9

Kurt Cilke creía en la ley, todo ese conjunto de reglas que el hombre se ha inventado para vivir en paz. Siempre había tratado de evitar los compromisos que socavan los cimientos de una sociedad imparcial y luchaba sin clemencia contra los enemigos del Estado. Pero al cabo de veinte años de lucha, había perdido buena parte de su fe.

Sólo su mujer Georgette estaba a la altura de sus expectativas. Los políticos eran unos embusteros, los ricos eran despiadados en su afán de poder, los pobres eran malos. Y después estaban los estafadores natos, los timadores, los bárbaros y los asesinos. Los representantes de la ley sólo eran ligeramente mejores, pero él creía con todo su corazón que el FBI era el mejor de todos.

En el último año había tenido el mismo sueño: él era un niño de doce años y tenía que someterse en la escuela a un importante examen que duraría todo el día. Al salir de casa, su madre lo despedía con lágrimas en los ojos y él sabía por qué. Si no aprobaba el examen, jamás volvería a verla.

En el sueño sabía que el asesinato estaba tan a la orden del día que se habían elaborado unas leyes con la ayuda de los psiquiatras al objeto de que se pudieran llevar a cabo toda una serie de pruebas de salud mental que permitieran adivinar qué niños de doce años se convertirían en asesinos de mayores.

Los que no superaban el examen desaparecían sin más. Pues la ciencia médica había demostrado (en su sueño) que los asesinos mataban por puro placer de matar. Que los crímenes políticos, la rebelión, el terrorismo, los celos, los robos no eran más que pretextos superficiales. Por consiguiente, lo único que hacia falta era arrancar la mala hierba de aquellos asesinos genéticos a muy temprana edad.

El sueño pasaba de golpe a su regreso a casa después del examen, cuando su madre lo besaba y abrazaba. Sus tíos y primos habían preparado una gran cena para celebrarlo. Después se quedaba solo en su dormitorio, temblando de miedo, pues sabia que se había producido un error. No hubiera tenido que superar el examen y ahora, cuando creciera, se convertiría en un asesino.

El sueño se había repetido un par de veces y él no se lo había querido contar a su mujer porque conocía su significado, o creía conocerlo.

El comienzo de sus relaciones con Timmona Portella se remontaba a seis años atrás, cuando Portella había matado a un subordinado en un acceso de furia. Cilke vio inmediatamente las posibilidades que aquello le ofrecería. Tomó las disposiciones necesarias para que Portella se convirtiera en su confidente sobre asuntos de la Mafia a cambio de no ser acusado ni juzgado por asesinato. El director aprobó el plan, y el resto ya era historia. Con la ayuda de Portella, Cilke aniquiló la Mafia de Nueva York, pero tuvo que hacer la vista gorda a las actividades de Portella, incluida la supervisión del narcotráfico.

Sin embargo, con la aprobación del director, Cilke había elaborado un plan para volver a atrapar a Portella. Éste pretendía apoderarse del control de los bancos Aprile para blanquear el dinero procedente del narcotráfico. Pero Don Aprile oponía una férrea resistencia. En el transcurso de una fatídica reunión, Portella le preguntó a Cilke:

—¿Montará el FBI una operación de vigilancia cuando Don Aprile asista a la ceremonia de la confirmación de su nieto?

Cilke lo comprendió de inmediato, pero dudó un poco antes de responder. Después contestó muy despacio:

—Le garantizo que no. Pero ¿y el Departamento de Policia de Nueva York?

—Eso ya está resuelto —respondió Portella.

Cilke sabía que sería cómplice de un asesinato. Pero ¿acaso el Don no se lo tenía merecido? A lo largo de casi toda su vida había sido un despiadado criminal. Se había retirado con una enorme fortuna sin que la ley jamás lo hubiera podido atrapar. Y habría otro beneficio. En cuanto adquiriera los bancos Aprile, Portella caería directamente en su trampa. Como es natural, quedaría Inzio en segundo plano, con sus sueños de creación de un arsenal nuclear. Cilke sabía que, con un poco de suerte, lo podría resolver todo y entonces el Estado, echando mano de las leyes RICO, podría hacerse con los diez mil millones de dólares en que estaban valorados los bancos Aprile, pues no cabía duda de que los herederos del Don venderían los bancos y cerrarían un trato con los emisarios secretos de Portella. Y los diez u once mil millones de dólares serían un arma poderosísima en la lucha contra el crimen.

Pero Georgette lo despreciaría; por tanto, jamás debería saberlo. A fin de cuentas, ella vivía en otro mundo.

Sin embargo, ahora tenía que volver a reunirse con Portella. Tenía que resolver la cuestión de la carnicería que habían cometido con sus pastores alemanes y dé la persona que estaba detrás de ella. Empezaría con Portella.

Timmona Portella era una rareza entre los hombres italianos que triunfaban en la vida: a los cincuenta años aún estaba soltero. Pero eso no significaba que observara la continencia sexual. Buena parte de las noches de los viernes la pasaba con una bella mujer facilitada por uno de los negocios de prostitución controlados por sus subordinados. Las instrucciones eran que la chica fuera joven, que no llevara mucho tiempo en el negocio y que fuera guapa y de rasgos delicados. Agradable y divertida, pero no descarada. Y que no le propusiera hacer ninguna cosa rara. Timmona era muy conservador en cuestión de gustos sexuales. Tenía sus pequeños caprichos, pero eran inofensivos y más bien propios de un anciano y bondadoso tío. Uno de ellos era que las chicas siempre tuvieran un sencillo nombre anglosajón, como Jane o Susan, o Tiffany como mucho, o incluso Merle. Raras veces repetía con la misma.

Aquellas sesiones nocturnas de los viernes siempre tenían lugar en toda una serie de habitaciones de un hotel relativamente pequeño del East Side de Nueva York, también perteneciente a una de sus empresas. Se trataba de dos suites comunicadas entre sí, una de las cuales disponía de una cocina perfectamente equipada, pues Timmona Portella era un hábil chef especializado curiosamente en cocina del norte de Italia, pese a que sus padres habían nacido en Sicilia. Y le encantaba cocinar.

Aquella noche la chica fue acompañada a su suite por el propietario del negocio de prostitución, el cual se quedó un momento a tomar una copa y después se retiró. Entonces Portella empezó a preparar la cena para la chica mientras ambos conversaban y hacían amistad. La chica se llamaba Janet. Portella era un rápido y eficiente cocinero. Su especialidad era una salsa hecha con queso de gruyere, unas pequeñas berenjenas, ternera a la milanesa y una ensalada de hortalizas y tomates. El postre consistió en pastas surtidas de una famosa pastelería francesa del barrio.

Portella sirvió a Janet con una finura y elegancia totalmente en desacuerdo con su aspecto físico, pues era un hombre muy corpulento y velludo, con una cabeza muy grande y una piel muy áspera, aunque a pesar de su tosco aspecto siempre comía con camisa y corbata y sin quitarse la chaqueta. Durante la cena le hizo varias preguntas a Janet acerca de su vida, utilizando un tono sorprendentemente suave en un hombre tan brutal. Le encantó oír el relato de sus desgracias, de cómo había sido traicionada por su padre, sus emisarios y los hombres poderosos que la habían empujado a una vida de pecado en medio de apuros económicos y embarazos no deseados para poder ayudar a su pobre familia sin recursos. Portella se sorprendía de que hubiera tantos hombres miserables y de que él fuera tan bondadoso con las mujeres, pues siempre se mostraba extremadamente generoso con ellas y no se limitaba simplemente a entregarles elevadas sumas de dinero.

Después de la cena llevó el vino al salón y le mostró a Janet seis estuches de Joyas: un reloj de oro, una sortija de rubíes, unos pendientes de brillantes, un collar de jade, una pulsera con piedras preciosas y un fabuloso collar de perlas. Le dijo que eligiera uno como regalo, Todos valían varios miles de dólares (cada nueva chica se los hacía valorar).

Años atrás, uno de sus hombres había atracado una furgoneta que transportaba joyas, y en lugar de venderlas las había guardado. En realidad, las joyas no le costaban nada.

Mientras Janet lo pensaba y elegía finalmente el reloj, Portella le preparó un baño, comprobó cuidadosamente la temperatura del agua y puso a su disposición sus perfumes y polvos preferidos. Sólo cuando ella se hubo relajado, ambos se retiraron a la cama y mantuvieron unas relaciones sexuales tan normales como las de una pareja felizmente casada.

A veces, cuando Portella estaba especialmente animado, cabía la posibilidad de que la chica se quedara hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, pero él nunca se quedaba dormido mientras las chicas estaban en la suite. Aquella noche despidió a Janet muy temprano.

Y lo hacía por su salud. Sabía que su terrible mal genio podía causarle problemas, y aquellas sesiones sexuales semanales lo calmaban. Las mujeres en general ejercían en él un efecto tranquilizante, y él demostraba su teoría acudiendo cada sábado a su médico y comprobando con satisfacción que su tensión arterial se había normalizado. Cuando se lo dijo al médico, éste se limitó a comentar:

—Muy interesante.

Y Timmona sufrió una decepción.

Había otra ventaja. Los guardaespaldas de Timmona estaban agrupados en la parte anterior de la suite. Pero la puerta de atrás daba acceso a la otra suite cuya entrada se abría a otro pasillo, y era allí donde Portella celebraba ciertas reuniones de las que no quería que sus más estrechos colaboradores tuvieran conocimiento, pues es muy peligroso que un jefe de la Mafia se reúna en privado con un agente especial del FBI. Alguien hubiera podido sospechar que era un confidente, y el Bureau hubiera podido sospechar a su vez que Cilke aceptaba sobornos.

Era Portella quien le facilitaba los números telefónicos que deberían ser pinchados, los nombres de los más débiles, que se vendrían abajo en cuanto se vieran sometidos a presión, y las claves de ciertos asesinatos del sector del fraude organizado. Él le había explicado cómo actuaban algunas organizaciones de aquel sector. Y también era Portella el que a veces hacía ciertos trabajos sucios que el FBI no hubiera podido hacer legalmente.

A lo largo de los años, ambos se habían inventado una clave para organizar sus reuniones. Cilke disponía de la llave de la puerta de la suite del otro pasillo para poder entrar sin que lo vieran los guardaespaldas de Portella, y podía esperar en la suite más pequeña. Portella se deshacía de la chica y entonces ambos se reunían. Aquella noche, Portella estaba esperando a Cilke.

Cilke siempre se ponía un poco nervioso en aquellas reuniones. Sabía que ni siquiera Portella se atrevería a causar daño a un agente del FBI, pero aquel hombre tenía un mal genio que lindaba con la locura. Cilke iba armado, pero para proteger la identidad de su confidente no podía ir acompañado de guardaespaldas.

Portella sostenía una copa de vino en la mano.

—¿Qué coño pasa ahora? —fueron sus palabras de saludo.

Pero sonreía jovialmente y le dio a Cilke un medio abrazo. Portella ocultaba su prominente barriga bajo la elegante bata china que llevaba por encima del pijama blanco.

Cilke rechazó la copa, se sentó en el sofá y le explicó serenamente a Portella:

—Ayer cuando regresé a casa del trabajo, me encontré a mis dos perros con los corazones arrancados. He pensado que usted quizá me podría facilitar una pista.

Estudió detenidamente a Portella.

El asombro de éste le pareció sincero. Portella estaba acomodado delante de él en un sillón y pareció que pegaba un brinco en su asiento, como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. Su rostro se llenó de furia, Cilke no se impresionó; sabía por experiencia que los culpables podían reaccionar con la mayor inocencia.

—Si está usted intentando hacerme alguna advertencia sobre algo —le dijo—, ¿por que no me lo dice directamente?

Al oír sus palabras, Timmona le contestó casi con lágrimas en los ojos:

—Kurt, usted viene aquí armado, he notado el revólver. Yo voy desarmado. Usted podría matarme y afirmar que yo opuse resistencia a la detención. Confío en usted. He depositado más de un millón de dólares en su cuenta de las islas Caimán. Somos socios. ¿Por qué iba yo a cometer un acto siciliano tan antiguo? Alguien está tratando de dividirnos. Tiene que comprenderlo.

—¿Quién? —preguntó Cilke.

Portella adoptó un semblante pensativo.

—Sólo puede ser el joven Astorre. Se le han subido los humos a la cabeza porque una vez, se me escapó. Investíguenos a él y a mí mientras yo hago un contrato contra él.

Al final, Cilke se convenció.

—De acuerdo —dijo—, pero creo que tenemos que andarnos con mucho cuidado. No subestime a ese chico.

—No se preocupe —dijo Portella—. Por cierto, ¿ya ha cenado? Tengo aquí un poco de ternera y unos espaguetis, una ensalada y un vino muy bueno. Vamos, coma conmigo.

Cilke soltó una carcajada.

—Le creo. Pero no tengo tiempo para quedarme a cenar.

Lo cierto era que no quería compartir el pan con un hombre al que en un cercano futuro tendría que enviar a la cárcel.

Ahora Astorre ya disponía de suficiente información para elaborar un plan de batalla. Estaba seguro de que el FBI había participado en la muerte del Don. Y de que Cilke había sido el encargado de la operación. Ahora ya sabía quién había sido el intermediario, John Heskow. Y sabía que Timmona Portella había ordenado aquel contrato. No obstante, había ciertos misterios incomprensibles. El embajador, a través de su prima Nicole, había ofrecido comprar los bancos por cuenta de unos inversores extranjeros. Cilke le había propuesto traicionar a Portella y colocarlo en una situación delictiva. Se trataba de unas inquietantes y peligrosas variaciones. Decidió consultar con Craxxi en Chicago y llevar consigo al señor Pryor.

Ya le había pedido al señor Pryor que se trasladara a Estados Unidos para ponerse al frente de los bancos Aprile. El señor Pryor había aceptado el ofrecimiento y era curiosa la rapidez con que se había transformado de caballero inglés en agresivo ejecutivo norteamericano. Se tocaba con un sombrero flexible en lugar de un bombín, se había desprendido del paraguas plegable, llevaba siempre un periódico doblado bajo el brazo y había llegado con su mujer y dos sobrinos. Su mujer había abandonado su estilo de matrona inglesa y lucía modelos más elegantes y modernos. Sus dos sobrinos eran sicilianos, pero hablaban el inglés a la perfección y eran unos expertos contables. Ambos eran muy aficionados a la caza y guardaban sus atuendos de caza en el portamaletas de la limusina. Uno de ellos se sentaba al volante. En realidad, los dos sobrinos eran los guardaespaldas del señor Pryor.

Los Pryor se instalaron en una residencia urbana del Upper East Side protegida por patrullas de seguridad de una agencia privada. Nicole, que se había opuesto al nombramiento, congenió enseguida con el señor Pryor, sobre todo al decirle éste que estaban emparentados, pues eran primos lejanos. No cabía duda de que el señor Pryor ejercía un cierto encanto paternal en las mujeres; hasta Rosie lo adoraba. Y tampoco cabía duda de que sabría dirigir muy bien los bancos. Hasta Nicole se quedó impresionada por sus profundos conocimientos sobre la banca internacional. Gracias a un simple cambio de divisas había conseguido incrementar los márgenes de beneficios. Y Astorre sabía que el señor Pryor era íntimo amigo de Don Aprile. Él había convencido al Don de que adquiriera los bancos y de que éstos tuvieran consejos de administración coincidentes con los de los bancos dirigidos por él en Inglaterra e Italia. El señor Pryor le había descrito a Astorre la relación.

—Le dije a tu tío —le explicó— que en los bancos se puede adquirir más riqueza con menos riesgo que en los negocios que él tenía. Aquellos negocios ya han quedado anticuados. El Gobierno es muy fuerte y se fija demasiado en nuestra gente. Ya era hora de dejarlos. Los bancos son el mejor medio para ganar dinero si uno tiene experiencia y dispone de personal y contactos políticos. No es que quiera presumir, pero con dinero cuento con la benevolencia de los políticos italianos. Todo el mundo se hace rico y nadie sufre el menor daño ni acaba en la cárcel. Yo podría ser un profesor universitario en eso de enseñar a la gente a hacerse rica sin quebrantar la ley ni recurrir a la violencia. Basta que tengas la precaución de conseguir que se aprueben las leyes que más te convienen. A fin de cuentas, la educación es la clave para alcanzar una civilización superior.

El señor Pryor hablaba medio en broma, medio en serio. Astorre había establecido con él una afinidad que no sabía definir. Y confiaba ciegamente en él. Don Craxxi y el señor Pryor eran hombres de quienes él se podía fiar. Y no sólo por amistad, pues ambos habían ganado una fortuna gracias a los diez bancos del Don.

Cuando llegó con el señor Pryor a la casa de Don Craxxi en Chicago, Astorre se llevó una gran sorpresa al ver que Pryor y Craxxi se fundían en un cordial abrazo. Estaba claro que ambos se conocían. Craxxi les tenía preparada una comida a base de fruta y queso, y aprovechó para conversar con Pryor mientras comía. Astorre los escuchó con curiosidad, pues le encantaba escuchar las historias que contaban los viejos. Craxxi y Pryor se mostraron de acuerdo en que los antiguos medios de hacer dinero estaban plagados de peligros.

—Todo el mundo tenía la tensión elevada, todo el mundo tenía problemas cardiacos —dijo Craxxi—. Era una manera de vivir espantosa. Y los nuevos elementos no tienen sentido del honor. Es bueno que los vayan eliminando.

—Ah, pero todos teníamos que empezar de la manera qué fuera —dijo el señor Pryor—. Si vieran ahora adonde hemos llegado…

Toda aquella conversación hizo que Astorre dudara de la conveniencia de plantear el asunto que tenía entre manos. ¿Qué demonios creían aquel par de carrozas que estaban haciendo ahora?

El señor Pryor se rió al ver la cara de Astorre.

—No te preocupes, todavía no somos unos santos. Y esta situación constituye un desafío para nuestros intereses. Dinos por tanto qué necesitas. Estamos dispuestos a actuar.

—Necesito su consejo —contestó Astorre—. No pretendo que hagan nada, eso corre de mi cuenta.

—Si es sólo por venganza —dijo Don Craxxi—, te aconsejaría que volvieras a tus canciones. Pero supongo y espero que tú también lo creas así, que se trata de proteger a tu familia del peligro.

—Las dos cosas —dijo Astorre—. Cualquiera de los dos motivos sería suficiente. Pero mi tío hizo que me adiestraran con vistas precisamente a una situación como la presente. Y no le puedo fallar.

—Bien —dijo el señor Pryor—. Pero ten en cuenta una cosa. Lo que estás haciendo es fruto de tu manera de ser. Ten cuidado con los riesgos que corres. No te dejes arrastrar.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó amablemente Don Craxxi.

—Tuvo usted razón sobre los hermanos Sturzo —dijo Astorre—. Confesaron ser autores de la acción y me dijeron que el intermediario era John Heskow, un hombre del que yo jamás había oído hablar. Por consiguiente, ahora Tengo que ir a por él.

—¿Y los hermanos Sturzo? —preguntó Craxxi.

—Ya han desaparecido de la escena —contestó Astorre.

Los dos viejos guardaron silencio.

—Heskow —dijo Craxxi—, sé quién es. Lleva veinte años actuando como intermediario. Corren tremendos rumores de que fue el intermediario de ciertos asesinatos políticos. Yo no lo creo, pero te aseguro que cualquier táctica que hayas empleado para hacer hablar a los hermanos Sturzo no te dará resultado con Heskow, Es un gran negociador y comprenderá que tiene que concertar un trato para escapar de la muerte. Comprenderá que necesitas una información que sólo él le puede facilitar.

—Tiene un hijo al que adora —dijo Astorre—. Juega al baloncesto y es toda su vida.

—Eso es una carta muy vieja y él tendrá preparado un triunfo. Se reservará una información esencial, y te facilitará otra que no lo es. Tienes que comprender a Heskow. Se ha pasado la vida negociando para evitar la muerte. Busca otro planteamiento.

—Hay muchas cosas que quiero saber antes de seguir adelante —dijo Astorre—. ¿Quién estuvo detrás del asesinato y, sobre todo, por qué? Pienso lo siguiente. Tiene que ser por los bancos. Alguien necesita los bancos.

—Puede que Heskow sepa algo de eso —dijo Craxxi.

—Me preocupa que no hubiera agentes de la policía ni vigilancia del FBI durante la ceremonia de la confirmación en la catedral —dijo Astorre—. Los hermanos Sturzo me dijeron que les habían garantizado que no habría vigilancia. ¿Voy a creerme que la policía y el FBI no tenían conocimiento previo de aquella acción? ¿Es posible?

—Lo es —contestó Don Craxxi—. Y en tal caso tienes que ir con pies de plomo. Especialmente con Heskow.

—Astorre —dijo fríamente el señor Pryor—, tu principal objetivo es salvar los bancos y proteger a los hijos de Don Aprile. La venganza es un objetivo secundario que se puede desechar.

—No sé —dijo Astorre en tono evasivo—, tendré que pensarlo. —Miró a los dos hombres con una sincera sonrisa en los labios—. Pero ya veremos qué tal resulta eso.

Los viejos no le creyeron ni por un instante. A lo largo de su vida habían conocido y tratado a muchos jóvenes como Astorre. Este les parecía una encarnación de los grandes jefes de la Mafia de los primeros tiempos, unos hombres en los que ellos no habían podido convertirse porque les faltaba el carisma y la fuerza de voluntad que sólo tenían los grandes, los hombres de respeto que dominaban las provincias, desafiaban las reglas del Estado y salían triunfantes. Veían en Astorre la misma voluntad, el encanto y una determinación de la que ni él era consciente, Ni siquiera sus tonterías, sus canciones y su afición a los caballos resultaban perjudiciales para su destino. Eran simples placeres juveniles y una muestra de su buen corazón.

Astorre les habló del cónsul general Marríano Rubio y de Inzio Tulippa, el que estaba empeñado en comprar los bancos. Y también de Cilke, que intentaba utilizarlo para atrapar a Portella. Los dos hombres lo escucharon con atención.

—Envíamelos a mí la próxima vez —dijo el señor Pryor—. Por lo que yo sé, Rubio es el gestor económico del mundo del narcotráfico.

—No pienso vender —dijo Astorre—. El Don me dio instrucciones.

—Por Supuesto que no —dijo Craxxi—. Representan el futuro y pueden ser tu protección. —Tras una pausa, añadió—: Deja que te cuente una pequeña historia, Antes de retirarme, yo tenía un socio, un hombre de negocios muy serio, un auténtico modelo para la sociedad. Un día me invitó a almorzar en el comedor privado de su edificio comercial. Después del almuerzo, me acompañó en un recorrido por todas sus oficinas, unas inmensas salas llenas de miles de compartimientos de ordenadores manejados por un montón de jóvenes de ambos sexos.

«Esta sala —me dijo— me permite ganar mil millones de dólares al año. En este país viven casi trescientos millones de personas y nosotros estamos entregados a la tarea de hacerles comprar nuestros productos. Organizamos loterías especiales, premios y bonificaciones especiales, hacemos extravagantes promesas, todo legalmente encaminado a que se gasten su dinero en beneficio de nuestras empresas. ¿Y sabe qué es lo más importante? Necesitamos bancos que faciliten crédito a estos trescientos millones de personas para que se gasten el dinero que no tienen. Los bancos son la clave, necesitas tener a los bancos de tu parte.»

—Es cierto —dijo el señor Pryor—. Y ambas partes se benefician de ello. Aunque los tipos de interés sean altos, las deudas estimulan a la gente y la inducen a esforzarse más.

Astorre soltó una carcajada.

—Me alegro de que conservar los bancos sea una muestra de inteligencia. Pero no importa. El Don me dijo que no vendiera. Y eso me basta. Sin embargo, lo que sí significa algo es el hecho de que lo mataran.

—No puedes causarle daño a Cilke —dijo severamente Craxxi—. El Estado es ahora tan fuerte que no aceptaría esta acción tan definitiva contra su estructura. Pero estoy de acuerdo en que ese hombre supone un cierto peligro. Tienes que actuar con inteligencia.

—Tu fase más inmediata, es Heskow —dijo Pryor—. Es un hombre esencial, pero te repito que tengas cuidado. Recuerda que puedes pedir ayuda a Don Craxxi y que yo dispongo de recursos. No nos hemos retirado del todo. Y tenemos intereses en los bancos… por no hablar de nuestro afecto por Don Aprile, que en paz descanse.

—De acuerdo —dijo Astorre—. Cuando haya visto a Heskow volveremos a reunirnos.

Astorre era plenamente consciente de la peligrosa situación en que se encontraba. Sabía que sus éxitos habían sido más bien escasos, a pesar del castigo que había infligido a los que habían disparado. Sólo de un hilo se podía tirar en el ovillo del misterioso asesinato de Don Aprile. Sin embargo, confiaba en la infalible paranoia que le habían inculcado en sus años de aprendizaje de las interminables traiciones de Sicilia. Ahora tenía que andarse con mucho ojo. Heskow parecía un blanco muy fácil, pero cabía la posibilidad de que le hicieran la zancadilla a él.

Una cosa lo sorprendía. Antes se creía feliz en su vida de pequeño hombre de negocios y de cantante aficionado, pero ahora experimentaba un júbilo desconocido. La sensación de haber regresado al mundo al que realmente pertenecía. Y tenía una misión que cumplir. Proteger a los hijos de Don Aprile y vengar la muerte de un hombre al que había amado. Tendría que resquebrajar la voluntad del enemigo. Aldo Monza había mandado llamar a diez expertos hombres de su aldea de Sicilia. Siguiendo las instrucciones de Astorre había asegurado con carácter vitalicio la subsistencia de las familias de los diez hombres, con independencia de lo que les pudiera ocurrir.

«No cuentes con la gratitud por actos que hayas realizado en favor de la gente en el pasado —recordaba que le había dicho el Don—. Tienes que procurar que la gente le esté agradecida por las cosas que hagas por ellas en el futuro.» Los bancos eran el futuro de la familia Aprile, de Astorre y de su cada vez más numeroso ejército de hombres. Era un futuro por el que merecía la pena luchar al precio que fuera.

Don Craxxi le había facilitado otros seis hombres, de cuya lealtad respondía. Y Astorre había convertido su casa en una fortaleza gracias la presencia de aquellos hombres y a los más modernos dispositivos de seguridad. Disponía además de una casa franca donde ocultarse, en caso de que las autoridades quisieran atraparlo por el motivo que fuera.

No utilizaba guardaespaldas personales. Confiaba en su propia rapidez y, en su lugar, utilizaba a sus hombres como exploradores de los caminos que él tenía que recorrer.

De momento a Heskow lo dejaría en paz. Pensó en la fama de honradez de Cilke, tal y como el propio Don Aprile se la había descrito.

«Hay hombres honrados que se pasan toda la vida preparando un supremo acto de traición», recordó que Pryor le había dicho. Pero a pesar de todo ello se sentía seguro. Lo único que tendría que hacer sería permanecer vivo mientras las piezas del rompecabezas fueran encajando poco a poco.

Sin embargo, la verdadera prueba procedería de hombres como Portella, Tulippa y Cilke. Tendría que mancharse personalmente las manos de sangre una vez más.

Astorre tardó un mes en encontrar el medio de manejar a John Heskow. El hombre debía de ser tremendo, tramposo y fácil de matar, pero lo difícil sería arrancarle información. Utilizar a su hijo para hacer presión sería demasiado peligroso, pues obligaría a Heskow a intrigar contra él, fingiendo colaborar. Decidió no decirle a Heskow que los hermanos Sturzo le habían revelado que él era el conductor del vehículo desde el que se había llevado a cabo la acción. Puede que eso lo asustara demasiado.

Entretanto reunió toda la información necesaria sobre las costumbres cotidianas de Heskow, Al parecer era un hombre de gustos sencillos cuya principal afición era cuidar de las flores de sus invernaderos, que después vendía al por mayor a las floristerías e incluso, directamente, él mismo, al borde de la carretera en los Hamptons. Su único vicio era asistir a los partidos de baloncesto del equipo de su hijo. Era fácil averiguar el programa de encuentros del Villanova y establecer dónde estaría en determinado día.

John Heskow pensaba asistir aquel sábado por la noche al partido entre el Villanova y el Temple en el Madison Square Garden de Nueva York. Al salir de casa, activó todo el sofisticado sistema de alarma. Siempre era muy cuidadoso con los detalles cotidianos de su vida. Siempre tenía la absoluta confianza de haber tomado todas las medidas necesarias contra cualquier posible contingencia. Y esta confianza era precisamente la que Astorre quería destrozar al principio de su entrevista con él.

Le encantó la cena, con los platos cubiertos con tapaderas plateadas como si cada uno de ellos contuviera una deliciosa sorpresa. Le gustaban los chinos. Se ocupaban de sus asuntos, no perdían el tiempo en conversaciones triviales ni le trataban a uno con excesiva familiaridad. Y jamás de los jamases había encontrado un error en la suma de la cuenta que él siempre controlaba cuidadosamente, pues pedía muchos platos.

Aquella noche Heskow decidió darse un atracón. Le gustaba especialmente el pato al estilo de Pekín y los cangrejos en salsa de langosta cantonesa. Tomó un arroz blanco frito especial y, naturalmente, unas cuantas bolas de masa frita y chuletas de cerdo picantes. Remató la cena con un helado de té verde, un nuevo sabor que demostraba bien a las claras su condición de auténtico gourmet de la comida oriental.

Cuando llegó al Garden, las gradas estaban medio vacias y eso que el Temple iba a jugar con su mejor equipo. Heskow ocupó el asiento que le había reservado su hijo, cerca de la cancha, donde se sentaban las personalidades. Esto le hizo sentirse orgulloso de su hijo.

El partido no fue emocionante. El Temple machacó al Villanova, pero el hijo de Heskow fue el mejor encestador del partido. Al terminar, Heskow se dirigió a los vestuarios.

Su hijo lo saludó con un abrazo.

—Hola, papá, me alegro de que hayas venido. ¿Quieres salir a cenar con nosotros después?

Heskow se llenó de satisfacción. Su hijo era todo un caballero. Estaba claro que aquellos chavales no querían tener al lado a un carrozón como él en su salida nocturna por la ciudad. Querían emborracharse, reírse un poco y quizás echar un polvo.

—Gracias —contestó Heskow—. Ya he cenado y me queda un largo camino de vuelta a casa. Estoy muy orgulloso de ti. Que te lo pases bien.

Le dio a su hijo un beso de despedida y se preguntó cómo era posible que hubiera tenido tanta suerte. Bueno, la madre del chico era una buena madre, aunque una pésima esposa.

Heskow tardó sólo una hora en llegar a su casa de Brightwaters. Las carreteras arboladas de Long Island estaban casi desiertas a aquella hora. Se sentía cansado cuando llegó, pero antes de entrar en la casa comprobó el estado de los invernaderos para asegurarse de que la temperatura y el agua eran las apropiadas.

Bajo la luz de la luna que penetraba a través del tejado de crisral del invernadero, las flores poseían una salvaje belleza de pesadilla, las rojas parecían casi negras y las blancas estaban rodeadas por un vaporoso halo espectral. Le encantaba contemplarlas, sobre todo antes de irse a dormir. Subió por el camino de la entrada cubierto de grava y abrió la puerta de la casa. Una vez dentro, pulsó rápidamente los números del panel para evitar que se disparara la alarma y se dirigió al salón.

El corazón le dio un vuelco. Dos hombres le estaban esperando de pie. Reconoció a Astorre. Sabía lo suficiente sobre la proximidad de la muerte como para reconocer su presencia de un solo vistazo. Aquéllos eran sus mensajeros.

Reaccionó con un mecanismo de defensa perfecto.

—¿Cómo coño han entrado ustedes aquí dentro y qué cojones quieren?

—No se asuste —dijo Astorre.

Después se presentó, añadiendo que era el sobrino del difunto Don Aprile.

Heskow consiguió serenarse. Se había encontrado otras veces en situaciones apuradas y, tras el primer torrente de adrenalina, siempre había logrado salir del trance.

Se acomodó en el sofá, apoyando la mano en el brazo de madera para alargarla hacia el arma oculta que guardaba en aquel lugar.

—Bueno, ¿qué desean?

Astorre le estaba mirando con una risueña sonrisa en los labios. Esto irritó a Heskow, cuya intención era esperar el momento más apropiado. Abrió el brazo de madera del sofá y buscó el arma escondida. El hueco estaba vacío.

En aquel momento aparecieron tres coches en el camino de la entrada, y las luces de los faros penetraron en la estancia. Otros dos hombres entraron en la casa.

—No quise subestimarle, John —dijo jovialmente Astorre—. Hemos registrado la casa. Encontramos un arma en la cafetera, otra sujeta con cinta adhesiva debajo de la cama, otra en aquel falso buzón y otra en el cuarto de baño detrás de la taza del escusado. ¿Nos hemos dejado alguna?

Heskow no contestó. El corazón se le volvió a desbocar. Se notaba los latidos en la garganta.

—¿Qué cultiva en aquellos invernaderos de flores? —preguntó Astorre, riéndose—. ¿Brillantes, cáñamo, cocaína o qué? Pensé que nunca llegaría. Por cierto, eso es mucha potencia de fuego para alguien que se dedica a cultivar azaleas.

—Deje de tomarme el pelo —dijo Heskow.

Astorre se sentó en un sillón delante de Heskow y arrojó dos billeteros Gucci, uno dorado y el otro marrón, sobre la mesita auxiliar que había entre ambos.

—Eche un vistazo —dijo.

Heskow alargó la mano y los abrió. Lo primero que vio fueron los permisos de conducir de los hermanos Sturzo con sus fotografías plastificadas. La bilis que le subió por la garganta era tan amarga que estuvo a punto de vomitar.

—Lo delataron —dijo Astorre—. Dieron que era usted el intermediario de la acción contra Don Aprile. También dijeron que usted les garantizó que no habría vigilancia de la policía de Nueva York ni del FBI durante la ceremonia de la catedral.

Heskow procesó lo ocurrido. A él no lo habían matado sin más, pese a que los hermanos Sturzo estaban muertos con toda seguridad. Sólo sintió una leve amargura por aquella traición. Pero, al parecer, Astorre no sabía que él había actuado de chofer. Allí tendría que haber una negociación, la más importante de toda su vida.

Heskow se encogió de hombros.

—No sé de qué está usted hablando.

Aldo Monza lo había estado escuchando todo atentamente sin apartar los ojos de Heskow. Ahora se dirigió a la cocina, regresó con dos tazas de café solo y le entregó una a Astorre y otra a Heskow.

—Vaya, hombre, tiene usted café italiano, qué bien.

Heskow le dirigió una mirada de desprecio.

Astorre se bebió el café.

—Tengo entendido —le dijo a Heskow con deliberada lentitud— que es usted un hombre muy inteligente y que por esta razón aún no está muerto. Así que escúcheme y piénselo bien. Soy el hombre de la limpieza de Don Aprile. Dispongo de todos los recursos que el tenía antes de retirarse. Usted lo conocía y sabe lo que eso significa. Jamás se habría atrevido a ser el intermediario de este trabajo si él no se hubiera retirado, ¿verdad?

Heskow no contestó. Siguió mirando a Astorre como si quisiera calibrarlo.

Astorre puso mucho cuidado en sus palabras.

—Los hermanos Sturzo han muerto. Usted puede reunirse con ellos. Pero le haré un ofrecimiento y tiene que estar usted muy atento. En los próximos treinta minutos me tendrá que convencer de que está de mi parte y actuará como agente mío. Si no lo hace, será enterrado bajo las flores de aquel invernadero. Ahora permítame que le dé la mejor noticia. Su hijo jamás se verá envuelto en este asunto. Yo no hago esas cosas, y además esa acción lo convertiría a usted en mi enemigo, dispuesto a traicionarme. Pero tiene que comprender que soy yo quien mantiene con vida a su hijo. Mis enemigos me quieren muerto. Si lo consiguen, mis amigos no le perdonarán la vida a su hijo. Su destino depende del mío.

—¿Qué es lo que desea? —preguntó Heskow.

—Necesito información —contestó Astorre—. Y usted tiene que hablar. Si me doy por satisfecho, cerraremos un trato. Si no, es usted hombre muerto. Asi que su problema más inmediato es permanecer vivo esta noche. Empiece.

Heskow tardó por lo menos cinco minutos en hablar. Primero estudió a Astorre, un chico muy guapo que no parecía brutal ni infundía terror. Pero los hermanos Sturzo estaban muertos. Y había burlado las medidas de seguridad y encontrado todas las armas. Lo más siniestro de todo había sido verle esperar a que él alargara la mano hacia el inexistente revólver. Por consiguiente aquello no era un farol y, aunque lo hubiera sido, él jamás lo habría podido descubrir. Al final se bebió el café y tomó una decisión, aunque con ciertas reservas.

—Tengo que pasarme a su bando —le dijo Heskow a Astorre—. Tengo que confiar en que haga usted lo más apropiado. El hombre que me contrató como intermediario para el trabajo y me entregó el dinero es Timmona Portella. Yo compré la falta de vigilancia de la policía de Nueva York. Yo fui el hombre del maletín de Timmona y le entregué al Jefe de la Brigada de Investigación del Departamento de Policía de Nueva York, Di Benedetto, cincuenta billetes de mil dólares y a su subjefa Aspinella, veinticinco. En cuanto a las garantías dadas por el FBI, fue el propio Portella quien me las dio a mí. Insistí en pedirle pruebas y él me dijo que tenía en el bolsillo a aquel tío, Cilke, el Jefe de la oficina del FBI en Nueva York. Fue Cilke quien dio el visto bueno a la acción contra el Don.

—¿Había usted trabajado para Portella en otras ocasiones? —preguntó Astorre.

—Pues si —contestó Heskow—. Es el que lleva todo el negocio de la droga en Nueva York, y por tanto siempre tiene un montón de trabajos para mí. Pero nada relacionado con el Don. Eso es todo.

—Bien —dijo Astorre. La expresión de su rostro parecía sincera—. Ahora quiero que tenga usted mucho cuidado. Por su propio bien. ¿Hay algo más que pueda decirme?

De repente, Heskow comprendió que se encontraba a pocos segundos de la muerte y que no había conseguido convencer a Astorre. Se fió de su instinto y le dirigió a Astorre una débil sonrisa.

—Sí, otra cosa —añadió muy despacio—. Tengo un contrato con Portella ahora mismo. Contra usted. Voy a pagar medio millón a dos investigadores para que lo liquiden. Se presentarán para detenerlo. Si usted opone resistencia, le pegarán un tiro.

Astorre lo miró estupefacto.

—¿Por qué hacerlo todo tan complicado y tan caro? —preguntó—. ¿Por qué no contratar directamente a un pistolero?

Heskow sacudió la cabeza.

—A usted lo valoran más. Una acción directa llamaría demasiado la atención después de lo del Don, siendo usted su sobrino. Los medios armarían un revuelo. De esta manera hay una Justificación.

—¿Ya les ha pagado? —preguntó Astorre.

—No —contestó Heskow—. Tenemos que reunimos.

—De acuerdo —dijo Astorre—. Concierte la reunión en un lugar tranquilo. Comuníqueme los datos de antemano. Una cosa. Después de la reunión, no se vaya con ellos.

—¡Mierda! —exclamó Heskow—. ¿Así lo quiere hacer?

Se armará un escándalo.

Astorre se reclinó contra el respaldo de su sillón.

—Así se hará —dijo. Se levantó y le dio a Heskow un medio abrazo de amistad—. Recuerde —le dijo—, tenemos que mantenernos vivos el uno al otro.

—¿Puedo quedarme con una parte del dinero?

Astorre soltó una carcajada.

—No —contestó—. Aquí está la gracia. Cómo explican los polis el medio millón que llevan encima.

—Sólo veinte mil —dijo Heskow.

—De acuerdo —dijo Astorre en tono bonachón—. Pero no más. Como premio de consolación.

Astorre tenía que volver a reunirse con don Craxxi y el señor Pryor para pedirles consejo respecto al amplio plan operativo que tenía que llevar a cabo.

Pero las circunstancias habían cambiado. El señor Pryor insistió en enviar a sus dos sobrinos a Chicago para que actuaran de guardaespaldas, y cuando éstos llegaron al suburbio de Chicago descubrieron que la modesta finca de Don Craxxi se había convertido en una fortaleza. Los caminos que conducían a la casa estaban interceptados por unas pequeñas cabañas de color verde ocupadas por unos jóvenes de aspecto siniestro. En el huerto de árboles frutales había una furgoneta de comunicaciones, sobre cuya capota caían las manzanas. Y en su interior se encontraban tres jóvenes que contestaban a los timbres de las puertas y a los teléfonos y comprobaban la documentación de los visitantes.

Erice y Roberto, los dos sobrinos del señor Pryor, eran unos jóvenes delgados y atléticos, expertos en armas de fuego, que sentían verdadera adoración por su tío. También parecían conocer la historia de Astorre en Sicilia y lo trataban con un gran respeto, que manifestaban prestándole pequeños servicios personales. Le llevaban el equipaje, le servían el vino durante la cena, le sacudían las migas de encima con sus servilletas, daban propinas en su nombre, le abrían y sujetában las puertas y le expresaban con toda claridad que lo consideraban un gran hombre. Astorre trataba jovialmente de que se sintieran a sus anchas a su lado, pero ellos se negaban a tomarse libertades.

Los hombres que guardaban a Don Craxxi no eran tan amables. Eran unos tipos corteses pero rígidos, de cincuenta y tantos años, enteramente entregados a su tarea. E iban todos armados.

Aquella noche, cuando Don Craxxi, el señor Pryor y Astorre ya habían terminado de cenar y estaban comiendo la fruta del postre, Astorre le preguntó a Craxxi:

—¿Por qué todas estas medidas de seguridad?

—Simple precaución —contestó serenamente Don Craxxi—. Me he enterado de una inquietante noticia. Un viejo amigo mío, Inzio Tulippa, acaba de llegar a Estados Unidos. Es un hombre muy violento y codicioso, y por tanto siempre es mejor estar preparados. Ha venido para reunirse con nuestro Timmona Portella. Se reparten rápidamente los beneficios del narcotráfico y eliminan a los enemigos. Es mejor estar preparados. Pero ahora dime qué ocurre, mi querido Astorre.

Astorre les reveló la información que había averiguado y la manera en que él había conseguido hacer hablar a Heskow. Les habló de Portella, de Cilke y de los dos investigadores de la policía.

—Ahora tengo que montar una operación —dijo—. Necesito a un experto en explosivos, y por lo menos a otros diez hombres muy bien preparados. Sé que ustedes dos me los pueden proporcionar, que pueden recurrir a los viejos amigos del Don. —Peló cuidadosamente la pera de un verde amarillento que se estaba comiendo—. Ustedes saben que eso será muy peligroso y no conviene que intervengan de una manera demasiado directa.

—Tonterías —replicó con impaciencia el señor Pryor—. Debemos nuestro destino a Don Aprile. Por supuesto que te ayudaremos. Pero recuerda una cosa: eso no es una venganza. Es un acto de defensa propia. Por consiguiente no puedes causarle ningún daño a Cilke. El Gobierno nos haría la vida imposible.

—Pero hay que neutralizar a ese hombre —dijo Don Craxxi—. Siempre será un peligro. Considera lo que te voy a decir: vende los bancos y todo el mundo estará contento.

—Todo el mundo menos mis primos y yo —objetó Astorre.

—Tendrías que pensarlo —dijo el señor Pryor—. Estoy dispuesto a sacrificar mi participación en los bancos con Don Craxxi, aunque sé muy bien que ésta me reportaría una inmensa fortuna. Pero no cabe duda de que una vida tranquila también tiene sus ventajas.

—No pienso vender los bancos —replicó Astorre—. Ellos mataron a mi tío y tienen que pagarlo, no alcanzar su objetivo. No puedo vivir en un mundo en el que mi lugar esté garantizado por la compasión de esa gente. Es lo que me enseñó el Don.

Se sorprendió al ver que ambos hombres parecían suspirar de alivio ante su decisión. Y entonces comprendió que los viejos le tenían respeto, que por muy poderosos que fueran veían en él algo que ellos jamás podrían tener.

—Sabemos cuál es nuestró deber para con Don Aprile, que en paz descanse —dijo Don Craxxi—. Y sabemos cuál es nuestro deber para contigo. Pero hay que actuar con prudencia. Si te precipitas y algo te ocurriera, nos veríamos obligados a vender los bancos.

—Si —intervino el señor Pryor—. Procura ser prudente.

—No se preocupen —dijo Astorre, soltando una carcajada—. Si yo desaparezco, no quedará nadie más.

Los tres siguieron mondando las peras y melocotones del postre. Don Craxxi pareció enfrascarse en sus pensamientos.

—Inzio es el primer narcotraficante de todo el mundo —dijo de pronto—. Portella es su socio norteamericano. Deben de querer los bancos para blanquear el dinero de la droga.

—¿Y como encaja Cilke en todo eso? —pregunto Astorre.

—No lo sé —contestó Don Craxxi—. Pero no podemos atacar a Cilke.

—Sería un desastre —señaló el señor Pryor.

—Lo tendré en cuenta —dijo Astorre.

Pero si Cilke era culpable, ¿qué podía hacer?

La investigadora Aspinella Washington se aseguró de que su hija de ocho años cenara debidamente, hiciera los deberes y rezara sus oraciones antes de acostar a la niña, a la que adoraba. Hacía mucho tiempo que había desterrado de su vida al padre de su hija. La canguro, la hija adolescente de un agente, llegó a las ocho de la tarde. Aspinella le dio instrucciones acerca de las medicinas que la niña debería tomar y le dijo que regresaría antes de la medianoche.

Poco después de las nueve sonó el telefonillo del vestíbulo y Aspinella bajó corriendo la escalera y salió a la calle. Jamás utilizaba el ascensor. El Jefe de la Brigada de Investigación, Paul Di Benedetto, la estaba esperando en su Chevrolet camuflado de color canela. Aspinella subió al vehículo y se ajustó el cinturón de seguridad. De noche, Paul era un pésimo conductor.

El Jefe estaba fumando un largo puro y Aspinella bajó el cristal de su ventanilla.

—Está a una hora aproximadamente de distancia —dijo Di Benedetto—. Tenemos que pensarlo.

Sabía que aquello sería un gran paso para ambos. Una cosa era aceptar sobornos y dinero procedente del narcotráfico, y otra muy distinta emprender una acción.

—¿Qué es lo que hay que pensar? —preguntó Aspinella—. Nos dan medio millón a cada uno por liquidar a un tío que tendría que estar en el Corredor de la Muerte, ¿Sabes lo que puedo hacer con medio millón de dólares?

—No —contestó Di Benedetto—. Pero sé lo que puedo hacer yo. Comprarme un apartamento en Miami cuando me retire. Recuerda que eso lo tendremos toda la vida sobre nuestra conciencia.

—Aceptar dinero de la droga ya es un delito —dijo Aspinella—. Que se vayan todos a la mierda.

—Sí —dijo Di Benedetto—. Pero tenemos que asegurarnos de que ese Heskow tenga el dinero esta noche, que no nos esté tomando el pelo.

—Siempre ha sido de fíar —dijo Aspinella—. Es mi Papá Noel. Pero como no nos entregue un buen saco, será un Papá Noel muerto.

Di Benedetto soltó una carcajada.

—Así me gusta mi niña —dijo—. ¿Has vigilado bien a ese Astorre y estás segura de que podemos liquidarlo de inmediato?

—Sí —contestó Aspinella—. Lo he mantenido bajo vigilancia. Sé justo el lugar donde tenemos que practicar la detención… su almacén de macarrones. Suele trabajar hasta muy tarde casi todas las noches.

—¿Llevas el impreso de la orden de detención? —preguntó Di Benedetto.

—Pues claro —contestó Aspinella—. Yo no le haría ni puto caso a un agente que no me mostrara una orden.

Circularon en silencio durante diez minutos. Después Di Benedetto preguntó en un tono de voz deliberadamente sereno e impasible:

—¿Quién será el del gatillo?

Aspinella lo miró con expresión burlona.

—Paul —le dijo—, llevas diez años sentado detrás de un escritorio. Has visto más salsa de tomate que sangre. Yo dispararé.

Vio la cara de alivio de Paul. Los malditos hombres no servían para nada.

Ambos estaban pensando en la forma en que habían llegado a aquel punto de su vida. Di Benedetto había ingresado en el cuerpo hacía más de treinta años, cuando era muy joven. Su corrupción había sido gradual pero inevitable. Había ingresado con delirios de grandeza, soñando con ser admirado y respetado por arriesgar su vida para proteger a los demás. Pero los años se habían llevado sus sueños. Al principio fueron pequeños sobornos de vendedores callejeros y tenderos. Después empezó a mentir en sus declaraciones para conseguir que algún tipo eludiera una condena. Luego decidió aceptar dinero de narcotrafícantes de peso. Y más tarde de Heskow, que con toda seguridad trabajaba por cuenta de Timmona Portella, el principal jefe de la mafia de Nueva York.

Como es natural, siempre tenía un buen pretexto. El cerebro se puede convencer a sí mismo de cualquier cosa. Veía que los de arriba se enriquecían con el dinero de los sobornos de la droga y que los de abajo eran todavía más corruptos que ellos. Y él tenía tres hijos a los que enviar a la universidad. Pero por encima de todo pensaba en la ingratitud de las personas a las que protegía. Los grupos de defensa de las libertades civiles protestaban y denunciaban la brutalidad de la policía como le pegaras un tortazo a un atracador negro. Los medios de difusión ponían a la policía de vuelta y media siempre que podían.

Los ciudadanos presentaban querellas contra la policía. Los policías eran expulsados del cuerpo, privados de sus pensiones e incluso enviados a la cárcel tras varios años de servicio.

En cierta ocasión, él mismo había sido objeto de un expediente disciplinario, acusado de elegir especialmente a los delincuentes de raza negra, a pesar de que él sabia muy bien que no tenía ningún tipo de prejuicio racial. ¿Qué culpa tenía él de que casi todos los delincuentes de Nueva York fueran negros?

¿Qué hubiera tenido que hacer? ¿Concederles autorización para robar, en un alarde de discriminación positiva? A fin de cuentas, él había ascendido a muchos agentes de raza negra y se había convertido en el mentor de Aspinella en el Departamento, concediéndole el ascenso que ésta se había ganado aterrorizando a los mismos delincuentes negros. Y a ella nadie hubiera podido acusarla de racismo por eso. En pocas palabras, la sociedad se cagaba en la policía que la protegía. A no ser, naturalmente, que algún agente muriera en acto de servicio. Entonces se producía una invasión de idioteces, ¿Cuál era la verdad definitiva? No merecía la pena ser un policía honrado. Y sin embargo… sin embargo, él nunca había imaginado que pudiera llegar al asesinato. Pero bueno, él era invulnerable, no correría el menor riesgo, podría ganar un montón de pasta y la víctima era un asesino. Aun así…

Aspinella también se estaba preguntando cómo era posible que su vida hubiera llegado a semejante situación. Bien sabía Dios que había luchado contra el mundo del hampa con una pasión y una fuerza que la habían convertido en una leyenda en Nueva York. Cierto que había aceptado sobornos de los delincuentes.

En realidad había empezado muy tarde a participar en el juego, cuando Di Benedetto la convenció de que aceptara dinero de la droga. El había sido su mentor durante muchos años y su amante durante unos meses… no había estado mal, un oso torpón que utilizaba el sexo como si este formara parte de un impulso de hibernación.

Sin embargo, su proceso de corrupción había empezado en su primer día de trabajo, cuando la ascendieron a investigadora. En la sala de recreo de la comisaría, un prepotente compañero blanco apellidado Gangee había empezado a meterse con ella, aunque sin mala intención.

—Oye, Aspinella —le dijo—, con tu chocho y mis músculos eliminaremos el crimen del mundo civilizado.

Los demás agentes, entre ellos algunos negros, se rieron a carcajadas.

Aspinella lo miró fríamente.

—Tú nunca serás mi compañero. Un hombre que insulta a una mujer es un cobarde con una polla de mierda.

Gangee procuró mantenerse en un plano amistoso.

—A pesar de lo pequeña que es, mi polla te puede obturar el agujero siempre que quieras. En cualquier caso, estoy deseando que cambie mi suerte.

Aspinella lo miró con expresión glacial.

—Negro es mejor que amarillo. ¡Vete a hacerte una paja, pedazo de mierda!

La estancia se quedó helada de asombro. Gangee se ruborizó intensamente. Un desprecio tan grande no se podía tolerar sin una pelea. Empezó a acercarse a ella mientras los demás se apartaban de su camino.

Aspinella vestía de uniforme. Sacó su arma, sin apuntarle con ella.

—Como lo intentes, te vuelo los cojones —dijo, y a nadie de los presentes en la sala le cupo la menor duda de que apretaría el gatillo. Gangee se detuvo y sacudió la cabeza, con cara de asco.

Como es natural, la superioridad fue informada de lo ocurrido. Era una grave infracción por parte de Aspinella. Pero Di Benedetto fue lo bastante inteligente como para comprender que un juicio en su brigada sería un desastre político para el Departamento de Policía de Nueva York. Se encargó de tapar el asunto, y la actuación de Aspinella le cause tal impresión que la incorporó a su equipo de colaboradores y se convirtió en su mentor.

Lo que más sorprendió a Aspinella fue que en la sala había por lo menos cuatro policias negros y ninguno de ellos la hubiera defendido. Muy al contrario, se habían reído con las bromas de los blancos. La lealtad al propio sexo era más fuerte que la lealtad racial.

A partir de aquel momento, su actuación la convirtió en la mejor policía de la división. Era implacable con los camellos, los atracadores y los ladrones a mano armada. No les tenía la menor compasión, tanto si eran blancos como si eran negros.

Disparaba contra ellos, les pegaba y los humillaba. Varias veces había sido acusada de malos tratos, pero las acusaciones no se habían podido demostrar y su historial de valentía hablaba por sí solo. Sin embargo, las acusaciones despertaron su furia contra la sociedad. ¿Cómo se atrevían a poner en tela de juicio su actuación cuando lo que ella hacía era librarlos precisamente de la peor escoria de la ciudad? Di Benedetto la respaldó hasta el final.

Había habido un caso más complicado, en que ella había matado de sendos disparos a dos atracadores adolescentes que habían intentado robarle en una calle de Harlem muy bien iluminada, justo delante de su casa. Uno de los chicos le había propinado un puñetazo en la cara y el otro se había apoderado de su bolso. Aspinella extrajo su arma reglamentaria y los chicos se quedaron paralizados. Sabiendo muy bien lo que hacía, abrió fuego contra los dos. No sólo por el puñetazo en la cara sino también para advertir a los habitantes del barrio de que no intentaran atracarla. Varios grupos en favor de las libertades civiles organizaron una protesta. El Departamento de Policía señaló en su comunicado oficial que había actuado en defensa propia. Pero ella sabía que era culpable.

Fue Paul quien la convenció de que aceptara su primer soborno en un impórtante asunto de drogas. Le habló como si fuera un afectuoso tío.

—Aspinella —le dijo—, hoy en día un policía no se preocupa demasiado por las balas. Eso forma parte del trato. Tiene que preocuparse más bien por los grupos que defienden las libertades civiles, los ciudadanos y los delincuentes que presentan denuncias por daños. Por los jefes políticos del Departamento que son capaces de enviarte a la cárcel para conseguir votos. Especialmente a alguien como tú. Tú eres una víctima natural. ¿Quieres acabar como esos pobres desgraciados de la calle que terminan violados, atracados y asesinados, o prefieres protegerte? Métetelo bien en la cabeza. Recibirás más protección por parte de los peces gordos del Departamento que ya estén comprados. Dentro de cinco o seis años te podrás retirar con un montón de pasta. Y no tendrás que preocuparte por la posibilidad de ir a parar a la cárcel por haberle tocado un pelo a un atracador.

Y Aspinella cedió. Poco a poco empezó a ingresar el dinero de los sobornos en cuentas bancarias disfrazadas. Pero no por eso dejó de perseguir a los delincuentes.

Sin embargo, aquello era distinto. Aquello era una asociación para cometer un asesinato, aunque en realidad sería un placer quitar de en medio a aquel Astorre, que era uno de los jefes más importantes de la Mafia. En cierta curiosa manera, estaría cumpliendo con su deber Sin embargo, el argumento definitivo era el hecho de que la acción entrañaba muy pocos riesgos y estaba muy bien remunerada. Medio millón de dólares.

Paul abandonó la carretera arbolada Southern State, y minutos después entró en el aparcamiento de un pequeño centro comercial. El centro sólo tenía una docena de tiendas de dos pisos y todas ellas estaban cerradas, incluso la pizzería, con su llamativo rótulo rojo de neón en el escaparate.

Bajaron de la berlina canela.

—Es la primera vez que veo una pizzería cerrada tan temprano —dijo Paul.

Eran sólo las diez de la noche.

Acompañó a Aspinella a una entrada lateral de la pizzería. No estaba cerrada. Subieron unos doce peldaños que conducían a un rellano. Había una suite de dos habitaciones a la izquierda y una habitación a la derecha.

Paul hizo una seña y Aspinella registró la suite de dos habitaciones de la izquierda mientras él montaba guardia. Después entraron en la habitación de la derecha. Heskow los estaba esperando.

Se encontraba sentado al fondo de una alargada mesa de madera con cuatro desvencijadas sillas a su alrededor. Sobre la mesa había una bolsa de muletón del tamaño de un saco de arena, como los que utilizan los púgiles, y daba la impresión de estar llena. Heskow estrecho la mano de Paul y saludó con una inclinación de la cabeza a Aspinella. Ésta pensó que jamás en su vida había visto a un blanco tan blanco. Ambos se sentaron alrededor de la mesa. La habitación sólo estaba iluminada por una débil bombilla y carecía de ventana. Paul alargó la mano y dio unas palmadas a la bolsa.

—¿Está todo aquí dentro? —preguntó.

—Pues claro —conrestó Heskow.

Aspinella observó que no sólo su rostro sino también su cuello habían perdido el color. Bueno, un hombre que llevaba una bolsa con un millón de dólares tenía todo el derecho del mundo a estar nervioso. Pero aun así, Aspinella dio una vuelta por la habitación para comprobar que no hubiera micrófonos ocultos.

—Vamos a echar un vistazo —dijo Paul.

Heskow desató el cordel de la bolsa y la inclinó. Unos veinte fajos de billetes sujetos con gomas cayeron sobre la mesa. Casi todos los fajos eran de cien dólares, no de cincuenta, y algunos eran de billetes de veinte.

Paul lanzó un suspiro.

—Malditos billetes de veinte dólares —dijo—. Bueno, vuélvalos a guardar.

Heskow volvió a introducir los fajos en la bolsa y ató de nuevo el cordel.

—Mi cliente exige que se haga cuanto antes —dijo.

—Dentro de un plazo de dos semanas —dijo Paul.

—Muy bien —dijo Heskow.

Aspinella se echó la bolsa al hombro. Pensó que no pesaba mucho. Un millón de dólares no pesaba mucho.

Vio que Paul estrechaba la mano de Heskow y experimentó una cautelosa impaciencia. Quería largarse de allí cuanto antes. Empezó a bajar los peldaños, sosteniendo la bolsa que llevaba al hombro con una mano. La otra mano la tenía libre para poder sacar el arma. Oyó que Paul la seguía.

Salieron a la fría noche, empapados de sudor.

—Coloca la bolsa en el portamaletas —dijo Paul Di Benedetto.

Se sentó al volante y encendió un cigarro. Aspinella rodeó el vehículo y subió.

—¿Adónde vamos para repartirlo? —preguntó Paul.

—A mi casa, no —contentó Aspinella—. Tengo a la canguro de la niña.

—Pues a la mía tampoco —dijo Paul. Mi mujer está en casa. ¿Qué tal si alquilamos una habitación de motel?

Aspinella hizo una mueca, y entonces Paul dijo sonriendo:

—En mi despacho. Cerraremos la puerta por dentro.

Se echaron a reír.

—Echa un nuevo vistazo al portamaletas —dijo Paul—. Comprueba que esté bien cerrado.

Aspinella bajó del automóvil, echó un vistazo al portamaletas y tiró de la bolsa. En aquel momento, Paul giró la llave de contacto.

La explosión arrojó un diluvio de cristal sobre el centro comercial. El automóvil pareció flotar en el aire y, al caer en medio de una granizada de metal, destrozó el cuerpo de Paul Di Benedetto.

Aspinella fue lanzada a casi tres metros de distancia con un brazo y una pierna rotos, pero fue el ojo arrancado el que le hizo perder el conocimiento.

Heskow salió por la puerta de atrás de la pizzería y sintió que el aire le empujaba el cuerpo contra el edificio. Después subió a su automóvil y, veinte minutos más tarde, ya estaba en su casa de Brightwaters. Se preparó un rápido trago y examinó los dos fajos de billetes de cien dólares que había sacado de la bolsa de muletón. Cuarenta de los grandes, una pequeña bonificación. Le daría a su chico un par de los grandes para gastos. No, uno de los grandes. Y guardaría el resto.

Vio el último telediario en cuyos titulares se daba cuenta de la explosión. Un investigador muerto y su compañera gravemente herida.

Y en el lugar de los hechos, una bolsa de muletón con una increíble cantidad de dinero. El presentador del telediario no dijo cuánto.

Cuando dos días más tarde Aspinella recuperó el conocimiento en el hospital, no se sorprendió de que la interrogaran tan detenidamente acerca del dinero y de la razón por la que faltaban sólo cuarenta mil para llegar al millón. Negó tener el menor conocimiento sobre el dinero. Le preguntaron qué hacia un jefe de una brigada de investigacion y una inspectora juntos. Se negó a contestar, alegando motivos personales. Pero le dolió que la sometieran a un interrogatorio tan despiadado estando ella tan grave. Al Departamento de Policía le importaba una mierda. No tuvo en cuenta su brillante historial.

Pero todo terminó bien. El Departamento se las arregló para que la investigación acerca del dinero no aclarara nada.

Aspinella tardó otra semana de convalecencia en comprender lo ocurrido. Les habían tendido una trampa. Y el único que se la había podido tender era Heskow. El hecho de que faltaran cuarenta de los grandes significaba que el muy cerdo no había podido resistir la tensión de engañar a su propia gente. Bueno, se recuperaría, pensó Aspinella, y entonces volvería a reunirse con Heskow.