13

Tras haberle pedido los platos al camarero, Nicole se concentró por entero en Marriano Rubio. Aquel día tenía que transmitir dos importantes mensajes y quería asegurarse de que llegaran felizmente a su destino.

Rubio había elegido el restaurante, un lujoso bistrot francés cuyos camareros permanecían nerviosamente de pie, próximos a las mesas, con sus altos y relucientes molinillos de pimienta y sus alargados cestos de paja llenos de crujiente pan recién hecho. A Rubio no le gustaba aquel tipo de comida, pero conocía al maître y éste le había reservado una buena mesa en un tranquilo rincón. A menudo llevaba allí a sus mujeres.

—Estás más apagada que de costumbre —le dijo a Nicole, alargando la mano sobré la mesa para acariciarle la suya. Nicole se estremeció de arriba abajo. Lo odiaba por aquel poder que ejercía sobre ella, y rápidamente apartó la mano—. ¿Te ocurre algo?

—He tenido un día muy difícil —contestó ella.

—Ah —exclamo Rubio con un suspiro—, es el precio que hay que pagar por trabajar con víboras. —Rubio despreciaba el bufete de abogados de Nicole—. ¿Por qué los aguantas? —le preguntó sonriendo—. Deja que cuide de ti.

Nicole se preguntó a cuántas mujeres les habría dicho lo mismo y les habría arruinado la carrera para que estuvieran con él. Tenía casi cincuenta años, pero tenía un cuerpo tan ágil y en forma como el de Astorre.

—No me tientes —le dijo, coqueteando descaradamente con él.

Rubio se quedó sorprendido, pues sabía que Nicole estaba entregada en cuerpo y alma a su profesión. Pero era lo que él esperaba.

—Deja que cuide de ti —le repitió—. Además, ¿a cuántas empresas puedes seguir acusando?

Uno de los camareros descorchó una botella de vino blanco, le ofreció a Rubio el tapón y escanció una pequeña cantidad en una elegante copa de cristal. Rubio lo probó y asintió con la cabeza.

Después se volvió de nuevo hacia Nicole.

—Me encantaría dejarlo ahora mismo —le dijo ella—, pero hay ciertas causas en las que colaboro gratuitamente y que quiero llevar a buen puerto. —Hizo una pausa, tomó un sorbo de vino y añadió—: Últimamente he estado pensando mucho en el negocio de la banca.

Rubio entornó los ojos.

—Bueno —dijo—, tienes suerte de que tu familia sea propietaria de bancos.

—Sí —convino Nicole—, pero por desgracia mi padre no creía que las mujeres fueran capaces de dirigir un negocio. Por eso tengo que quedarme cruzada de brazos mientras el muy chiflado de mi primo lo echa todo a perder. —Levantó la cabeza para mirar a Rubio mientras decía—: por cierto, Astorre cree que tú quieres ir a por él.

Rubio forzó una expresión burlona.

—No me digas. ¿Y cómo iba yo a poder hacer eso?

—Pues no sé —dijo Nicole en tono contrariado—; Recuerda que ese chico se gana la vida vendiendo macarrones. Tiene harina en lugar de cerebro. Dice que tú quieres utilizar el banco para el blanqueo de dinero, y yo qué sé qué otras cosas. Hasta quiso convencerme de que querías secuestrarme. —Nicole sabía que en eso tenía, que andarse con mucho tiento—. Pero yo no puedo creerlo. Astorre está detrás de todo lo que ocurre. Sabe que mis hermanos y yo queremos controlar el banco y por eso intenta asustarnos. Pero ya estamos hartos de oírle.

Rubio estudió el rostro de Nicole. Se enorgullecía de su capacidad de distinguir la verdad de la mentira. En sus años de diplomático había escuchado las mentiras de los más respetados estadistas del mundo. Y ahora, mientras miraba fijamente a Nicole a los ojos, comprendió que ésta le estaba diciendo toda la verdad.

—¿Hasta qué extremo estáis hartos? —preguntó.

—Estamos hasta la coronilla —contestó Nicole.

Varios camareros revolotearon unos cuantos minutos a su alrededor para servirles el primer plato. Cuando finalmente se retiraron, Nicole se inclinó hacia Rubio y te dijo en un susurro:

—Casi todas las noches mi primo Astorre trabaja hasta muy tarde en su almacén.

—¿Qué estás insinuando? —preguntó Rubio.

Nicole tomó el cuchillo y empezó a cortar unos oscuros medallones de carne de pato que nadaban entre el tenue brillo de una salsa anaranjada.

—No estoy insinuando nada —contestó—. Pero me pregunto cómo es posible que el accionista mayoritario de un banco internacional se pase el rato en un almacén de macarrones. Si yo ejerciera el control, estaría constantemente en los bancos y procuraría que mis socios obtuvieran el máximo beneficio en sus inversiones. —Después probó el pato y miró con una sonrisa a Rubio—. Delicioso, ¿verdad?

Aparte de otras cualidades, Georgette Cilke era una mujer muy organizada. Cada martes por la tarde dedicaba exactamente dos horas de su tiempo a la sede nacional de la Campaña contra la Pena de Muerte, donde ayudaba a atender el teléfono y examinaba los recursos de los abogados de los reclusos del Corredor de la Muerte. Así que Nicole sabia exactamente dónde transmitir su importante segundo mensaje del día.

Al ver entrar a Nicole en el despacho, el rostro de Georgette se iluminó con una sonrisa.

—Gracias a Dios que has venido —le dijo, dándole un rápido abrazo—. Hoy ha sido tremendo. Me alegro de que estés aquí. No me vendrá mal un poco de apoyo moral.

—No sé si te podré ser muy útil —dijo Nicole—. Tengo que comentarte una cosa que me tiene muy preocupada.

En todos los años que llevaban colaborando juntas, Nicole jamás le había hecho confidencias a Georgette, a pesar de mantener con ella una cordial relación profesional. Georgette jamás comentaba el trabajo de su marido con nadie. Y Nicole no veía por que razón hubiera tenido que hablar de sus amantes a unas mujeres casadas que siempre se creían obligadas a dar consejos sobre la mejor manera de llevar a un hombre al altar, cosa que a ella no le interesaba.

Prefería hablar de sexo sin más, aunque había observado que casi todas las mujeres casadas se sentían incomodas. Pensó que a lo mejor no les gustaba que les contaran lo que se estaban perdiendo.

Georgette le preguntó si deseaba hablar en privado. Nicole asintió con la cabeza y la acompañó a un pequeño despacho vacío, al fondo del pasillo.

—Nunca se lo he comentado a nadie —dijo Nicole—. Pero debes saber que mi padre era Raymonde Aprile, el llamado Don Aprile. ¿Has oído hablar de él?

Georgette se levantó de súbito.

—No creo que deba mantener esta conversación contigo…

—Siéntate, por favor —la interrumpió Nicole—. Tienes que saberlo.

Georgette se sentía incómoda, pero hizo lo que Nicole le pedía.

En realidad siempre había sentido curiosidad por la familia de Nicole, pero sabía que aquella cuestión no podía plantearla. Como mucha otra gente. Georgette pensaba que Nicole, por medio de aquel trabajo gratuito y voluntario, quería compensar los pecados de su padre. Qué aterradora debía de haber sido su infancia a la sombra de aquellos criminales. Y qué situación tan incómoda para ella. Georgette pensó en su propia hija adolescente, que se avergonzaba de que la vieran en público con alguno de sus progenitores. Se preguntaba cómo habría sobrevivido Nicole a todos aquellos años.

Nicole sabía que Georgette jamás traicionaría a su marido, pero también sabía que era una mujer compasiva y de mentalidad abierta, una persona que dedicaba su tiempo libre a defender a los condenados por asesinato. Nicole la miró fijamente a los ojos.

—A mi padre lo mataron unos hombres que mantienen estrechas relaciones con tu marido. Y mis hermanos y yo tenemos pruebas de que tu marido acepto sobornos de esos hombres.

La primera reacción de Georgette Cilke fue de asombro y después de incredulidad. No dijo nada, pero al instante sintió un arrebato de cólera.

—Cómo te atreves —dijo en un susurro, mirando a Nicole directamente a los ojos—. Mi marido antes preferiría morir que quebrantar la ley.

Nicole se sorprendió de la vehemencia de la respuesta de Georgette y comprendió que creía sinceramente en la honradez de su marido.

—Tu marido no es el hombre que parece —añadió—. Y sé lo que sientes. Acabo de leer el expediente del FBI sobre mi padre y, a pesar de lo mucho que yo le quería, sé que ciertos secretos no me los revelaba. De la misma manera que Kurt no te revela los suyos.

Después le habló a Georgette del millón de dólares que Portella había ingresado en la cuenta bancaria de su marido y de las relaciones de Portella con los barones de la droga y los sicarios que sólo podían llevar a cabo su trabajo con la tácita bendición de su marido.

—No abrigo la esperanza de que me creas —dijo Nicole—. Sólo espero que le preguntes a tu marido si te digo la verdad.

Si es el hombre que tú dices que es, no te mentirá.

Georgette no dejó traslucir la angustia que se agitaba en su interior.

—¿Por qué me cuentas todo eso?

—Porque tu marido está preparando una venganza contra mi familia —contestó Nicole—. Va a permitir que sus socios maten a mi primo Astorre para que puedan hacerse con el control de los negocios bancarios de mi familia. Ocurrirá mañana por la noche en el almacén de macarrones de mi primo.

Al oír lo de los macarrones, Gcorgette se echó a reír.

—No te creo —dijo, y se levantó para marcharse—. Perdona, Nicole. Sé que estás muy alterada, pero ya no tenemos nada que decirnos.

Aquella noche, en el sencillo dormitorio del rancho amueblado al que había sido trasladada su familia, Cilke se enfrentó con su pesadilla. Él y su mujer habían terminado de cenar y estaban sentados alrededor de la mesa, uno frente al otro, leyendo. De repente Georgette dejó su crucigrama, se volvió hacia él y le dijo:

—Tengo que hablarte de Nicole Aprile.

En todos los años que llevaban juntos, Georgette jamás le había pedido a su marido que comentara cosas de su trabajo. No quería asumir la responsabilidad de conocer secretos federales. Y sabía que aquélla era una parte de la vida de Cilke que tenía que guardar sólo para él. A veces, por la noche, acostada a su lado en la cama, se preguntaba cómo sería su trabajo, qué tácticas utilizaría para obtener información y que presión ejercería sobre los sospechosos. Pero en su mente siempre se lo imaginaba como la quintaesencia del agente federal, con su traje impecablemente planchado y su manoseado ejemplar de la Constitución guardado en el bolsillo posterior del pantalón. En su fuero interno era lo bastante inteligente como para comprender que todo aquello no era más que una fantasía. Su marido era un hombre muy decidido, capaz de llegar hasta donde fuera necesario con tal de derrotar a sus enemigos. Sin embargo, todo aquello era una realidad que ella prefería ignorar.

Cilke estaba leyendo una novela de intriga y misterio, el tercer libro de una serie basada en hechos reales sobre un asesino múltiple que educa a su hijo para que se convierta en sacerdote. Cuando Georgette le hizo la pregunta, cerró el libro de golpe.

—Te escucho —dijo.

—Hoy Nicole me ha dicho ciertas cosas sobre ti y sobre la investigación que estás llevando a cabo —dijo Georgette—. Ya sé que no te gusta que hablemos de tu trabajo, pero es que ha hecho unas graves acusaciones.

Cílke tuvo un acceso de cólera. Primero habían matado a sus perros. Después habían destruido su familia. Y ahora estaban ensuciando su relación más pura. Al final, cuando el corazón se le calmó un poco, le pidió a Georgette, tan sereno como pudo, que le contara exactamente lo que había ocurrido.

Georgette le repitió toda su conversación con Nicole, y mientras se lo contaba estudió detenidamente la expresión de su rostro. Su cara no reveló el menor atisbo de sorpresa o indignación.

—Gracias, Cariño —le dijo Cilke cuando ella hubo terminado—. Estoy Seguro de que te habrá costado mucho decírmelo. Y siento que hayas tenido que hacerlo. —Después se dirigió hacia la puerta principal de la casa.

—¿Adónde vas? —le preguntó Georgette.

—Necesito tomar un poco el aire —contestó él—. Necesito pensar.

—¿Kurt, amor mío? —dijo Georgette en tono de pregunta, como si necesitara que él la tranquilizara.

Cilke se había jurada no mentirle jamás a su mujer, En caso de que ella insistiera en conocer la verdad, él se la tendría que decir y arrostrar las consecuencias. Confiaba en que ella lo comprendiera y llegara a la conclusión de que era mejor hacer como que se ignoraba la existencia de aquellos secretos.

—¿Hay algo que puedas decirme? —preguntó Georgette.

Kurt Cilke sacudió la cabeza.

—No —contestó—. Haría cualquier cosa por tí. Cualquier cosa, ¿verdad?

—Sí —respondió Georgette—. Pero tengo que saberlo. Por nosotros y por nuestra hija.

Cilke comprendió que no tenía escapatoria y que ella jamás lo volvería a mirar dé la misma manera en el caso de que él le dijera la verdad. En aquel momento hubiera deseado machacar el cráneo de Astorre Viola. No sabía qué decirle a su mujer ¿Sólo acepté los sobornos que el FBI quiso que aceptara? ¿Hicimos la vista gorda en los pequeños delitos para poder concentrarnos en los más grandes? ¿Quebrantamos algunas leyes para obligar a cumplir otras más importantes? Sabía que todas aquellas respuestas sólo servirían para enfurecer a Georgette, y él la amaba y respetaba demasiado como para hacer tal cosa.

Cilke abandonó la casa sin decir nada. Cuando regresó, su mujer hizo como que estaba dormida. Fue entonces cuando tomó la decisión. A la noche siguiente se enfrentaría con Astorre Viola y actuaría según la visión que él tenía de la justicia.

Aspinella no odiaba a todos los hombres, pero no salía de su asombro al comprobar que había tantos que le repugnaban.

Eran tan… inútiles.

Tras haber liquidado a Heskow, dos oficiales del servicio de seguridad del aeropuerto la sometieron a un breve interrogatorio, pero o eran muy tontos o se sintieron demasiado intimidados como para poner en tela de juicio su versión de lo sucedido. Al descubrir los 100.000 dólares fijados con cinta adhesiva al cuerpo de Heskow, creyeron comprender los motivos del muerto y decidieron que tenían derecho a cobrar una comisión por limpiar todo el desastre que ella había armado antes de que llegara la ambulancia. Y también le entregaron a Aspinella un buen puñado de billetes manchados de sangre que ella añadió a los 40.000 que ya le había dado Heskow.

El dinero sólo le serviría a Aspinella para dos cosas. Lo guardó todo menos 3.000 dólares en su caja fuerte y dio instrucciones a su madre para que, en caso de que alguna vez le ocurriera algo, depositara todo el dinero de la caja fuerte —más de 300.000 dólares procedentes de sobornos— en un fondo bancario para su hija. Con los 3.000 restantes, tomó un taxi hasta la confluencia de la Quinta Avenida con la Calle 53, donde entró en la tienda, de artículos de cuero más lujosa de la ciudad y tomó un ascensor que la condujo a una suite privada del tercer piso.

Una mujer con gafas de diseño y traje azul marino a rayas tomó el dinero y la acompañó al fondo del pasillo, donde ella se metió en una bañera llena de perfumados aceites importados de China. Permaneció en remojo unos veinte minutos escuchando un CD de canto gregoriano mientras esperaba a Rudolfo, un masajista sexual diplomado.

Rudolfo cobraba 3.000 dólares por una sesión de dos horas que, tal como él se complacía en explicarles a sus satisfechas clientes, era mucho más de lo que cobraran los más célebres abogados por sólo una hora de trabajo.

—La diferencia —decía con su acento bávaro y su taimada sonrisa— es que ellos se limitan a joderos mientras que yo os jodo y os dejo extasiadas.

Aspinella se había enterado de la existencia de Rudolfo en el transcurso de una investigación secreta sobre el vicio en los más lujosos hoteles de la ciudad. Un conserje temía que lo llamaran a declarar y, a cambio de que no lo citaran, le facilitó a Aspinella la información sobre Rudolfo, Aspirella tenía intención de detenerlo, pero en cuanto lo vio y probó uno de sus masajes, pensó que sería un crimen tremendo privar a las mujeres del placer que les deparaban sus singulares habilidades.

Al cabo de unos minutos, Rudolfo llamó con los nudillos a la puerta.

—¿Puedo pasar? —preguntó.

—Te estoy esperando, nene —contestó Aspinella.

Rudolfo entro y cerró la puerta.

—Llevas un parche en el ojo sensacional… —le dijo.

Durante la primera sesión, Aspinella se había sorprendido de que Rudolfo entrara en la estancia desnudo, pero él le había dicho:

—¿Por qué me voy a tomar la molestia de vestirme si me voy a desnudar?

Era un ejemplar extraordinario, alto y fuerte, con un tigre tatuado en el bíceps derecho y una sedosa mata de vello rubio en el pecho. A Aspinella le gustaba sobre todo el vello del pecho, que lo distinguía de todos aquellos modelos de las revistas que se depilaban, afeitaban y untaban tanto de aceite que ya no se sabía si eran hombres o eran mujeres.

—¿Qué tal lo has pasado últimamente?

—Ni te lo imaginas —contestó Aspinella—. Lo único que tú tienes que saber es que necesito un poco de terapia sexual.

Rudolfo empezó por la espalda, concentrándose especialmente en desanudar los puntos de tensión. Después le aplicó un suave masaje en el cuello antes de darle la vuelta y empezar a frotarle delicadamente los pechos y el estómago, Para cuando empezó a acariciarle la entrepierna, Aspinella ya estaba húmeda y respiraba afanosamente.

—Pero ¿por qué otros hombres no me lo saben hacer? —preguntó Aspinella, lanzando un extasiado suspiro.

Rudolfo estaba a punto de comenzar la parte más importante de su servicio; el masaje con la lengua, que practicaba con insuperable maestría y extraordinario entusiasmo. Sin embargo le había llamado la atención aquella pregunta que tantas veces había oído y que siempre le dejaba perplejo. Tenía la impresión de que la ciudad estaba llena a rebosar de mujeres sexualmente desnutridas.

—Para mí es un misterio que otros hombres no puedan hacerlo —le dijo a Aspinella.

Aspinella lamentó tener que interrumpir sus ensueños sexuales, pero se dio cuenta de que Rudolfo necesita un poco de charla de enamorados antes de alcanzar el sublime acto final.

—Los hombres son débiles —le dijo Aspinella—. Somos nosotras las que tomamos las decisiones importantes: cuándo casarnos, cuándo tener hijos. Reinamos sobre ellos y les hacemos responsables de las cosas que hacen.

Rudolfo esbozó una amable sonrisa.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con el sexo?

Aspinella estaba deseando que reanudara su tarea.

—No lo sé —dijo—. Es sólo una teoría.

Rudolfo volvió a aplicarle masaje… lentamente, rítmicamente. Parecía incansable. Cada vez que conseguía que Aspinella se elevara a las máximas cumbres del placer, ella pensaba en los inefables abismos de dolor en los que sumiría a Astorre Viola y a su banda de matones a la noche siguiente.

La Fábrica de Macarrones Viola estaba ubicada en un gran almacén de ladrillo del Lower East Side de Manhattan, Trabajaban en ella más de cien personas, descargando grandes sacos de arpillera de macarrones importados de Italia sobre una cinta transportadora que después los clasificaba y empaquetaba automáticamente.

Un año atrás, inspirado por un artículo de revista que había leído sobre los medios que estaban utilizando las pequeñas empresas para mejorar su productividad, Astorre había contratado los servicios de un asesor recién salido de la Harvard Business School para que le indicara los cambios que debería hacer. El joven le había dicho que duplicara los precios, cambiara la marca de sus macarrones por la de «Pasta Casera Tío Vito» y que despidiera a la mitad de sus empleados y los sustituyera por trabajadores temporales, con lo cual se ahorraría un cincuenta por ciento de los sueldos.

El despacho de Astorre estaba en el primar piso, un espacio con una superficie casi tan grande como un campo de fútbol en cuyos lados se alineaban unas relucientes máquinas de acero inoxidable. La parte posterior del almacén daba a una zona de carga y descarga. Tanto en las entradas como en el interior de la fábrica, Asierre había instalado unas videocámaras para controlar las visitas y vigilar la marcha de la producción desde su despacho. El almacén cerraba a las seis de la tarde por regla general, pero aquel día Astorre había retenido a cinco de sus mejores empleados y a Aldo Monza. Estaba esperando. La víspera, cuando le había expuesto su plan a Nicole en el apartamento de ésta, ella se había mostrado totalmente en contra.

—En primer lugar, no dará resultado —objetó, sacudiendo la cabeza—. Y en segundo lugar, yo no quiero ser cómplice de un asesinato.

—Ellos mataron a tu guardaespaldas y trataron de secuestrarte —le dijo Astorre—. Estamos todos en peligro a no ser que yo emprenda una acción.

Nicole pensó en Helene y recordó las muchas discusiones que había mantenido durante las comidas con su padre, el cual no hubiera dudado en vengarse. Su padre le hubiera dicho que se lo debía a la memoria de su amiga y le hubiera recordado que era razonable y necesario tomar precauciones para proteger a la familia.

—¿Por qué no acudimos a las autoridades? —preguntó.

—Porque ya es demasiado tarde para eso —contestó Astorre lacónico.

Astorre se encontraba en su despacho, interpretando el papel de cebo vivo. Gracias a Grazziella sabía que Portella y Tulippa se encontraban en la ciudad para reunirse con los miembros de su grupo. No estaba muy seguro de que la fíltración de Nicole a Rubio los indujera a hacerle una visita, pero esperaba que por lo menos hicieran un último intento de convencerlo de que vendiera los bancos antes de tener que recurrir a la violencia. Suponía que lo registrarían por si llevara algún arma, de modo que prefirió ir desarmado; sólo llevaba un estilete escondido en un bolsillo especial, cosído en una manga de la camisa.

Astorre estaba contemplando atentamente el monitor cuando vio a media docena de hombres entrando por la parte posterior del edificio, desde la zona de carga y descarga. Había ordenado a sus hombres que permanecieran escondidos y no atacaran hasta que él les hiciera la señal.

Estudió la pantalla y reconoció a Portella y a Tulippa, acompañados de otros cuatro hombres. Mientras todos ellos desaparecían de la pantalla, oyó ruido de pisadas acercándose a su despacho. En caso de que ya hubieran decidido matarle, Aldo y sus hombres estaban preparados y podrían salvarlo.

Oyó que lo llamaban. No contestó.

Portella y Tulippa se detuvieron delante de la puerta.

—Adelante —dijo Astorre con una cordial sonrisa en los labios mientras se levantaba para estrecharles la mano—. Qué grata sorpresa. Raras veces recibo visitas a esta hora. ¿En qué puedo servirles?

—Pues mira —grazno Portella—. Vamos a celebrar una gran cena, y se nos han acabado los macarrones.

Astorre hizo un magnánimo gesto con la mano.

—Mis macarrones son suyos —dijo.

—¿Qué nos puede decir de sus bancos? —preguntó Tulippa en tono amenazador.

Astorre ya estaba preparado.

—Es hora de que hablemos en serio. Es hora de que hagamos negocio. Pero primero quiero acompañarles en un recorrido por la fábrica. Estoy muy orgulloso de ela.

Tulippa y Portella intercambiaron una mirada de perplejidad. Actuaban con gran cautela.

—Bueno, pero vamos a procurar que sea rápida —dijo Tulippa, preguntándose cómo era posible que aquel payaso hubiera podido sobrevivir tanto tiempo.

Astorre los acompañó a la planta baja. Los cuatro guardaespaldas de Portella se encontraban allí cerca. Astorre los saludó amablemente al verlos, les estrechó la mano a todos y los felicitó por los trajes que llevaban. Los hombres de Astorre lo observaban atentamente, a la espera de que les diera la orden de atacar. Aldo Monza había colocado a tres tiradores ocultos en la entreplanta que daba a la planta baja. Los demás se habían desplegado en abanico a ambos lados del almacén.

Transcurrieron unos largos minutos mientras Astorre les mostraba el almacén a sus visitantes.

—Está claro que esto es lo que a ti te gusta —dijo al final Portella—. ¿Por qué no nos dejas dirigir los bancos a nosotros? Te haremos una nueva oferta e incluiremos un porcentaje para tí.

Astorre estaba a punto de dar a sus hombres la orden de disparar.

Pero de repente oyó un tableteo de disparos de armas de fuego y vio que tres de sus hombres caían desde la entreplanta y se estrellaban boca abajo sobre el suelo de hormigón que tenía delante. Recorrió con la mirada el almacén en busca de Aldo Monza mientras se ocultaba rápidamente detrás de una enorme máquina empaquetadora de macarrones.

Desde allí vio a una negra con un parche verde en un ojo corriendo hacia ellos para agarrar a Portella por el cuello. Con su rifle de asalto le propinó un golpe en la voluminosa tripa y después sacó un revólver y arrojó el rifle al suelo.

—Muy bien —dijo Aspinella—. Que todos arrojen las armas al suelo. Ahora mismo. —Al ver que nadie se movía, no dudó ni un instante. Agarró a Portella por el cuello y le descerrajó dos tiros en el vientre. Mientras Portella se doblaba hacia delante, le golpeó la cabeza con el revólver y le propinó un puntapié en la boca.

Después agarró a Tulippa y le dijo:

—Usted será el siguiente si todo el mundo no hace lo que yo diga. Esto es ojo por ojo, cabrón.

Portella sabía que sólo le quedaban unos segundos de vida a menos que no le prestaran ayuda urgente. Se le estaban empezando a nublar los ojos. Permanecía tendido en el suelo respirando afanosamente, con la vistosa camisa empapada de sangre. Apenas podía hablar.

—Haced lo que ella dice —graznó con un hilillo de voz.

Sus hombres obedecieron.

Siempre había oído decir que recibir un disparo en el estómago era la manera más dolorosa de morir. Ahora comprendía el porqué. Cada vez que respiraba, sentía como si le hubieran pegado una puñalada en el corazón. Perdió el control de la vejiga y la orina dejó una mancha oscura en sus pantalones azules recién estrenados. Trató de enfocar a la tiradora con su mirada, una musculosa negra a la que no conocía. Quiso preguntar «¿Quién es usted?», pero te faltó el aliento. Su último pensamiento fue insólitamente sentimental: se preguntó quién le comunicaría a su hermano, Bruno, que él había muerto.

Astorre tardó sólo un instante en percatarse de lo ocurrido. Jamás había visto a Aspinella, a no ser en alguna fotografía de la prensa y en los programas de televisión. Pero comprendió que si había conseguido localizarlo era porque primero se habría puesto en contacto con Heskow. Y Heskow debía de estar muerto. No lamentó la muerte de aquel escurridizo intermediario, Heskow tenía el gran defecto de ser un hombre capaz de decir o hacer cualquier cosa con tal de salvar el pellejo. Era bueno que ahora estuviera criando malvas.

Tulippa no sabía por qué razón aquella cabrona le estaba apuntando al cuello con el revólver. Había confiado en que Portella se encargara de la seguridad y había concedido la noche libre a sus fíeles guardaespaldas, un estúpido error. Estados Unidos era un país muy raro, pensó, uno nunca sabía de dónde vendría el siguiente acto de violencia.

Mientras Aspinella hundía el cañón del revólver en su piel, Tulippa se prometió a sí mismo que en caso de que escapara con vida y pudiera regresar a América del Sur, aceleraría la producción de su arsenal nuclear. Haría todo lo que pudiera por volar el mayor pedazo posible de Estados Unidos, y sobre todo Washington, un arrogante centro de matones repantigados en sus mullidos sillones, y Nueva York, donde había tanta gente chalada como aquella puta tuerta.

—Bueno —le dijo Aspinella a Tulippa—. Ustedes me ofrecieron medio millón de dólares para que me cargara a ese tío. —Señaló a Astorre—. Me encantaría aceptar el trabajo, pero desde que sufrí el accidente he duplicado la tarifa. Con un solo un ojo, tengo que hacer un doble esfuerzo para concentrarme.

Cilke se había pasado todo el día montando guardia alrededor del almacén. Estaba sentado en su Chevrolet azul con sólo un paquete de chicles y un ejemplar del Newsweek, esperando a que Astorre diera el primer paso.

Había acudido solo al lugar pues no había querido mezclar a ningún otro agente federal en algo que, a su juicio, podía ser el fínal de su carrera. Cuando vio entrar en el edificio a Portella y Tulippa sintió que el estómago se le llenaba de bilis y comprendió la inteligencia de Astorre como enemigo. En caso de que, tal como él sospechaba, Portella y Tulippa lo atacaran, él se vería en la obligación legal de protegerlo. Astorre quedaría libre y recuperaría la buena fama sin tener que decir nada. Y él destruiría muchos años de duro esfuerzo.

Sin embargo, al ver irrumpir a Aspinella en el edificio empuñando un rifle de asalto sintió algo muy distinto; un frío temor. Había oído hablar del papel interpretado por Aspinella en el tiroteo del aeropuerto. Y le parecía un poco sospechoso. No tenía sentido.

Ahora Cilke comprobó la munición de su revólver y abrigó la lejana esperanza de poder contar con la ayuda de Aspinella. Antes de abandonar el automóvil decidió que ya era hora de informar a la agencia. Marcó el número de Boxton en su móvil.

—Estoy delante del almacén de Astorre Viola —dijo. Después oyó unos disparos—. Voy a entrar —añadió—, y si las cosas van mal, quiero que le digas al director que estaba actuando por mi cuenta. ¿Estás grabando la llamada?

Boxton hizo una pausa pues no sabía si a Cilke le gustaría que lo grabara. Sin embargo, desde que éste se había convertido en un objetivo, todas sus llamadas se habían controlado.

—Sí —contestó.

—Muy bien —dijo Cilke—. Para que conste en acta, ni tú ni nadie más del FBI es responsable de lo que voy a hacer ahora. Entro en una situación hostil en la que están implicados tres hombres destacados del crimen organizado y una policía renegada de Nueva York, que va fuertemente armada…

—Kurt —le interrumpió Boxton—, espera la llegada de refuerzos.

—No hay tiempo —dijo Cilke—. Y además el desastre es mío. Yo lo tengo que arreglar.

Cilke pensó en la conveniencia de dejar un mensaje para Georgette, pero llegó a la conclusión de que sería algo demasiado morboso y teatral. Mejor que los actos hablaran por sí mismos. Interrumpió la comunicación sin decir nada más. Mientras abandonaba el vehículo, se percató de que lo había dejado mal aparcado.

Lo primero que vio Cilke al entrar en el almacén fue el revólver de Aspinella pegado al cuello de Tulippa. Todos los presentes en la estancia permanecían en silencio. Nadie se movía.

—Soy un oficial federal —anunció, blandiendo su revólver—. Depongan todas las armas.

Aspinella se volvió hacia él.

—Ya se quién coño es usted —le dijo en tono burlón—. Esta detención es mía. Vaya a capturar a algún contable, a algún corredor de bolsa o cualquier otro tipo en el que quiera perder el rato. Esto es asunto del Departamento de Policía de Nueva York.

—Investigadora —dijo serenamente Cilke—, haga usted el favor de deponer el arma. Si no lo hace, utilizaré la fuerza en caso necesario. Tengo motivos para creer que forma parte de un fraude organizado.

Aspinella no contaba con aquello. Por la mirada de los ojos de Cilke y la firmeza de su voz, comprendió que éste no se echaría atrás. Pero ella tampoco pensaba ceder mientras empuñara un arma. Lo más probable, pensó, era que Cilke llevara años sin disparar contra nadie.

—¿Cree usted que formo parte de un grupo criminal? —le gritó—. Bueno, pues usted también. Creo que lleva años aceptando sobornos de este pedazo de mierda. —Volvió a empujar a Tulippa con el cañón de su revólver—. ¿Verdad, señor?

Tulippa no dijo nada, pero cuando Aspinella le propinó un rodillazo en la ingle, se dobló hacia delante y asintió.

—¿Cuánto? —le preguntó Aspinella.

—Más de un millón de dólares —contestó Tulippa entre jadeos.

Cilke procuró dominar su furia.

—Cada dólar que ellos enviaban a mi cuenta estaba controlado por el FBI. Esto es una investigación federal, investigadora Aspinella. —Respiró hondo, contó hasta diez y añadió—: Se lo advierto por última vez. Deponga el arma o disparo.

Astorre los contempló fríamente. Aldo Monza permanecía escondido detrás de otra máquina sin que nadie se hubiera percatado de su presencia. Astorre vio una leve contracción muscular en el rostro de Aspinella, y después, como en cámara lenta, la vio situarse detrás de Tulippa y abrir fuego contra Cilke. Pero en cuanto Aspinella disparó, Tulippa logró liberarse y se arrojó al suelo, haciéndole perder el equilibrio.

Cilke había sido alcanzado en el pecho. Aun así, disparó inmediatamente contra Aspinella y ésta se tambaleó hacia atrás mientras la sangre le empezaba a empapar la ropa por debajo del hombro izquierdo. Ninguno de los dos había disparado con intención de matar. Ateniéndose rigurosamente a las normas, habían apuntado a la zona mas ancha del cuerpo. Sin embargo, al sentir el dolor de la carne quemada por la bala y ver los daños que ésta le había causado, Aspinella comprendió que había llegado el momento de olvidarse de las normas.

Apuntó a la zona situada entre los ojos de Cilke. Cada una de las balas alcanzó su objetivo hasta que la nariz de Cilke se convirtió en un aplastado amasijo de cartílago y ella vio unos trozos de su cerebro pegados a lo que quedaba de su frente.

Tulippa observó que Aspinella había resultado herida y que se tambaleaba. Le propinó un codazo en el rostro, derribándola limpiamente al suelo. Pero antes de que pudiera arrebatarle el arma, Astorre salió de detrás de la máquina y, de un puntapié, lanzo el revólver al otro extremo de la sala. Después le ofreció cortesmente la mano a Tulippa. Tulippa aceptó la ayuda para levantarse. Entretanto, Aldo Monza y los supervivientes de su equipo habían rodeado a los hombres de Portella que todavía quedaban y los habían atado a los pilares que sostenían el techo del almacén. Nadie tocó a Cilke ni a Portella.

—Bueno —dijo Astorre—, creo que tenemos un asunto pendiente.

Tulippa no salía de su asombro. Astorre era un cúmulo de contradicciones: un cordial adversario y un cantante asesino. ¿Cómo se podía fiar uno de semejante personaje?

Astorre se dirigió al centro del almacén y le hizo señas a Tulippa de que lo siguiera. Cuando llegó a un espacio abierto, se detuvo y miró al sudamericano.

—Usted mató a mi tío y trató de robarnos los bancos. Ni siquiera tendría que gastar saliva con usted. —Sacó el plateado y reluciente estílete y se lo mostró a Tulippa—. Tendría que cortarle la garganta y acabar de una vez. Pero es usted débil y no es un honor matar a un viejo indefenso. Así que le concederé la oportunidad de luchar.

Después, haciéndole una seña casi imperceptible a Aldo Monza, levantó las manos como si se rindiera, soltó el estilete y retrocedió varios pasos. Tulippa tenía más años y era más corpulento que él, pero a lo largo de toda su vida había hecho correr ríos de sangre y era extremadamente hábil en el manejo de un cuchillo. Aun así, no estaba a la altura de Astorre.

Se agachó para recoger el estilete y empezó a acercarse poco a poco a él.

—Es usted un hombre necio y temerario —dijo—. Yo estaba dispuesto a aceptarlo como socio. —Se abalanzó varias veces sobre él, pero Astorre era más rápido y lo esquivó. En el momento en que Tulippa se detuvo para recuperar el resuello, Astorre se quitó el medallón de oro del cuello y lo arrojó al suelo, dejando al descubierto la morada cicatriz de su garganta—. Quiero que esto sea lo último que usted vea antes de morir.

Tulippa se quedó petrificado al ver aquella cicatriz morada que jamás había visto en su vida. Astorre le hizo saltar el estilete de la mano de un certero puntapié, le propinó un rodillazo en la espalda, le hizo una llave de cabeza y le quebró la nuca. Todo el mundo oyó el crujido.

Sin entretenerse en mirar a Tulippa, recogió su medallón, se lo volvió a colocar sobre la cicatriz del cuello y abandonó el edificio.

Cinco minutos después, una flota de vehículos del FBI llegó a la Fábrica de Macarrones Viola, Aspinella, todavía con vida, fue trasladada a la unidad de cuidados intensivos del hospital.

Cuando los oficiales del FBI terminaron de ver el vídeo mudo grabado por las cámaras que Aldo Monza les pasó, llegaron a la conclusión de que Astorre Viola, que había levantado las manos y arrojado el estilete al suelo, había actuado en legítima defensa.