gemido. Temblaba, quizá por la agitación de aquellos dos convulsos segundos, o al menos eso se decía.

Se acercó con cautela. En el suelo había una figura, inmóvil y pálida bajo la luna, con el cuchillo clavado en el pecho.

«Tal vez no esté muerto».

Se aproximó un poco más. Lo observó mejor. ¡Era casi un crío! Un jovenzuelo. Y ya no respiraba.

Dubhe apretó los puños, cerró los ojos, apartó de sí las imágenes que aquel cadáver avivaba en su memoria.

«Maldita sea».

Apartó la mirada de aquel rostro, trató de concentrarse en cómo iba vestido. Llevaba un puñal en el cinturón. Negro, y la guarda y la empuñadura en forma de serpiente. En una mano, una cerbatana. Sin duda habían tratado de camuflarlo, pero para Dubhe todo en él señalaba a la Gilda. Su arma, que sólo utilizaban los asesinos de esa secta, su juventud, e incluso el modo en que la había atacado.

Aquel descubrimiento anuló todo lo demás, incluso el escalofrío que el asesinato imprevisto le había provocado.

Dejó de mirarlo y corrió con todas sus fuerzas hacia la gruta. Sabía que si realmente había sido envenenada, no era muy buena idea echar a correr como una posesa, pero todos los antídotos que conocía estaban en la cueva.

En cuanto llegó a su hogar se abalanzó sobre los estantes. Estaba muy familiarizada con todas aquellas ampollas, sabía distinguirlas simplemente por el color. Conocía los venenos que utilizaba la Gilda; dispuso las botellas sobre la mesa. En cuanto las tuvo todas alineadas y en orden se detuvo.

Interrogó a su cuerpo como había podido hacerlo un mago, o un sacerdote. Por muy extraño que resultase, se sentía bien. Le costaba respirar, pero sólo era a causa de la carrera, y su corazón latía a toda prisa, pero sonaba potente y regular. Tenía la vista clara, la cabeza no le dolía ni le daba vueltas. No conocía ningún veneno que a los pocos minutos de ser inoculado no surtiese el menor efecto. Miró la aguja; seguía aferrándola espasmódicamente con el puño cerrado. Tenía la punta roja, pero apenas se apreciaba. Su sangre escarlata. Y nada más.

Tomó igualmente los distintos antídotos, una pequeñísima dosis de cada uno. Así la había instruido el Maestro, aunque nunca había tenido ocasión de llevar a la práctica aquella enseñanza. Rezó para acordarse con exactitud de las dosis, y para que funcionasen.

Y durante un rato comprobó atentamente su propio estado, vigilando ansiosa los latidos de su corazón y la respiración, pero no pasó nada.

Era un misterio. Todo un misterio.

* * *

Volvió para poder enterrar el cuerpo del muchacho. Una tarea penosa que se hubiera ahorrado de buena gana, pero sabía que tenía que hacerlo.

Lo miró de nuevo. Tenía los ojos cerrados, con una expresión casi de paz, el rostro sereno, el pelo rizado cayéndole por la frente. ¿Cuántos años se llevarían? Pocos. El Maestro se lo había dicho: en la Gilda se empezaba pronto. El adiestramiento comenzaba cuando aún se era un niño; el primer homicidio, a los diez años.

«Casi como yo», pensó.

Debía de ser uno de sus primeros trabajos de mayor responsabilidad, y había terminado así de mal. Había muerto con los ojos cerrados, sólo por eso pudo observarlo tanto tiempo. No era capaz de mirar los ojos apagados de los cadáveres. Las pupilas carentes de mirada la aterrorizaban, porque cada vez, cada maldita vez, volvía a ver en esa mirada la desesperación de los ojos vacíos de Gornar, la primera víctima de su vida.

«He matado, he matado de nuevo».

Todos los ruidos, el viento, el frío, e incluso el miedo a la misteriosa aguja se diluían en aquella conciencia gélida.

«He matado de nuevo. Es mi destino».

Trató de no pensar en ello, se dijo que había sido en defensa propia. Anuló sus pensamientos al rítmico compás de la pala que excavaba el hoyo, se perdió en la fatiga que se apoderaba de sus brazos, hasta que fue consciente de que ya no percibía nada, y se sintió casi tan muerta como él.

Corrió a la Fuente, como aquella primera noche, cuando había ido a matar con el Maestro. Se desnudó con vehemencia, se zambulló impulsivamente, se hundió en la oscuridad envolvente del agua, con la melena suelta rodeándole la cara.

Se pasó un buen rato sumergida, sin respirar, esperando que el agua la penetrara, la lavara, la limpiara.

Había jurado que no volvería a matar, lo había jurado cuando murió su Maestro. Y ahora había quebrantado el juramento.

Lo que había sucedido era grave, y Dubhe tenía que comprender.

¿Aquel chico pertenecía realmente a la Gilda? ¿Y por qué lo habían enviado para matarla?

Fue a Makrat, a casa de Jenna. Cuando le explicó lo que quería, el muchacho puso cara de asombro y de temor al mismo tiempo.

—¿Quieres que investigue a la Gilda?

—No me refiero a investigar en sentido literal… Sólo tienes que aguzar el oído por si surgen comentarios…

—¡Ni siquiera sé dónde está la Secta de los Asesinos, y, como puedes imaginarte, no tengo la menor intención de verme mezclado ni que sea con un solo elemento de los que suelen frecuentarla!

La fama de la Gilda era terrible. Oficialmente, no era más que una secta extravagante, como tantas otras que circulaban en aquella época de guerra y desesperación, y sólo en virtud de esa fachada, y de la protección de algunos potentados, podía seguir existiendo. En realidad agrupaba a los más peligrosos asesinos del Mundo Emergido. Y también se decía que en ella se practicaban extraños ritos de sangre. A decir verdad, había muy pocos que supieran algo a ciencia cierta.

El Maestro de Dubhe había sido uno de sus miembros, pero nunca habían hablado demasiado del tema. Sólo cuando todo hubo acabado reunió el valor suficiente para explicarle cómo y por qué la había abandonado, y desde entonces la chica odió aquel nombre. Se había pasado los dos últimos años tratando de eludirlos. Por eso ahora debía saber qué estaba sucediendo.

—Sólo te pido que tantees el terreno entre tus conocidos. Nada más. Ellos ni siquiera lo sabrán. No deben saberlo.

El miedo seguía presente en el rostro de Jenna.

—Te estoy pidiendo que me eches una mano, así de simple —recapituló finalmente Dubhe—. Ahora yo no puedo ocuparme, pero necesito saber algo con urgencia.

La expresión de Jenna se suavizó ligeramente.

—Te pagaré por el favor…

Jenna rechazó aquella propuesta con un gesto.

—Vale, vale… ¿Y qué hay del trabajo?

—Sabes que no puedo contarte nada.

—Pero ¿está bien pagado, tal como decían?

Dubhe le comunicó la cifra.

—¡Vaya! Con una recompensa tan principesca incluso podrías pensar en retirarte, ¿no?

A Dubhe le sorprendió mucho que la misma idea que había tenido hacía un rato en la Fuente Oscura también se le hubiese ocurrido a Jenna.

Mientras regresaba de casa de su amigo, trató de imaginarse cómo sería su vida sin homicidios ni robos, como si todo cuanto le había sucedido hasta entonces nunca hubiese existido. Una vida normal, como las que espiaba durante sus largos paseos erráticos por la ciudad. Encontrar un hombre al que amar, despertar siempre en la misma cama, no volver a contentarse con vivir sin un objetivo y siempre perseguida.

Experimentó una extraña sensación de irrealidad. Y, sin embargo, aquella imagen tenía cierto atractivo. De algún modo, Dubhe estaba cansada.

* * *

La noche del robo llegó más pronto de lo previsto, demasiado. Dubhe estaba preparada, pero las preocupaciones seguían asediándola. El misterio del muchacho de la Gilda aún no se había resuelto. Jenna no había dado señales de vida, síntoma de que no había logrado descubrir nada.

Salió de casa cuando ya era noche cerrada y se dirigió a la villa de Thevorn. Le pareció lúgubre e inmensa a la pálida luz de la luna menguante.

Franquear la tapia no supuso ningún problema. Permaneció un tiempo agazapada entre la hierba del jardín, hasta que oyó pasar por primera vez a los soldados de guardia. Había dos, que cubrían el perímetro en direcciones opuestas. Dubhe midió sus pasos, adoptó su ritmo.

Otra vez oyó ruido de pasos, y se pegó al muro conteniendo la respiración. El soldado pasó sin percatarse de su presencia.

Dubhe recorrió el muro con cautela, hasta que llegó al punto que le interesaba. Era una zona especialmente fácil de escalar, semioculta por un alto ciprés. Diez metros más arriba había una chimenea, un excelente punto de acceso.

Esperó a que el soldado pasara por enésima vez, y empezó a trepar por el ciprés. El centinela volvió a pasar, en esta ocasión bostezando sonoramente. En cuanto oyó que se alejaba, Dubhe saltó; el tejado estaba a menos de dos metros de distancia.

Todo estaba saliendo a pedir de boca.

Se tendió sobre las tejas y se deslizó reptando hasta la chimenea. Se ocultó dentro: ya estaba fuera del alcance de los guardias.

Era el turno de la cuerda. Fijó el garfio en un punto que le pareció suficientemente sólido y la dejó caer por el tiro. Se descolgó.

La chimenea era estrecha, y sus hombros se fregaban contra los ladrillos.

Siguió bajando, lenta y concentrada, apoyando los pies en el poco espacio de que disponía. Por fin vio una pálida luz que se filtraba, lo que significaba que había alcanzado la base de la chimenea. Echó un vistazo al exterior. Como era de prever, había desembocado en una estancia vacía, una de las muchas piezas que componían aquella casa señorial.

Dubhe no necesitó consultar el mapa; recordaba de memoria la ubicación de todos los aposentos.

Salió de la chimenea y se dirigió hacia la puerta del fondo. Atravesó una serie de habitaciones, todas espaciosas y decoradas de forma similar y, por fin, accedió al primer tramo del largo pasillo del piso superior. En ese punto empezaba la parte más difícil del trabajo.

Thevorn dormía cada noche en un dormitorio distinto, pero los tres estaban igualmente vigilados, le había dicho Man, la criada. Se trataba de comprobarlos uno por uno, y la única forma de entrar era desde el exterior, a través de la ventana del aposento contiguo.

Vio al primer guardia adormilado ante la primera puerta. Rápida y silenciosa, Dubhe se coló en la habitación de al lado. Ésta tenía un balcón, lo cual le facilitaría considerablemente el trabajo.

En el interior no halló a Thevorn. La alcoba estaba vacía. No había ningún problema, incluso era mejor así. Se dedicó a observar cuanto la rodeaba. No sabía exactamente qué debía buscar, pero había adquirido mucha práctica en lo referente a casas desde que había empezado a desvalijarlas dos años atrás. Sabía bastante acerca de estancias secretas y de mecanismos para abrirlas: podía decirse que, a ese respecto, iba sobre seguro.

Su búsqueda no dio resultado. Ninguna pared parecía ocultar habitáculos secretos.

«Vaya chasco. No pasa nada. La noche es larga».

La chica prosiguió su exploración. Era tarde: los miembros del servicio que solían pulular por allí ya no estaban; también la guardia, por lo general, se limitaba a hacer una ronda de rutina por los corredores principales.

Dubhe no tuvo dificultad en eludir cualquier presencia humana mientras pasaba de una habitación a otra.

Con el segundo intento no tuvo tanta suerte. El aposento adyacente era poco más que un trastero, con un ventanuco pequeño y estrecho. Fuera, no había ningún balcón. No suponía ningún problema. Dubhe localizó una estrecha cornisa. Abrió la ventana y esperó a que el guardia del jardín pasase. Entonces avanzó por la cornisa hasta la siguiente ventana. La abrió sin dificultad y entró.

La cama estaba cubierta por unos pesados ropajes de terciopelo. Dubhe se acercó y comprobó si había alguien. Y, en efecto, Thevorn estaba allí, presa de un sueño agitado. Y tenía buenos motivos para ello: aquella noche sólo peligraban sus documentos, pero en realidad era su vida lo que estaba en juego.

Aquella noche la habían enviado a ella, la siguiente probablemente sería el turno del asesino.

«Un asesino, eso es lo que soy yo realmente».

Sacudió la cabeza, como solía hacer siempre que quería librarse de un pensamiento molesto.

Inició la misma búsqueda que había llevado a cabo en la otra alcoba. En este caso trató de ser más delicada, pues el hombre parecía tener un sueño ligero e inquieto. Miró a su alrededor con atención, palpó levemente las paredes. No necesitó mucho tiempo para localizar el tabique hueco.

«Aquí está».

Dicho tabique estaba cubierto por un tapiz con un extremo desgastado.

A continuación lo alzó ligeramente. Sonrió. Había una portezuela cerrada.

Se agachó a la altura de la cerradura y la examinó atentamente. Cogió el útil que necesitaba: era una ganzúa que se adaptaba a infinidad de mecanismos, un valioso regalo de Jenna. Porque lo único que el Maestro no le había enseñado era cómo se forzaba una cerradura. Por lo demás, era raro que a un asesino le resultase de utilidad. Pero Jenna había solventado aquella laguna.

La estancia era un auténtico desván. Dubhe tuvo que encogerse para poder entrar, pues el techo era bajo. A primera vista parecía vacía. Cerró la puerta tras de sí y empezó a tantear las paredes. Estaba oscuro, y sólo podía guiarse por el sentido del tacto. Su oído extremadamente fino percibía la pesada respiración de Thevorn más allá de la puerta.

Sus dedos dieron con algo rugoso. Parecía una especie de símbolo que no logró distinguir con claridad valiéndose sólo del tacto. Presionó, y un ladrillo de uno de los lados se desplazó unas pulgadas. Dubhe lo retiró delicadamente e introdujo la mano en la abertura que había surgido. Oyó el crujido de un pergamino.

«Mío», se dijo. Tenía una extraña sensación de incomodidad, no veía la hora de acabar.

Extrajo las hojas con delicadeza, preparó la bolsa donde las pondría. Y entonces sucedió.

Fue como si algo se hiciera pedazos en su interior. De repente, sintió un dolor muy intenso en el pecho y su respiración se detuvo a la altura de la garganta.

«Me muero», se dijo, y más que del miedo, se quedó paralizada de la sorpresa. Sintió un dolor en el antebrazo, y después nada más, todo se volvió negro.

* * *

Cuando volvió en sí estaba en el suelo, envuelta en la oscuridad absoluta de aquel cuartucho, paralizada. Más allá de la puerta seguía oyéndose la trabajosa respiración de Thevorn. Trató de incorporarse, pero la cabeza le daba vueltas y tenía dificultades para respirar.

Se apoyó en la pared, tratando desesperadamente de recuperar el resuello. El corazón le latía de forma irregular, el aire que respiraba parecía cada vez más insuficiente para llenarle los pulmones. Se sentía fatal. Aquejada de un mal que era incapaz de identificar. Allí, sola, en casa del enemigo. Mientras realizaba un trabajo. Le entró el pánico.

«¡Estúpida, piensa en algo, ya!».

Se incorporó. Le temblaban las piernas. Salió de la pequeña cámara, echó un vistazo a su alrededor con la vista nublada. Aún le quedaba algo por hacer.

Llegó hasta la ventana y miró afuera. De pronto, la cornisa le pareció demasiado pequeña para franquearla. Oyó ruido de pasos al otro lado de la puerta.

«Ahora no…».

Salió, apoyó los pies en la cornisa. La cabeza le dio vueltas y se agarró a la pared.

«¡Ahora no!».

Apoyó las palmas de las manos en la pared y empezó a deslizarse con toda la cautela de que era capaz. Había que salir de allí, cuanto antes, y tratar de minimizar los daños.

—¿Quién anda ahí?

Una voz inquieta, procedente de abajo: un guardia.

Dubhe miró lo que tenía ante sí; la habitación no estaba lejos. Hizo un último esfuerzo, y corrió hacia la ventana.

—¡Detente!

No había tiempo. Dubhe continuó, corrió hacia el otro lado y rompió un cristal con la mano.

Empezaba a sentirse mejor, pero el desastre ya se había desatado. Saltó al interior de la estancia, mientras en el exterior se sucedían las voces.

—¡Hay alguien!

—¡¿Quién demonios está ahí!?

—¡Hay alguien! ¡He visto una sombra que se colaba en el salón norte! ¡Avisad a los de dentro!

Dubhe lanzó una maldición y miró a su alrededor. Había otra chimenea. Podía probar con el mismo método que había empleado para entrar. Se lanzó contra aquella abertura mientras desfondaban la puerta de la estancia.

—¿Quién está ahí?

Dubhe se agarró a los ladrillos con los dedos, se apoyó con los pies y empezó a ascender.

—¿No hay nadie?

—Creo que no, pero es mejor asegurarse.

La chica trató de subir lo más rápidamente posible pero, de pronto, se percató de que el tiro se estrechaba conforme ascendía, dificultando aún más su huida. Las paredes se le venían encima y de nuevo le costaba respirar.

Fuera de la chimenea, oyó voces, sonido de espadas desenvainándose y pasos inquietos sobre la madera.

«¡Resiste, resiste!».

Se impulsó hacia afuera con gran esfuerzo, restregándose contra los ladrillos y arañándose los brazos. Miró hacia abajo. Había un balcón que podía alcanzarse de un salto. Y más abajo, el jardín, sin vigilancia. Dubhe saltó y logró aterrizar sin demasiadas dificultades. Se tendió en el suelo y se deslizó hasta el balcón.

—¡Allí, hay algo en el balcón!

No había un minuto que perder. Como un relámpago, superó el balcón y se lanzó al vacío. Esta vez, el aterrizaje tuvo sus consecuencias: se propinó un fuerte golpe en la rodilla.

Se incorporó de inmediato y corrió a ocultarse tras un seto. El jardín seguía estando vacío, pero no por mucho tiempo. Corrió hacia el muro y lo escaló a toda prisa. No sin dificultad logró alcanzar la calle envuelta en la oscuridad nocturna. Cojeando, se dirigió hacia un callejón y, tras recorrer un buen trecho, se sentó en el suelo.

Respiró, tranquila. Esperó. El frío de la noche la hizo volver en sí. Abrió los ojos y vio una luna blanca e inmóvil sobre su cabeza.

«Esta vez, realmente ha faltado muy poco».

Nunca le había pasado nada parecido. Ni durante un trabajo ni en ningún otro momento de su vida. Siempre había tenido una salud de hierro. ¿Qué diablos le había sucedido?

Ahora todo parecía en su sitio: el corazón latía tranquilo en su pecho, la respiración era lenta y regular, la mente estaba lúcida. Se demoró unos instantes más en el callejón, maravillada de seguir con vida y, por fin, se puso la capucha de la capa y se confundió con las sombras de Makrat.