Cuando recibió el mensaje cifrado en el que se le informaba de que Heskow deseaba reunirse con él, Astorre tomó precauciones. Siempre cabía la posibilidad de que Heskow se volviera contra él. Por consiguiente, en lugar de responder al mensaje, a medianoche se presentó sin previo aviso en la casa que Heskow tenía en Brightwaters. Se hizo acompañar por Aldo Monza y otro automóvil con cuatro hombres más. Llevaba el chaleco antibalas. Llamó a Heskow para que abriera la puerta cuando ya estaba en el camino de la entrada.
Heskow no pareció sorprendido lo más mínimo. Él mismo preparó café y se lo sirvió. Después le dijo sonriendo:
—Tengo una buena noticia y una mala noticia —le dijo sonriendo—. ¿Cuál le digo primero?
—Suelte lo que sea —contestó Astorre.
—La mala noticia es que me veo obligado a abandonar el país para siempre a causa precisamente de la buena noticia. Y quiero pedirle que cumpla su promesa. Que no le ocurra nada a mi chico aunque yo ya no pueda trabajar más para usted.
—Ya la tiene —dijo Astorre—. Digame ahora por qué tiene que abandonar el país.
Heskow sacudió la cabeza con semblante abatido.
—Porque el muy imbécil de Portella se está pasando de la raya. Va a cargarse al tal Cilke, el tipo del FBI. Y quiere que yo sea el jefe operativo del equipo que llevará a cabo la acción.
—Pues dígale que no quiere hacerlo —dijo Astorre.
—No puedo —dijo Heskow—. La acción ha sido decidida por todo su grupo, y si me niego estoy perdido, y hasta es posible que también mi hijo. Así que yo organizaré el ataque, pero no participaré en él. Habré desaparecido. Después, cuando se carguen a Cilke, el FBI enviará a cien hombres a la ciudad para resolver el problema. Se lo he dicho a ellos, pero les importa una mierda. Cilke los debe de haber traicionado o algo así Creen que con sus difamaciones podrán conseguir que no se arme demasiado revuelo.
Astorre procuró disimular su satisfacción. Había dado resultado. Cilke moriría sin que él tuviera que correr el menor riesgo. Y con un poco de suerte, el FBI se cargaría a Portella.
—¿Quiere dejarme alguna dirección? —le preguntó a Heskow. Este lo miró con una sonrisa de despectiva desconfianza.
—Mejor que no —contestó—. No porque no me fíe de usted. Pero puedo ponerme en contacto, en caso necesario.
—Bueno, pues gracias por la información —dijo Astorre—; pero, dígame, ¿quién ha tomado la decisión?
—Timmona Portella —contestó Heskow—, aunque Inzio Tulippa y el cónsul general han dado su visto bueno. Grazziella, el tipo de los corleoneses, se ha lavado las manos. Quiere desmarcarse de la operación. Se va a Sicilia. Lo cual tiene gracia después de haber matado prácticamente a media Sicilia. No entienden cómo van las cosas aquí, en Estados Unidos —añadió—, y Portella es un estúpido. Dice que pensaba que él y Cilke eran amigos de verdad.
—Y usted estará al frente del equipo —dijo Astorre—. Tampoco es una muestra de inteligencia que digamos.
—No, ya le he dicho que cuando ataquen la casa, yo estaré lejos.
—¿La casa? —preguntó Astorre, y en aquel momento temió lo que iba a escuchar.
—Sí —contestó Heskow—. Todo el equipo de ataque regresará en avión a América del Sur y desaparecerá de inmediato.
—Muy profesional —dijo Astorre—. ¿Cuándo ocurrirá todo eso?
—No mañana por la noche sino pasado mañana —contestó Heskow—. Lo único que tendrá usted que hacer es mantenerse al margen. Ellos resolverán todos sus problemas. Ésta es la buena noticia.
—Vaya si lo es —dijo Astorre.
Su semblante permaneció inmutable, pero en su mente surgió la visión de Georgette Cilke, con toda su belleza y bondad.
—Pensé que convenía que usted lo supiera para que tenga una buena, coartada —dijo Heskow—. Así que ahora está usted en deuda conmigo y tiene que proteger a mi chico.
—Por supuesto —dijo Astorre—. No se preocupe por él.
Estrechó la mano de Heskow, disponiéndose a marchar.
—Creo que hace usted muy bien en abandonar el país. Se armará una muy gorda.
—Sí —dijo Heskow.
Astorre se preguntó por un instante qué haría con Heskow. Era el hombre que iba al volante del vehículo desde el que se había asesinado al Don. Tenía que pagarlo a pesar de toda la ayuda que le estaba prestando. Pero él había perdido en parte su energía al enterarse de que la esposa y la hija de Cilke iban a morir con él. «Déjale que se vaya —pensó—. Puede que te sea útil más adelante. Ya tendrás ocasión de liquidarlo después.» Contempló el sonriente rostro de Heskow y le devolvió la sonrisa.
—Es usted un hombre muy listo —le dijo.
Heskow se ruborizó de satisfacción.
—Lo sé —dijo—. Por eso estoy vivo.
A las once de la mañana del día siguiente, Astorre se presentó en la oficina del FBI en compañía de Nicole Aprile, que había concertado la cita por teléfono.
Astorre se había pasado toda la larga noche pensando en lo que tendría que hacer. Lo había planeado todo para que Portella liquidara a Cilke, pero no a su familia. Sabía que no podía permitir que Georgette o su hija murieran. Sabía también que Don Aprile jamás se hubiera interpuesto en el camino del destino en un asunto como aquél. Pero entonces recordó una historia del Don que le dio mucho que pensar.
Cuando él tenía doce años y acompañaba al Don en su visita de cada año a Sicilia, una noche Caterina les sirvió la cena en la glorieta del Jardín.
—¿Cómo os conocisteis vosotros dos? —les preguntó Astorre de repente, con su peculiar inocencia—. ¿Crecisteis juntos de niños?
El Don y Caterina intercambiaron una mirada y después se rieron ante la seriedad de su infantil interés. El Don se acercó el dedo a los labios y susurró en tono burlón:
—Omertà. Es un secreto.
Caterina le dio a Astorre un golpecito en la mano con la cuchara de palo.
—Eso no es asunto tuyo, diablillo —le dijo—. Y además, no es que yo me enorgullezca de ello.
Don Aprile miró afectuosamente a Astorre.
—¿Y por qué no puede saberlo? Es siciliano hasta la médula. Cuéntaselo.
—No —replicó Caterina—. Pero dígaselo usted sí quiere.
Después de la cena, Don Aprile encendió un puro, se llenó una copa de anisete y le contó toda la historia.
—Hace diez años, el hombre más importante de la ciudad era un tal padre Sigismondo, un tipo muy peligroso pero dotado de un gran sentido del humor. Cuando yo visitaba Sicilia, acudía a menudo a mi casa y jugaba a las cartas con mis amigos —explicó el Don—. Por aquel entonces yo tenía otra ama de llaves.
Pero el padre Sigismondo no era un impío. Era un piadoso sacerdote y trabajaba muy duro. Reprendía a la gente y la exhortaba a ir a misa, y hasta una vez se lió a puñetazos con un ateo que lo había sacado de quicio.
El padre Sigismondo se había hecho muy famoso porque solía administrar la extremaunción a las víctimas de la Mafia que yacían moribundas; perdonaba sus pecados y purificaba su alma para que pudieran subir al cielo. Todo el mundo lo apreciaba por eso, pero aquello se repetía con tanta frecuencia que algunos empezaron a comentar en voz baja que siempre estaba a mano porque era uno de los verdugos, que revelaba los secretos de confesión en provecho propio.
Por aquel entonces, el marido de Caterina era un policía que luchaba con todas sus fuerzas contra la Mafia, Llegó incluso a presentar una denuncia por asesinato a pesar de haber recibido una advertencia del jefe de la Mafia provincial, lo cual constituía por aquel entonces un inaudito acto de desafío. Una semana después de haber recibido la amenaza, el marido de Caterina cayó en una emboscada y quedó moribundo en el suelo de una callejuela de Palermo. El padre Sigismondo pasó casualmente por allí y le administró la extremaunción. El crimen jamás se resolvió.
Caterina, la desconsolada viuda, se pasó un año de luto e iba muy a menudo a la iglesia. Un sábado se fue a confesar con el padre Sigismondo. A la vista de todo el mundo, cuando el cura abandonó el confesionario, le asestó una puñalada en el corazón con la navaja de su marido. La policía la envió a la cárcel, pero eso no fue lo peor. El jefe de la Mafia la condenó a muerte.
Astorre miró a Caterina con ojos asombrados.
—¿De veras hiciste eso, tía Caterina?
Caterina lo miró con semblante burlón. El niño sentía verdadera curiosidad y no tenía ni pizca de miedo.
—Pero tienes que comprender por qué lo hice. No fue porque él hubiera matado a mí marido. Aquí en Sicilia los hombres siempre se están matando. El padre Sigismondo era un sacerdote hipócrita, un asesino sin remisión. No estaba en condiciones de administrar debidamente los últimos sacramentos. ¿Cómo podía Dios escucharle? Así que a mi marido no sólo lo mataron sino que le impidieron subir al cielo y fue a parar al infierno. Bueno, es que los hombres no saben dónde está el límite. Hay cosas que no se pueden hacer. Por eso maté al cura.
—Y ahora, ¿cómo es posible que estés aquí? —preguntó Astorre.
—Porque Don Aprile se interesó por el caso —contestó Caterina—. Y todo se arregló, como es natural.
—Yo gozaba de cierta posición en la ciudad, me tenían respeto —le dijo el Don a Astorre con la cara muy seria—. Las autoridades se dieron fácilmente por satisfechas y la Iglesia no quiso que la opinión pública se centrara demasiado en un cura corrupto. El jefe de la Mafia no fue tan sensato y se negó a anular la condena a muerte. Lo encontraron en el cementerio donde estaba enterrado el marido de Caterina, degollado. Su cosca fue destruida y perdió el poder. Para entonces yo ya me había encariñado con Caterina y la nombre administradora de mi casa. En el transcurso de los últimos nueve años, mis meses de verano en Sicilia han sido los más dulces de mi vida.
A Astorre le maravilló el relato. Se comió un puñado de aceitunas y escupió los huesos.
—¿Caterina es tu novia? —le preguntó a su tío.
—Pues claro —contestó Caterina—. Tienes doce años y ya lo puedes comprender. Vivo bajo su protección, como si fuera su mujer, y cumplo mis deberes de esposa.
Por primera vez, que Astorre recordara. Don Aprile pareció sentirse un poco incómodo.
—Pero ¿por qué no os casáis? —preguntó Astorre.
—Yo jamás podría abandonar Sicilia —contestó Caterina—. Aquí vivo como una reina, y tu tío es muy generoso. Aquí tengo a mis amigos, a mi familia, a mis hermanos y hermanas y a todos mis primos. Y tu tío no podría vivir en Sicilia. Así que hacemos lo que podemos.
—Tío, te podrías casar con Caterina y quedarte a vivir aquí —le dijo Astorre a Don Aprile—. Yo viviría contigo. Yo no quiero irme de Sicilia.
Don Aprile y Caterina se echaron a reír.
—Mira —le dijo el Don—, me costó mucho trabajo acabar con la vendetta que pesaba contra ella. Si nos casáramos, empezarían las intrigas y las discordias. Aceptan que sea mi amante, pero no mi mujer. De esta manera los dos estamos contentos y somos libres. Además, yo no quiero que mi mujer se niegue a aceptar mis decisiones y, puesto que ella se niega a abandonar Sicilia, yo no soy su marido.
—Y sería una infamità —añadió Caterina.
Inclinó ligeramente la cabeza, elevó los ojos al oscuro cielo siciliano y rompió a llorar. Astorre estaba desconcertado. Para su ingenua mentalidad de niño, aquello no tenía sentido.
—¿De verdad? Pero ¿por qué? ¿Por qué? —preguntó.
Don Aprile lanzó un suspiro. Dio una calada al puro y bebió un traguito de anisete.
—Tienes que comprenderlo —dijo el Don—. El padre Sigismondo era mi hermano.
Astorre recordó ahora que aquella explicación no lo había convencido. Con su romántica terquedad infantil, creía que dos personas que se amaban se podían permitir cualquier libertad que quisieran. Sólo ahora comprendía la terrible decisión que se habían visto obligados a tomar su tío y su tía. En caso de que el Don se hubiera casado con Caterina, todos sus parientes carnales se habrían convertido en enemigos suyos. No es que ignoraran la maldad del padre Sigismondo, pero era un hermano y eso justificaba todos sus pecados, Y un hombre como el Don no podía casarse con la asesina de su hermano. Caterina no podía exigirle semejante sacrificio. Además, ¿y si Caterina creyera que el Don había estado en cierto modo implicado en el asesinato de su marido? Qué salto en el vacío hubiera supuesto para la fe de ambos, y quizá qué traición a todo aquello en lo que ambos creían. Pero él vivía en Estados Unidos, no en Sicilia. Durante aquella larga noche, Astorre tomó una decisión. Por la mañana llamó a Nicole.
—Paso a recogerte para ir a desayunar —le dijo—. Después nos iremos juntos a visitar a Cilke en la oficina del FBI.
—Debe de ser algo muy serio, ¿verdad? —preguntó Nicole.
—Sí —contestó Astorre—. Te lo explicaré durante el desayuno.
—¿Has concertado una cita con él? —preguntó Nicole.
—No, eso te corresponde a ti —contestó Astorre.
Una hora más tarde ya estaban desayunando en la cafetería de un lujoso hotel con mesas muy separadas para respetar la intimidad de los clientes, pues se trataba de un habitual punto de reunión de primera hora de la mañana frecuentado por importantes agentes de bolsa de la ciudad.
Nicole era partidaria de los desayunos sustanciosos, pues necesitaba energía para sus duras jornadas laborales de doce horas. En cambio Astorre se conformó con un zumo de naranja y un café. Todo ello, con unos bollos, le costó veinte dólares.
—Menudos estafadores —le dijo sonriendo a Nicole.
Nicole se impacientó.
—Pagas el ambiente —le explicó—. Los manteles importados, la vajilla. ¿Se puede saber qué ocurre ahora?
—Voy a cumplir con mi deber de ciudadano —contestó Astorre—. Según la información que tengo, de fuente fidedigna, Cilke y su familia serán asesinados mañana por la noche. Quiero advenir a Cilke. Quiero que me agradezca la advertencia. Querrá saber cuál es mi fuente y yo no se lo puedo revelar.
Nicole apartó a un lado su plato y se reclinó contra el respaldo de su asiento.
—¿Quién puede ser tan estúpido? —le preguntó a su primo—. Espero que tú no estés metido en nada de todo eso.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Astorre.
—No sé —contestó Nicole—. Se me acaba de pasar la idea por la cabeza. ¿Y por qué no le informas con un anónimo?
—Porque quiero que me agradezcan mis buenas obras —contestó Astorre—. Últimamente tengo la sensación de que nadie me quiere —añadió, mirando con una sonrisa a Nicole.
—Yo te quiero —dijo Nicole, inclinándose hacia él—. Verás, le vamos a decir lo siguiente. En el momento en que entrábamos en el hotel se ha acercado un desconocido y te ha susurrado la información al oído. Vestía traje gris a rayas, camisa blanca y corbata negra. Era de estatura media y tez morena, podía ser italiano o hispano. A partir de aquí, podemos improvisar, Yo corroboraré tu relato y él sabe que conmigo no se juega. —Astorre soltó una carcajada. Su risa siempre resultaba cautivadora porque desbordaba de júbilo infantil.
—O sea que te tiene más miedo a ti que a mí —dijo.
Nicole lo miró sonriendo.
—Y además conozco al director del FBI, Es un animal político, no tiene más remedio que serlo. Llamaré a Cilke y le diré que nos espere. —Se saco el móvil del bolsillo y efectuó la llamada.
—Señor Cilke —dijo con el aparato pegado a la boca—, soy Nicole Aprile, Estoy con mi primo Astorre Viola. Tiene que facilitarle una impórtante información. —Y añadió tras una breve pausa—: Es demasiado tarde, estaremos ahí dentro de una hora.
Colgó antes de que Cilke pudiera decir nada. Una hora después, Astorre y Nicole fueron acompañados al despacho de Cilke. Era una espaciosa estancia de esquina con ventanas polaroid a prueba de balas, y por tanto no tenían ninguna vista.
Cilke los estaba esperando de pie, detrás de su enorme escritorio. Había tres sillones de cuero negro delante de la mesa. Curiosamente, a su espalda, se podía ver una pizarra escolar. En uno de los sillones se encontraba sentado su ayudante, Bill Boxton. Cilke los presentó. A pesar de la amable expresión de su rostro y de su cordial sonrisa, Boston no les estrechó la mano.
—¿Lo va usted a grabar? —preguntó Nicole.
—Por supuesto que sí —contestó Cilke.
—Aquí lo grabamos todo —añadió Boxton en tono tranquilizador—, hasta cuando pedimos café y donuts. También grabamos a cualquiera que a nuestro juicio merezca ser enviado a la cárcel.
—Es usted muy gracioso —le dijo Nicole con semblante impasible—. Ni en el mejor día de su vida me podría enviar a la cárcel. Búsquese otro modo. Mi cliente Astorre Viola se reúne voluntariamente con ustedes para facilitarles una impórtante información. Y yo estoy aquí para protegerle contra cualquier maltrato que se le pudiera causar, una vez efectuada.
Kurt Cilke no se mostró tan encantador como en sus anteriores encuentros con ellos. Les indicó los sillones y tomó asiento detrás del escritorio.
—Muy bien —dijo—. Veamos de qué se trata.
Astorre percibió su hostilidad, como si el hecho de encontrarse en su propio terreno no le obligara a mostrarse tan cordial como de costumbre. ¿Cómo reaccionaría? Astorre lo miró directamente a los ojos.
—Según la información que he recibido —le dijo—, mañana por la noche se producirá un masivo ataque armado contra su casa. Entrada la noche. El propósito es matarle a usted por alguna razón que yo ignoro.
Cilke no contestó. Se quedó petrificado en la silla. En cambio Bill Boxton se levantó de un salto de su asiento y se situó a la espalda de Astorre.
—No te alteres, Kurt —dijo.
Cilke se levantó. Todo su cuerpo pareció estallar de furia.
—Eso es un viejo truco de la Mafia —dijo—. Uno organiza la operación y después la sabotea, Y cree que yo le estaré agradecido. Dígame cómo cojones ha obtenido usted semejante información.
Astorre le contó la historia que él y Nicole habían preparado. Cilke se volvió hacia Nicole y le preguntó:
—¿Usted ha sido testigo de los hechos?
—Sí —contestó Nicole—, pero no he oído lo que ha dicho el hombre.
—Queda usted detenido —le dijo Cilke a Astorre.
—¿Por qué razón? —preguntó Nicole.
—Por amenaza a un agente federal —contestó Cilke.
—Creo que será mejor que llame a su director —dijo Nicole.
—La decisión la tomo yo —replicó Cilke.
Nicole consultó su reloj.
Cilke añadió en tono pausado:
—Amparándome en una orden de rango superior, del presidente de la nación, tengo autoridad para retenerles a usted y a su cliente durante cuarenta y ocho horas sin asistencia letrada por amenaza a la seguridad nacional.
Astorre, sorprendido, preguntó con infantil ingenuidad:
—¿Es eso cierto? ¿De veras puede hacerlo? —Se asombraba sinceramente de que el hombre tuviera semejante poder. Se volvió hacia Nicole y le dijo jovialmente—: Oye, esto se parece cada vez más a Sicilia.
—Si adopta usted esta medida, el FBI se pasará los próximos diez años en los tribunales y usted pasará a la historia —le dijo Nicole a Cilke—. Tiene tiempo para sacar a su familia y tender una emboscada a los atacantes. Ellos no sabrán que se ha informado sobre su acción. Si captura a algunos, los podrá interrogar. Nosotros no hablaremos. No los avisaremos.
Cilke pareció reflexionar.
—Por lo menos yo respetaba a su tío —le dijo a Astorre con desprecio—. El jamás hubiera hablado.
Astorre esbozó una sonrisa, visiblemente molesto.
—Eran otros tiempos y eso se hacía en el viejo país, y además usted, con sus órdenes de rango superior, no es muy distinto que digamos.
Se preguntó qué hubiera dicho Cilke si él hubiera revelado la verdadera razón; que lo quería salvar, simplemente, porque había pasado una noche en presencia de su mujer, de cuya imagen y personalidad el se había enamorado, tan romántica como inútilmente.
—No me creo esta bobada que me ha contado, pero indagaremos en este asunto en caso de que mañana por la noche se produzca efectivamente un ataque. Si ocurre algo, lo meto en la trena, y puede que a usted también la encierre, señora abogada. Pero ¿por qué me ha advertido?
Astorre sonrió de oreja a oreja.
—Porque me cae usted bien —contestó.
—Largo de aquí ahora mismo —dijo Cilke. Después se volvió hacia Boxton—: Que venga inmediatamente el comandante de las fuerzas tácticas especiales, y dile a mi secretaria que me prepare una llamada con el director.
Los retuvieron dos horas más para ser sometidos a interrogatorio por parte de los miembros del equipo de Cilke. Entretanto, Cilke habló desde su despacho con su director en Washington a través del teléfono con discriminador.
—No los detenga bajo ningún concepto —le dijo el director—. Todo saldría en los medios de difusión y nos convertiríamos en el hazmerreír de todo el mundo, Y no cometa ninguna tontería con Nicole Aprile, a no ser que tenga pruebas contra ella. Todo tiene que mantenerse en la máxima reserva, y ya veremos qué ocurre mañana por la noche. Los vigilantes de su casa ya han sido alertados, y ahora mismo su familia ya esta siendo trasladada a otro lugar. Que se ponga su ayudante, Hill Boxton. El dirigirá la emboscada de la operación.
—Señor, ese trabajo tendría que corresponderme a mí —dijo Cilke.
—Usted colaborará en la planificación —dijo el director—, pero no participará en la operación táctica bajo ningún pretexto. El Bureau actúa de acuerdo con unas severas reglas de combate para evitar cualquier violencia innecesaria. Si las cosas fallaran, usted sería sospechoso. ¿Comprende?
—Sí, señor —conteste Cilke. Lo comprendía muy bien.