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Un trabajo especial

DUBHE se quedó en casa un par de días. No era prudente, y sabía de buena tinta que en Makrat habían sido vistos algunos Asesinos de la Gilda. Tal vez la secta aún la anduviese buscando, pero quería descansar un poco.

Hacía dos años que no paraba ni un instante. Había estado en la Tierra del Mar, y después en la del Agua, y también en la del Viento. Cuando por fin decidió volver a la Tierra del Sol, se le hizo un nudo en la garganta.

No sólo era su tierra natal, también era el lugar donde todo había acabado, o empezado, según cómo se mirase.

Estaba cansada de huir, y cuanto más lo hacía, más crecía en ella la sensación de que en el Mundo Emergido no había un lugar suficientemente lejano adonde escapar. La Gilda no era lo único que se encontraba en todas partes, había algo más que la acechaba: durante aquellos dos últimos días los recuerdos habían vuelto, a traición. Había sido por culpa de aquel estado ocioso en el que, sin embargo, se veía obligada a vivir. Porque mientras trabajaba, la mente permanecía ocupada, pero el asueto le resultaba extenuante. Cuando no había nada que hacer, la soledad se convertía en una presencia casi tangible. Y los recuerdos dolorosos volvían.

Sólo había una cura posible: poner el cuerpo en movimiento.

La mañana era fresca y tersa. Dubhe se vistió con sus ropas más ligeras: una casaca sin mangas y unos pantalones. Dejó los pies descalzos, pues adoraba sentir la hierba bajo las plantas. Y salió sin capa. Empezó el adiestramiento, el mismo que había iniciado ocho años atrás, cuando quería ser fuerte y letal como el Maestro, el adiestramiento de los asesinos.

Ya había empezado a sudar cuando lo oyó. Y supo de inmediato quién era. Sólo uno, de entre cuantos conocía, era lo bastante estúpido para montar siempre aquel absurdo jueguecito.

Se volvió y, rápida como un rayo, lanzó un puñal. El arma se clavó en el tronco tras la que se ocultaba un muchacho.

Tendría unos dieciocho años, era delgado como un fideo, de aspecto sucio. Y en ese momento, estaba pálido.

Dubhe sonrió.

—Ten cuidado, porque uno de estos días te mataré de verdad, Jenna.

—¿Tú eres idiota o qué? ¡Por poco me dejas seco!

Dubhe miró con indiferencia el puñal clavado en el tronco.

—Pues para de dedicarte a estos jueguecitos.

* * *

Jenna era una especie de amigo, un viejo conocido que había reencontrado cuando regresó a la Tierra del Sol. Era un ladronzuelo, pero de un nivel incomparable al de ella.

Trabajaba en Makrat, les robaba la bolsa a los viandantes y así iba sobrellevando su vida de huérfano de guerra. Se conocieron cinco años atrás, cuando intentó robarle unas monedas al Maestro. Éste lo amenazó con matarlo y él empezó a lloriquear implorando piedad. Al ver que era un chico espabilado, el Maestro tuvo una idea.

—Me debes la vida —le dijo, y lo convirtió en una especie de asistente personal.

Desde entonces Jenna estuvo muy ocupado, y siempre le consiguió excelentes chanchullos al Maestro, le buscó clientes e incluso cobró comisiones por ello, sin tener que abandonar jamás su actividad de carterista.

Jenna tenía una mente despierta, y una mano aún más rápida que su propia cabeza. Sabía moverse por Makrat y conocía a todo el mundo. Y, a su modo, era leal.

Después, todo se desmoronó. El Maestro murió y todo acabó, y una vez más Dubhe se encontró sola y desesperada. Y empezó a huir; su único medio de subsistencia a partir de entonces sería el dinero que ganase con los robos, en los que era ducha gracias a su adiestramiento. Huyó tan de prisa que casi no tuvo tiempo de despedirse de él. Se perdieron de vista y no volvieron a encontrarse hasta que Dubhe pisó de nuevo la Tierra del Sol, y desde entonces se reunían a menudo.

* * *

Se dirigieron a la caverna. En cuanto entraron, Jenna hizo una mueca.

—¡No sé cómo diablos puedes vivir en esta ratonera que apesta a moho! ¿Y encima la llamas casa? ¡Ni siquiera hay una cama! Si vinieses conmigo…

Se lo repetía a menudo. Quería tenerla cerca. Dubhe no acababa de comprender el motivo.

—¡Basta de cháchara! —dijo ella, zanjando la conversación mientras tomaba asiento—. Dime a qué has venido.

El chico se acomodó en la única silla que había, se repantigó y puso los pies sobre la mesa.

—Vale, he venido a por mi dinero, ni más ni menos.

Jenna le había echado una mano en las investigaciones para el último trabajo; a cambio, exigía un pequeño pago. Dubhe le pagó rápidamente lo que le debía.

—Espero que no habrás hecho todo este largo camino sólo por el dinero.

Él negó con la cabeza y apoyó los codos en la mesa.

—Hay uno que va por ahí preguntando quién es actualmente el mejor ladrón en circulación, para un trabajo delicado. El asunto es en una casa, lo cual no va con mi estilo, como bien sabes, y entonces me he dicho: ¿por qué no ayudar a Dubhe? Me he informado un poco sobre el tipo y he descubierto cosas interesantes.

La chica frunció la frente.

—No me gusta.

Jenna se mostró incrédulo.

—Pero tú ya has trabajado antes por encargo, ¿no es así?

Los ojos de Dubhe se ensombrecieron.

—Tú deberías saber mejor que nadie que no me conviene darme a conocer.

Jenna hizo una pausa teatral.

—Es un hombre de confianza de Dohor.

—Todos son hombres de confianza de Dohor. Te recuerdo que una buena parte del Mundo Emergido es suya.

Era verdad. Habiendo empezado como simple Caballero del Dragón, al casarse con Sulana se convirtió en rey, tras lo cual, lentamente, se dedicó a conquistar todo el Mundo Emergido. Seis de las Ocho Tierras estaban más o menos directamente bajo su control. Y con las tres últimas Tierras del todo independientes, la Tierra del Mar y las Marcas de los Pantanos y de los Bosques, que antaño habían estado unidas a la Tierra del Agua, en esos momentos ya se encontraba prácticamente en situación de guerra abierta.

Jenna sonrió complacido.

—No es ningún pelagatos, no trabaja para ningún gregario: se lo ve a menudo con el rey en persona.

Dubhe se sintió repentinamente interesada.

—Es uno de sus fieles lugartenientes, forma parte de su círculo más íntimo.

—¿Diste tú con él?

—Sí. Me informé, y procuré que supiera de mí. Y aquí viene la sorpresa: tras un primer contacto, el menda me citó en una de las más lujosas posadas de Makrat; creo que la conoces, El Paño Violeta.

Imposible no conocerla. Un lugar frecuentado por generales y peces gordos del Estado.

—Me hizo entrar en una sala que era al menos cuatro veces más grande que toda mi casa, y adivina quién había allí.

Jenna hizo otra pausa.

—Estaba Forra.

Dubhe no pudo evitar poner unos ojos como platos. Forra era el cuñado de Dohor, pero, por encima de todo, era su brazo derecho. Se conocieron cuando éste aún se limitaba a soñar con el dominio absoluto, y desde entonces se habían hecho inseparables. Habían reforzado sus vínculos con el matrimonio entre Dohor y la hermana de Forra, y en el campo de batalla nunca se veía al uno sin el otro. Sin duda Dohor era la mente, el hombre político; no sólo era un hábil combatiente, también era un audaz estratega y un desaprensivo diplomático. Forra era más bien un guerrero puro. Allí donde hubiera que matar a alguien, estaba él, con su desmesurado espadón.

—Como puedes imaginarte, no me sentía nada a gusto… —prosiguió Jenna—. Sea como fuere, me explicó las condiciones. Forra, y se entiende que con él también Dohor, aunque su nombre nunca se hiciera explícito, necesita que alguien les haga un trabajo refinado: la sustracción de unos documentos sellados, puestos a buen recaudo en cierta villa. Obviamente no me han querido decir nada más.

—Obviamente.

—Está dispuesto a darte hasta cinco mil carolas. Pero quiere discutir los detalles contigo en persona.

Era un precio desproporcionado. Dubhe nunca había visto tanto dinero junto y, a decir verdad, el Maestro tampoco.

La chica se quedó mirando la mesa, en silencio. Era un trabajo de alto nivel, nunca le habían ofrecido algo así. Un salto cualitativo.

—¿Seguro que no te ha dicho nada más?

—No, pero me ha dado una muestra de su generosidad.

Jenna extrajo un saquito de la manga de su camisa y vertió el contenido sobre la mesa. Las monedas, de oro purísimo, refulgieron en la oscuridad de la gruta. Al menos había doscientas carolas.

Dubhe no se inmutó. Observó el dinero y permaneció en silencio.

—Me ha pedido que arregle un encuentro. En cualquier caso ha dicho que esto es tuyo.

Un denso silencio se adueñó de la caverna.

Citarse con Forra. Dubhe se acordaba de él. Lo había visto cuando estuvo en la Tierra del Viento con el Maestro. Recordaba a un hombre enorme, con una mueca feroz de asesino dibujada en su rostro. A su lado había un jovencito pálido, algo mayor que ella. Sus miradas se encontraron apenas durante un segundo. Compartían el mismo miedo, miedo de aquel hombre.

—Y bien, ¿qué me dices? —preguntó Jenna, impaciente.

—Estoy pensando.

—¿En qué? ¡Es la oportunidad de tu vida, Dubhe!

Pero ella no era de las que se tomaban nada a la ligera, y mucho menos un trabajo sobre el que no tenía la menor información. ¿Y si era una trampa? ¿Y si la Gilda andaba detrás de todo aquello?

—¿Qué te cuesta hablar con él, simplemente? Además, si no lo ves claro, le dices que no, ¿no te parece?

—¿Estás seguro de que la Gilda no tiene nada que ver?

Jenna respondió con un gesto de impaciencia.

—¡Dohor, maldita sea, te estoy hablando de Dohor! ¡De la Gilda no hay ni rastro!

—¿Le has dado mi nombre?

—¿Me tomas por idiota?

Dubhe permaneció en silencio unos instantes y suspiró.

—Dentro de dos días, en la Fuente Oscura, a medianoche. Díselo.

* * *

La Fuente Oscura era un lugar más bien aislado, en medio del Bosque del Norte. Su nombre provenía del pequeño manantial que allí brotaba y que formaba un minúsculo lago circundado de rocas de basalto negro. Por eso, aun cuando brillara el sol, el agua siempre se veía negra como la pez. Era un paraje que infundía temor, pero Dubhe iba a menudo cuando necesitaba concentrarse. Allí hallaba paz y fuerza.

Aquella noche llegó un poco antes. El cielo estaba cubierto de nubes y el viento soplaba más fuerte de lo normal. Permaneció en la penumbra, escuchando el lamento de los árboles y el sonido del agua.

Le gustaba la oscuridad. Jenna solía decirle que parecía nacida en la Tierra de la Noche, donde un mago, con su hechizo —realizado durante la Guerra de los Doscientos Años, más de cien años atrás—, había invocado una noche perenne. Y, en efecto, cuando estuvo trabajando en aquellas tierras con el Maestro, se sintió insólitamente bien. Pero para ella la Tierra de la Noche también tenía un lado siniestro, porque allí era donde la Gilda tenía su sede. La Gilda, la Secta de los Asesinos, de la que el Maestro llevaba toda su vida tratando de huir. La Gilda, que también la perseguía a ella.

Cuando oyó los pasos ya había empezado a impacientarse. Pasaban unos minutos de la hora acordada. Parecían ser dos, un hombre de andar pesado y seguro, y otro que avanzaba titubeante. Lo intuía por el crujir de las hojas secas en el suelo.

Trató de adivinar.

«El general Forra es un simple esbirro que sólo está aquí por precaución».

Se caló a fondo la capucha de la capa sobre la cara, echó los hombros hacia atrás para parecer más imponente y procuró que su voz sonara más ronca.

Dos figuras, emergieron de entre los árboles. En el hombro de uno de ellos despuntaba la inconfundible silueta de un espadón, mientras que la otra figura apoyaba la mano en la empuñadura de una espada mucho más pequeña. En efecto, eran dos. Lo había adivinado al oír sus pisadas.

Estaba excitada y se incorporó demasiado rápido.

«Tranquila, es un trabajo como otro cualquiera».

—Llegáis tarde —dijo para darse importancia.

—No ha sido fácil encontrar este lugar —se excusó el segundo hombre.

Había empezado a llover, y ambos llevaban la capucha calada, pero a pesar de ello, y aunque estaba oscuro, la vista adiestrada de Dubhe distinguió con cierta claridad sus facciones.

Forra era tal como lo recordaba: tenía los rasgos marcados, la nariz grande y el mentón voluntarioso, el perenne gesto del vencedor estampado en la cara. Sólo era más viejo, pero los años no lo habían amansado en absoluto. Una parte del temor que le profesaba desde que era pequeña volvió a circular por el tuétano de sus huesos.

Su acompañante, en comparación, era un hombre como cualquier otro. No muy alto, pertrechado con una coraza y con los nudillos blancos apoyados en la empuñadura de la espada.

—Si hubiera resultado fácil de encontrar no os habría pedido que nos viéramos aquí.

—No hay problema —repuso Forra con voz tranquila.

Dubhe asintió.

—Tal vez va siendo hora de que te quites la capucha —dijo el soldado.

Dubhe calló un instante. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero trató de controlarse.

—Prefiero no mostrar mi rostro, forma parte de mi trabajo.

El hombre pareció alterarse ligeramente, pero Forra le puso una mano en el hombro.

—Al parecer estamos todos un poco nerviosos, ¿eh? Pero no hay motivo.

—Mi contacto ha mencionado algo sobre un trabajo —siguió diciendo Dubhe, impasible—, pero antes de dar una respuesta me gustaría saber los detalles.

El otro hombre tomó la palabra:

—Se trata de un trabajo delicado, y por eso hemos pensado en ti. Has de robar a Thevorn.

Dubhe tragó saliva. Desde luego, no era un cualquiera. Fue un fidelísimo amigo de Dohor durante muchos años; también pertenecía a la Tierra del Sol. Era un mago mediocre, pero dotado de una mente muy aguda, que había comprendido en seguida las potencialidades de aquel chiquillo demacrado cuya ambición se le desbordaba por los ojos. Se unió a Dohor de inmediato y lo ayudó en su ascenso. La ruptura se había producido unos diez años atrás, durante el período de paz que siguió a la derrota de Ido. Fue entonces cuando Thevorn empezó a tejer su trama de alianzas con las familias nobles de la Tierra del Sol, con la esperanza de poder conquistar una franja de poder. Su unión con Dohor le reportaba ventajas.

Cinco años atrás, el mago se retiró a la vida privada, por así decirlo, en cuanto se descubrió el complot contra Dohor, en el que incluso se vio implicado el propio Amaranta.

También se decía que la extraña alianza entre el principal enemigo de Dohor por aquel entonces, el gnomo Gahar, de la Tierra de las Rocas, e Ido fue instigada de algún modo justamente por Thevorn. Sin embargo, hacía mucho que no se oía hablar del anciano mago.

—En el castillo que se hizo construir, y que jamás abandona, se guardan unos documentos de cierta importancia que querría tener en mis manos —explicó Forra.

—No hay problema —respondió Dubhe.

—Los documentos se hallan en una pequeña sala contigua al dormitorio de Thevorn, un cuarto secreto al que nadie sabe exactamente cómo se accede.

Así pues, se trataba de indagar, algo que ella sabía hacer muy bien.

—Eso tampoco será un problema.

Forra sonrió, malévolo.

—Ya… sabemos cuáles son tus especialidades. No queremos muertes y el trabajo ha de ser limpio, discreto, sin rastros. Thevorn tiene que reparar en el robo lo más tarde posible.

Dubhe asintió. No tenía la menor intención de matar a nadie. Le recordaba tiempos que estaba tratando de borrar de su mente. Por lo que respectaba a la discreción, ése era su rasgo distintivo.

—Recibirás otras doscientas carolas en cuanto aceptes, y el resto en el momento de terminar el trabajo, siempre y cuando todo haya salido exactamente según lo planeado.

Dubhe guardó silencio unos instantes. Percibía con total claridad la trascendencia de cuanto estaba sucediendo. Y, movida por un curioso sentimiento de esperanza, se dijo que quizá con todo aquel dinero podría hallar un modo de abandonar aquella vida de vagabundeo que ya empezaba a agotarla. Pero su esperanza sólo duró un segundo.

Había cosas en su interior que no podían suprimirse, golpes y dolores que ni el más generoso botín podía eliminar. En cualquier caso, el riesgo valía la pena.

—De acuerdo —dijo.

—Eso es un sí, supongo —comentó Forra, despreciativo.

—En efecto. ¿Cuándo tendré mi dinero?

—Mañana a la misma hora en este lugar.

Dubhe ya estaba a punto de desaparecer en la espesura, cuando la atronadora voz de Forra la detuvo.

—Procura no traicionar la confianza que estamos depositando en tus habilidades.

Dubhe se quedó inmóvil. Ni siquiera se volvió.

—Si realmente conocéis mi fama, no necesito responderos.

Una risita burlona apenas esbozada hizo de eco a sus palabras.