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La ladrona

MEL bostezó, mientras miraba el cielo estrellado. Una nubecilla de aliento compacta y densa se cuajó en el aire. Hacía realmente mucho frío para estar a principios de octubre. El hombre se arrebujó en la capa. Se lamentó en silencio de que el maldito turno de noche tuviera que tocarle precisamente a él. Y además, en una época en que al jefe no le iban bien las cosas. Un auténtico fastidio. Antes, allí en el jardín, montaban guardia un montón de hombres. Y lo mismo dentro, al menos diez guardias, en total. En esos momentos, en cambio, sólo eran tres. Él en el jardín, y Dan y Sarissa frente a la alcoba. El segundo paso había consistido en ir suprimiéndoles cada mes alguna pieza del armamento.

—Para no verme obligado a mermaros la paga —decía el Consejero Amaranta.

En poco tiempo, los pertrechos de Mel se vieron reducidos a una espada corta y una armadura de cuero más gastada que la capa que llevaba encima, que ya no calentaba nada.

Resopló. Tiempo atrás, cuando era mercenario, todo era mejor. La guerra iba viento en popa, Dohor, el rey de la Tierra del Sol, ya había extendido sus ávidas manos sobre la Tierra de los Días y de la Noche, y la guerra en la Tierra del Fuego contra el gnomo Ido parecía una mera escaramuza: cuatro pordioseros contra el ejército más poderoso del Mundo Emergido, ¿qué esperanzas podían albergar?

En efecto, Ido había sido Supremo General, antes de convertirse en traidor, y, antes incluso, fue un héroe en la Gran Guerra del Tirano, pero aquellos tiempos habían pasado. Ahora era un viejo, sólo eso: Dohor era el general, además de ser rey.

Sin embargo resultó dura, durísima. Y larga. Aquellos malditos gnomos surgían de todas partes, iban siempre por delante tendiendo emboscadas y trampas, y hacer la guerra se convirtió sólo en arrastrarse, esconderse, mirar atrás a cada paso. Una pesadilla que se prolongó durante doce años. Y que en el caso de Mel acabó mal. Una emboscada, como siempre, y un dolor punzante en una pierna.

Ya nunca fue el mismo, y tuvo que abandonar. Fue una época muy mala. A fin de cuentas, él sólo sabía combatir; ¿a qué otra cosa podía dedicarse?

Encontró trabajo al servicio de Amaranta como centinela. Al principio le pareció una solución honorable.

No había comprendido que todos los días iban a ser idénticos a sí mismos, regidos por el hastío de una actividad que se repetía noche tras noche. Durante los ocho años que llevaba de servicio con él no había sucedido nada. No obstante, Amaranta desprendía la fascinación de la seguridad. Su casa, repleta de objetos de valor totalmente inútiles, estaba tan vigilada, o más, que un museo.

Mel pasó a la parte trasera de la casa. Se tardaba una eternidad en recorrer por completo aquella inútil casona que Amaranta se había hecho construir. Ahora estaba cargado de deudas a causa de aquella ruina que sólo servía para recordarle los buenos tiempos en que aún era un noble acomodado. Después, lentamente, fue cayendo en la miseria.

El hombre se detuvo para liberar otro sonoro bostezo. Fue entonces. Rápido y silencioso. Un golpe en la cabeza, preciso. Y después, la oscuridad.

La sombra siguió dominando el jardín. Miró a su alrededor y se deslizó hasta una ventana baja. Sus suaves pasos ni siquiera movieron la hierba.

Abrió la ventana y se coló rápidamente en el interior.

* * *

Aquella noche, Lu estaba cansada. El ama había estado quejándose todo el día, y ahora también le había asignado aquella tarea absurda que la tenía despierta a aquellas horas. Sacar brillo a una vieja vajilla de plata… Y además, ¿a santo de qué?

«¡Es por si alguien viene a visitarnos, maldita estúpida!». Pero ¿quién? El amo ya había caído en desgracia, y las damas no habían tardado en desertar de la casa. Todos se acordaban demasiado bien de lo que les había sucedido a los nobles de la Tierra del Sol que trataron de rebelarse contra Dohor y urdieron un complot para derrocarlo, hacía ya casi veinte años. Pese a ser un rey legítimo, pues se había desposado con la reina Sulana, no era muy amado. Acaparaba demasiado poder en sus manos, y su ambición parecía no tener límite. Por eso trataron de deponerlo, aunque fracasaron. Amaranta había logrado salir a bien, pero por los pelos. Se plegó a la voluntad de su rey y acabó lamiéndole los pies.

Lu sacudió la cabeza. Aquéllos no eran más que pensamientos inútiles y ociosos. Mejor dejarlo correr.

Oyó un crujido.

Leve.

Apenas perceptible.

La chica se volvió. La casa era grande, desproporcionadamente grande, y repleta de ruidos siniestros.

—¿Quién anda ahí? —preguntó, atemorizada.

La sombra se confundió con la oscuridad.

—¡Marchaos! —exigió Lu.

No obtuvo respuesta. La sombra respiraba despacio, tranquila.

Lu corrió al piso superior, donde se encontraba Sarissa. Lo hacía a menudo, cuando se veía obligada a pasar la noche sola y en pie, porque le daba miedo la oscuridad y porque él le gustaba. Era un poco mayor que ella, y tenía una hermosa y tranquilizadora sonrisa.

La sombra la seguía silenciosa.

Sarissa estaba allí, adormilado, apoyado indolentemente en la lanza. Montaba guardia frente a la habitación del amo.

—Sarissa…

El chico se despabiló.

—Lu…

Ella no respondió.

—¡Diantre, ¿ya estamos en las mismas?!

—Esta vez estoy segura —replicó ella—, había alguien.

Sarissa resopló, exasperado.

—Sólo un momento y me voy… —insistió Lu—: Por favor…

Él se puso en marcha a regañadientes.

—Pero no perdamos tiempo.

* * *

La sombra esperó a que la espalda del chico hubiera superado el recodo de la escalera, y entonces actuó. La habitación ni siquiera estaba cerrada con llave. Se escabulló hacia el interior. En el centro de la misma, apenas iluminada por la luna llena, había una cama de donde surgían unos contundentes ronquidos, interrumpidos de vez en cuando por una especie de estertores cavernosos y de lamentos. Tal vez Amaranta estaba soñando con sus acreedores, o quizá con una sombra, como él mismo, que acudía a arrebatarle la única cosa que le quedaba: sus valiosas reliquias. La sombra no se inmutó. Todo estaba saliendo según lo previsto. La señora dormía en una habitación separada de la de su marido. La puerta que le interesaba estaba enfrente.

Pasó a la otra alcoba. Idéntica a la anterior. Pero esta vez, de la cama no llegaba ni un suspiro. Toda una señora, la esposa de Amaranta.

Se dirigió silenciosa a su objetivo. Abrió el cajón con gesto seguro. Pequeños envoltorios de brocado y terciopelo. Ni siquiera tuvo que abrirlos, sabía perfectamente qué contenían. Los cogió y los guardó en el zurrón que llevaba en bandolera. Dirigió una última mirada a la mujer del lecho. Se envolvió en la capa, abrió la ventana y desapareció.

* * *

Makrat, la capital de la Tierra del Sol, era una ciudad tentacular, pero aún lo parecía más por las noches, cuando su perfil sólo lo dibujaban las luces de las posadas y los edificios. En el centro había grandes inmuebles señoriales, cuadrados e imponentes. En la periferia, por el contrario, pequeños figones, viviendas humildes y barracas.

La figura se movía confundiéndose con los muros de las casas. Con la capucha calada sobre el rostro, recorrió silenciosa y anónima las calles desiertas de la ciudad. Ni siquiera en ese momento, cuando el trabajo ya estaba hecho, se oía el resonar de sus pasos sobre el empedrado.

Caminó hasta los límites de la ciudad, hasta una hostería apartada. Su casa durante aquellos días. Aún dormiría allí esa noche, y ninguna más. Debía trasladarse, moverse, confundir su rastro. Siempre lo mismo, acechado.

Subió despacio a su habitación, donde sólo le esperaba una cama espartana y un arcón de madera oscura. En la ventana, la luna resplandecía metálica.

Arrojó el zurrón sobre el lecho, y a continuación se quitó la capa. Una cascada de cabello castaño extremadamente lustroso y recogido en una cola se desplomó hasta la mitad de su espalda. La débil luz de una candela apoyada en el arcón iluminó un rostro tenso y cansado, un rostro infantil.

Era una chica.

No tendría más de diecisiete años, una expresión seria, ojos oscuros, tez pálida y cetrina.

Su nombre era Dubhe.

Empezó a despojarse de sus armas. Puñales, cuchillos de lanzar, cerbatana, carcaj y flechas… Teóricamente, a un ladrón no le resultaban de utilidad, pero nunca se separaba de ellas.

Se desprendió del chaleco y sólo se dejó puesta la casaca y los pantalones de siempre. Se tendió en la cama y observó las manchas de humedad del techo, especialmente lúgubres a la luz de la luna.

Estaba cansada. Ni siquiera ella habría sido capaz de decir de qué. Si del trabajo de aquella noche, de aquel eterno peregrinaje, de la soledad. El sueño se llevó consigo sus pensamientos.

* * *

La noticia no tardó en difundirse, y al día siguiente toda Makrat lo sabía. Amaranta, el viejo Primer Cortesano, antiguo consejero de Sulana, había sido víctima de un robo en su propia casa.

Nada nuevo bajo el sol: desde hacía poco, a los ricos les sucedía a menudo, sobre todo en los alrededores de la ciudad.

Las indagaciones no condujeron a ninguna parte, como siempre, y la sombra acabó siendo sólo una sombra, como tantas otras veces.