Epílogo

Nicole colgó enfurecida el teléfono.

—¡Estoy harta de oír hablar de la debilidad del maldito euro! —le gritó a su secretaria—. A ver si puedes localizar al señor Pryor. Seguramente está en el noveno hoyo de algún campo de golf.

Habían transcurrido dos años desde que Nicole asumiera la dirección de los bancos Aprile. Antes de retirarse, el señor Pryor había insistido en que ella era la persona más indicada para aquel puesto por ser una hábil negociadora mercantil que no se doblegaría ante las presiones de las normativas bancarias y las exigencias de los clientes.

Aquel día Nicole estaba intentando resolver todos los asuntos que tenía pendientes en su escritorio, pues por la noche ella y sus hermanos tomarían un vuelo con destino a Sicilia para un festejo familiar con Astorre. Pero antes de irse tenía que hablar con Aspinella Washington, que estaba impaciente por saber si ella accedería a representarla en el recurso que había presentado para evitar la pena de muerte. La idea la llenaba de temor, y no sólo porque ahora su trabajo le exigía una plena dedicación.

Al principio, cuando ella se había ofrecido para dirigir los bancos, Astorre había dudado un poco, recordando los deseos del Don. Pero el señor Pryor lo había convencido de que Nicole era digna hija de su padre. Siempre que se tenía que cobrar algún préstamo elevado, el banco sabía que ella echaría mano de una potente combinación de dulces palabras y veladas amenazas. Nicole sabía obtener resultados.

Sonó el interfono, y el señor Pryor la saludó con sus corteses modales de siempre.

—¿En qué puedo ayudarte, querida?

—Estos tipos de cambio nos están matando —le dijo ella—. ¿Qué le parece si nos inclinamos un poco más por los marcos alemanes?

—Me parece una idea excelente —contestó el señor Pryor.

—Es que todos estos cambios de divisas son casi tan absurdos como ir a Las Vegas y pasarse todo el día jugando al bacará.

El señor Pryor soltó una carcajada.

—Puede ser, pero las pérdidas en el bacará no están garantizadas por la Reserva Federal.

Tras colgar el aparato, Nicole permaneció un rato sentada, reflexionando sobre la marcha del banco. Desde que ella asumiera la dirección, se habían adquirido otros seis bancos en florecientes países y se habían duplicado los beneficios. Pero lo que más le gustaba era que el banco pudiera conceder préstamos de mayor cuantía para nuevos negocios en países en vías de desarrollo.

Sonrió para sus adentros al recordar su primer día…

En cuanto recibió el nuevo papel de cartas, redactó una misiva dirigida al ministro de Economía del Perú, exigiendo el pago de todas las deudas atrasadas contraídas por el Gobierno de aquel país. Tal como esperaba, su exigencia provocó una crisis que dio lugar a graves trastornos políticos y a un cambio de Gobierno. El nuevo partido en el poder exigió la dimisión del representante del Perú en las Naciones Unidas, Marriano Rubio.

En los meses sucesivos, Nicole se alegró al leer que Rubio se había declarado en quiebra. Por si fuera poco, Rubio estaba luchando contra toda una serie de complicados juicios con inversores peruanos que habían financiado uno de sus muchos negocios arriesgados… un parque temático fallido. Rubio había jurado que éste se convertiría en la Disneylandia de Sudamérica; pero sólo había conseguido atraer una noria Ferris y una Taco Bell.

El caso, calificado por la prensa sensacionalista como LA MATANZA DE LOS MACARRONES, había alcanzado notoriedad mundial. En cuanto Aspinella se recuperó de la herida causada por la bala de Cilke —un pulmón perforado—, hizo toda una serie de declaraciones a los medios de difusión, y mientras aguardaba el comienzo del juicio procuró presentarse como una martir al estilo de Juana de Arco. Presentó una denuncia contra el FBI por intento de asesinato, difamación y vulneración de sus derechos civiles. Demandó también al Departamento de Policía de Nueva York, exigiendo el pago de los sueldos que se le habían retenido durante su período de suspensión.

A pesar de sus protestas, al jurado le bastaron tres horas de deliberaciones para declararla culpable. Cuando se anunció el veredicto de culpabilidad, Aspinella despidió a sus abogados y solicitó ser representada por la Campaña contra la Pena de Muerte. Y, con su ínfalible olfato para la publicidad, pidió que Nicole Aprile asumiera su defensa. Desde su celda del Corredor de la Muerte, Aspinella declaró a la prensa:

—Su primo me metió en todo eso, y ahora ella me puede sacar.

Al principio, Nicole se negó a reunirse con Aspinella señalando que, en su caso, cualquier buen abogado hubiera rechazado encargarse de su defensa dado el evidente conflicto de intereses que entrañaba la situación. Entonces Aspinella la acusó de racismo, y Nicole —que no quería enemistarse con los representantes de las minorías— accedió a entrevistarse con ella.

El día en que tenía que celebrarse la entrevista, Nicole tuvo que esperar veinte minutos mientras Aspinella recibía a un pequeño grupo de personalidades extranjeras deseosas de saludar a aquella valiente luchadora contra el bárbaro código penal de Estados Unidos. Finalmente, Aspinella le hizo señas a Nicole de que se acercara a la ventana de cristal. Ahora lucía un parche amarillo con la palabra «Libertad».

Nicole te explicó todos los motivos por los que deseaba rechazar aquel caso, y al final le dijo que había representado a Astorre en su declaración contra ella.

Aspinella la escuchó atentamente, enrollándose alrededor del dedo sus nuevos rizos rastafari.

—La comprendo —le dijo—, pero hay muchas cosas que usted no sabe. Astorre tenía razón: soy culpable de los delitos por los que he sido condenada y me pasaré el resto de mi vida expiándolos. Pero, por favor, ayúdeme a vivir lo suficiente como para que pueda enmendar mis faltas.

Al principio Nicole pensó que se trataba de otra estratagema de Aspinella para ganarse su simpatía pero algo en su voz la conmovió. Seguía creyendo que ningún ser humano tenía derecho a condenar a muerte a otro ser humano. Seguía creyendo en la rehabilitación de los delincuentes. Creía que Aspinella tenía tanto derecho a ser defendida como los demás reclusos del Corredor de la Muerte. Pero hubiera preferido no tener que encargarse de aquel caso.

Antes de poder adoptar una decisión, Nicole sabía que tenía que enfrentarse con una persona.

Después del funeral y del entierro de héroe que Cilke recibió, Georgette solicitó entrevistarse con el director del FBI. Un escolta del FBI la recogió en el aeropuerto y la acompañó a la central del FBI.

En cuanto entró en el despacho, el director la abrazó y le prometió que el Bureau haría todo lo necesario para ayudarlas a ella y a su hija a enfrentarse con la pérdida sufrida.

—Gracias —dijo Georgette—, pero no es ésa la razón por la que he venido. Necesito saber por qué mataron a mi marido.

El director hizo una prolongada pausa antes de responder. Sabía que ella había oído rumores. Y aquellos rumores podían suponer una amenaza para la imagen del Bureau. Tenía que tranquilizarla.

—Me avergüenza tener que reconocer que hasta tuvimos que ordenar una investigación. Su esposo era un modelo de lo que debe ser un hombre del FBI. Estaba enteramente entregado a su trabajo y siguió todas las normas al pie de la letra. Sé que él jamás hubiera Hecho nada capaz de poner en un aprieto al Bureau o a su familia.

—Pues entonces, ¿por qué se dirigió solo a aquel almacén? —preguntó Georgette—. ¿Y cuáles eran sus relaciones con Portella?

El director siguió el guión de la conversación que había ensayado con sus colaboradores antes de reunirse con ella.

—Su esposo era un gran investigador. Se había ganado la libertad y el respeto suficientes como para seguir sus propias pistas. No creemos que jamás hubiera cobrado un soborno ni hubiera transgredido la ley con Portella o con cualquier otra persona. Los resultados conseguidos hablan por sí solos. Es el hombre que desmanteló la Mafia.

Mientras abandonaba el despacho, Georgette se dio cuenta de que no se creía ni una sola palabra de lo que le había dicho el director. Sabía que, para poder recuperar un poco de paz, tendría que creer la verdad que sentía dentro de su corazón: que su marido, a pesar del celo y el tesón con el que se entregaba a su trabajo, había sido un hombre tan bueno como el que ella siempre había creído que era.

Tras el asesinato de su marido, Georgette Cilke siguió colaborando como voluntaria en la sede de Nueva York de la Campaña contra la Pena de Muerte, pero Nicole no la había vuelto a ver desde aquella fatídica conversación. Debido a sus responsabilidades en el banco, Nicole había comunicado que estaba tan ocupada que no podía dedicar tiempo a la campaña.

Pero la verdad era que no soportaba la idea de tener que enfrentarse con Georgette. Aun así, cuando cruzó la puerta, Georgette la recibió con un afectuoso abrazo.

—Te he echado de menos —le dijo.

—Siento no haber estado en contacto —dijo Nicole—. Quise escribirte una carta de pésame, pero no conseguí encontrar las palabras.

—Lo comprendo —dijo Georgette, asintiendo con la cabeza.

—No —dijo Nicole con un nudo en la garganta—, no lo comprendes. En parte me siento culpable de lo que le ocurrió a tu marido. Si yo no te hubiera dicho nada aquella tarde…

—Habría ocurrido lo mismo —la interrumpió Georgette—. Si no hubiera sido tu primo habría sido otro. Más tarde o más temprano tenía que ocurrir. Kurt lo sabía y yo también. —Georgette vaciló sólo un instante antes de añadir—: Ahora lo importante es recordar su bondad. Así que no hablemos más del pasado. Estoy segura de que todos nos arrepentimos de algo.

Nicole pensó que ojalá fuera tan fácil. Respiró hondo.

—Hay algo más. Aspinella Washington quiere que la represente.

Aunque Georgette trató de disimularlo, Nicole vio que su rostro se contraía levemente al oír aquel nombre. Aunque Georgette no era muy religiosa, en aquel momento estuvo segura de que Dios ponía a prueba todas sus convicciones.

—Me parece bien —dijo, mordiéndose el labio.

—¿Te parece bien? —preguntó Nicole llena de asombro.

Pensaba que Georgette se opondría, se lo prohibiría, y que ella podría rechazar la petición de Aspinella por lealtad a su amiga. Le pareció oír la voz de su padre diciéndole: «Semejante lealtad sería un honor…»

—Sí —dijo Georgette, cerrando los ojos—. Tienes que defenderla.

—No tengo por qué hacerlo. Todo el mundo lo comprenderá.

—Sería una hipocresía —dijo Georgette—. La vida es sagrada o no lo es. No podemos modificar aquello en lo que creemos por el simple hecho de que nos cause dolor.

Georgette guardó silencio y le tendió la mano a Nicole para despedirse. Esta vez no hubo ningún abrazo.

Tras haberse pasado todo el día repasando mentalmente aquella conversación, Nicole llamó finalmente a Aspínella y aceptó a regañadientes su defensa. Faltaba menos de una hora para tomar el vuelo con destino a Sicilia.

A la semana siguiente, Georgette Cilke envió una nota al coordinador de la Campaña contra la Pena de Muerte en la que explicaba que ella y su hija se iban a trasladar a otra ciudad para iniciar una nueva vida, y enviaba sus mejores saludos a todos. No dejo ninguna dirección donde se pudiera establecer contacto con ella.

Astorre había cumplido la promesa que le hiciera a Don Aprile de salvar los bancos y asegurar el bienestar de su familia. Había vengado la muerte de su tío y devuelto el honor al nombre de Don Zeno. En su opinión, ahora ya estaba libre de cualquier compromiso.

Una semana después de haber sido declarado inocente de cualquier participación en los asesinatos del almacén, se reunió con Don Craxxí y Ottavio Bianco en el despacho de su almacén y les manifestó su deseo de regresar a Sicilia. Les explicó que echaba de menos la isla y que se había pasado muchos años evocándola en sus sueños. Conservaba muy gratos recuerdos de su infancia en Villa Grazia, el refugio campestre de Don Aprile, y siempre había abrigado la esperanza de regresar, Era una vida sencilla, pero más satisfactoria en muchos sentidos.

Fue entonces cuando Bianco le dijo:

—No tienes que regresar a Villa Grazia. En Sicilia hay una inmensa propiedad que te pertenece. Todo el pueblo de Castellamare del Golfo.

Astorre lo miró, perplejo.

—¿Cómo es eso posible?

Entonces Benito Craxxi le habló del día en que el gran jefe de la Mafia Don Zeno había mandado llamar a sus tres mejores amigos junto a su lecho de muerte.

—Tú eres el hijo de su corazón y de su alma —dijo—. Y ahora eres el único heredero que le sobrevive. Tu padre natural te legó el pueblo. Es tuyo por derecho de nacimiento.

—Cuando Don Aprile te llevó consigo a Estados Unidos —añadió Bianco—. Don Zeno se encargó de asegurar el porvenir de los habitantes del pueblo hasta el día en que tú te presentaras para tomar posesión de él. Nosotros protegimos el pueblo a la muerte de tu padre, cumpliendo su voluntad. Cuando los campesinos tenían malas cosechas, les ofrecíamos los medios para que pudieran comprar fruta y semillas para sembrar. Siempre les echábamos una mano.

—¿Por qué no me lo dijeron antes? —preguntó Astorre.

—Don Aprile nos hizo jurar que guardaríamos el secreto —contestó Bianco—. Tu padre quería tu seguridad, y Don Aprile quería que formaras parte de su familia. En realidad tuviste dos padres. Eres muy afortunado.

Astorre aterrizó en Sicilia en un hermoso día soleado. Dos guardaespaldas de Michael Grazziella acudieron a recibirlo al aeropuerto y lo acompañaron a un Mercedes azul oscuro.

Astorre quedó asombrado de la belleza de Palermo, mientras atravesaban la ciudad. Algunos edificios parecían templos griegos por las columnas de mármol y las figuras labradas de personajes mitológicos. Otros en cambio semejaban catedrales españolas con ángeles y santos labrados en piedra gris. El trayecto desde Palermo hasta Castellamare del Golfo duró más de dos horas a través de una pedregosa carrerera de un solo carril. El rasgo más destacado de Sicilia para Astorre, como siempre, fue la belleza de la campiña, con sus impresionantes vistas del mar Mediterráneo.

El pueblo, situado en un profundo valle rodeado de montañas, era un laberinto de adoquines flanqueados por casitas de estuco de planta baja y un piso. Astorre vio que algunas personas atisbaban por los resquicios de las persianas pintadas de blanco que protegían las viviendas contra el ardiente sol del mediodía.

Lo recibió el alcalde del pueblo, un hombre bajito, vestido con unos anchos pantalones grises sujetos mediante unos tirantes negros, que dijo llamarse Leo Di Marco, y que se inclinó ante él en señal de respeto.

Il padrone —dijo—. Bienvenido.

Astorre, un tamo incómodo, esbozo una sonrisa y le preguntó en dialecto siciliano:

—¿Tendría usted la bondad de acompañarme en un recorrido por el pueblo?

Pasaron por delante de unos viejos que estaban jugando a las cartas sobre unos bancos de madera. Al fondo de la plaza se levantaba una impresionante iglesia. Y aquella iglesia, la de San Sebastián, fue el primer lugar adonde el alcalde acompañó a Astorre, que llevaba sin rezar una oración convencional desde el asesinato de Don Aprile. Los bancos de caoba tenían ornamentadas tallas, y había candelas azul oscuro en las que ardían velas votivas. Astorre se arrodilló e inclinó la cabeza para recibir la bendición del padre Del Vecchio, el cura del pueblo.

Después, el alcalde Di Marco lo acompañó a la casita donde se alojaría. Por el camino, Astorre observó a varios carabinieri apoyados contra los muros de las casas con los rifles a punto.

—Cuando cae la noche es más seguro permanecer en el pueblo —explicó el alcalde—. Pero de día es un placer estar en el campo.

Astorre se pasó varios días dando largos paseos por la campiña y aspirando el perfume de los naranjales y limonares. Su principal propósito era conocer a la gente del pueblo y explorar las antiguas casas labradas en piedra al estilo de las villas romanas. Estaba buscando una que pudiera convenir en su hogar.

Al tercer día comprendió que sería muy feliz en aquel lugar. Los aldeanos, habitualmente circunspectos y comedidos, lo saludaban por la calle. Y cuando se sentaba en la terraza del café de la piazza, los viejos y los niños bromeaban jovialmente con él.

Le quedaban sólo otras dos cosas por hacer.

A la mañana siguiente le pidió al alcalde que le indicara el camino del cementerio del pueblo.

—¿Por qué le interesa? —le preguntó Di Marco.

—Para rendir homenaje a mi padre y a mi madre —contestó Astorre.

Di Marco asintió con la cabeza y descolgó de un gancho de la pared de su despacho una enorme llave de hierro forjado.

—¿Conoció usted a mi padre? —le preguntó Astorre.

Di Marco se apresuró a santiguarse.

—¿Y quién no conocía a Don Zeno? A él le debemos la vida. Salvó a nuestros hijos con unas medicinas muy caras de Palermo. Y protegió a nuestro pueblo de los saqueadores y bandidos.

—Pero ¿qué clase de hombre era? —preguntó Astorre.

Di Marco se encogió de hombros.

—Quedan ya muy pocos de los que lo conocieron a fondo, y son menos aún los que accederán a hablarle de él. Se ha convertido en una leyenda. Así que ¿a quién le importa saber cómo era realmente?

A mí, pensó Astorre.

Cruzaron la campiña y subieron por la empinada cuesta de una loma que obligó a Di Marco a detenerse de vez en cuando para recuperar el resuello. Al final, Astorre vio el cementerio. En lugar de lápidas había varias hileras de pequeños panteones de piedra, todos ellos rodeados por altas vallas de hierro fundido con la verja cerrada. Por encima de la entrada se podía leer:

«Más allá de estas puertas, todos son inocentes.»

El alcalde abrió la verja y acompañó a Astorre al panteón de mármol gris de su padre. El epitafio decía: «Vincenzo Zeno: Un hombre bueno y generoso.» Astorre entró en el panteón y contempló la fotografía de su padre que había en el altar. Era la primera vez que veía su imagen y le sorprendió que su rostro le resultara tan familiar.

Di Marco lo acompañó después a otro pequeño panteón situado varias hileras más allá. Era de mármol blanco, y la única nota de color procedía de la túnica azul celeste de una imagen de la Virgen María labrada en el arco de la entrada. Astorre entró también y examinó la fotografía. La muchacha no tendría más de veintidós años, pero sus grandes ojos verdes y su radiante sonrisa lo llenaron de emoción.

—Cuando era pequeño —le dijo a Di Marco al salir—, a menudo soñaba con una mujer como ella, pero pensaba que era un ángel.

Di Marco asintió con la cabeza.

—Era una muchacha muy guapa. La recuerdo en la iglesia. Y tiene usted razón. Cantaba como un ángel.

Astorre cruzó a caballo la campiña montado a pelo y sólo se detuvo el tiempo justo para comerse el queso fresco de cabra con crujiente pan italiano que una de las mujeres del pueblo le había preparado.

Al final llegó a Corleone. Ya no podía aplazar por más tiempo su entrevista con Michael Grazziella. Le debía por lo menos aquella atención.

Estaba intensamente bronceado de tanto pasear por el campo cuando Grazziella lo recibió con los brazos abiertos y lo estrechó con fuerza contra su pecho.

—El sol siciliano te ha sentado muy bien —le dijo.

Astorre le expresó debidamente su gratitud.

—Gracias por todo. Y especialmente por su apoyo.

Graziella se encaminó con él hacia su villa.

—¿Qué te trae a Corleone?

—Creo que usted ya sabe por qué he venido —contestó Astorre.

Grazziella esbozó una sonrisa.

—¿Un mozo tan fuerte como tú? ¡Pues claro! Ahora mismo te llevo junto a ella. Da gusto ver a esta Rosie tuya. Ha sido un placer para todos los que la han conocido.

Sabedor del voraz apetito sexual de Rosie, Astorre se preguntó por un momento si Grazziella no estaría tratando de insinuarle algo. Pero al instante descartó aquella posibilidad. Grazziella era un hombre demasiado digno y demasiado siciliano como para permitir que semejante indecencia tuviera lugar bajo su vigilante mirada.

La villa de Rosie se encontraba a pocos minutos de allí. Cuando llegaron, Grazziella la llamó:

—Rosie, querida, tienes una visita.

Lucía un sencillo vestido playero de color azul y llevaba el cabello rubio recogido en la nuca. Sin maquillaje parecía más joven e ingenua que la muchacha que él recordaba.

Al verlo, se detuvo sorprendida.

—¡Astorre! —gritó, corriendo a su encuentro. Lo besó y se puso a hablar, sin poder contener su emoción—. Ya he aprendido a hablar con fluidez el dialecto siciliano. Y hasta sé preparar algunas recetas famosas. ¿Te gustan los ñoquis de espinacas?

Se la llevó a Caatellamare y dedicó una semana a mostrarle el pueblo y la campiña circundante. Cada día dedicaban un buen rato a nadar, se pasaban horas y horas hablando y hacían el amor con aquella plácida comodidad que sólo se alcanza con el tiempo.

A lo largo de aquellos días, Astorre observó atentamente a Rosie para ver si ésta se aburría a su lado o se sentía incomoda llevando aquella vida tan sencilla. Pero le pareció que se encontraba muy a gusto. Se preguntó si, después de las experiencias que ambos habían vivido juntos, podría confiar realmente en ella alguna vez.

Y después se preguntó también si era prudente amar a cualquier mujer hasta el extremo de confiar por entero en ella. Tanto él como Rosie tenían secretos que ocultar… cosas que él no deseaba recordar ni compartir con nadie. Pero Rosie lo conocía, y a pesar de todo lo amaba. Ella guardaría sus secretos y él guardaría los suyos.

Sólo una cosa lo seguía preocupando. Rosie sentía debilidad por el dinero y los costosos regalos. Se preguntó si podría conformarse con lo que pudiera ofrecerle un solo hombre.

Necesitaba saberlo.

En su último día juntos en Corleone, Astorre y Rosie cabalgaron por la campiña hasta el anochecer. Al final se detuvieron en un viñedo, arrancaron unos racimos de uva y se ofrecieron los granos mutuamente.

—Parece imposible que me haya quedado aquí tantos días —dijo Rosie mientras descansaban, sentados sobre la hierba.

En los verdes ojos de Astorre se encendió un fulgor de emoción.

—¿Crees que te podrías quedar un poco más?

Rosie lo miró, sorprendida.

—¿Cuánto tíempo sería?

Astorre hincó una rodilla en tierra y alargó la mano.

—Quizás unos cincuenta o sesenta años —contestó con una sincera sonrisa en los labios. En la palma de la mano sostenia una sencilla sortija de bronce—. ¿Quieres casarte conmigo?

Astorre buscó alguna señal de titubeo en los ojos de Rosie, alguna muestra de decepción por la sencillez de la sortija, pero la respuesta de Rosie fue inmediata. Le arrojo los brazos al cuello y lo inundó de besos. Después rodaron abrazados por 1a ladera de la loma.

Se casaron un mes después en uno de los limonares de Astorre. Ofició la ceremonia el padre Del Vecchio. Asistieron como invitados los habitantes de los dos pueblos. La colina estaba alfombrada con moradas glicinas. La fragancia de los limones y las naranjas perfumaba el aire. Astorre llevaba un blanco atuendo de campesino y Rosie lucía un vestido de seda de encaje de color rosa. Asaron un cerdo en un espetón sobre carbones encendidos y se lo comieron con tomates maduros recién arrancados en el huerto, hogazas de pan caliente y queso recién hecho. El vino de la casa corrió como un río.

Al terminar la ceremonia, y tras el intercambio de las promesas matrimoniales, Astorre le dedicó a su flamante esposa una serenata con sus canciones preferidas. Hubo tanto vino y tanto baile que la fiesta se prolongó hasta el amanecer.

A la mañana siguiente, al despertar, Rosie vio a Astorre preparando los caballos.

—¿Te apetece dar un paseo conmigo?

Cabalgaron todo el día hasta que Astorre encontró lo que estaba buscando: Villa Grazia.

—El paraíso secreto de mi tío. Aquí pasé los días más felices de mi infancia.

Rodeó la casa y entró en el jardín de atrás, seguido por Rosie. Al final llegaron a su olivo, el que había crecido a partir de los huesos que él había plantado de niño. El árbol era ahora tan alto como él y tenía un tronce muy grueso. Se sacó una afilada navaja del bolsillo y cortó una rama.

—Ésta la plantaremos en nuestro jardín —dijo—. Así, cuando tengamos un hijo, él también tendrá gratos recuerdos.

Un año después Rosie y Astorre celebraron el nacimiento de su hijo, Raymonde Zeno. Invitaron a toda la familia de Astorre a la ceremonia del bautizo en la iglesia de San Sebastián.

Cuando el padre Del Vecchio terminó, Valerius, por ser el mayor de los Aprile, levantó su copa de vino para brindar.

—Que todos prosperéis y seáis felices. Y que vuestro hijo crezca con la pasión de Sicilia y el romanticismo norteamericano en el corazón.

Marcantonio levantó su copa y añadió:

—Y si alguna vez quiere participar en algún culebrón, ya sabéis a quién llamar.

Ahora los bancos Aprile eran tan rentables que Marcantonio había establecido una línea de crédito por valor de 20 millones de dólares para poder crear sus propias producciones dramáticas. El y Valerius estaban trabajando juntos en un proyecto basado en el expediente del FBI sobre su padre. A Nicole la idea le parecía horrible, pero ellos estaban seguros de que al Don le hubiera encantado la idea de recibir grandes sumas de dinero a cambio de la escenificación de la leyenda de sus delitos.

—De sus «presuntos» delitos —les corrigió Nicole.

Astorre se extrañó de que el tema siguiera suscitando interés. La vieja Mafia había muerto. Los grandes dones habían alcanzado sus objetivos y se habían mezclado hábilmente con la sociedad, tal como hacen siempre los mejores criminales. Los pocos aspirantes que todavía quedaban constituían un lamentable surtido de delincuentes de segunda fila y ladronzuelos de pacotilla, ¿Por qué se iba uno a molestar en montar negocios ilegales, siendo así que resultaba mucho más fácil robar millones creando tu propia empresa y vendiendo acciones a la gente?

—Oye, Astorre —dijo Marcantonio—, ¿crees que podrías ser el asesor especial de nuestra producción? Queremos que sea lo más verídica posible.

—Pues claro —contesto Astorre, sonriendo—. Le diré a mi agente que se ponga en contacto contigo.

Aquella noche en la cama, Rosie se volvió hacia Astorre.

—¿Crees que alguna vez querrás regresar?

—¿Adónde? —preguntó Astorre—. ¿A Nueva York? ¿A Estados Unidos?

—Ya sabes —dijo Rosie con cierta vacilación—. A tu antigua vida.

—Éste es el lugar que me corresponde, aquí, a tu lado.

—Ya —dijo Rosie—, pero ¿y el niño? ¿No crees que se merece conocer todo lo que Estados Unidos le puede ofrecer?

Astorre se imaginó a Raymonde corriendo por las lomas de la campiña, comiendo aceitunas de los toneles y oyendo las historias de los grandes dones y de la antigua Sicilia. Estaba deseando contarle a su hijo aquellas historias. Y sin embargo sabía que aquellos mitos no serían suficiente.

Algún día su hijo se iría a América, una tierra de venganzas, compasión y espléndidas posibilidades.