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Vida cotidiana
AL día siguiente, Dubhe abandonó la hostería temprano. Pagó con las monedas que le quedaban del último trabajo. Estaba sin blanca, aquella incursión en casa de Amaranta había resultado providencial. Por lo general no se dedicaba a los peces gordos, se contentaba con trabajos menos ambiciosos, que le aseguraban mantener alejadas todas las miradas. Pero ahora, realmente, se había visto en la necesidad.
Se perdió entre los callejones de Makrat. La ciudad siempre estaba en movimiento, siempre despierta. Por lo demás, era el lugar más caótico de todo el Mundo Emergido, lleno de gente y atestado de edificios nobiliarios que se disputaban las plazas y las calles con las casuchas de los pobres. En los suburbios se alzaban las barracas de los derrotados en la guerra, prófugos de las Ocho Tierras del Mundo Emergido que lo habían perdido todo durante los años en que Dohor se hizo con el poder. Había seres de todas las razas, y muchos fammin. Ellos eran las verdaderas víctimas: ahora ya sin una tierra a la que pertenecer, perseguidos allí adonde iban, aislados de sus propios semejantes, inocentes e inconscientes como niños. Hubo un tiempo en que no fue así: durante el reino de terror del Tirano ellos fueron los protagonistas. Sólo existían para convertirse en máquinas de guerra. El Tirano los había creado con su magia, y su origen también se hacía evidente en su aspecto: eran desgarbados, estaban cubiertos de una pelusa rojiza, con los brazos desproporcionadamente largos y afilados colmillos que asomaban por sus bocas.
En aquellos tiempos infundían un miedo cerval, y Nihal, la heroína de aquella era oscura, había entablado batallas campales contra ellos, si las gestas que cantaban los juglares en las esquinas eran ciertas. Pero en esos momentos sólo inspiraban lástima.
Cuando Dubhe aún era una alumna, solía ir a los suburbios con el Maestro. A él le encantaban.
—Es el único lugar realmente lleno de vida que ha pervivido en esta tierra de podredumbre —decía. Y daba largos paseos por la zona con su pupila.
Dubhe había seguido frecuentándolos después de que el Maestro muriese. Cuando lo echaba de menos y sentía que no iba a salir adelante, se perdía en los bajos fondos, buscando aún su voz entre los callejones. Y se serenaba.
* * *
Con las primeras horas de la mañana, la ciudad empezaba a reanimarse. Un quiosco que se abría, la cola de mujeres que sacaban agua de la fuente, los niños jugando en la calle, la gran estatua de Nihal que se erguía en medio de la plaza…
Dubhe halló el lugar que buscaba. Era una tienda semioculta en el límite de la zona de las barracas. Vendía hierbas, o al menos eso decía el cartel, pero ella había acudido allí por otros motivos.
Tori, el tendero, era un gnomo. Provenía de la Tierra del Fuego, como gran parte de sus semejantes, que poblaban principalmente ese territorio y el de las Rocas.
Era moreno de piel, y tenía el pelo negro como la noche, largo y lleno de trencitas. Se movía de un lado a otro de su establecimiento caracoleando sobre sus piernecillas, con una sonrisa estampada permanentemente en la boca.
Sin embargo, bastaba sólo una palabra, una palabra que muchos, en los ambientes adecuados, conocían, para que Tori cambiase de expresión. Entonces llevaba a los clientes a la trastienda. Aquel espacio era su templo.
Se preciaba de poseer una de las más ricas colecciones de venenos que pudiera imaginarse. Era un gran experto en el tema, y sabía proporcionar a cada cual la solución idónea. Tanto si se trataba de muertes lentas y dolorosas, como de decesos rápidos, Tori siempre disponía de la ampolla adecuada. Pero la cosa no acababa aquí: no había un botín obtenido en Makrat que no pasara por sus manos.
—¡Salud! ¿Necesitas mi ayuda de nuevo? —le dijo el gnomo a modo de saludo cuando entró.
—Como siempre… —le respondió ella, sonriente bajo la capucha.
—Te felicito por tu último trabajo… porque has sido tú, ¿no es así?
Tori era el único que sabía algo de ella y de su pasado.
—Ya, he sido yo —zanjó Dubhe. Su lema era «Publicidad, la mínima».
El gnomo la acompañó a la trastienda, y ella se sintió como en casa.
El Maestro la había iniciado en los secretos de las hierbas cuando su puntería con el arco aún dejaba que desear. Por entonces todavía se adiestraba para ser una asesina, y aquélla era una práctica bastante conocida entre los asesinos de nivel bajo: si no se sabía acertar con precisión en puntos vitales, se compensaba mojando las flechas o los puñales en veneno, de modo que incluso una herida leve resultaba mortal.
—El veneno es para los principiantes —le recordaba siempre el Maestro, pero para la joven aquellas sustancias se convirtieron en una pasión.
Pasaba horas inclinada sobre los libros, iba a los bosques, a los prados, buscaba hierbas, y pronto empezó a inventar mezclas originales con distintos grados de peligrosidad, desde suaves somníferos hasta venenos más letales. Lo que la atraía era eso, sobre todo. Estudiar, investigar, comprender. Y, finalmente, Dubhe aprendió.
Después las cosas cambiaron: el homicidio se convirtió en el lacerante recuerdo de una época acabada, y Dubhe se dedicó especialmente a los somníferos, que podían resultar mucho más útiles en la actividad que se había inventado para sobrevivir.
No perdió el tiempo. Esparció sobre la mesa el fruto de su trabajo y esperó a que Tori emitiese su juicio, inclinado sobre las perlas y los zafiros que analizaba con ojo experto.
—Óptima factura, hermosa talla… pero resultan un poco reconocibles… habrá que trabajarlos.
Dubhe calló. Eran cosas que ya sabía. El arte del homicidio había calado hondo en su interior, y llevaba a cabo su trabajo de ladrona como el mejor de los asesinos: siempre indagaba con sumo cuidado antes de dar un golpe.
—Vale trescientas carolas.
La chica arrugó la frente bajo la capucha.
—Me parece poco…
Tori sonrió con aire bondadoso.
—Sé el esfuerzo que te ha costado, pero trata de entenderme también a mí… hay que desmontar, fundir… trescientas cincuenta.
Servirían para otros tres, cuatro meses de peregrinaciones.
Dubhe suspiró débilmente.
—De acuerdo.
El gnomo le sonrió.
—A alguien como tú nunca le falta trabajo.
Ella cogió lo que le ofrecía y se marchó sin despedirse. Volvió a sumergirse en los callejones de Makrat.
Hacia mediodía dejó la ciudad. Se fue directamente a su casa. Era una simple gruta. Había abandonado su verdadero hogar, el que había compartido con el Maestro, a orillas del océano, en la Tierra del Mar, cuando él murió, en los días del dolor, y ya no había regresado jamás. Todo cuanto había encontrado para reemplazarlo era aquel agujero. Estaba en el Bosque del Norte, no muy distante de la civilización. Sólo se tardaba en llegar allí una media jornada a pie.
Cuando entró el sol ya se estaba poniendo. El olor a moho se aferró a su garganta. Hacía mucho que no iba, y el espacio no estaba muy aireado.
La cama era un improvisado jergón de paja; el hogar, un simple entrante en la pared rocosa de la gruta. En el centro de aquel único espacio había una mesa tosca, y en una de las paredes un aparador casi abarrotado de libros y de ampollas de veneno.
Dubhe se preparó una frugal cena con lo poco que había encontrado en la ciudad. Fuera había caído la noche y las estrellas titilaban con nitidez.
En cuanto hubo terminado de comer, salió. El cielo siempre le había gustado, su inmensidad la tranquilizaba. No había ruido, no había viento, y Dubhe oyó el murmullo del arroyo. Caminó hasta la fuente y se desnudó sin prisa.
Un helor absoluto la recorrió en cuanto puso el pie en el agua, pero se adentró, y se sumergió hasta el cuello. El frío intenso y penetrante duró poco. De pronto, la gélida sensación se transformó en una absurda tibieza. Metió la cabeza bajo el agua, y su largo pelo castaño danzó alrededor de su cabeza y frente a su rostro.
Sólo entonces, sumergida por completo en el agua, logró sentirse en paz por un instante.