10

Astorre tenía mucho cuidado con sus movimientos, no sólo para evitar una acción contra él sino también para no dar lugar a que lo detuvieran por la razón que fuera. Procuraba no alejarse demasiado de su bien vigilada casa, con sus equipos de seguridad integrados cada uno por cinco hombres las veinticuatro horas del día. Había mandado instalar sensores en los bosques y los terrenos circundantes, y luces infrarrojas para vigilancia nocturna. Cuando se atrevía a salir, lo hacía acompañado por seis guardaespaldas en tres equipos de dos hombres. A veces viajaba solo, confiando en el sigilo, la sorpresa y la confianza en sus propios poderes, contando siempre con que hubiera sólo un asesino y no dos. La eliminación de los dos investigadores, aunque necesaria, había provocado un enorme revuelo. Cuando Aspinella se recuperara, comprendería que Heskow la había traicionado. Y como Heskow cantara, ella iría a por él.

Pero ahora Astorre ya había comprendido la enormidad de su problema. Sabía quiénes eran todos los culpables de la muerte del Don y no ignoraba las graves dificultades que se le planteaban. Eran Kurt Cilke, esencialmente intocable; Timmona Portella, el mandante del asesinato; y también Inzio Tulippa, Grazziella y Michael. A los únicos a quienes había conseguido castigar era a los hermanos Sturzo, que no habían sido más que unos simples peones.

Toda la información la había obtenido a través de Heskow y de las averiguaciones llevadas a cabo por el señor Pryor, Don Craxxi e incluso Ottavio Bianco en Sicilia. Lo mejor sería lograr reunir a todos sus enemigos en un mismo lugar al mismo tiempo. Atraparlos uno a uno resultaría, prácticamente imposible. Y el señor Pryor y Craxxi ya le habían advertido de que no tocara a Cilke, pues las repercusiones serían gravísimas.

Tenía que contar también con el cónsul general del Perú, Marriano Rubio, el amigo de Nicole. ¿Hasta qué extremo estaría ella dispuesta a serle fiel? ¿Qué había borrado Nicole del expediente del FBI sobre el Don que no deseaba que él viera?

¿Qué le estaba ocultando?

En sus ratos libres, Astorre soñaba con las mujeres a las que había amado. Primero Nicole, aquella joven tan testaruda que, con su menudo y delicado cuerpo tan increíblemente apasionado, lo había obligado a amarla. Qué distinta era ahora, en que su carrera y la política acaparaban toda su pasión.

Recordó a Buji, la de Sicilia, no exactamente una prostituta de lujo pero casi, con aquella bondad tan impulsiva que fácilmente se transformaba en furia. Recordó su espléndida cama en las dulces noches sicilianas en que ambos nadaban y comían aceitunas de los toneles llenos de aceite. Recordó con inmenso cariño que ella jamás le había mentido; era totalmente sincera respecto a su vida y a los hombres con quienes se acostaba. Y su fidelidad cuando le dispararon, cómo lo había arrastrado fuera del agua, manchándose el cuerpo con la sangre de su garganta. Y el collar de oro que le había regalado, con el medallón para cubrir la desagradable cicatriz.

Después pensó en Rosie, su traidora Rosie, la chica norteamericana tan dulce, hermosa y sentimental, que constantemente le repetía que lo amaba con todo su corazón mientras lo traicionaba con otros. Y sin embargo él era feliz a su lado. Había querido destruir el afecto que sentía por ella utilizándola contra los hermanos Sturzo, y se asombró de que a ella le encantara interpretar aquel papel que tanto encajaba con la falsedad de su vida.

Finalmente, flotando en su mente como un espectro, la imagen de Georgette, la mujer de Cilke. Se había pasado una noche contemplándola, oyéndola hablar de bobadas en las que él no creía acerca del valor incalculable de todas las almas humanas. Y sin embargo, no podía olvidarla, ¿Cómo coño se había podido casar con un tipo como Kurt Cilke?

Algunas noches se acercaba al barrio de Rosie y la llamaba desde el teléfono de su automóvil. Le sorprendía que siempre estuviera libre, pero ella le explicó que estaba muy ocupada preparando el doctorado y no podía salir. A él le parecía muy bien, pues la cautela le hubiera impedido ir a cenar a un restaurante o llevarla al cine. En vez de eso pasaba por el Zabar’s del West Side y compraba unos exquisitos platos preparados que despertaban la complacida sonrisa de Rosie. Entretanto, Monza esperaba fuera en el automóvil.

Rosie ponía la mesa y descorchaba una botella de vino. Mientras comían, ella apoyaba amistosamente las piernas sobre sus rodillas y se le iluminaba el rostro de felicidad por tenerlo a su lado y poder escuchar sus palabras. Era un don especial que tenía, y Astorre sabia muy bien que se comportaba de la misma manera con todos sus hombres. Pero a él le daba igual. Después, cuando se iban a la cama, se mostraba tan apasionada como siempre, pero más dulce y cariñosa que nunca.

—Somos almas gemelas —le decía, mientras le acariciaba la cara y lo besaba.

Al oír aquellas palabras, Astorre experimentaba un escalofrío. No quería que ella fuera el alma gemela de un hombre como él. En semejantes momentos sonaba con que ella fuera 1a quintaesencia de la virtud, pero no podía evitar verla tal como era en realidad.

Permanecía a su lado cinco o seis horas y se iba sobre las tres de la madrugada. A veces, cuando ella estaba dormida, la miraba y veía en los relajados músculos de su rostro una melancólica serenidad y una especie de tensión, como si los demonios que ella guardaba en lo más recóndito de su alma pugnaran por escapar de su encierro.

Aquella noche se fue temprano. Cuando subió al automóvil que lo aguardaba, Aldo Monza le dijo que se había recibido el mensaje urgente de que llamara al señor Juice. Era el nombre en clave que él y Heskow utilizaban. Tomó al instante el teléfono del vehículo.

—No puedo hablar por teléfono —dijo Heskow con tono apremiante—. Tenemos que reunirnos ahora mismo.

—¿Dónde? —preguntó Astorre.

—Estaré justo delante del Madison Square Garden —contestó Heskow—. Recójame enseguida. Dentro de una hora.

Cuando Astorre pasó por delante del Garden, vio a Heskow en la acera. Monza sostenía el arma sobre las rodillas cuando se detuvo a la altura de Heskow.

Astorre abrió la portezuela y Heskow se acomodó a su lado en el asiento del copiloto. El frío le había dejado unas huellas húmedas en las mejillas.

—Tiene usted un problema muy grave —le dijo a Astorre.

Astorre sintió un frío estremecimiento por todo el cuerpo.

—¿Mis primos? —preguntó.

Heskow asintió con la cabeza.

—Portella ha secuestrado a su primo Marcantonio y lo tiene escondido en algún lugar No sé dónde. Mañana lo invitará a usted a una reunión. Quiere algo a cambio de su rehén. Pero como no se ande usted con cuidado, tiene preparado un equipo de cuatro hombres que irá a por usted. Utiliza a sus propios hombres. Quiso encomendarme el trabajo a mí, pero yo lo rechacé.

Se encontraban en una calle oscura.

—Gracias —dijo Astorre—. ¿Dónde quiere que le deje?

—Aquí mismo —contestó Heskow—. Tengo el vehículo a sólo una manzana de distancia.

Astorre lo comprendió. Heskow temía que lo vieran con el.

—Otra cosa —dijo Heskow—. ¿Sabe usted la suite que tiene Portella en su hotel privado? Su hermano Bruno la utiliza esta noche con un par de tías, Y no lleva guardaespaldas.

—Gracias de nuevo —dijo Astorre. Abrió la portezuela del automóvil y Heskow se perdió en la noche.

Marcantonio Aprile estaba celebrando la última reunión del día y quería abreviar. Ya eran las siete de la tarde y tenía una cena a las nueve.

Estaba reunido con su productor preferido y amigo íntimo del mundillo cinematográfico, un tal Steve Brody, que nunca rebasaba los presupuestos, tenía un olfato impresionante para elegir los mejores guiones y a menudo le presentaba a jóvenes aspirantes a actrices que necesitaban un empujoncíto en su carrera.

Pero aquella noche se habían intercambiado los papeles. Brody se había presentado con uno de los más poderosos agentes del sector, un tal Matt Glazier, un hombre enteramente fiel a sus clientes. Había acudido en representación de un novelista cuyo último libro Steve Brody había convertido en una serie dramática de televisión de ocho horas. Ahora quería vender los tres libros anteriores del autor.

—Marcanronio —dijo Glazier—, los otros tres libros son sensacionales pero no se vendieron. Ya sabe usted cómo son los editores… no podían vender una lata de caviar por un centavo. Aquí Brody está dispuesto a producirlas. Usted ha ganado paletadas de dinero con su última obra, sea generoso y hagamos un trato.

—No lo veo claro —dijo MarcantonÍo—. Estamos hablando de unos libros antiguos que jamás fueron best-sellers.

Y ahora ya están agotados.

—Eso no importa —dijo Glazier con la vehemencia propia de todos los agentes—. En cuanto hagamos el trato, los editores los volverán a editar.

Marcantonio había oído aquel razonamiento muchas veces, Cierto que los editores harían reimpresiones, pero aquello no serviría para incrementar el éxito de la producción televisiva. Sería más bien esta última la que incrementaría las ventas del libro.

—Y dejando eso aparte —añadió Marcantonio—, yo he leído los libros. No contienen nada de interes para nosotros. Son excesivamente literarios. Lo que cuenta es el lenguaje, no el argumento. Me han gustado mucho. No digo que no puedan funcionar. Lo que digo es que no merece la pena correr el riesgo y hacer un esfuerzo tan grande.

—No me venga con historias —replicó Glazier—, usted lo que ha leído es el informe del lector. Es usted el director de la cadena, no tiene tiempo para leer.

Marcantonio soltó una carcajada.

—Se equivoca. Me encanta leer y me encantan esos libros. Pero no sirven para la televisión. —Marcantonio añadió en tono amistoso y cordial—: Lo siento, pero no podemos aceptar. De todos modos, ténganos en cuenta. Nos encantará colaborar con usted.

Cuando se fueron los dos visitantes, Marcantonio se duchó en el cuarto de baño de la suite de su despacho y se cambió de ropa para ir a cenar. Se despidió de su secretaria, que siempre se quedaba hasta que él se marchaba, y tomó el ascensor para bajar al vestíbulo del edificio.

La cena era en el Four Seasons, a sólo unas manzanas de distancia, por lo que decidió ir a pie. A diferencia de casi todos los altos ejecutivos, no disponía de un automóvil y un chofer exclusivamente para él sino que se limitaba a pedirlos cuando los necesitaba. Se enorgullecía de su sobriedad y sabía que la había aprendido de su padre, que siempre estaba en contra de gastar el dinero en tonterías.

Cuando salió a la calle, el gélido viento le azotó el rostro y le provocó un estremecimiento de frío. Una limusina negra se acercó al bordillo y el chofer bajó y le abrió la portezuela. ¿Acaso su secretaria le había pedido un automóvil? El chofer era un hombre alto y fornido, con una gorra que le iba un poco estrecha.

—¿Señor Aprile? —dijo, inclinándose levemente.

—Sí —contestó Marcantonio—. Esta noche no le voy a necesitar.

—Por supuesto que sí —dijo el chofer con una jovial sonrisa en los labios—. Suba al vehículo o le descerrajamos un tiro.

Marcantonio se percató de repente de la presencia de tres hombres a su espalda. Vaciló sin saber qué hacer.

—No se preocupe —dijo el chofer—, es sólo un amigo suyo que quiere charlar un ratito con usted.

Marcantonio se acomodó en el asiento de atrás de la limusina y los tres hombres se apretujaron a su lado.

Recorrieron una o dos manzanas y entonces uno de los hombres le ofreció a Marcantonio unas gafas ahumadas y le dijo:

—Póngaselas.

Marcantonio así lo hizo. Fue como si se hubiera quedado ciego. Las gafas eran tan oscuras que no permitían distinguir la menor luz. Le pareció una idea muy inteligente y tomó nota mentalmente para usarla en algún guión. Era una señal esperanzadora. Si no querían que viera adonde se dirigían, eso significaba que no tenían previsto matarlo. Y sin embargo todo le pareció tan irreal como una de sus series dramáticas. Hasta que de pronto pensó en su padre y se dio cuenta de que finalmente se encontraba en el mundo de su viejo, en el que jamás había creído por completo.

Una hora después se detuvo el vehículo y dos de los guardias lo ayudaron a bajar. Sus pies recorrieron un camino enladrillado. Después lo ayudaron a subir los cuatro peldaños de la entrada de una casa. Más peldaños hasta llegar a una habitación cuya puerta se cerró a su espalda. Sólo entonces le quitaron las gafas. Se encontraba en un pequeño dormitorio con las ventanas protegidas por unas gruesas cortinas. Uno de los guardias se acomodó en una silla, al lado de la cama.

—Túmbese y duerma un poquito —le dijo el guardia—. Tiene una jornada muy dura por delante.

Marcantonio consultó su reloj. Eran justo las doce de la noche.

Poco después de las cuatro de la madrugada, cuando los espectros de los rascacielos aún estaban envueltos en la oscuridad, Astorre y Aldo Monza descendieron del vehículo delante del Lyceum Hotel. El conductor aparcó un poco más allá. Monza agitó un manojo de llaves mientras ambos subían los tres tramos de escalera hasta llegar a la puerta de la suite de Portella.

Monza abrió la puerta de la suite y ambos entraron en el salón. Vieron la mesa llena de recipientes de comida china para llevar, unos vasos vacíos y unas botellas de vino y whisky. Había también un enorme pastel de crema batida a medio comer cuyo centro estaba adornado con una colilla de cigarrillo aplastada, como si fuera una velita de cumpleaños. Pasaron de la suite al dormitorio, y Astorre pulsó el interruptor de la luz. Tumbado en la cama y en calzoncillos vieron a Bruno Portella.

Se aspiraba en el aire un intenso perfume, pero Bruno se encontraba solo en la cama y el espectáculo no era demasiado agradable. Su fofo y mofletudo rostro estaba empapado de sudor, y de su boca escapaba un agrio olor de mariscos. Su poderoso tórax le confería el aspecto de un oso. Bien mirado, pensó Astorre, tenía pinta de osito de peluche. Al pie de la cama, el áspero aroma de una botella de vino tinto destapada creaba una isla olfariva aparte. Era una pena despertarlo, pero Astorre lo hizo dándole una suave palmada en la frente.

Bruno abrió un ojo y después el otro.

No pareció asustarse ni sorprenderse.

—Astorre —dijo—. ¿Qué demonios estás haciendo tú aquí?

Tenia la voz ronca a causa del sueño.

—No tienes por qué preocuparte, Bruno —le contestó amablemente Astorre—. ¿Dónde está la chica?

Bruno se incorporó en la cama y soltó una carcajada.

—Se ha tenido que ir a casa temprano para acompañar al crio a la escuela. Ya la había follado tres veces y he dejado que se fuera.

Lo dijo con orgullo no sólo de macho sino de hombre comprensivo con los problemas de una chica trabajadora. Alargó como el que no quiere la cosa la mano hacia la mesilla de noche y Astorre se la sujetó delicadamente. Monza abrió el cajón y sacó el arma.

—Escúchame bien, Bruno —dijo Astorre en tono tranquilizador—. Nada malo va a ocurrir. Sé que tu hermano no te cuenta nada, pero anoche secuestró a mi primo Marc. Ahora yo tengo que cambiarte por él. Tu hermano te quiere, Bruno, se avendrá al trato. Tú lo crées ¿verdad?

—Pues claro —contestó Bruno, lanzando un suspiro de alivio.

—Tú no hagas ninguna tontería —dijo Astorre—. Y ahora, vístete.

Cuando Bruno terminó de vestirse, pareció que tenía dificultades para atarse los cordones de los zapatos.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Astorre.

—Es la primera vez que me pongo estos zapatos —contestó Bruno—. Normalmente, calzo mocasines.

—¿No sabes atarte los cordones de los zapatos? —preguntó Astorre.

—Son los primeros zapatos con cordones que calzo —contestó Bruno.

—Que barbaridad —exclamó Astorre, riéndose—. Bueno. Yo te los ataré.

Dejó que Bruno apoyara el pie en su rodilla.

Al terminar, Astorre le pasó a Bruno el teléfono de la mesilla de noche.

—Llama a tu hermano —le dijo.

—¿A las cinco de la madrugada? —preguntó Bruno—. Timmona me va a matar.

Astorre comprendió que no era el sueño lo que embotaba el cerebro de Bruno, sino que era realmente tonto.

—Dile simplemente que te tengo en mi poder —dijo Astorre—. Después ya hablaré yo con él.

Bruno tomó el teléfono.

—Timmona, me has metido en un buen lio —dijo en tono quejumbroso—, por eso te llamo a esta hora.

Astorre oyó un rugido a través del teléfono y entonces Bruno se apresuró a añadir:

—Astorre Viola me tiene en su poder y quiere hablar contigo.

Le pasó rápidamente el teléfono a Astorre.

—Tímmona —dijo Astorre—, siento haberte despertado. Pero he tenido que secuestrar a Bruno porque tú tienes a mi primo.

Se oyó otro rugido furioso de Timmona a través del teléfono.

—Yo no sé nada de eso. ¿Qué coño quieres?

Bruno lo oyó y dijo a voz en grito:

—¡Tú me has metido en esto, imbécil! ¡Ahora sácame de aquí!

Astorre añadió sin perder la calma:

—Timmona, hagamos el intercambio y después hablaremos del trato que tú sabes. Sé que piensas que he sido muy testarudo, pero cuando nos volvamos a ver te explicaré el porqué y entonces comprenderás que te he estado haciendo un favor.

Ahora la voz de Timmona sonó un poco más calmada.

—De acuerdo —dijo—. ¿Cómo organizamos la reunión?

—Me reuniré contigo al mediodía en el restaurante Paladin —dijo Astorre—. Tengo allí un comedor privado. Llevaré a Bruno conmigo y tú llevarás a Marc. Puedes ir con guardaespaldas si no te fías, pero será mejor que no haya un baño de sangre en un restaurante abierto al público. Hablaremos de todo y haremos el canje.

—Allí estaré —dijo Timmona tras una prolongada pausa—, pero no intentes ninguna jugarreta.

—No te preocupes —dijo jovialmente Astorre—. Cuando termine la reunión seremos amigos.

Astorre y Monza se situaron uno a cada lado de Bruno, y Astorre le tomó amistosamente del brazo. Bajaron con él la escalera y salieron a la calle. Había otros dos vehículos con hombres de Astorre esperando.

—Sube con Bruno a uno de los automóviles —le dijo Astorre a Monza—. Llévalo al restaurante Paladin al mediodía. Allí me reuniré contigo.

—¿Y que hago yo con él hasta entonces? —preguntó Monza—. Faltan casi siete horas.

—Llévalo a desayunar —le dijo Astorre—. Le encanta comer. Eso te ocupará un par de horas. Después llévalo a dar un paseo por Central Park. Llévalo al zoo. Yo me iré en uno de los automóviles, con un conductor. Si intenta correr, no lo mates. Atrápalo.

—Tú irás solo y por tu cuenta. ¿Te parece prudente? —preguntó Monza.

—No ocurrirá nada —contestó Astorre.

Una vez en el vehículo, Astorre marcó en el automóvil el número privado de Nicole. Ya eran casi las seis de la madrugada y la luz atravesaba la ciudad, formando delgadas líneas de piedra.

Nicole contestó con voz adormilada. Astorre recordó que su voz sonaba de aquella misma manera cuando era su amante adolescente.

—Despierta, Nicole —le dijo—. ¿Sabes quién soy?

La pregunta molestó visiblemente a Nicole.

—Pues claro que sé quién eres. ¿Quién sino tú podría llamarme a estas horas?

—Presta mucha atención —dijo Astorre—. Y no hagas preguntas. Este documento que me tienes guardado, el que le firmé a Cilke, ¿recuerdas que tú me aconsejaste que no firmara?

—Sí —contestó Nicole con sequedad—. Claro que lo recuerdo.

—¿Lo tienes en casa, o en la caja fuerte de tu despacho? —preguntó Astorre.

—En mi despacho, por supuesto —repuso Nicole.

—Muy bien —dijo Astorre—. Estaré en tu casa dentro de media hora. Tocaré el timbre. Procura estar lista para bajar. Llévate todas las llaves. Iremos a mi despacho.

Cuando Astorre llamó al timbre, Nicole bajó inmediatamente, vestida con una chaqueta de cuero azul. Llevaba un bolso grande. Le dio a Astorre un beso en la mejilla, pero no se atrevió a decirle nada. Subió a su vehículo y le indicó al chofer la dirección. Permaneció en silencio hasta que llegaron a la suite de su despacho.

—Y ahora dime por qué quieres el documento —dijo.

—No tienes por qué saberlo —contestó Astorre.

Se dio cuenta de que su prima se había molestado con su respuesta, pero la vio acercarse a la caja fuerte del despacho y sacar una carpeta.

—No cierres la caja —le dijo Astorre—. Quiero la cinta que grabaste de nuestra reunión con Cilke.

Nicole le entregó la carpeta.

—Tienas derecho a tener estos documentos —dijo—. Pero no a reclamar ninguna cinta, aunque hubiera alguna.

—Hace tiempo me dijiste que grababas todas las reuniones que mantenías en tu despacho —dijo Astorre—. Y te estuve observando durante la reunión. Parecías demasiado satisfecha de ti misma.

Nicole soltó una carcajada de despectivo afecto.

—Has cambiado —dijo—. Nunca fuiste uno de esos imbéciles que se creen capaces de leerles el pensamiento a los demás.

—Pensaba que todavía te gustaba —dijo Astorre, sonriendo tristemente y en tono de disculpa—. Por eso nunca te pregunté qué borraste en el expediente de Don Aprile antes de enseñármelo.

—No borré nada —dijo fríamente Nicole—. Yo no te daré la cinta hasta que me digas a qué viene todo eso.

—De acuerdo —dijo Astorre tras una breve pausa—, ahora ya eres una chica mayor. —Se rió al ver su enfado, la furia de sus ojos oscuros y la mueca de desprecio de sus labios. Le recordó la cara que puso cuando se enfrentó con él y su padre, mucho tiempo atrás—. Bueno, tú siempre querías jugar con los chicos mayores. ¡Y vaya si lo haces! Como abogada has pegado un susto a casi tanta gente como tu padre.

—No era tan malo como la prensa y el FBI lo pintaban —dijo Nicole en tono enojado.

—De acuerdo —dijo Astorre, tratando de apaciguarla—. Tu hermano Marc fue secuestrado anoche por Timmona Portella. Pero no te preocupes. Yo fui y secuestré a su hermano, Bruno. Ahora podemos hacer un canje.

—¿Has perpetrado un secuestro? —preguntó Nicole sin poderlo creer.

—Ellos han hecho lo mismo —replicó Astorre—. Lo que quieren es que les vendamos los bancos.

—¡Pues dales los malditos bancos de una vez!

—No lo entiendes. No tenemos que darles nada. Tenemos a Bruno. Si ellos le hacen algún daño a Marc, nosotros se lo haremos a Bruno.

Nicole lo miró, horrorizada.

Astorre le devolvió la mirada sin pestañear, acariciando con una mano el collar de oro que llevaba alrededor del cuello.

—Pues si —dijo—, tendremos que matarlo.

En el terso rostro de Nicole se dibujaron unas leves arrugas de inquietud.

—Tú no, Astorre. No hagas tú lo mismo.

—O sea que ahora ya lo sabes —dijo Astorre—. No soy el hombre que les venderá los bancos a los que mataron a quien era tu padre y mi tío. Pero necesito la cinta y el documento para llegar a un acuerdo y recuperar a Marc sin derramamiento de sangre.

—Véndeles los bancos y déjate de histerias —dijo Nicole sin levantar la voz—. Seremos ricos. ¿Qué importa eso?

—A mí sí me importa —dijo Astorre—. Y al Don también le importaba.

Nicole introdujo en silencio la mano en la caja fuerte y sacó un paquetito que depositó sobre la carpeta.

—Pásamela —le dijo Astorre.

Nicole buscó en su escritorio un pequeño casete. Insertó la cinta y escucharon cómo Cilke exponía su plan para atrapar a Portella. Astorre se lo guardó todo en el bolsillo.

—Más tarde te lo devolveré junto con Marc —dijo—. No te preocupes. No ocurrirá nada. Y si ocurre, será peor para ellos que para nosotros.

Poco después del mediodía, Astorre, Aldo Monza y Bruno Portella ya estaban sentados en un comedor privado del restaurante Paladin, del cincuenta y tantos, en el East End.

Bruno no parecía nada preocupado de ser un rehén y hablaba animadamente con Astorre.

—¿Sabes que me he pasado toda la vida viviendo en Nueva York sin enterarme de que en Central Park había un zoo? —dijo—. Convendría que mucha gente lo supiera y fuera a verlo.

—O sea que te lo has pasado bien —dijo amablemente Astorre, pensando que, como la cosa fallara, Bruno tendría por lo menos un recuerdo agradable antes de morir. Se abrió la puerta del comedor y apareció el propietario del restaurante en compañía de Timmona Portella y Marcantonio. El corpachón de Portella, enfundado en su traje de impecable corte, casi ocultaba a Marcantonio. Bruno corrió a los brazos de Timmona y lo besó en las mejillas mientras Astorre contemplaba con asombro la expresión de amor y satisfacción del rostro de Timmona Portella.

—¡Qué hermano, pero qué hermano! —exclamó Bruno en voz alta.

A diferencia de ellos, Astorre y Marcantonio se limitaron a estrecharse la mano, y después Astorre medio abrazó a su primo y le dijo:

—Todo va bien, Marc.

Marcantonio se apartó de él y se sentó. Le temblaban las piernas en parte de alivio y en parte por el aspecto de Astorre. El muchacho que tanto se divertía cantando, el risueño y despreocupado joven, revelaba ahora su auténtica personalidad de Ángel de la Muerte, capaz de dominar el temor y la bravuconería de Timmona.

Astorre se sentó a su lado y le dio una palmada en la rodilla, sonriendo alegremente como si aquello fuera un simple almuerzo entre amigos.

—¿Cómo estás? —preguntó.

Marcantonio miró a Astorre directamente a los ojos. Jamás se había percatado de que fueran tan claros y despiadados, Después miró a Bruno, el hombre que hubiera pagado por su muerte. Éste le estaba contando algo a su hermano acerca del zoo de Central Park.

—Tenemos cosas de que hablar —le dijo Astorre a Timmona.

—De acuerdo —dijo Timmona—. Bruno, lárgate de aquí. Hay un vehículo esperando fuera. Hablaré contigo en casa.

Monza entró en el comedor privado.

—Acompaña a Marcantonio a su casa. —Le díjo Astorre—. Marc, tú espérame allí.

Portella y Astorre se quedaron a solas sentados el uno frente al otro alrededor de la mesa ya puesta. Portella descorchó una botella de vino y se llenó la copa. No le ofreció bebida a Astorre.

Astorre se introdujo la mano en el bolsillo, sacó un sobre marrón y lo vació sobre la mesa. Era el documento confidencial que le había firmado a Cilke, en el que éste le pedía que traicionara a Portella al FBI.

Estaba también el pequeño casete con la cinta dentro.

Tímmona echó un vistazo al documento con el logotipo del FBI y lo leyó.

—Podría ser falso —dijo, apartándolo a un lado—. ¿Y cómo pudiste tú ser tan necio como para firmarlo?

En lugar de responder, Astorre puso en marcha el casete y se oyó la voz de Cilke pidiéndole que colaborara con él para atrapar a Portella.

Éste trató de disimular el asombro y la cólera que sentía, pero su rostro se había teñido de rojo y sus labios se movían, maldiciendo sin duda. Astorre pulsó el botón de pausa.

—Se que ha estado usted colaborando con Cilke durante los últimos seis años —dijo—. Le ayudó a aniquilar a las Familias de Nueva York. Y sé que gracias a ello Cilke le otorgó inmunidad. Pero ahora va a por usted. Esos tipos de las placas nunca están contentos. Lo quieren todo. Usted creía que era su amigo. Rompió la omertà por él. Se hizo famoso gracias a usted, y ahora el quiere enviarlo a la cárcel. Ya no le necesita. Irá a por usted en cuanto usted compre los bancos. Por eso yo no podía concertar el trato. Yo jamás quebrantaría la omertà.

Timmona permaneció inmóvil como una estatua, hasta que por fin tomó una decisión.

—Si yo resuelvo el problema de Cilke, ¿qué acuerdo concertarías en el asunto de los bancos?

Astorre lo volvió a guardar todo en su cartera de documentos.

—Venta total. Excepto en mi caso: yo me quedo con un cinco por ciento.

Timmona ya se había recuperado del sobresalto.

—De acuerdo —dijo—. Negociaremos los detalles cuando se haya resuelto este problema.

Se estrechron la mano. Timmona fue el primero en levantarse. Astorre se dio cuenta de repente de que estaba muerto de hambre y pidió un buen bistec poco hecho para almorzar. «Un problema resuelto», pensó.

Aquella misma noche, Timmona Portella se reunió con el cónsul general Marriano Rubio, Inzio Tulippa y Michael Grazziella, el jefe de la cosca de Corleone de Sicilia. La reunión tuvo lugar a medianoche en la residencia del cónsul general, que pertenecía a la embajada del Perú.

El cónsul general siempre había sido un extraordinario anfitrión para todos y se desvivía por hacerles la estancia agradable. Los acompañaba al teatro, a la ópera y al ballet, y les proporcionaba hermosas y discretas jóvenes de cierta notoriedad en el mundo de las artes o la música. Tulippa y Grazziella se lo estaban pasando muy bien y no sentían el menor deseo de regresar a sus ambientes habituales, mucho menos estimulantes. Eran unos reyes subalternos mimados por un emperador supremo que hacía todo lo posible por complacerlos.

Aquella noche el cónsul general se superó a sí mismo en su papel de anfitrión. La mesa de negociación estaba repleta de platos exóticos, fruta, quesos, enormes bombones de chocolate y una botella de champán en su cubo de hielo junto a cada silla. Unos exquisitos pastelillos descansaban sobre una delicada nube de algodón de azúcar. Había también una enorme y humeante cafetera y varias cajas de habanos diseminadas por la mesa, de la variedad maduro, con su oscuro color característico, marrón claro y verde.

El cónsul general abrió la sesión.

—¿Qué es eso tan importarte que nos ha obligado a cancelar nuestros compromisos para celebrar esta reunión? —preguntó a Timmona Portella.

A pesar de su exquisita cortesía, el leve tono de superioridad de su voz enfureció a Portella, quien no ignoraba que perdería estatura ante los presentes en cuanto se enteraran del engaño de Cilke. Les contó toda la historia.

Tulippa se estaba comiendo un enorme bombón de chocolate cuando le dijo en tono de absoluto desprecio:

—Quieres decir que tenías en tu poder a su primo Marcantonio Aprile y concertaste un trato con él para que te devolviera a tu hermano, sin consultar con nosotros.

—No podía dejar morir a mi hermano —contestó Portella—. Y además, si no hubiera llegado a un acuerdo, habríamos caído en la trampa de Cilke.

—Muy cierto —dijo Tulippa—. Pero tú no tenías que tomar la decisión.

—¿Quién entonces? —preguntó Portella.

—¡Todos nosotros! —contestó Tulippa—. Somos tus socios.

Portella lo miró mientras pensaba: «¿Por qué no mato de una puta vez a este cerdo hijo de la gran puta?» Pero entonces recordó los cincuenta sombreros de jipijapa lanzados al aire.

El cónsul general pareció leerle el pensamiento.

—Todos procedemos de distintas culturas y tenemos distintos valores —intervino en tono apaciguador—. Tenemos que adaptarnos los unos a los otros, Timmona es norteamericano y por eso es tan sentimental.

—Tu hermano es un estúpido, un mierda —dijo Tulippa.

—Inzio —dijo el cónsul general, moviendo el dedo en dirección a Tulippa—, deja de armar jaleo sin motivo. Todos tenemos derecho a tomar una decisión cuando se trata de asuntos personales.

Michael Grazziella esbozó una leve sonrisa burlona.

—Es cierto. Tú, Inzio, nunca nos revelaste la existencia de tus laboratorios secretos. No nos hablaste de tu deseo de poseer tus propias armas personales. Qué idea tan insensata. ¿Crees que el Estado aceptará semejante amenaza? Cambiarán todas las leyes que ahora nos protegen y nos permiten medrar.

Tulippa soltó una carcajada. Se lo estaba pasando bien.

—Soy un patriota —dijo—. Quiero que América del Sur esté en condiciones de defenderse de países como Israel, la India e Irak.

El cónsul general le dirigió una benévola sonrisa.

—Nunca pensé que fueras un nacionalista.

A Timmona Portella todo aquello no le hacía la menor gracia.

—Aquí tengo un problema muy serio. Pensé que Cilke era mi amigo, invertí un montón de dinero en él. Y ahora resulta que nos está persiguiendo a mí y a todos vosotros.

—Tenemos que abandonar todo el proyecto —dijo Grazziella en tono decidido y enérgico—. Tenemos que acostumbrarnos a vivir con menos. —Ya no era el hombre amable y cortés que todos conocían—. Tenemos que buscar otra solución. Olvidémonos de Kurt Cilke y de Astorre Viola. Son demasiado peligrosos como enemigos. No podemos seguir un camino que nos destruiría a todos.

—Eso no resolverá mi problema —dijo Portella—. Cilke seguirá yendo a por mí.

Inzio Tulippa también se había despojado de su máscara amable.

—Que tú abogues por semejante solución pacífica es algo totalmente contrario a todo lo que sabemos de tí —le dijo a Grazziella—. Mataste a cien policías en Sicilia. Asesinaste al gobernador y a su mujer. Tú y tu cosca de los corleoneses matasteis al general del Ejército encargado de aniquilar tu organización. Y ahora nos vienes a decir que abandonemos un proyecto que nos reportaría miles de millones de dólares, y que dejemos en la cuneta a nuestro amigo Portella.

—Voy a deshacerme de Cilke —dijo Portella—. Me importa un bledo lo que digáis.

—Es una acción muy arriesgada —dijo el cónsul general—. El FBI se vengará. Utilizarán todos los medios a su alcance para localizar al asesino.

—Yo estoy de acuerdo con Timmona —dijo Tulippa—. El FBI actúa con muchas limitaciones legales y se puede manejar. Yo facilitaré un equipo de ataque y, horas después de la operación, los hombres ya estarán a bordo de un avión rumbo a América del Sur.

—Sé que es peligroso —dijo Portella—, pero es lo único que se puede hacer.

—Estoy de acuerdo —repitió Tulippa—. Para conseguir miles de millones de dólares hay que correr riesgos. De lo contrario, ¿para qué estamos en este negocio?

—Tú y yo corremos un riesgo mínimo porque gozamos de inmunidad diplomática —le dijo el cónsul general a Inzio—. Grazziella, tú regresa a Sicilia de momento. Portella, a partir de este momento tú tendrás que soportar todo el peso de lo que ocurra.

—En el peor de los casos —dijo Tulippa—, yo te podría ocultar en América del Sur.

Portella extendió las manos en gesto de impotencia.

—Tengo una alternativa —dijo—. Pero necesito vuestro apoyo. ¿Estás de acuerdo, Grazziella?

—Sí, estoy de acuerdo —contestó Grazziella con semblante impasible—. Pero yo que tú me preocuparía más por Astorre Viola que por Kurt Cilke.