3
El Primer día de verano
El pasado I
HACE un día soleado. Dubhe se levanta excitada de la cama. En cuanto ha abierto los ojos ha comprendido que ha llegado el verano. Posiblemente habrá sido la luz, o el perfume del aire que se filtra por los gastados postigos.
Tiene ocho años. Es una niña vivaz de largo pelo castaño, no muy distinta de otras. No tiene hermanos ni hermanas, y sus padres son campesinos.
Viven en la Tierra del Sol, no muy lejos de la Gran Tierra. Cuando acabó la guerra, aquel territorio fue dividido en distintas Tierras, y sólo una región central se ha mantenido como territorio independiente. Los padres de Dubhe fueron transferidos a un pueblecito de reciente construcción, Selva. Buscaban la paz, y aquí parece que la han hallado. Alejados de todos, en un pequeño bosque, de la guerra de conquista de Dohor apenas les llega un simple eco. Y desde hace algunos años, ni siquiera eso. Dohor ha conquistado gran parte del Mundo Emergido y se ha establecido una especie de frágil paz.
Dubhe se precipita descalza en la cocina, con el cabello aún enmarañado.
—¡Es el sol, es el sol!
Melna, su madre, limpia las hortalizas, sentada a la mesa.
—Eso parece…
Es una mujer rellenita y de cara rubicunda. Es joven, no más de veinticinco años, pero tiene las manos viejas y callosas de quien cultiva la tierra.
Dubhe cruza los brazos sobre la mesa y balancea los pies.
—Me dijisteis que cuando llegase el buen tiempo podría salir a jugar al bosque…
—Sí, pero primero échame una mano, y después podrás hacer lo que quieras.
El entusiasmo de Dubhe se apaga de golpe. Ayer oyó a sus amigos, quienes decían que, si hacía sol, se verían. Y hace sol.
—¡Pero si te ayudo, tendré que pasarme toda la mañana aquí!
La mujer se vuelve, impaciente.
—Entonces querrá decir que te vas a pasar toda la mañana conmigo.
Dubhe resopla sonoramente.
* * *
La niña sube el cubo del pozo y se lava con el agua helada, le entusiasma. Y además se siente fuerte cada vez que saca el cubo.
Está orgullosa de su propia fuerza: de todas las niñas, es la única que sabe mantener a raya a Gornar, el de más edad de su pandilla. Es un gigante de doce años, el jefe indiscutible de la banda, y ha conquistado su supremacía a base de golpes. Sin embargo, no logra domeñar a Dubhe: la trata con recelo y procura no provocarla demasiado. Algunas veces ella le ha vencido sin contemplaciones echando un pulso, y sabe que eso lo saca de quicio. Existe un acuerdo tácito según el cual él es el primero entre los niños, pero Dubhe le sigue inmediatamente detrás. Y está orgullosa de ello.
«Podremos ir a cazar lagartijas y construir un terrario, o tal vez sólo nos dedicaremos a luchar. ¡Será estupendo!», se dice, saboreando de antemano las alegrías del verano. Y mientras lo piensa, se echa cubos de agua fría en la cabeza y se estremece de placer. Está delgada, casi demasiado, pero ya hay alguno en la pandilla que la mira y se ruboriza, y ella está contenta. Lleva en su corazón a un jovencito tímido, Mathon. Ni siquiera la mira, pero ella piensa en él a menudo. Por la tarde él también estará, seguro, y quién sabe si esta vez, en el rato que pasen juntos, reunirá el valor suficiente para decirle que le gusta.
* * *
Toda la mañana se ve iluminada por las expectativas de la tarde. Dubhe ayuda a su madre, pero a duras penas logra mantenerse quieta mientras preparan las hortalizas. Sentada en la silla, balancea las piernas, nerviosa, y de vez en cuando echa un vistazo al exterior.
En ocasiones le parece ver pasar a alguno de los chicos, pero sabe muy bien que hasta que no haya terminado no le permitirán salir bajo ningún concepto.
Un pequeño dolor en el dedo y un «¡Ay!» ahogado ponen sobre aviso a su madre.
—¿Quieres ir con más cuidado, maldita sea? ¡Siempre estás en las nubes!
Y vuelve a empezar con las historias de costumbre: que debería plantearse estudiar con el anciano en lugar de dar vueltas con aquella panda de salvajes que ha elegido como amigos.
Dubhe escucha en silencio. Cuando su madre empieza con ese rollo, no vale la pena ni discutirle ni darle la razón. Y además, todo es un paripé. Se lo ha contado su padre.
—Cuando era pequeña, tu madre era mil veces peor que tú. Pero ¿sabes lo que pasa después? Que llega un hombre, las mujeres se enamoran y entonces dejan de cazar ratones por el campo.
Gorni, su padre, le gusta. Mucho. Más que su madre. Está delgado como ella, y es divertido.
Y además su padre no se enfada cuando regresa a casa con algún animal extraño que se ha muerto mientras jugaban, y no grita al ver serpientes, que a ella tanto le gustan… Es más, alguna vez ha sido él quien ha llevado una presa. Dubhe tiene una serie de frascos llenos de animales. Hay arañas, serpientes, lagartijas, escarabajos, un sinfín de trofeos de sus partidas de caza con los amigos. Un mago que estuvo de paso por la aldea le dio un líquido que había que diluir en agua. Si se aplica en el interior de los animales muertos, no se descomponen. Es su valiosa colección, que enseña a todo el mundo con gran orgullo. Su madre la odia, y cada vez que vuelve a casa con una pieza nueva, quiere tirarla. Esos episodios siempre acaban en gritos y llantos, y con su padre riéndose.
Él ama a los animales, y siente curiosidad por las cosas.
Por eso, cuando aparece en la cocina, cansado y sudoroso, a la hora de comer, le parece que ha llegado su salvador.
—¡Papá!
Le salta al cuello, y por poco no se caen.
—¡¿Cuántas veces he de decirte que vayas más despacio?! —grita su madre, pero a su padre le parece estupendo.
Es muy, muy rubio, casi albino, y tiene los ojos muy oscuros, del mismo color negro que los de Dubhe. Luce un espectacular mostacho que rasca cuando la besa, pero aquel picorcillo le resulta agradable.
—¿Qué haces aquí? ¿Toda la mañana pelando calabacines?
Dubhe asiente con aire afligido.
—Vale, pues entonces te anuncio que hoy por la tarde podremos liberarte…
—¡Sííí! —grita Dubhe.
* * *
El almuerzo transcurre de prisa, y Dubhe se lanza a por la comida con rapidez y voracidad.
Engulle ruidosamente la sopa, después ataca los huevos y en tres cucharadas se los termina. El tiempo justo de devorar la manzana en menos de cinco mordiscos y ya ha salido volando.
—¡Me voy a jugar, nos vemos esta noche! —grita mientras se encamina a la puerta.
Por fin ya está fuera. Corre.
* * *
Sabe dónde encontrar a sus amigos, es imposible equivocarse. A la hora de comer siempre están río arriba, donde han establecido su base.
En cuanto llega, oye su nombre.
—¡Dubhe!
Es Pat, la otra chica del grupo. Es su mejor amiga, la depositaria de todos sus secretos, y, por casualidad, la única que sabe lo de Mathon. Es rubia y pecosa, e igual de revoltosa que ella.
Están los cinco, como siempre. Todos mascullan un saludo. Gornar está tendido, con un largo tallo de hierba en la boca; a continuación, los dos gemelos, Sams y Renni, el uno con la cabeza reposando en la barriga del otro. Finalmente, apoyado en un tronco, Mathon, que la saluda con un gesto.
—Hola, Mathon —dice Dubhe sonriendo, tímida.
Pat esboza una risita sarcástica, pero Dubhe la pone en seguida en su sitio lanzándole una mirada fulminante.
—¿Por qué no has venido esta mañana? Te hemos estado esperando un montón de rato —le reprocha la niña.
—Eso… nos has hecho perder mucho tiempo —añade Gornar con dureza.
—He tenido que ayudar a mamá. Y vosotros, ¿qué habéis hecho?
Esta vez responde Mathon:
—Hemos jugado a los guerreros.
Dubhe ve las espadas de madera a un lado.
—¿Y esta tarde qué toca?
—Pesca —contesta Gornar—. Hemos dejado las cañas en el sitio de siempre.
El sitio de siempre es una cueva tras el río, el lugar donde suelen esconder sus botines. Por lo general se trata de comida que han afanado en los campos o en las despensas de sus casas, y también objetos extraños que se han encontrado, incluida una larga espada oxidada, tal vez un recuerdo de la Gran Guerra.
—Bien, ¿a qué esperamos?
* * *
Se dividen en dos equipos para competir por cuál pescará más peces. Pat y Dubhe van juntas, el tercero es Mathon. Dubhe no se lo cree. Es un sueño hecho realidad.
Durante toda la tarde no paran de trajinar con sedales, anzuelos y lombrices. Mathon por poco no se clava el anzuelo en un dedo, Dubhe finge que las lombrices le dan un asco infinito sólo para que Mathon la ayude…
—No dan tanto asco —dice el chico, cogiendo una entre los dedos y mostrándosela. El animal se contorsiona buscando la salvación, pero Dubhe no le hace caso. Mira los ojos verdes del chico, que de pronto le parecen la cosa más bonita que jamás ha contemplado.
Dubhe es una pescadora experta, ha ido de pesca a menudo con su padre, pero juega a hacerse la novata.
—Este pez tira demasiado… —se lamenta.
Mathon acude en su ayuda, estrechando la caña entre sus manos, junto a las manos de ella. A la jovencita le parece estar soñando: si las cosas ya van así el primer día de juegos, tal vez al final del verano ya haya logrado abrazar a su amado y, quién sabe, convertirse en su novia.
Poco antes del crepúsculo, los tres cuentan sus trofeos. Pat, dos míseros alburnos, Dubhe, tres alburnos y una trucha, y Mathon, un pequeño pez gato.
No hay color en comparación con el otro grupo. Gornar lleva entre las manos dos hermosas truchas, Renni y Sams tienen un pez gato cada uno, más unos diez alburnos esparcidos por el suelo.
—Cuando el jefe está en tu equipo, ya se sabe… —dice Sams.
Gornar le dice a Dubhe que ahora le toca a ella dejar las cañas.
—Has perdido, y además, hoy has llegado tarde. Pagarás prenda.
Dubhe se dirige a la gruta, descontenta, cargada con todas las cañas y el tarro de las lombrices. Las deposita allí con desgana y cuando se dispone a salir, de repente, algo capta su atención. Un centelleo grisáceo sobre las rocas del pedregal.
Es una culebra. Una culebra que ella no tiene en su colección. Muerta, pero perfectamente conservada. Su cuerpo, de un hermoso gris metalizado, tiene unas estrías negruzcas, una de ellas alrededor del cuello. Dubhe tiende la mano y, sin ningún temor, la coge delicadamente. Es pequeña, sabe que esas serpientes pueden llegar a medir un brazo y medio; ésa mide a lo sumo tres palmos, pero en cualquier caso es una espléndida pieza.
—¡Mirad qué he encontrado, mirad! —grita mientras vuelve con los demás.
Los amigos se apiñan a su alrededor y observan la serpiente con curiosidad.
Pat está incómoda, esos animalejos no le gustan, pero a los chicos les brillan los ojos.
—Es una culebra de collar, mi padre me ha hablado de ellas. Cuando la he encontrado…
—Dámela.
Las palabras de Gornar tienen el mismo efecto que si alguien le hubiera echado un jarro de agua fría. Dubhe lo mira interrogativa, sin comprender.
—Dámela, te he dicho.
—¿Y por qué tendría que hacerlo?
—Porque he ganado la competición de pesca y me corresponde un premio.
—Me parece que aquí no se ha hablado de ningún premio. Hemos competido, así, por hacer algo.
—Eso lo dirás tú —gruñe el chico—. Dámela.
—¡Ni lo sueñes, la he encontrado yo y yo me la quedo!
Dubhe aleja de Gornar la mano que sostiene la serpiente, pero él se cierne sobre ella. La coge del brazo, le aprieta la muñeca.
—¡Me haces daño! —grita Dubhe, liberándose—. ¡Es mía! ¡A ti ni siquiera te gustan estas cosas y yo, en cambio, las colecciono!
—No me importa. Yo soy el jefe.
—¡No!
—¡Si no me das la culebra, te daré tantos golpes que tendrás que quedarte en casa de la cara que te voy a poner!
—¡Inténtalo! ¡Sabes muy bien que conmigo no puedes!
Ésa es la gota que colma el vaso. Gornar se abalanza sobre Dubhe y empieza la lucha. El chico intenta darle puñetazos, pero Dubhe se abraza a sus piernas, lo muerde con violencia, lo araña. La culebra se resbala de entre sus manos. Dubhe y Gornar ruedan por el suelo y él le da un fuerte tirón de pelo, que la hacer llorar, pero aun así no cede. Sigue mordiendo, y ahora ambos lloran, de rabia y de dolor. Los otros chicos gritan a su alrededor.
Caen a la orilla del torrente, se debaten sobre el pedregal, entre los cantos rodados, que los lastiman. Gornar mete la cabeza de Dubhe en el agua y, cuando están a punto de estallarle los pulmones, la saca. Repite la operación unas cuantas veces más… De pronto, ella tiene miedo: le falta el aire, la mano de Gornar la sujeta con fuerza del cabello, su hermoso cabello, su orgullo.
En un último intento desesperado, logra volverse, y ahora es Gornar quien está debajo de ella. Dubhe actúa por instinto. Levanta la cabeza del chico, la golpea contra el suelo. Un solo golpe basta. Al momento, los dedos de él se aflojan soltándole el cabello. El cuerpo del chico se tensa por un instante, e inmediatamente se vuelve flácido.
Dubhe se siente libre de repente, y no comprende. Se queda quieta, sentada a horcajadas sobre el muchacho.
—Oh, dioses… —murmura Pat.
Sangre. Un reguero de sangre tiñe el agua del torrente. Dubhe está paralizada.
—Gornar… —prueba a llamarlo—. Gornar… —más fuerte, pero no recibe ninguna respuesta.
Renni la arranca de donde se encuentra y la arroja a la hierba. Sams coge a Gornar y lo saca del agua, y lo deja en la orilla. Lo sacude, lo llama cada vez con más insistencia. No hay respuesta. Sólo un llanto, el de Pat.
Dubhe mira a Gornar, y lo que ve se queda grabado para siempre en su mente. Los ojos exageradamente abiertos. Las pupilas fijas y pequeñas. Ojos sin mirada que, sin embargo, la siguen observando. Y la acusan.
—¡Lo has matado! —grita Renni—. ¡Lo has matado!