12

Aspinella salió del hospital al cabo de un mes, pero aún no estaba lo bastante restablecida como para que le pudieran colocar un ojo artificial. Su cuerpo, un espléndido ejemplar físico, pareció recomponerse en torno a las heridas. Cierto que todavía arrastraba un poco el pie y que la cuenca del ojo ofrecía un aspecto espantoso, pero se había puesto un parche de color verde en lugar de negro, y el color acentuaba la belleza de su piel de color moka. Regresó al trabajo vestida con unos pantalones negros, una blusa verde y una chaqueta de cuero también verde. Cuando se miró al espejo, pensó que tenía una figura sensacional.

Aunque todavía no le habían dado el alta médica, a veces acudía a la Brigada de Investigación para echar una mano en los interrogatorios. Las lesiones sufridas le habían infundido la liberadora sensación de tener derecho a hacer lo que quisiera y ello la llevaba a abusar de su poder.

En su primer interrogatorio tuvo que habérselas con dos sospechosos, una insólita pareja formada por un blanco y un negro. El sospechoso blanco tenía unos treinta años, e inmediatamente le tuvo miedo y se puso en guardia ante ella. En cambio su compinche negro se alegró al ver a aquella alta y hermosa mujer del parche verde en el ojo y la mirada tan fría como el hielo. Era una hermana superguay.

—¡Mierda puta! —exclamó el negro.

Tenía un jovial y risueño semblante. Era su primera detención, carecía de antecedentes penales y creía sinceramente que su situación no era grave. Él y su compinche blanco habían cometido un allanamiento de morada en un barrio residencial, habían maniatado al marido y a la mujer, y habían saqueado la vivienda. Un confidente los había delatado. El negro aún llevaba puesto el Rolex del propietario de la casa.

—Oye, capitán Kidd —le dijo alegremente a Aspinella, sin mala intención y más bien en tono de admiración—, ¿nos vas a obligar a caminar por la pasarela como hacen los piratas?

Los demás investigadores presentes en la sala esbozaron una sonrisa ante aquella temeridad. Pero Aspinella no contestó. El chico iba esposado y no pudo defenderse del golpe. La porra se estrelló contra el rostro del muchacho, le rompió la nariz y le partió el pómulo. La cara del chico quedó convertida en una masa sanguinolenta. Después se le doblaron las piernas y se desplomó al suelo, Aspinella lo golpeó sin compasión durante diez minutos. La sangre empezó a manar de los oídos del chico como de un manantial.

—¡Qué barbaridad! —exclamó uno de los investigadores—, y ahora ¿cómo cojones lo vamos a interrogar?

—Yo no quería hablar con él —dijo Aspinella—. Yo quiero hablar con este tío. —Señaló con la porra al sospechoso blanco—. Te llamas Zeke, ¿verdad? Quiero hablar contigo, Zeke.

Zeke la miró aterrorizado. Aspinella se percató de que el parche del ojo se le había desplazado hacia un lado y de que Zeke le estaba viendo la cuenca vacía. Levantó la mano y volvió a colocar el parche sobre la lechosa cuenca.

—Escúchame con atención, Zeke —le dijo—. No perdamos el tiempo. Quiero saber cómo metiste a este chaval en este lío. Como te metiste tú en todo esto, ¿Me has comprendido? ¿Vas a colaborar?

Zeke palideció intensamente, pero no titubeó.

—Si, señora —contestó—. Se lo diré todo.

—Muy bien —le dijo Aspinella al otro investigador—. Llevate al chico a la enfermería y que bajen los del vídeo para grabar la voluntaria confesión de Zeke.

Míentras instalaban los monitores, Aspinella le preguntó a Zeke:

—¿Quién os ha comprado los objetos robados? ¿Quién os facilitó información sobre el objetivo? Descríbeme el robo con todo detalle. Está claro que tu compañero es un buen chico. No tiene antecedentes y no es demasiado listo. Por eso he sido benévola con él. Tú en cambio tienes un historial de lo más distinguido, Zeke, por consiguiente supongo que eres el que lo metió en todo eso, algo así como el Fagin de Oliver Twist que obligaba a los niños a robar. Así que empieza a ensayar para el vídeo.

Al salir de la comisaría Aspinella se dirigió en su automóvil a Brightwaters, Long Island, por la carretera arbolada del Southern State.

Curiosamente, había descubierto que conducir con un solo ojo resultaba más agradable que con dos. El paisaje era más interesante porque lo enfocaba como si fuera una imagen futurista, con los bordes desvaneciéndose poco a poco en un sueño. Era como si medio mundo, aquella arboleda, por ejemplo, se hubiera dividido en dos partes y la mitad que ella podía ver le exigiera más atención.

Al final atravesó Brightwaters y pasó por delante de la casa de John Heskow. Vio su automóvil en el camino de la entrada y a un hombre trasladando una gran azalea desde el invernadero a la casa. Otro hombre salió de él con una caja llena de flores amarillas. Qué interesante, pensó Aspinella. Lo estaban vaciando de flores.

Durante su estancia en el hospital había llevado a cabo una investigación sobre John Heskow. Había examinado las fíchas del registro de automóviles del estado de Nueva York, y había encontrado su dirección. Después había examinado todas las bases de datos sobre delincuentes y había descubierto que John Heskow se llamaba, en realidad, Louis Ricci. El muy hijo de puta era italiano, aunque tuviera pinta de tarta alemana. Sin embargo no tenía cuentas pendientes con la Justicia. Había sido detenido varias veces por extorsión y agresión, pero nunca se había podido demostrar su culpabilidad. Los invernaderos no le reportaban el dinero suficiente como para poder costear su elevado tren de vida.

Todo aquello lo había hecho porque había llegado a la conclusión de que el único que podía haberlos señalado con el dedo a ella y a Di Benedetto era Heskow. Sin embargo, la desconcertaba que Heskow les hubiera entregado el dinero. Ese dinero había puesto en estado de alerta a la Oficina de Asuntos Internos, pero ella se los había quitado rápidamente de encima y había conseguido librarse muy pronto de sus desganadas investigaciones porque lo que a ellos les interesaba de verdad era quedarse con el dinero. Ahora se estaba preparando para librarse de Heskow.

Veinticuatro horas antes del ataque programado contra Cilke, Heskow se dirigió en su automóvil al Aeropuerto Kennedy para volar rumbo a Ciudad de México, donde desaparecería del mundo civilizado mediante los pasaportes falsos que se había preparado años atrás.

Había dejado resueltos todos los asuntos pendientes. Los invernaderos se habían vaciado, su ex mujer vendería la casa e ingresaría el producto de la venta en el banco para sufragar los estudios universitarios de su hijo. Le había dicho que permanecería ausente un par de años, y lo mismo le había dicho a su hijo durante una cena en el Shun Lee’s.

Llegó al Aeropuerto Kennedy por la tarde y facturó dos maletas, lo único que necesitaba, salvo los cien mil dólares en billetes de cien que llevaba, en unas bolsitas sujetas alrededor del cuerpo con cinta adhesiva. Se había empapelado con dinero para hacer frente a los gastos más inmediatos, y tenía una cuenta secreta en las islas Caimán, casi cinco millones de dólares. Se enorgullecía de haber llevado una vida austera y no haber malgastado sus fondos en el juego, las mujeres u otras tonterías parecidas.

Se acercó al control y tomó la tarjeta de embarque. Sólo llevaba una pequeña cartera con sus falsos documentos de identidad y sus pasaportes. Había dejado el automóvil en un aparcamiento permanente; su ex mujer se encargaría de ir a recogerlo y de guardárselo.

Había llegado al aeropuerto demasiado temprano, con una hora por lo menos de adelanto. Se sentía un poco incómodo sin un arma de fuego encima, pero tenía que pasar por los detectores para subir a bordo, y además a través de sus contactos en Ciudad de México conseguiría todas las armas que quisiera.

Para pasar el rato se compró unas revistas en la librería del aeropuerto y se fue a la cafetería de la terminal. Se llenó la bandeja con pasteles y un café y se sentó a una de las mesas. Echó un vistazo a las revistas y se comió un pastel, una falsa tarta de fresas cubierta de falso chantilly. De repente se percató de que había alguien sentado a su mesa. Levantó la vista y vio a la investigadora Aspinella Washington. Como todo el mundo, inmediatamente se sintió atraído por el parche verde del ojo. Tuvo un estremecimiento de terror. Estaba mucho más guapa de lo que él recordaba.

—Hola, John —dijo Aspinella—. No fuiste a verme ningún día al hospital.

Heskow estaba tan trastornado que se tomó el comentario en serio.

—Sabe usted que no podía hacerlo, investigadora. Pero lamenté mucho su mala suerte.

Aspinella lo miró con una radiante sonrisa en los labios.

—Era una broma, John, Pero me apetecía charlar un ratito contigo antes de que tomes el vuelo.

—Faltaría más —dijo Heskow. Suponía que tendría que pagar, y guardaba diez de los grandes en la cartera de documentos, precisamente para sorpresas como aquélla—. Me alegro de verla tan guapa. Estaba preocupado por usted.

—¡Déjate de chorradas! —dijo Aspinella mientras el único ojo le brillaba como el de un halcón—. Qué lástima lo de Paul. Éramos buenos amigos, ¿sabes?, aparte de que él fuera mi jefe, claro.

—Fue una pena —dijo Heskow, haciendo incluso un chasquido con la lengua que hizo sonreír a Aspinella.

—No hace falta que te enseñe mi placa, ¿verdad? —dijo Aspinella. Hizo una pausa—. Quiero que me acompañes a una pequeña sala de interrogatorios que tenemos aquí, en la terminal. Si me das unas cuantas respuestas interesantes, podrás tomar tu vuelo.

—De acuerdo —dijo Heskow, levantándose y recogiendo la cartera de documentos.

—No se te ocurra hacer ninguna tontería si no quieres que te deje seco de un balazo —sentenció Aspinella—. Tiene gracia, soy mejor tiradora con un ojo que con dos.

Se levantó, tomó a Heskow del brazo y subió con él una escalera que conducía a la entreplanta, donde estaban ubicados los despachos administrativos de las líneas aéreas. Después recorrió con él un largo pasillo y abrió la puerta de un despacho.

Heskow se sorprendió al ver no sólo la espaciosa estancia sino también todas las hileras de monitores de televisión de las paredes, por lo menos veinte pantallas, controladas por dos hombres que permanecían sentados en unos mullidos sillones, comiendo bocadillos y bebiendo café.

—Hola, Aspinella —dijo uno de los hombres, levantándose—. ¿Qué ocurre?

—Tengo que mantener una conversación privada con este tipo en la sala de interrogatorios —contestó Aspinella—. Cierra la puerta de la sala por fuera.

—Vale —dijo el hombre—. ¿Quieres que uno de nosotros entre contigo?

—No —contestó Aspinella—. Es sólo una charla amistosa.

—Ya… una de tus famosas charlas amistosas —dijo el hombre riéndose mientras estudiaba detenidamente a Heskow—. Lo he visto en las pantallas abajo, en la terminal. Comiendo una tarta de fresas, ¿verdad?

El hombre los acompañó a una puerta del otro extremo de la estancia y la abrió. En cuanto Heskow y Aspinella entraron en la sala de interrogatorios, cerró la puerta por fuera.

La presencia de otras personas tranquilizó a Heskow. La sala de interrogatorios era una preciosidad, con un sofá, un escritorio y tres sillones de aspecto muy cómodo. En un rincón había un refrigerador de agua con vasos de papel. Las paredes rosas estaban decoradas con fotografías y cuadros de aviones de todas las épocas.

Aspinella le indicó a Heskow que se acomodara en uno de los sillones situados delante del escritorio en el que ella acababa de sentarse para poder mirarlo desde arriba.

—¿Podemos ir al grano? —preguntó Heskow—. No puedo perder el vuelo.

Aspinella no contestó. Se inclinó hacia delante y tomó la cartera de documentos que Heskow sostenía sobre las rodillas, Heskow se sobresaltó. Aspinella abrió la cartera y examinó el contenido, con los diez grandes fajos de billetes de cien dólares. Estudió uno de los pasaportes falsos, y después lo volvió a guardar todo en la cartera y se la devolvió.

—Eres un hombre muy listo —dijo—. Te diste cuenta de que había llegado el momento de largarte, ¿Quién te dijo que yo te iba detrás?

—¿Por que me tenia usted que ir detrás? —preguntó Heskow.

Se había tranquilizado un poco, después de que Aspinella le devolviera la cartera de documentos.

Como respuesta, Aspinella se levantó el parche verde del ojo para que él pudiera ver el terrible cráter, Heskow ni siquiera parpadeó. Había visto cosas mucho peores en sus tiempos.

—Me has costado un ojo —le dijo Aspinella—. Sólo tú pudiste informar y prepararnos la trampa a Paul y a mí.

Heskow habló con la máxima sinceridad, lo cual había sido siempre una de las mejores armas en su profesión.

—Se equivoca se equivoca de medio a medio. Si lo hubiera hecho yo, me habría quedado con el dinero, como usted comprenderá. Mire, tengo que tomar sin falta este vuelo. —Se desabrochó la camisa y arrancó un trozo de cinta adhesiva. Dos bolsitas de dinero cayeron sobre la mesa—. Eso es suyo. Y también el dinero de la cartera. Son treinta de los grandes.

—¡Coño! —exclamó Aspinella—. Treinta mil. Eso es mucho dinero por un simple ojo. De acuerdo. Pero tiene que decirme el nombre del tipo que le pagó para tendernos la trampa.

Heskow tomó una decisión. Era su única oportunidad de no perder aquel vuelo. Sabía que Aspinella hablaba en serio. En su trabajo había tenido que tratar con demasiados asesinos maníacos como para que ahora pudiera equivocarse con ella.

—Puede creerme —le dijo—. Nunca imaginé que ese tipo fuera capaz de cargarse a dos policías de tan alto rango. Yo me limité a cerrar un trato con Astorre Viola para que él se pudiera esconder. Nunca hubiera imaginado que pudiera hacer algo así.

—Muy bien —dijo Aspinella—. Y ahora dime, ¿quién te pagó para que emprendieras la acción contra él?

—Paul lo sabía —contestó Heskow—. ¿No se lo dijo? Timmona Portella.

Aspinella tuvo un arrebato de furia. Su socio gordinflón no sólo era una mierda en la cama sino que además era un embustero hijo de puta.

—Levántate —le dijo a Heskow. De repente un arma apareció en su mano, Heskow se aterrorizó. Había visto aquella mirada en otras ocasiones, cuando él no era la víctima. Por un instante pensó que sus cinco millones de dólares ocultos morirían con él sin que nadie los reclamara. Y aquellos cinco millones se le antojaban un ser vivo. Qué desgracia tan grande.

—¡No! —gritó, echándose hacia atrás en el sillón.

Aspinella lo agarró por el pelo y lo levantó. Sostuvo el arma a cierta distancia de su cuello y abrió fuego. Heskow pareció escaparse volando de su presa y se desplomó ruidosamente contra el suelo, Aspinella se arrodilló a su lado. Le había arrancado media garganta. Tomó el arma de repuesto que guardaba en la funda del tobillo, la colocó en la mano de Heskow y se levantó. Oyó que abrían la puerta por fuera, e inmediatamente dos de los hombres que controlaban las pantallas irrumpieron en la estancia con las armas desenfundadas.

—He tenido que disparar —dijo—. Intentó sobornarme y después extrajo un arma. Avisad a los de la ambulancia de la terminal y yo misma llamaré a Homicidios, No toquéis nada y no me quitéis los ojos de encima.

A la noche siguiente, Portella llevó a cabo su ataque. La mujer y la hija de Cilke ya habían sido conducidas en secreto a una zona prohibida y fuertemente vigilada del FBI en California. Por orden del director, Cilke se encontraba en la oficina del FBI en Nueva York con todos los hombres de su equipo de guardia. Bill Boxton dirigiría la operación. Ostentaría el mando del destacamento especial y haría saltar la trampa de la casa de Cilke. No obstante, las reglas de combate eran muy severas. El Bureau no quería que se produjera un baño de sangre que desencadenara protestas de los grupos liberales. El equipo del FBI no abriría fuego a no ser que fuera atacado. Se haría todo lo posible por ofrecer a los atacantes la oportunidad de rendirse.

En su calidad de oficial adjunto de planificación, Kurt Cilke se reunió con el comandante del destacamento especial y con Bill Boxton. El jefe del destacamento era un hombre de treinta y cinco años en cuyo rostro se habían grabado las rígidas arrugas que suele llevar aparejadas el mando. Tenía la piel grisácea y un deplorable hoyuelo en la barbilla. Se llamaba Sestak y hablaba con marcado acento de Harvard. Se reunieron en el despacho de Cilke.

—Confío en que se mantenga en constante comunicación conmigo durante la operación —dijo Cilke—. Las reglas de combate deberán cumplirse tajantemente.

—Tengo otros cien hombres para cercarlos —dijo Sestak en tono pausado—. Los dejaremos entrar, pero no los dejaremos salir.

—Bien —dijo Cilke—. Cuando los capture, envíelos a nuestro centro de interrogatorios de Nueva York. Yo no estoy autorizado a participar en los interrogatorios, pero quiero información lo antes posible.

—¿Y si falla algo y acaban muertos? —preguntó Sestak.

—En tal caso se llevará a cabo una investigación interna y el director lo lamentará mucho. La realidad es la siguiente: serán detenidos por asociación para asesinar y saldrán en libertad bajo fianza. Después desaparecerán en América del Sur. Por consiguiente, sólo dispondremos de muy pocos días para interrogarlos.

Boxton miró a Cilke con una leve sonrisa en los labios. Sestak le dijo con su culto tono de voz:

—Creo que eso supondría para usted un enorme disgusto.

—Por supuesto que me molesta —dijo Cilke—. Pero el director tiene que tomar en consideración las repercusiones políticas. Las acusaciones de asociación son siempre muy complicadas.

—Comprendo —dijo Sestak—. O sea que tiene las manos atadas.

—Así es —dijo Cilke.

—Es una lástima —dijo Boxton en voz baja—, pueden intentar asesinar a un agente federal y largarse tranquilamente.

Sestak los estaba mirando a los dos con una burlona sonrisa en los labios. Su grisácea piel adquirió un tinte rojizo.

—Están ustedes tratando de convencer a alguien que ya lo está —dijo—. En cualquier caso, estas operaciones siempre fallan. Los tipos que van armados siempre creen que a ellos no les pueden disparar. Es un hecho muy curioso de la naturaleza humana.

Aquella noche Boxton acompañó a Sestak al área de operaciones que rodeaba la casa de Cilke en Connecticut. Se habían dejado encendidas las luces para dar la impresión de que había gente dentro. También había tres vehículos aparcados en el camino de la entrada para que pareciera que los guardias estaban dentro. Los automóviles llevaban trampas explosivas para que estallaran en el caso de que alguien los pusiera en marcha. Por lo demás, Boxton no podía ver nada.

—¿Dónde demonios están sus cien hombres? —le pregunto a Sestak.

Sestak sonrió de oreja a oreja.

—No está mal, ¿verdad? Se encuentran repartidos por aquí y ni siquiera usted los puede ver. Ya tienen líneas de fuego. Cuando entren los atacantes, la carretera se cerrará a sus espaldas. Tendremos un saco lleno de ratas.

Boxton permaneció al lado de Sestak en un puesto de mando, a cincuenta metros de la casa. Los acompañaba un equipo de comunicación de cuatro hombres, todos ellos con uniformes de camuflaje que se confundían con el bosque que les servía de escondrijo. Sestak y su equipo iban armados con rifles, pero Boxton sólo llevaba su revólver.

—No le quiero a usted en el combate —le dijo Sestak a Boxton—. Además, el arma que lleva no sirve de nada.

—¿Por qué no? —preguntó Boxton—. Me he pasado toda la carrera esperando el momento de poder disparar contra los malos.

Sestak se echó a reír.

—Pero hoy, no. Una orden de rango superior protege a mi equipo contra cualquier investigación legal o enjuiciamiento.

A usted, no.

—Pero yo estoy al mando de la operación —dijo Boxton.

Sestak lo miró fríamente.

—No cuando seamos operacionales. Entonces el mando lo ejerceré yo solo. Yo tomaré todas las decisiones. Ni siquiera el director me puede sustituir.

Esperaron juntos en la oscuridad. Boxton consultó su reloj. Faltaban diez minutos para la medianoche.

—Se acercan a la casa cinco vehículos llenos de hombres —le dijo a Sestak en voz baja uno de los hombres del equipo de comunicaciones—. La carretera ha sido cerrada a sus espaldas. El tiempo de llegada calculado es de cinco minutos.

Sestak llevaba unas gafas de rayos infrarrojos que le permitían ver en la oscuridad.

—De acuerdo —dijo—. Transmita la orden. No abrir fuego a no ser que disparen contra ellos, o por orden mía.

Esperaron. De repente cinco automóviles enfilaron a toda velocidad el camino de la entrada y bajaron varios hombres. Uno de ellos arrojó una bomba incendiaria contra la casa de Cilke, rompiendo el cristal de una ventana y enviando al interior de la estancia una fina llamarada roja.

De pronto toda la zona quedó inundada por la luz de unos potentes reflectores que dejó paralizado al grupo de veinte atacantes.

Se oyó un zumbido, y un helicóptero con luces cegadoras empezó a sobrevolar la zona. Unos altavoces lanzaron un mensaje a través de la noche.

—Éste es el FBI. Arrojen las armas y échense en el suelo.

Los hombres —deslumbrados por los reflectores y por el helicóptero— se quedaron petrificados. Boxton observó con alivio que habían perdido la voluntad de resistir.

Su sorpresa fue enorme cuando vio que Sestak levantaba el rifle y abría fuego contra el grupo. Los atacantes respondieron al instante con sus armas. A Boxton le ensordeció el fragor de los disparos que barrieron el camino de la entrada y abatieron a los atacantes. Estalló uno de los coches con trampa explosiva. Fue como si un huracán de plomo hubiera devastado el camino de la entrada, Se rompieron los cristales y cayo una lluvia de plata. Los demás quedaron como hundidos en el suelo y tan acribillados a balazos que hasta perdieron el color de la carrocería. Del camino de la entrada pareció brotar un manantial de sangre que empezó a correr y a arremolinarse alrededor de los automóviles. Los veinte atacantes se habían convertido en una masa sanguinolenta, en unos bultos de trapos empapados que parecían bolsas de una lavandería, listos para su recogida.

Boxton se encontraba en estado de choque.

—Ha disparado usted antes de que pudieran rendirse —le dijo a Sestak en tono acusador—. Así lo señalaré en mi informe.

—Discrepo —dijo Sestak, mirándolo con una sonrisa—. El lanzamiento de una bomba incendiaria contra la casa ha sido un intento de asesinato. No podía poner en riesgo a mis hombres. Así lo señalaré en mi informe. Además, ellos abrieron fuego primero.

—Eso no lo dirá el mío —dijo Boxton.

—No sea ridículo —dijo Sestak—. ¿Cree que al director le interesa su informe? Usted irá a parar a su lista negra. Para siempre.

—Pedirá su cabeza porque ha desobedecido usted sus órdenes —dijo Boxton—. Arderemos juntos en el infierno.

—Muy bien —dijo Sestak—. Pero yo soy el comandante táctico. Nadie me puede contradecir. Una vez que se me encomienda el mando, claro. No quiero que unos criminales piensen que pueden atacar a un agente federal. Ésta es la realidad, y usted y el director pueden irse a tomar por culo, así de claro.

—Veinte hombres muertos —dijo Boston.

—Y en buena hora —dijo Sestak—. Usted y Cilke querían que yo desobedeciera; pero no han tenido los cojones de hacerlo ustedes mismos.

Boxton comprendió de repente que era verdad.

Kurt Cilke se preparó para otra reunión con el director en Washington. Había redactado unas notas con un esquema de lo que pensaba decir y un informe sobre todas las circunstancias que habían rodeado el ataque contra su casa.

Lo acompañaría como siempre Bill Boxton, pero esta vez por expreso deseo del director.

Cilke y Boxton se encontraban en el despacho del director, con toda su hilera de monitores de televisión en los que figuraban los informes de los agentes de la oficina local del FBI.

El director, siempre cortés, les estrechó la mano a los dos y los invitó a sentarse pero mientras lo hacía le dirigió a Boxton una fría y apagada mirada.

—Señores —dijo, dirigiéndose también a dos agentes adjuntos presentes en la reunión—. Tenemos que resolver todo este desastre. No podemos dejar pasar una acción tan atroz sin responder a ella con todos los medios a nuestro alcance.

Cilke, ¿quiere usted permanecer en el puesto o prefiere pedir el retiro?

—Me quedo —contestó Cilke.

El director se volvió hacia Boxton. En su fino rostro aristocrático apareció una mueca severa.

—Usted estaba al frente de la operación. ¿Cómo es posible que resultaran muertos todos los atacantes y no tengamos a nadie a quien interrogar? ¿Quién dio la orden de abrir fuego? ¿Usted? ¿Y por qué motivo?

Boxton se incorporó rígidamente en el asiento, en posición de firmes.

—Señor —dijo—, los atacantes arrojaron una bomba contra la casa y abrieron fuego. No hubo más remedio.

El director lanzó un suspiro. Uno de los agentes auxiliares soltó un gruñido de desprecio.

—El capitán Sestak hizo una de las suyas, ¿Trató por lo menos de capturar a algún prisionero?

—Todo terminó en cuestión de dos minutos, señor —contestó Boston—. Sestak es un táctico muy eficiente.

—Bueno, menos mal que ni los medios de difusión ni la opinión pública han armado demasiado alboroto —dijo el director—. Pero debo decir que lo considero un baño de sangre.

—Ya lo creo —dijo uno de los agentes auxiliares.

—En fin, ahora ya no tiene remedio —dijo el director—. Cilke, ¿ya tiene preparado un plan operacional?

Cilke sintió un arrebato de cólera al oír aquellas críticas, pero consiguió contestar serenamente.

—Quiero que se asignen cien hombres a mi oficina. Quiero pedir una exhaustiva auditoría de los bancos Aprile. Pienso profundizar al máximo en los antecedentes de todos los implicados en este asunto.

—¿No se siente usted en deuda con Astorre Viola por haberle salvado a usted y a su familia? —preguntó el director.

—No —contestó Ciike—. Hay que conocer a esta gente. Primero te meten en un lio y después te ayudan a salir de él.

—Recuerde que uno de nuestros principales objetivos es apoderarnos de los bancos Aprile —dijo el director—. No sólo porque nos beneficiaremos de ello sino también porque estos bancos están destinados a ser un centro de blanqueo de dinero del narcotráfico. Y a través de ellos atraparemos a Portella y a Tulippa. Tenemos que considerarlo desde un punto de vista global. Astorre Viola se niega a vender los bancos, y el sindicato de mafiosos está tratando de liquidarlo. Hasta ahora han fracasado. Hemos averiguado que los dos asesinos a sueldo contratados para liquidar al Don han desaparecido. Dos investigadores de la policía de Nueva York saltaron por los aires.

—Astorre es astuto y escurridizo, y no mantiene relación con ningún tipo de crimen organizado, lo cual significa que no podemos acusarlo de nada —les dijo Cilke—. Puede que sus enemigos de la Mafia consigan deshacerse de él y que entonces los hijos del Don les vendan los bancos. Si así fuera, estoy seguro de que dentro de un par de años traspasarán la frontera de la legalidad.

No era insólito que los representantes de la ley y el orden del Estado jugaran una partida muy larga, especialmente con los narcotraficantes. Pero para ello no tenían más remedio que hacer la vista gorda cuando se cometían cientos crímenes.

—Varias veces nos lo hemos tomado con calma —dijo el director—. Pero eso no significa que tenga usted que darle carta blanca a Portella.

—Por supuesto que no —dijo Cilke.

Lo sabía muy bien, y todos los presentes en la estancia hablaban simplemente para que constara en acta.

—Le asignaré cincuenta hombres —dijo el director—. Y solicitaré una auditoría completa de los bancos, simplemente para que se lleven un buen susto.

—Ya les hemos hecho auditorías otras veces y no hemos encontrado nada —dijo uno de los agentes auxiliares.

—Siempre cabe una posibilidad —dijo Cilke—. Astorre no es banquero y a lo mejor ha cometido algún error.

—Sí —dijo el director—, al fiscal general del Estado le basta un pequeño resbalón.

De vuelta en Nueva York, Cilke se reunió con Boxton y Sestak para planificar la campaña.

—Nos van a enviar otros cincuenta hombres para investigar el ataque contra mi casa —les dijo—. Tenemos que andarnos con mucho cuidado. Quiero todo lo que se pueda averiguar sobre Astorre Viola, Quiero averiguar qué hay detrás de la explosión que hizo volar por los aires a los dos investigadores. Quiero toda la información que se pueda conseguir sobre la desaparición de los hermanos Sturzo y sobre el sindicato del crimen mafioso. Quiero que os concentréis muy especialmente en Astorre y Aspinella. Tiene fama de corrupta y de brutal y toda esta historia que cuenta sobre la voladura del vehículo y el dinero que se encontró en el lugar de los hechos es de lo más sospechoso.

—¿Y qué hacemos con el tal Tulippa? —preguntó Boxton—. Puede abandonar el país cuando le dé la gana.

—Tulippa se encuentra en estos momentos de gira, pronunciando conferencias en favor de la legalización de la droga y cobrando sus chantajes a las grandes empresas.

—¿No podríamos detenerlo por eso? —preguntó Sestak.

—No —contestó Cilke—. Tiene una compañía de seguros y les vende pólizas. Podríamos acusarlo, pero las empresas se oponen. Han conseguido resolver el problema de la seguridad de su personal en América del Sur. Y Portella no tiene ningún sitio adonde ir.

Sestak miró a Cílke con una fría sonrisa en los labios.

—¿Cuáles son las reglas de combate en este caso?

—El director ha ordenado que no se produzcan más matanzas, pero tú procura protegerte —contestó Cilke en un suave susurro—. Sobre todo contra Astorre.

—En otras palabras, podemos dar a Astorre por muerto —dijo Sestak.

Cilke pareció reflexionar un instante.

—Si es necesario —dijo.

Apenas una semana después, los auditores federales entraron en tromba en los archivos del banco Aprile, y Cilke acudió a entrevistarse personalmente con el señor Pryor en su despacho.

Cilke le estrechó la mano y le dijo jovialmente:

—Me encanta reunirme personalmente con la gente a la que quizá tenga que enviar a la cárcel. Bien, ¿puede usted ayudarnos de alguna manera y apearse del tren antes de que sea demasiado tarde?

El señor Pryor estudió al joven con expresión de benévola preocupación.

—¿De veras? —dijo—. Se ha equivocado usted totalmente de camino, se lo aseguro. Yo dirijo estos bancos con la máxima limpieza, según todas las leyes nacionales e internacionales.

—Bien, sólo quería decirle que estoy investigando sus antecedentes y los de todos los demás —dijo Cilke—. Y espero que estén todos en regla. Especialmente, los hermanos Sturzo.

—Estamos inmaculadamente limpios —dijo el señor Pryor, sonriendo.

Cuando Cilke se fue, el señor Pryor se reclinó en su asiento. La situación estaba adquiriendo un carácter alarmante. ¿Y si localizaran a Rosie? Lanzó un profundo suspiro. Que lástima. Tendría que hacer algo al respecto.

Cuando Cilke le comunicó a Nicole que quería verla a ella y a Astorre en su despacho al día siguiente, aún no había comprendido del todo el carácter de Astorre, y tampoco le apetecía comprenderlo.

Simplemente sentía por él el mismo desprecio que le inspiraba toda la gente que quebrantaba la ley. No comprendía la determinación de un auténtico mafioso.

Astorre creía en las antiguas tradiciones. Sus seguidores lo querían no sólo por su cansina personal sino también porque valoraba el honor por encima de todo.

Un verdadero mafioso tenía la suficiente fuerza de voluntad como para vengar cualquier afrenta a su persona o a su cosca. Jamás podía someterse a la voluntad de otra persona, gobierno o entidad. Y en eso estribaba su poder. Su voluntad estaba por encima de todo, la justicia era lo que él decretaba que tenia que ser. Astorre había nacido en aquel ambiente y había sido adiestrado para aquel servicio durante sus años de estancia en Sicilia. La salvación de Cilke y de su familia había sido un fallo de su carácter. Pese a ello, se dirigió con Nicole al despacho de Cilke, con la vaga esperanza de que éste le diera las gracias y se mostrara algo menos hostil con él.

Enseguida se percató del cuidado con que se había organizado el encuentro. Delante de la puerta del despacho de Cilke había dos guardias de seguridad, que los registraron tanto a él como a su prima antes de entrar. Cilke se encontraba de pie detrás de su escritorio, mirándolos con rabia mal contenida. Les indicó por señas que se sentaran, sin el menor gesto amistoso.

Los dos guardias de seguridad entraron en el despacho y los encerraron a todos dentro.

—¿Se está grabando esta entrevista? —preguntó Nicole.

—Si —contestó Cilke—. En audio y video. No quiero que haya ningún malentendido al respecto. —Hizo una pausa—. Quiero que comprendan que nada ha cambiado. Le considero un pedazo de escoria —le dijo a Astorre— y no permitiré que viva en este país. Yo no me trago este cuento del Don. No me trago su historia sobre el confidente. Creo que todo eso lo montó con su cómplice y que después lo traicionó para recibir un trato más clemente por mi parte. Desprecio todas esas tretas.

Astorre se sorprendió sinceramente de que Cilke hubiera conseguido acercarse tanto a la verdad. Y lo miró con renovado respeto. Pero seguía estando dolido. Aquel tipo no le estaba agradecido y no sentía el menor respeto por el hombre que les había salvado la vida a él y a su familia. Sonrió al pensar en las contradicciones que se agitaban en su inferior.

—Usted lo considera gracioso, una de sus bromas de la Mafia —añadió Cilke—. Yo le borraré la sonrisa de la cara en dos segundos. —Se volvió hacia Nicole—. En primer lugar, el Bureau exige que nos revelen las verdaderas circunstancias en que obtuvieron esa información. No esa historia falsa que nos contó su primo. Me deja usted de piedra, señora abogada. Estoy pensando en la posibilidad de acusarla de complicidad.

—Puede usted intentarlo —replicó fríamente Nicole—, pero le aconsejo que lo consulte primero con su director.

—¿Quién le reveló el previsto ataque contra mi casa? —preguntó Cilke—. Queremos saber quién es el verdadero confidente…

Astorre se encogió de hombros.

—Lo toma o lo deja —dijo.

—Ninguna de las dos cosas —replicó fríamente Cilke—. Que quede claro, Usted es una mierda como los demás. Un asesino como ellos. Sé que hizo saltar por los aires a Di Benedetto y Aspinella. Estamos investigando la desaparición de los hermanos Sturzo en Los Ángeles. Mató usted a tres matones de Portella y tomó parte en un secuestro. A la larga lo atraparemos. Y entonces no será más que otro pedazo de mierda.

Por primera vez, Astorre pareció perder un poco la compostura mientras la máscara de cordialidad desaparecía de su rostro. Sorprendió a Nicole mirándolo con una especie de aterrorizada compasión. Por eso dejó que se esfumara parte de su cólera.

—No espero ningún favor de usted —le dijo a Cilke—. Usted no sabe ni siquiera lo que significa el honor. Salvé la vida de su mujer y de su hija. Podrían estar bajo tierra de no haber sido por mi. Y ahora usted me manda llamar para insultarme. Su esposa y su hija están vivas gracias a mí. Respéteme por eso, por lo menos.

Cilke lo miró fijamente.

—Yo no lo respeto por nada —dijo, lamentando con toda su alma estar en deuda con Astorre.

Astorre hizo ademán de levantarse de su asiento para abandonar la estancia, pero uno de los guardias de seguridad lo empujó, obligándolo a volver a sentarse.

—Le voy a hacer la vida imposible —dijo Cilke.

—Haga usted lo que quiera —dijo Astorre, encogiéndose de hombros—. Pero permítame decirle lo siguiente: sé que usted contribuyó a colocar a Don Aprile a tiro de sus asesinos, y todo porque usted y el Bureau quieren apoderarse de los bancos.

Al oír sus palabras, los guardias de seguridad empezaron a acercarse a él, pero Cilke les indicó por señas que no lo hicieran.

—Sé que usted puede detener los ataques contra mi familia —dijo Astorre—. Y ahora le digo que le hago a usted responsable de lo que les pueda ocurrir.

Desde el otro extremo del despacho, Bill Boxton preguntó, arrastrando las palabras:

—¿Está usted amenazando a un agente federal?

—Por supuesto que no —terció Nicole—, le está pidiendo ayuda, simplemente.

Cilke parecía más tranquilo.

—Y todo eso por su amado Don. Bien, eso quiere decir que no ha leído usted el expediente que le entregué a Nicole. Su amado Don fue el hombre que mató a su padre natural cuando usted sólo tenía dos años.

Astorre miró a Nicole.

—¿Esa es la parte que borraste?

Nicole asintió con la cabeza.

—No creí que fuera cierto, y en caso de que lo fuera no me pareció oportuno que lo supieras. Sólo hubiera servido para hacerte daño.

Astorre sintió que la estancia daba vueltas a su alrededor, pero inantuvo la compostura.

—No importa —dijo.

—Y ahora que todo esta claro, ¿nos podemos marchar? —le pregunto Nicole a Cilke.

La impresionante figura de Cilke se irguió en todo su poder cuando éste salió de detrás del escritorio y le dio a Astorre una juguetona palmada en la cabeza. La sorpresa fue tan grande para él como para Astorre, pues jamás en su vida había hecho nada semejante. Pretendía manifestarle con ello su desprecio, que era el disfraz del profundo odio que sentía. Comprendió que jamás podría perdonarle a Astorre el que hubiera salvado a su familia. Astorre se limitó a mirarlo fijamente a los ojos. Y comprendió exactamente lo que sentía.

Nicole regresó con Astorre a su apartamento y trató de consolarlo de la humillación sufrida, pero eso sólo sirvió para avivar su furia. Más tarde le preparó un ligero almuerzo y le convenció de que se tumbara a echar la siesta en su cama. Astorre, medio adormilado, percibió la presencia de Nicole a su lado, en la cama, abrazándolo. La apartó.

—Ya has oído lo que ha dicho Cilke de mí —le dijo—. ¿Quieres seguir mezclándote en mi vida?

—No le creo ni me creo sus informes —contestó Nicole—. Astorre, creo sinceramente que te sigo queriendo.

—No podemos regresar a la época en que éramos unos niños —le dijo dulcemente Astorre—. Yo no soy la misma persona y tu tampoco. Tú lo que quieres es que volvamos a ser unos muchachos.

Permanecieron abrazados en la cama. Astorre preguntó finalmente con voz soñolienta:

—¿Crees que es cierto eso que dicen de que el Don mató a mi padre?

Al día siguiente, Astorre voló a Chicago con el señor Pryor y consultó con Benito Craxxi. Puso a los dos hombres al corriente de lo ocurrido y después les hizo la pregunta:

—¿Es cierto que Don Aprile mató a mi padre?

En lugar de responder, Craxxi le formuló una pregunta.

—¿Tuviste algo que ver con el ataque contra la familia de Cilke?

—No —mintió Astorre.

Les mintió porque no quería que nadie conociera el alcance de su astucia. Sabía que ellos no lo hubieran aprobado.

—Y sin embargo los salvaste —dijo Don Craxxi—. ¿Por qué?

Astorre tuvo que volver a mentir. No quería que sus aliados supieran que era tan sentimental, que no podía soportar la idea de ver morir a la esposa y la hija de Cilke.

—Hiciste bien —dijo Don Craxxi.

—No han contestado a mi pregunta —dijo Astorre.

—Porque es muy complicado. Frank Viola no era tu verdadero padre —le explicó Craxxi—. Tú eras el hijo recién nacido de un gran Jefe de la Mafia de Sicilia que a los 85 años estaba al frente de una cosca muy poderosa. Tu madre era muy joven cuando murió de parto. El viejo Don, cuando estaba en las últimas, nos mando llamar a mí, a Don Aprile y a Bianco junto a su lecho. Toda su cosca se derrumbaría a su muerte, y él estaba preocupado por tu futuro. Nos hizo prometer que cuidaríamos de ti y eligió a Don Aprile para que te llevara consigo a Estados Unidos. Una vez allí. Don Aprile, como su mujer se estaba muriendo de cáncer y él quería ahorrarte sufrimientos, te encomendó a la custodia de la familia Viola, lo cual fue un error, pues tu padre adoptivo resultó ser un traidor y lo tuvieron que ejecutar. En cuanto terminaron sus problemas, Don Aprile te acogió en su casa. El Don tenía un siniestro sentido del humor y lo dispuso todo de tal forma que la muerte fuera calificada de suicidio en el maletero de un automóvil. A medida que ibas creciendo se fueron acentuando en ti todos los rasgos de tu verdadero padre, el gran Don Zeno. Y entonces Don Aprile decidió que te convirtieras en el defensor de su familia. Por eso te envió a Sicilia para que te adiestraran.

Astorre no se sorprendió. En algún recóndito rincón de su memoria conservaba grabada la imagen de un hombre muy viejo y de un paseo en una carroza fúnebre.

—Sí, y ahora estoy preparado —dijo Astorre—. Aún sé cómo tomar la ofensiva. Portella y Tulippa están bien protegidos. Y yo tengo que preocuparme por Grazziella. Al único a quien podría matar es al cónsul general Marriano Rubio. Entretanto, Cilke me persigue como un sabueso. Ni siquiera sé por dónde empezar.

—Jamás debes atacar a Cilke —dijo Don Craxxi.

—Sí —convino el señor Pryor—. Sería desastroso.

Astorre les dirigió una tranquilizadora sonrisa.

—De acuerdo —dijo.

—Tengo una buena noticia —le dijo Craxxi—. Grazziella, en Corleone, le ha pedido a Bianco que concierte una reunión contigo en Sicilia. Bianco te mandará llamar dentro de un mes.

Puede que sea tu clave.

El grupo se reunió en la sala de conferencias del consulado peruano. La reunión había sido convocada por Inzio Tulippa, Timmona Portella y Marriano Rubio. Desde Sicilia, Michael Grazziella manifestó su profundo pesar por no poder asistir.

Inzio dio comienzo a la reunión, prescindiendo de su habitual encanto sudamericano. Estaba impaciente.

—Tenemos que resolver la cuestión, ¿nos hacemos con los bancos o no? He invertido muchos millones de dólares y estoy muy decepcionado con los resultados.

—Astorre es como un fantasma —dijo Portella—. No hay manera de convencerlo. No acepta más dinero. Tenemos que liquidarlo. Entonces, los otros venderán.

Inzio se volvió hacia Rubio.

—¿Estás seguro de que tu amorcito se mostrará de acuerdo?

—Yo la convenceré —contestó Rubio.

—¿Y los dos hermanos? —preguntó Inzio.

—No les interesa en absoluto una vendetta —dijo Rubio—. Nicole me lo ha asegurado.

—Sólo hay un medio —dijo Timmona Portella—. Secuestrar a Nicole y atraer a Astorre para que acuda a rescatarla.

Rubio protestó.

—¿Y por qué no a uno de los hermanos?

—Porque ahora Marcantonio está fuertemente protegido —respondió Pondia—. Y no podemos hacer ninguna tontería con Valerius porque el espionaje militar se nos echaría encima, y son una pandilla de depravados.

—No quiero oírte decir más idioteces —le dijo Inzio a Rubio—. ¿Por qué vamos a poner en peligro miles de millones de dólares para no causarle molestias a tu novia?

—Es que eso ya lo hemos probado —dijo Rubio—. Y recuerda que tiene a Helene, su guardaespaldas.

El cónsul cuidaba mucho sus palabras. Hubiera sido terrible que Inzio se enojara con él.

—La guardaespaldas no es ningún problema —dijo Timmona Portella.

—Bueno, pues estoy de acuerdo con vosotros siempre y cuando Nicole no sufra ningún daño —dijo Rubio.

Marriano Rubio lo organizó todo, invitando a Nicole al baile de gala anual en el consulado peruano. La misma tarde del baile, Astorre fue a verla a su casa para comunicarle que se iba a Sicilia para una breve visita. Mientras Nicole se bañaba y se vestía, Astorre como la guitarra que ella le guardaba y empezó a cantarle dulces canciones de amor con su áspera pero bien timbrada voz.

Cuando Nicole salió del cuarto de baño, iba completamente desnuda; sólo llevaba un albornoz blanco colgado del brazo.

Astorre se quedó boquiabierto de asombro ante aquella belleza normalmente oculta por los vestidos. Cuando ella se inclinó hacia él, Astorre tomó el albornoz y le envolvió el cuerpo con él.

Nicole dejó que la rodeara con sus brazos y lanzó un suspiro.

—Ya no me quieres.

—En realidad tú no sabes quién soy yo —contestó Astorre, riéndose—. Ya no somos unos niños.

—Pero sé que eres bueno —dijo Nicole—. Salvaste a Cilke y a su familia. ¿Quién es tu confidente?

Astorre soltó otra carcajada.

—Eso no es asunto tuyo —respondió.

Después se fue al salón para evitar que ella le siguiera haciendo más preguntas.

Aquella noche Nicole asistió al baile en compañía de su guardaespaldas, Helene, que se lo pasó mucho mejor que ella. Sabía que Rubio, en su calidad de anfitrión, no podía estar demasiado pendiente de ella. Pero él había puesto una limusina a su disposición para aquella noche.

Guando terminó el baile, la limusina la dejó delante de su casa. Helene bajó primero. Pero antes de que pudieran entrar, cuatro hombres las rodearon. Helene se inclinó hacia la funda del tobillo, pero demasiado tarde. Uno de los hombres le pegó un tiro en la cabeza, tiñendo de sangre su diadema de flores.

En aquel momento otro grupo de hombres emergió de entre las sombras. Tres de los atacantes emprendieron la huida mientras Astorre se situaba delante de Nicole. El que había abierto fuego contra Helene ya había sido desarmado.

—Que la saquen de aquí —le dijo Astorre a uno de los hombres, apuntando con su arma al asesino—. Bueno, ¿quién os envía? —preguntó.

El asesino no parecía asustado.

—¡Vete a la mierda! —le contestó.

Nicole vio cómo se endurecía el rostro de Astorre instantes antes de efectuar un disparo contra el pecho del individuo. Después Astorre se acercó un poco más, agarró al hombre por el pelo mientras se desplomaba al suelo y le descerrajó un tiro en la cabeza, Nicole comprendió en aquel momento lo que debía de haber sido su padre y vomitó sobre el cuerpo de Helene. Astorre se volvió a mirarla con una triste sonrisa en los labios. Nicole no pudo mirarlo.

Astorre la acompañó a su apartamento. Le dio instrucciones sobre lo que debería decirle a la policía: que se había desmayado cuando dispararon contra Helene y no había visto nada. En cuando él se fue, Nicole llamó a la policía.

Al día siguiente, tras haber tomado disposiciones para que un equipo de guardaespaldas protegiera a su prima las veinticuatro horas del día, Astorre voló a Sicilia para reunirse con Grazzielia y Bianco en Palermo.

Astorre siempre seguía la misma ruta cuando regresaba a Sicilia. Volaba a México, y allí subía a bordo de un jet privado para que no quedara constancia del viaje.

En Palermo fue recibido por Bianco, que ahora iba tan elegantemente vestido al estilo de Palermo que nadie hubiera reconocido en él al feroz bandido de otros tiempos. Un chofer los condujo a la villa de Bianco, al borde del mar.

Bianco se alegró mucho de verlo y lo abrazó con afecto.

—O sea que tienes dificultades en América —le dijo—. En cambio yo tengo una buena noticia para ti. —Estaban sentados en el jardín de la villa, adornado con estatuas del antiguo Imperio romano—. ¿Qué tal tu vieja herida? ¿Te causa molestias?

Astorre se acarició la cadena de oro.

—No —contestó—. Pero me estropeó la voz para cantar.

Es lugar de cantar como un tenor, ahora suelto graznidos como un cuervo.

—Mejor un barítono que una soprano —dijo Bianco, echándose a reír—. De todos modos, en Italia sobran tenores.

Uno menos no importa. Tú eres un verdadero mafioso, y eso es lo que nos interesa.

Astorre sonrió al evocar aquel lejano día en que había decidido nadar un poco en el mar. En lugar del afilado aguijón de la traición, ahora sólo recordaba lo que sintió al despertar.

—¿Cuál es la buena noticia? —preguntó, acariciándose el amuleto de la garganta.

—He hecho las paces con los corleoneses y Grazziella —dijo Bianco—. Él no tuvo nada que ver con el asesinato de Don Aprile. Entró a formar parte del grupo más tarde. Pero ahora no está de acuerdo con Portella y Tulippa. Cree que son demasiado temerarios y chapuceros. No aprobó el ataque contra el agente federal. Y te respeta enormemente. Te conoce por los servicios que me has prestado. Piensa que eres un hombre muy difícil de matar. Y ahora quiere abandonar todas las acciones contra ti. Incluso está dispuesto a ayudarte.

Astorre lanzó un suspiro de alivio. Su tarea sería mucho más fácil si no tenía que preocuparse por Grazziella.

—Mañana reúnete aquí con nosotros en la villa —le dijo Bianco.

—¿Tanto confía en usted? —preguntó Astorre.

—No tiene más remedio —contestó Bianco—. Porque si yo no estuviera aquí en Palermo, él no podría gobernar Sicilia. Y hoy somos más civilizados que la última vez que tú estuviste aquí.

Cuando Michael Grazziella se presentó, la tarde del día siguiente, Astorre observó que iba vestido de acuerdo con el respetabilísimo estilo de un político de Roma; traje oscuro, camisa blanca y corbata oscura.

Los dos guardaespaldas que lo acompañaban vestían del mismo modo. Grazziella era un hombre bajito y educado que hablaba en tono muy suave. A juzgar por su aspecto, nadie hubiera dicho que era el responsable del asesinato de seis altos magistrados de la lucha contra la Mafia. Tomó la mano de Astorre y le dijo:

—He venido aquí para ayudarte como prueba de afecto hacia nuestro amigo Bianco. Te ruego por favor que olvides el pasado. Tenemos que empezar por el principio.

—Gracias —dijo Astorre—. Es un honor.

Grazziella les hizo una seña a los guardaespaldas y éstos salieron a la playa.

—Bueno, Michele —dijo Bianco—. ¿Qué ayuda puedes prestar?

Grazziella miró a Astorre y dijo:

—Portella y Tulippa son demasiado temerarios para mi gusto. Y el cónsul general Marriano Rubio es demasiado deshonesto. En cambio tú me pareces un hombre inteligente y cualificado. Además, Nello es mi sobrino y me enteré de que tú le habías perdonado la vida, lo cual no es poca cosa. O sea que tengo mis motivos.

Astorre asintió con la cabeza. Detrás de Grazziella vio las olas del mar verde oscuro siciliano iluminadas por los mortíferos rayos del sol de Sicilia. Tuvo una repentina sensación de nostalgia y una puntada al pensar que tendría que volver a marcharse Todo aquello le era más familiar de lo que jamás le sería Estados Unidos. Echaba de menos las calles de Palermo, el sonido de las voces italianas, su propia lengua hablando un idioma que era más suyo que el inglés. Volvió a mirar a Grazziella.

—Bueno, ¿qué más me puede decir?

Grazziella se tomó el café pero no tocó las pastas.

—Los del grupo quieren que me reúna con ellos en América. Te puedo faciliar su paradero y revelarte sus medidas de seguridad. Si emprendes una acción drástica, te puedo ofrecer refugio en Sicilia, y si ellos intentaran extraditarte, tengo amigos en Roma que lo podrían impedir.

—¿Tanto poder tiene usted? —le preguntó Astorre.

—Por supuesto que sí —contestó Grazziella, encogiéndose levemente de hombros—. ¿Cómo podríamos existir de otro modo? Pero no tienes que ser imprudente.

Astorre comprendió que se estaba refiriendo a Cilke. Miró con una sonrisa a Grazziella.

—Yo jamás cometería una imprudencia.

—Tus enemigos son mis enemigos y me comprometo con tu causa —dijo Grazziella, mirándolo con una cortés sonrisa.

—Supongo que no participará usted en la reunión —dijo Astorre.

Grazziella volvió a sonreír.

—Algo me retendrá aquí en el último momento y no estaré presente.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó Astorre.

—Dentro de un mes —contestó Grazziella.

Cuando Grazziella se fue, Astorre le preguntó a Bianco:

—Dígame, por favor, ¿por qué lo hace?

Bianco le dirigió una sonrisa de admiración.

—Qué bien comprendes Sicilia. Todas las razones que ha dado son válidas. Pero hay un motivo principal que no ha dicho. —Bianco dudó un poco antes de seguir adelante—. Tulippa y Portella lo han estado engañando en el reparto de los beneficios de la droga, y más pronto o más tarde hubiera tenido que enfrentarse con ellos. Eso él no lo puede consentir. Te tiene en muy buen concepto y le iría muy bien que eliminaras a sus enemigos y te convirtieras en su aliado. Grazziella es un hombre muy listo.

Aquella noche Astorre dio un paseo por la playa y pensó en lo que tendría que hacer. Ya se vislumbraba el desenlace.

El señor Pryor no estaba preocupado por el control de los bancos Aprile y sabía que podría defenderlos contra las autoridades. Sin embargo, cuando el FBI inundó Nueva York tras el intento de asesinato contra Cilke, temió que pudiera descubrir algo. Sobre todo después de la visita de Cilke.

En su primera juventud, el señor Pryor había sido uno de los más apreciados asesinos de la Mafia de Palermo. Pero había comprendido lo que le convenía y se había dedicado al negocio de la banca, donde su natural encanto e inteligencia y sus conexiones criminales le aseguraron el éxito. De hecho se convirtió en un banquero de la Mafia en todo el mundo. No tardó en convertirse en experto en tormentas monetarias y en ocultación de dinero negro. Por si fuera poco, tenía un talento especial para comprar negocios legales a buen precio. Al final emigró a Inglaterra, porque la justicia del sistema inglés podía proteger mejor sus riquezas que los sobornos generalizados de Italia.

Pero su largo brazo se extendía hasta Palermo y Estados Unidos. Era el principal banquero de los negocios inmobiliarios controlados por la cosca de Bianco en Sicilia, y el vínculo entre el banco Aprile y Europa.

Ahora, en medio de toda aquella actividad policial, el señor Pryor recordó un posible foco de peligro. Rosie. Ella podía establecer un nexo entre Astorre y los hermanos Sturzo. Además, el señor Pryor sabía que Astorre aún sentía debilidad por la chica y hallaba cierto alivio en sus encantos. Y por mucho que el admirara a la joven, no lo consideraba prudente.

Decidió tomar cartas en el asunto, tal como ya hiciera en otros tiempos en Londres. Sabía que Astorre no aprobaría su acción, pero él lo podría convencer una vez consumados los hechos. El señor Prvor no subestimaba el peligro que entrañaría la acción, pues de sobras conocía el carácter de Astorre. Pero éste siempre había sido razonable, y al final comprendería la sagacidad de su proceder. Esto no empañaba para nada el respeto que él sentía por Astorre, pues era una debilidad que existía desde tiempos inmemoriales. Y además Rosie era una mafiosa al cien por cien. ¿Quién no hubiera sucumbido ante sus encantos?

Sin embargo, no había más remedio que hacerlo. Aquella noche el señor Pryor llamó al apartamento de Rosie. Ella se alegró de oír su voz, sobre todo al decirle él que tenía una buena noticia que darle. Cuando colgó el teléfono, el señor Pryor lanzó un suspiro de pesar.

Al salir se llevó consigo a sus dos sobrinos como chofer y guardaespaldas. Dejó a uno en el vehículo delante del edificio y subió con el otro al apartamento de Rosie.

Rosie los recibió arrojándose en brazos del señor Pryor. Esto pilló tan por sorpresa al sobrino que hizo ademán de introducir la mano bajo la chaqueta para extraer el arma.

Después la joven preparó cafe y sacó una bandeja de pastas, especialmente importadas de Nápoles. AI señor Pryor no le parecieron gran cosa, y eso que se consideraba un experto en la materia.

—Eres un encanto de chica —dijo el señor Pryor—. Toma, prueba una —le dijo a Su sobrino.

Pero el sobrino se había retirado a un rincón de la estancia para presenciar la pequeña comedia que estaba interpretando su tío.

Rosie dio una palmada al sombrero flexible que el señor Pryor había dejado a su lado y le dijo en tono burlón:

—Me gustaba más su bombín inglés. Entonces no tenía una pinta tan envarada.

—Ya —dijo jovialmente el señor Pryor—, cuando uno cambia de país siempre tiene que cambiar de sombrero. Mi querida Rosie, he venido aquí para pedirte un gran favor.

Observó su casi imperceptible títubeo antes de que ella batiera jubilosamente palmas.

—Ya sabe usted que haré lo que sea —dijo Rosie—. Le debo muchas cosas.

El señor Pryor se enterneció ante su dulzura, pero lo que se tenía que hacer se tenía que hacer.

—Rosie —le dijo—, quiero que arregles tus asuntos para que mañana te puedas ir a Sicilia, aunque sólo por muy poco tiempo, Astorre te estará esperando allí y tú deberás entregarle unos papeles de mi parte con carácter estrictamente confidencial. Te echa de menos y quiere mostrarte Sicilia.

Rosie se ruborizó de emoción.

—¿De veras quiere verme?

—Pues claro —dijo el señor Pryor.

En realidad, en aquellos momentos Astorre estaba regresando a casa desde Sicilia y estaría de vuelta en Nueva York a la noche del día siguiente. Los aparatos de ambos se cruzarían sobre el Atlántico.

Rosie adoptó un tono afectadamente práctico.

—No puedo irme así, sin más. Tengo que hacer las reservas, ir al banco y resolver un montón de pequeños detalles.

—No quisiera parecerte presuntuoso —le dijo el señor Pryor—, pero ya lo he arreglado todo. —Se sacó del bolsillo un sobre blanco alargado—. Esto es tu billete de avión. En primera clase. Dentro hay también diez mil dólares para compras de última hora y gastos de viaje. Mi sobrino, ese que te está mirando deslumbrado desde aquel rincón, pasará a recogerte en su limusina mañana por la mañana. En Palermo te recibirá Astorre o uno de sus amigos.

—Tengo que regresar dentro de una semana —dijo Rosie—. Tengo unos exámenes para el doctorado.

—No te preocupes —dijo el señor Pryor—. No tendrás que preocuparte por los exámenes, te lo prometo, ¿Acaso te he fallado alguna vez?

Hablaba con un cariñoso tono de anciano tío bonachón, pero en realidad estaba pensando: qué lástima que Rosie jamás pueda volver a ver Estados Unidos.

Se bebieron el café y saborearon unos cuantos pastelillos. El sobrino declinó una vez más la invitación a tomar algo. La charla quedó interrumpida por el timbre del teléfono. Rosie se puso al aparato.

—Oh Astorre —dijo—, creía que aún estabas en Sicilia. Sí, el señor Pryor me lo ha dicho. Está tomando café aquí conmigo.

El señor Pryor siguió saboreando tranquilamente su café. En cambio el sobrino se levantó, pero se volvió a sentar al ver la severa mirada de su tío.

Rosie guardó silencio y miró inquisitivamente al señor Pryor. Éste asintió con la cabeza en tono tranquilizador.

—Sí, lo había arreglado todo para que yo me reuniera contigo en Sicilia y pasara una semana allí. —Rosie hizo una pausa y después añadió—: Sí, pues claro que estoy decepcionada. Siento que hayas tenido que regresar inesperadamente. ¿Quieres hablar con él? ¿No? Bueno. Se lo diré. —Rosie colgó el teléfono—. Qué lástima —le dijo al señor Pryor—. Ha tenido que regresar antes de lo previsto. Pero quiere que lo espere aquí. Vendrá dentro de una media hora.

El señor Pryor alargó la mano hacia otra pasta.

—Muy bien —dijo.

—Se lo explicará todo cuando venga —dijo Rosie—. ¿Un poco más de café?

El señor Pryor asintió con la cabeza y lanzó un triste suspiro.

—Lástima. Te lo hubieras pasado maravillosamente bien en Sicilia.

Se imaginó su triste entierro en un cementerio siciliano.

—Baja y espérame en el automóvil —le dijo a su sobrino.

El joven se levantó a regañadientes, y el señor Pryor le indicó por señas a Rosie que lo acompañara a la puerta. Después le dirigió una sonrisa y le preguntó:

—¿Has sido feliz durante estos últimos años?

Astorre había llegado con un día de adelanto y había sido recogido por Aldo Monza en el pequeño aeropuerto de Nueva Jersey. Había viajado en un Jet privado y con pasaporte falso, naturalmente. Había llamado a Rosie obedeciendo a un repentino impulso, por puro deseo de verla y para poder relajarse pasando una noche con ella. Pero al decirle Rosie que el señor Pryor se encontraba en su apartamento se disparó su alarma de peligro. Y al comentarle ella el viaje a Sicilia, comprendió de inmediato los planes del señor Pryor. Procuró reprimir su cólera. El señor Pryor se proponía hacer lo que a su juicio era necesario, basándose en su experiencia. Pero era un precio demasiado alto a cambio de la seguridad.

Rosie abrió la puerta y se arrojó en sus brazos. El señor Pryor se levantó de su asiento y Astorre se acercó a él y lo abrazó. El señor Pryor disimuló su extrañeza, pues Astorre no tenía por costumbre mostrarse tan afectuoso.

Después, para asombro del señor Pryor, Astorre le dijo a Rosie:

—Ve a Sicilia mañana, según lo previsto. Yo me reuniré allí contigo dentro de unos días. Nos lo pasaremos divinamente.

—Estupendo —dijo Rosie—. Nunca he estado en Sicilia.

—Gracias por arreglarlo todo —le dijo Astorre al señor Pryor. Después se volvió de nuevo hacia Rosie—. No puedo quedarme —le dijo—. Nos veremos en Sicilia, Esta noche tengo unos asuntos importantes que resolver con el señor Pryor.

Así que ya puedes empezar a prepararte para el viaje. Y no lleves demasiada ropa. Ya iremos de compras en Palermo.

—De acuerdo —dijo Rosie.

Besó al señor Pryor en la mejilla y le dio a Astorre un fuerte abrazo y un prolongado beso. Después, abrió la puerta.

Cuando los dos hombres estuvieron en la calle, Astorre le dijo al señor Pryor:

—Acompáñeme a mi automóvil. Dígales a sus sobrinos que regresen a casa. Esta noche no los va a necesitar.

Sólo entonces se puso un poco nervioso el señor Pryor.

—Lo hacia por tu bien —le dijo a Astorre.

En cuanto se acomodaron en el asiento de atrás del vehículo de Astorre, a cuyo volante se sentaba Monza, Astorre se volvió hacia el señor Pryor.

—No hay nadie que le aprecie más que yo —le dijo—. ¿Pero soy yo el jefe, o no lo soy?

—Sin la menor duda —contestó el señor Pryor.

—Era un problema que ya tenía intención de resolver —dijo Astorre—. Comprendo el peligro y me alegro de que me haya usted obligado a actuar, Pero la necesito. Podemos correr ciertos riesgos. Así que aquí van mis instrucciones. En Sícilia, proporciónele una lujosa vivienda con servidumbre. Podrá matricularse en la universidad de Palermo. Dispondrá de una generosa asignación, y Bianco la presentará a la mejor sociedad de Sicilia. Allí procuraremos que sea feliz, y Bianco controlará cualquier problema que pueda surgir. Sé que usted no aprueba el afecto que siento por ella, pero es algo que no puedo evitar. Cuento con sus defectos para que sea feliz en Palermo. Siente debilidad por el dinero y el placer, pero ¿quién no la siente? Le hago a usted responsable por tanto de su seguridad. No quiero que ocurra ningún accidente.

—Yo también aprecio mucho a la muchacha, como tú bien sabes —dijo el señor Pryor—. Es una auténtica mafiosa. ¿Regresarás a Sicilia?

—No —contestó Astorre—. Tenemos Otros asuntos más importantes.