Durante aquellos años de permanencia en Sicilia, Astorre aprendió a ser un «hombre cualificado». Al frente de un grupo de seis hombres de la cosca de Bianco, se dirigió a Corleone para ejecutar a su mejor especialista en explosivos, un hombre que había hecho saltar por los aires a un general del Ejercito italiano y a dos de los más destacados magistrados de la lucha contra la Mafia en Sicilia. Fue una audaz incursión que consolidó su reputación en los niveles superiores de la cosca de Palermo dirigida por Bianco.
Astorre llevaba además una intensa vida social y visitaba los cafés y las salas de fiestas de Palermo. Sobre todo para conocer a mujeres guapas.
Palermo estaba lleno de picciotti de la Mafia —los soldados de a pie de las distintas coscas—, todos ellos deseosos de destacar su hombría y de hacer buen papel, con sus trajes cortados a la medida, sus cuidadas uñas y su cabello alisado y peinado hacia atrás como el de las estatuas. Todos se proponían el mismo objetivo: ser temidos y amados. Los más jóvenes, prácticamente adolescentes, lucían unos cuidados bigotes y unos labios rojos como el coral. Jamás cedían un sólo centímetro de terreno ante otro varón, por lo que Astorre procuraba evitar el trato con ellos. Mataban temerariamente, incluso a algunos de los personajes de más alto rango de su mundo, lo cual se traducía en su inmediata ejecución. Pues el asesinato de otro mafioso, como la seducción de una mujer, sólo se podía pagar con la muerte. Astorre siempre se mostraba amable con los picciotti para halagar su orgullo. Y gozaba de gran popularidad entre ellos. Su fama se debía en parte a que se había medio enamorado de una chica de un club llamada Buji, aunque en las cosas del corazón procuraba evitar su malquerencia.
Astorre pasó seis años como mano derecha de Bianco contra la cosca de los corleoneses. Recibía periódicamente instrucciones del Don, que ya no viajaba cada año a Sicilia.
La gran pelea por el hueso entre la cosca de los corleoneses y la de Bianco era una cuestión de estrategia a largo plazo. La cosca de los corleoneses había decidido instaurar un reinado del terror contra las autoridades. Habían asesinado a varios magistrados que estaban llevando a cabo investigaciones y habían hecho volar por el aire a más de un general enviado para acabar con la Mafia de Sicilia, Bianco pensaba que todo aquello sería perjudicial a largo plazo, a pesar de los beneficios inmediatos que pudieran obtenerse. Los reparos de Bianco habían sido la causa del asesinato de sus amigos. Bianco se vengó, y la matanza fue tan tremenda que ambos bandos buscaron una tregua.
Durante su estancia en Sicilia, Astorre se hizo íntimo amigo de un joven que le llevaba cinco años y que tocaba en una orquesta de una sala de fiestas de Palermo, famosa por la belleza de sus gogós, algunas de las cuales prestaban servicio como prostitutas de lujo. El joven se llamaba Nello Sparra.
A Nello no le faltaba el dinero, pues al parecer tenía varias fuentes de ingresos. Vestía con elegancia al estilo de los mafiosos de Palermo. Siempre estaba de buen humor y dispuesto a cualquier aventura, y las chicas del club lo querían porque les hacía regalitos el día de su cumpleaños o en las fiestas, Y también porque sospechaban que era uno de los propietarios secretos del club, un sitio muy seguro para trabajar pues se encontraba bajo la estricta protección de la cosca de Palermo que controlaba el sector del espectáculo de toda la provincia. Las chicas estaban encantadas de acompañar a Nello y Astorre a fiestas privadas o a excursiones por el campo. La muchacha de la que Astorre se medio enamoró se llamaba Buji. Era una morena alta y preciosa que bailaba en el escenario de la sala de fiestas de Nello. Tenía un cuerpo voluptuoso y era famosa por su mal genio y su independencia a la hora de elegir a sus amantes. Jamás alentaba las esperanzas de un picciottu: los hombres que la cortejaran tenían que poseer dinero y poder. Tenía fama de ser muy venal, a la manera mafiosa. Exigía costosos regalos, pero su belleza y ardor hacía que los ricos de Palermo se mostraran encantados de complacerla.
A lo largo de los años, Buji y Astorre entablaron unas relaciones que llegaron peligrosamente al borde del verdadero amor. Astorre era el preferido de Buji, aunque ésta no dudaba en abandonarlo a cambio de un fin de semana especialmente lucrativo con algún acaudalado hombre de negocios de Palermo. La primera vez que lo hizo, Astorre trató de reprochárselo, pero ella lo venció con su sentido común. Y le puso las peras a cuarto.
—Tengo veintiún años —le dijo—. Mi belleza es mi capital. Cuando tenga treinta, podré ser un ama de casa con un montón de hijos o una rica e independiente propietaria de una tiendecita. Es verdad que nos lo pasamos bien juntos, pero tú volverás a América, adonde yo no quiero ir. Y adonde tú no quieres llevarme. Procuremos pasarlo bien como seres humanos libres. A pesar de todo, tú tendrás lo mejor de mí antes de que yo me canse de ti. O sea que déjate de bobadas. Yo tengo que ganarme la vida. —Después añadió con astucia—: Y además estás metido en un negocio demasiado peligroso como para que yo pueda contar contigo.
Nello tema una esplendida villa al borde del mar, en las afueras de Palermo. Contaba con diez dormitorios y se podían celebrar en ella grandes fiestas. En el jardín había una piscina cuya forma reproducía la de la isla de Sicilia y dos pistas de tenis de tierra batida que raras veces se utilizaban.
Los fines de semana, la numerosa familia de Nello acudía a visitarlo desde el campo, y la villa se llenaba de gente. A los niños que no sabían nadar los encerraban en las canchas de tenis con sus juguetes y sus viejas raquetas para que se entretuvieran jugando con las pequeñas pelotas amarillas, a las que propinaban puntapiés como si fueran balones de fútbol hasta que todas quedaban diseminadas sobre la tierra batida como pájaros amarillos.
Astorre estaba incluido en aquella vida familiar como una especie de apreciado sobrino. Nello se convírtió en un hermano para él. Por la noche lo invitaba a subir al escenario del club, y ambos cantaban a dúo canciones de amor italianas ante el entusiasmo del público y el regocijo de las chicas del club.
El León de Palermo, aquel juez eminentemente corruptible, volvió a ofrecer su casa y su presencia para una reunión entre Bianco y Limona. Una vez más, ambos fueron autorizados a llevar cuatro guardaespaldas. Para garantizar la paz, Bianco estaba incluso dispuesto a ceder una pequeña parte de su imperio de la construcción en Palermo.
Astorre no quería correr ningún riesgo. El y los tres guardaespaldas que lo acompañaban acudieron fuertemente armados a la reunión. Ninguno de los guardaespaldas de ambos bandos se sentó a la mesa, sólo lo hicieron el magistrado —con la blanca melena recogida con una cinta de color de rosa—, Bianco y Limona. Limona apenas probó bocado, pero estuvo muy amable y aceptó complacido las muestras de afecto de Bianco. Prometió que ya no habría más asesinatos de funcionarios, especialmente de los que Bianco tenía en el bolsillo.
Al término de la comida, mientras se disponían a pasar al salón para una última discusión, el León de Palermo se excusó, diciendo que regresaría en cinco minutos. Lo dijo en tono de disculpa y todos comprendieron que tenía que responder a una llamada de la naturaleza.
Limona descorchó otra botella de vino y llenó la copa de Bianco. Astorre se acercó a una ventana y miró hacia el ancho camino de entrada de la villa. Un solitario automóvil estaba aguardando cuando él vio aparecer la gran cabeza blanca del León de Palermo. El magistrado subió al vehículo y éste se alejó a gran velocidad.
Astorre no dudó ni un instante. Su mente ató inmediatamente cabos. Se encontró la pistola en la mano casi sin pensar. Limona y Bianco estaban bebiendo vino tomados del brazo. Astorre se acercó a ellos, levantó el arma y abrió fuego contra el rostro de Limona. La bala alcanzó primero la copa antes de penetrar en la boca de Limona mientras unos trozos de cristal volaban cual si fueran brillantes sobre la mesa. Astorre volvió inmediatamente el arma contra los cuatro guardaespaldas de Limona y empezó a disparar. Sus hombres ya estaban disparando con sus armas. Los cuerpos se desplomaron al suelo.
Bianco lo miró, perplejo.
—El León ha abandonado la villa —dijo Astorre, y Bianco comprendió de inmediato que le habían tendido una trampa.
—Tienes que andarte con cuidado —le dijo Bianco a Astorre, señalando el cadáver de Limona—. Sus amigos irán a por ti.
Cabe la posibilidad de que un hombre testarudo sea leal, pero no es fácil mantenerlo alejado de los problemas en determinados momentos de su vida. Y eso fue lo que ocurrió con Fissolini. Fissolini jamás traicionó al Don, pero traicionó a su propia familia. Sedujo a la mujer de su sobrino Aldo Monza. Y lo hizo quince años después de haberle hecho su promesa al Don, cuando contaba sesenta años.
Fue una temeridad inconcebible, Al seducir a la mujer de su sobrino, destruyó el lugar que ocupaba como jefe de la cosca, pues en los distintos grupos de la mafia, para mantener el poder, la familia se sitúa por encima de todo. Y lo más peligroso de todo fue que la mujer era sobrina de Bianco. Bianco no permitió que el marido se vengara en su sobrina, por lo que al marido no le quedaba más remedio que matar a Fissolini, su tío preferido y jefe de la cosca. Todo ello daría lugar a una sangrienta contienda que devastaría la campiña. Astorre se lo comunicó al Don y le pidió instrucciones.
—Tú lo salvaste una vez —fue la respuesta—, tu tienes que volver a decidir.
Aldo Monza era uno de los hombres mas apreciados de la cosca y de su numerosa familia. Había sido uno de los hombres a quienes el Don había perdonado la vida quince años atrás. Por consiguiente, cuando Astorre lo mandó llamar a la aldea del Don, Aldo acudió de muy buen grado. Astorre no permitió que Bianco estuviera presente en la reunión, pero le aseguró que protegería a su sobrina.
Aldo Monza era alto para ser un siciliano, pues medía casi metro ochenta de estatura. Tenía un cuerpo espléndidamente moldeado por el duro trabajo desde niño. Pero sus ojos estaban muy hundidos en las cuencas y la piel de su rostro, tan tirante que hubiera podido ser una calavera. Todo esto le confería un aspecto especialmente siniestro y peligroso. Y en cierto sentido trágico. Monza era el miembro más inteligente y culto de la cosca de Fissolini. Había estudiado para veterinario en Palermo y siempre llevaba consigo su maletín profesional. Le gustaban los animales y siempre estaba muy solicitado.
Pero se sentía tan fuertemente ligado al código de honor siciliano como cualquier campesino. Después de Fissolini, era el hombre más poderoso de la cosca.
Astorre ya había tomado una decisión.
—No estoy aquí para defender la vida de Fissolini. Tengo entendido que tu cosca ya ha aprobado tu venganza. Comprendo tu dolor. Pero estoy aquí para defender a la madre de tus hijos.
Aldo Monza lo miró fijamente.
—Nos ha traicionado a mí y a mis hijos. No puedo permitir que viva.
—Mira —dijo Astorre—, nadie exigirá venganza por la muerte de Fissolini. Pero la mujer es la sobrina de Bianco. Él vengará su muerte. Su cosca es más fuerte que la tuya. Será una guerra sangrienta. Piensa en tus hijos.
Aldo Monza hizo un despectivo gesto con la mano.
—¿Quién sabe si son míos? Es una puta. —Hizo una pausa—. Y morirá como una puta.
Su cadavérico rostro se iluminó con el fulgor de la muerte. Había superado los límites de la furia. Estaba dispuesto a destruir el mundo.
Astorre trató de imaginarse la vida de aquel hombre en su pueblo, después de haber perdido a su mujer y de haber visto ultrajada su dignidad por su tío y su esposa.
—Escúchame con atención —le dijo—. Hace años, Don Aprile te perdonó la vida. Ahora él te pide un favor. Véngate de Fissolini tal como todos sabemos que tienes que hacer. Pero perdona la vida a tu mujer, y Bianco se encargará de enviarla a ella y a sus hijos junto a unos parientes suyos de Brasil. Y a ti personalmente, con la aprobación del Don, te hago este ofrecimiento. Acompáñame a América como amigo y ayudante personal mío. Vivirás una existencia muy cómoda e interesante. Y te librarás de la vergüenza de vivir en tu pueblo. Y tambien estarás a salvo de la venganza de los amigos de Fissolini.
Astorre observó complacido que Aldo Monza no hacía ningún gesto de cólera ni de sorpresa. Éste permaneció cinco minutos en silencio, reflexionando. Después preguntó:
—¿Seguíras pagando a la cosca de mi familia? Mi hermano será el jefe.
—Por supuesto que sí —contestó Astorre—. Son muy valiosos para nosotros.
—Pues entonces, cuando haya matado a Fissolini, me iré contigo a América —dijo Aldo Monza—. Pero ni tú ni Bianco os podréis entremeter. Mi mujer no se irá a Brasil hasta que haya visto el cadáver de mi tío.
—De acuerdo —dijo Astorre. Al recordar el risueño rostro de Fissolini y su sonrisa de bribón, experimentó una punzada de tristeza—. ¿Cuándo ocurrirá? —preguntó.
—El domingo —contestó Monza—. Me pondré en contacto contigo el lunes. Y que Dios haga arder Sicilia y a mi mujer en mil infiernos eternos.
—Te acompañaré a tu pueblo —dijo Astorre—. Tomaré a tu mujer bajo mi protección. Temo que te dejes llevar por la furia.
Aldo Monza se encogió de hombros.
—No puedo permitir que mi destino lo decida lo que se pone una mujer en la vagina.
Lo dijo utilizando la palabra siciliana.
La cosca de Fissolini se reunió a primera hora del domingo por la mañana. Los sobrinos y yernos tenían que decidir si matar también o no a su hermano menor para evitar la venganza. Era evidente que el hermano debía de estar al corriente del ultraje y el hecho de que no hubiera dicho nada significaba que lo aceptaba. Astorre no participó en la reunión. Se limitó a decir que la mujer y los hijos no deberían sufrir daño alguno. Pero se le heló la sangre en las venas al pensar en la furia de aquellos hombres ante algo que a él no le parecía una ofensa tan grave. Ahora comprendía todo el alcance de la compasión del Don para con Fissolini.
Sin embargo, comprendía que no se trataba simplemente de una cuestión de carácter sexual. Cuando una esposa traiciona al marido con un amante, puede introducir un caballo de Troya en la estructura de la cosca. Puede revelar secretos, debilitar las defensas y otorgar a su amante un poder sobre la familia del marido. Es como un espía en una guerra. El amor no es ninguna excusa para semejante traición.
Así pues, el domingo por la mañana los miembros de la cosca se reunieron a desayunar en casa de Aldo Monza y después las mujeres se fueron a misa con los niños. Tres hombres de la cosca sacaron al hermano de Fissolini al campo. Y a la muerte. Los demás se quedaron mientras Fissolini se reunía con los restantes miembros de su cosca. El único que no se rió de sus chistes fue Aldo Monza. Astorre, como invitado de más consideración, se sentó al lado de Fissolini.
Fissolini miró a su sobrino con una socarrona sonrisa en los labios.
—Aldo, estás tan avinagrado como tu cara.
Aldo miró a su tío.
—No puedo estar tan comento como tu, tío. Al fin y al cabo, yo no me he acostado con tu mujer, ¿verdad?
En aquel momento, tres hombres de la cosca, inmovilizaron a Fissolini en la silla, Aldo se dirigió a la cocina y regresó con su instrumental de veterinario.
—Tío —dijo—, te voy a enseñar lo que habías olvidado.
Astorre apartó la cabeza.
Bajo la clara luz del sol de la mañana del domingo, en el camino sin asfaltar que conducía a la famosa iglesia de la Bienaventurada Virgen María, un caballo blanco de gran tamaño caminaba lentamente al paso. Sobre su lomo estaba Fissolini, atado a la silla de montar por medio de un alambre y con la espalda sostenida por una enorme cruz de madera. Casi parecía que estuviera vivo. Pero en la cabeza, a modo de corona de espinas, llevaba una especie de nido de ramas entrelazadas, con un montículo de verde hierba en su interior, sobre el cual descansaban su miembro y sus testículos. Desde ellos le bajaban por la frente unas minúsculas arañas de sangre.
Aldo Monza y su joven esposa contemplaron el espectáculo desde las gradas del templo. Ella fue a santiguarse, pero Aldo Monza la obligó a bajar el brazo de un manotazo y le sujetó la cabeza para que mirara hacia delante. Después la empujó a la calle para que siguiera el cadáver.
Astorre la siguió a su vez y la acompañó hacia su coche para conducirla a Palermo y a la seguridad.
Aldo Monza hizo ademán de acercarse a ellos con el rostro ensombrecido por el odio. Astorre lo miró en silencio, levantó un dedo de advertencia y Monza los dejó ir.
Seis meses después del asesinato de Limona, Nello invitó a Astorre a pasar el fin de semana en su villa. Jugarían al tenis y se bañarían en el mar.
Disfrutarían de un festín a base de aquel pescado tan exquisito de la costa y disfrutarían de la compañía de dos de las más bellas bailarinas de la sala de fiestas, Buji y Stella. En la villa no habría ningún pariente, pues todos estarían festejando una boda familiar en el campo.
Hacía un precioso día siciliano, con aquella sombra especial que parecía envolver el sol, evitando que el calor resultara insoportable, y que convertía el cielo en un soberbio dosel. Astorre y Nello jugaron al tenis con las chicas, que jamás en su vida habían visto una raqueta, pero peloteaban enérgicamente y enviaban las pelotas volando por encima de la red.
—Vamos a dar un paseo por la playa y a nadar un poco —dijo Nello al final.
Los cinco guardaespaldas estaban disfrutando de la sombra en la galería mientras unas criadas les servían comida y bebida, pero no por ello descuidaban sus tareas de vigilancia. Contemplaban además encantados los flexibles cuerpos de las dos chicas en traje de baño y se preguntaban cuál de ellas sería mejor en la cama. Llegaron a la conclusión de que era Buji, cuya animada conversación y alegres risas demostraban, según ellos, su mayor capacidad de excitación. Pero ahora las chicas se estaban disponiendo a dar un paseo por la playa y ellos se habían remangado las perneras de los pantalones.
Astorre les hizo una seña a los guardaespaldas.
—No nos alejaremos de la vista —les dijo—. Bebed tranquilos.
Los cuatro bajaron a la playa y se acercaron paseando a la orilla… Astorre y Nello delante y las dos chicas detrás. Cuando ya llevaban recorridos unos cincuenta metros, se quitaron la ropa y se quedaron en traje de baño. Buji se bajó los tirantes para dejar al descubierto los pechos y se los sostuvo con las manos para que les diera mejor el sol.
Los cuatro se metieron en el agua, apenas rizada por un suave oleaje. Nello, que era un nadador de primera, se sumergió y apareció entre las piernas de Stella de tal forma que, cuando se levantó, ella quedó sentada sobre sus hombros.
—¡Ven! —le gritó a Astorre, y éste avanzó hasta alcanzar la profundidad necesaria para nadar mientras Buji lo seguía sin soltarle la mano. Una vez allí, empujó a Buji hacia abajo y la sumergió bajo el agua, pero ella, en lugar de asustarse, tiró de su traje de baño para dejarle el culo al descubierto.
Mientras se encontraba bajo el agua, Astorre percibió una vibración en los oídos mientras contemplaba los blancos pechos de Buji suspendidos en las verdes aguas y su sonriente rostro muy cerca del suyo. Después, la vibración se convirtió en un rugido y entonces él emergió a la superficie mientras Buji se aferraba a sus caderas desnudas.
Lo primero que vio fue una lancha rápida acercándose velozmente a él con un motor cuyo ruido desgarraba el aire y el agua como si fuera un trueno. Nello y Stella ya estaban en la playa. ¿Cómo era posible que la hubieran alcanzado tan rápido? A lo lejos, vio a sus guardaespaldas con los pantalones remangados, corriendo hacia la playa desde la villa. Empujó a Buji bajo el agua, la apartó y trató de acercarse caminando a la orilla. Pero fue demasiado tarde. La lancha rápida se encontraba muy cerca y Astorre vio a un hombre apuntándole cuidadosamente con un rifle. Los disparos rompieron la barrera del sonido, amortiguados por el rugido del motor…
La primera bala le obligó a girar sobre sí mismo y lo convirtió en un blanco más fácil para el tirador. Su cuerpo pareció salir disparado del agua y después se hundió bajo la superficie. Oyó que la embarcación se alejaba y sintió que Buji tiraba de él, lo arrastraba y trataba de levantarlo del suelo de la playa.
Cuando llegaron los guardaespaldas lo encontraron tendido boca abajo en la orilla, con una bala en la garganta, Buji lloraba a su lado.
Astorre tardó cuatro meses en recuperarse de las heridas. Bianco lo ocultó en una pequeña clínica privada de Palermo para que estuviera protegido y recibiera el mejor tratamiento. Bianco lo visitaba a diario. Buji también lo visitaba los días que no trabajaba en la sala de fiestas.
Hacía el final de su estancia, Buji le regaló una gruesa cadena de oro, de cuyo centro colgaba una gran medalla, también de oro, con una imagen labrada de la Virgen. Se la puso alrededor del cuello como si fuera un collar, y colocó el medallón sobre la herida. El medallón no era más grande que un dólar de plata, pero bastaba para cubrir la herida y parecía un adorno. Sin embargo, no tenía nada de afeminado.
—Ya está todo arreglado —dijo cariñosamente Buji—. No soportaba verlo.
Pero le dio un dulce beso mientras lo decía.
—Basta con que le quites el adhesivo una vez al día —le dijo Bianco.
—Alguien me cortará el cuello para robarme el oro —replicó Astorre con ironía—. ¿De verdad crees que es necesario?
—Sí —contestó Bianco—. Un hombre de respeto no puede exhibir la herida infligida por un enemigo. Además, Buji tiene razón. No es muy agradable de ver.
Lo único que le quedó grabado en la mente a Astorre fue que Bianco lo había llamado hombre de respeto. Ottavio Bianco, la quintaesencia del mafioso, le había hecho aquel honor. Astorre se sorprendió y se sintió halagado.
Cuando Buji se fue a pasar un fín de semana con el más próspero comerciante de vinos de Palermo, Bianco tomó un espejo para que Astorre se mirara. La cadena de oro era muy bonita. Y la Madonna, pensó Astorre, estaba en toda Sicilia, en las capillitas del borde del camino, en los automóviles y en las casas y hasta en los juguetes de los niños.
—¿Por qué los sicilianos veneran a la Madonna y no a Jesucristo? —le preguntó a Bianco.
Bianco se encogió de hombros.
—En el fondo, Jesús era un hombre y por eso no se puede uno fiar del todo. Pero olvida todo eso. Ya está hecho. Antes de que regreses a América, pasarás un año en Londres con el señor Pryor para familiarizarte con los bancos. Y con el negocio de la banca. Son órdenes de tu tío. Hay otra cosa. Tenemos que matar a Nello.
—¿Estás seguro de que fue Nello? —preguntó Astorre.
Era su más querido amigo.
—¿A quién más hubieran podido utilizar? —dijo Bianco—. ¿A tu más acérrimo enemigo? A tu amigo, naturalmente. En cualquier caso, como hombre de respeto, tendrás que castigarlo tú mismo. O sea que procura reponerte cuanto antes.
Astorre lo había pensado mucho y sabía que Nello era culpable. Ambos llevaban mucho tiempo siendo buenos amigos y su amistad era sincera. Pero después se había producido la matanza de los corleoneses. Nello debía de estar relacionado de alguna manera con la cosca de los corleoneses y no habría tenido más remedio que colaborar.
Y además, Nello se había abstenido de visitarlo en la clínica. De hecho, había desaparecido de Palermo. Ya no tocaba en el club.
Durante la siguiente visita de Bianco, Astorre le dijo:
—No tenemos ninguna prueba contra Nello. Dejémoslo correr y tú concierta la paz con los corleoneses. Haz correr la voz de que he muerto a causa de las heridas.
Al principio, Bianco se opuso con todas sus fuerzas, pero después aceptó la prudencia de Astorre y pensó que era un hombre muy listo. Concertaría la paz con los corlleoneses y quedarían empatados. En cuanto a Nello, no era más que un peón y no merecía la pena matarlo. Hasta otro día.
Tardaron una semana en arreglarlo todo, Astorre regresaría a Estados Unidos vía Londres donde el señor Pryor lo instruiría. Bianco le dijo que Aldo Monza sería enviado directamente a Estados Unidos junto a Don Aprile y lo esperaría en Nueva York.
Astorre se pasó un año con el señor Pryor en Londres. Fue una experiencia aleccionadora.
En el estudio del señor Pryor, mientras tomaba un vaso de vino con limonada, se le explicó que se habían forjado unos planes extraordinarios para él y que su estancia en Sicilia había formado parte de un plan específico del Don para prepararlo con vistas a cierto importante papel.
Astorre preguntó al señor Pryor por Rosie. Se había pasado todos aquellos años pensando en ella, en su gracia, su ingenua alegría de vivir y su generosidad en todo, incluido el amor. La echaba de menos.
El señor Pryor enarcó las cejas.
—La mafiosa —dijo—. Ya sabía yo que no la olvidarías.
—¿Sabe usted dónde está? —preguntó Astorre.
—Por supuesto que sí —contestó el señor Pryor—. En Nueva York.
—He estado pensando en ella —dijo Astorre en tono vacilante—. La verdad es que yo estuve ausente mucho tiempo y ella era joven. Lo que ocurrió fue muy natural. Espero volver a verla.
—Por supuesto que sí —dijo el señor Pryor—. ¿Por qué no ibas a verla? Después de cenar te facilitaré toda la información que necesitas…
Aquella noche en el estudio del señor Pryor, Astorre averiguó toda la historia de Rosie. El señor Pryor le pasó unas cintas de conversaciones telefónicas de Rosie que revelaban sus citas con otros hombres en el apartamento. Las cintas permitían deducir con toda claridad que Rosie mantenía relaciones sexuales con ellos y que ellos le hacían costosos regalos y le entregaban dinero. Astorre experimentó un sobresalto al oír la voz de Rosie utilizando un tono que él creía exclusivamente para él, sus cantarínas carcajadas y sus ingeniosas bromas. Poseía un encanto especial y jamás resultaba ordinaria. Hablaba como si fuera una alumna de instituto que estuviera a punto de asistir a un baile de gala estudiantil. Su inocencia era una auténtica obra maestra de la simulación.
El señor Pryor, con la gorra muy calada sobre los ojos, esraba observando atentamente a Astorre.
—Lo hace muy bien, ¿verdad? —dijo Astorre.
—Con toda naturalidad —dijo el señor Pryor.
—¿Estas cintas se grabaron cuando yo salía con ella? —preguntó Astorre.
El señor Pryor hizo un gesto como de disculpa.
—Mi deber era protegerte. Sí.
—¿Y usted nunca me dijo nada?
—Estabas muy enamorado de ella —contestó el señor Pryor—. ¿Por qué iba a estropearte el placer? No era codiciosa y te trató bien. Yo también he sido joven y, puedes creerme, en el amor la verdad no tiene la menor importancia. A pesar de todo, es una chica maravillosa.
—Una puta de lujo —dijo Astorre casi con amargura.
—Pues no —dijo el señor Pryor—. Se las ingeniaba para vivir. Huyó de casa a los catorce años, pero era muy inteligente y quería estudiar. También aspiraba a ser feliz en la vida. Todo muy natural. Podía hacer felices a los hombres, una cualidad muy insólita. Era justo que ellos le pagaran un precio.
Astorre soltó una carcajada.
—Es usted un siciliano comprensivo. Pero anda que lo de pasarse veinticuatro horas con el cadáver de un amante…
El señor Pryor se rió de buena gana.
—Eso es precisamente lo mejor que tiene. Una auténtica mafiosa. Tiene el corazón ardiente pero la mente fría. Menuda combinación. Extraordinaria. Pero con ella siempre hay que andarse con cuidado. Una persona como ella siempre es peligrosa.
—¿Y el nitrito de amilo? —preguntó Astorre.
—De eso no tuvo la culpa —contestó el señor Pryor—. Sus relaciones con el profesor ya estaban en marcha antes de conocerte a ti, y el hombre insistía en tomar la droga. No, aquí estamos en presencia de una chica que sinceramente piensa en su propia felicidad por encima de cualquier otra cosa. Carece de inhibiciones sociales. Mi consejo es que sigas en contacto con ella. Puede que alguna vez te pueda prestar algún servicio profesional.
—Estoy de acuerdo —dijo Astorre, sorprendiéndose de no estar enojado con Rosie y de que el encanto de la chica fuera suficiente para que él la perdonara. Lo dejaría correr, le dijo al señor Pryor.
—Bueno —dijo el señor Pryor—. Cuando finalice tu año de estancia aquí, regresarás junto a Don Aprie.
—¿Y qué ocurrirá con Bianco? —preguntó Astorre.
El señor Pryor sacudió la cabeza y lanzó un suspiro.
—Bianco tiene que ceder. La cosca de los corleoneses es demasiado fuerte. No te perseguirán. El Don concertó la paz. La verdad es que el éxito de Bianco lo convirtió en un hombre demasiado civilizado.
Astorre siempre le había seguido la pista a Rosie. En parte por precaución, y en parte porque recordaba con cariño el gran amor de su vida. Sabía que había reanudado sus estudios, que estaba haciendo un doctorado en psicología en la Universidad de Columbia y vivía en un seguro y cercano edificio de apartamentos, donde finalmente había conseguido adquirir más profesionalidad con hombres más ricos y maduros.
Era tan lista que mantenía tres relaciones simultáneas y repartía su remuneración entre costosos regalos en dinero, joyas y vacaciones en los balnearios de los ricos, donde establecía nuevos contactos. Nadie hubiera podido calificarla de prostituta profesional pues jamás pedia nada, aunque nunca rechazaba un regalo.
Era inevitable que los hombres se enamoraran de ella, pero ella jamás aceptaba sus proposiciones de matrimonio. Les decía que eran simplemente unos amigos que se querían, que el matrimonio no estaba hecho para ella o para ellos. Casi todos los hombres aceptaban su decisión con agradecido alivio. No era una buscadora de oro, no exigía dinero y no daba la menor muestra de codicia. Sólo quería vivir a lo grande y sin preocupaciones. Pero tenía instinto de ardilla y ahorraba dinero para el mañana. Tenía cinco cuentas bancarias y dos cajas de seguridad.
Pocos meses después de la muerte del Don, Astorre decidió ver de nuevo a Rosie. Estaba seguro de que era sólo porque necesitaba su ayuda para sus planes. A fin de cuentas conocía sus secretos, y ella ya no podía volver a deslumbrarlo. Además Rosie estaba en deuda con él y él conocía su terrible secreto.
Sabia también que en cierto sentido Rosie era amoral, que su forma de ser la inducía a situar su persona y su placer en una especie de reino superior, casi como si fuera una creencia religiosa. Creía con todo su corazón que tenía derecho a ser feliz por encima de todo.
Astorre deseaba verla, sobre todo. Tal como les ocurre a muchos hombres, el paso del tiempo habia suavizado las traiciones de Rosíe y acrecentado sus encantos. Ahora sus pecados parecían el fruto de una juvenil despreocupación y no una prueba de su desamor. Recordaba sus pechos, cómo se teñían de manchas rosas cuando hacían el amor, su manera de ladear tímidamente la cabeza, la alegría que derrochaba a su alrededor y su apacible buen humor, sus flexibles andares con aquellas piernas que parecían zancos, y el increíble ardor de su boca sobre sus labios.
A pesar de todo ello, Astorre quiso convencerse de que aquella visita era estrictamente de negocios. Tenía un trabajo que ofrecer.
Rosie estaba a punto de entrar en su edificio de apartamentos cuando él se le plantó delante, sonrió y le dijo:
—Hola, Rosie.
Rosie, que sostenía tres libros en la mano derecha, los dejó caer a la acera. Después se ruborizó de placer y se le iluminaron los ojos. Le arrojó los brazos al cuello y le dio un beso en la boca.
—Sabía que te volvería a ver —le dijo—. Sabía que me perdonarías.
Lo atrajo al interior del edificio y subió la escalera con él hasta su apartamento.
Allí preparó unas copas, vino para ella y brandy para él. Se sentó a su lado en el sofá. El salón estaba lujosamente amueblado y él sabía de dónde salía el dinero.
—¿Por qué has esperado tanto? —le preguntó Rosie mientras se quitaba las sortijas de los dedos, los pendientes y las tres pulseras del brazo izquierdo, todas de oro y brillantes.
—He estado ocupado —contestó Astorre—, y he tardado mucho en localizarte.
Rosie le dirigió una tierna mirada de cariño.
—¿Sigues cantando? ¿Sigues montando a caballo con aquel ridículo disfraz rojo?
Lo volvió a besar, y Astorre sintió su calor en el cerebro sin poder evitar aquella reacción.
—No —dijo—, no podemos volver atrás, Rosie.
Rosie tomó sus manos y le obligó a levantarse.
—Fue la época más feliz de mi vida —dijo.
De repente se encontraron en el dormitorio como por arte de ensalmo, y en pocos segundos se quedaron desnudos.
Rosie tomó un frasco de perfume de su mesita de noche, se pulverizó un poco y después le pulverizó unas gotas a él.
—No hay tiempo para tomar un baño —dijo entre risas.
Se metieron en la cama y Astorre contempló cómo aparecían lentamente en sus pechos las grandes manchas de color de rosa.
La experiencia tuvo para Astorre un carácter incorpóreo. Disfrutó del sexo, pero no pudo disfrutar de Rosie. En su mente apareció su imagen, montando guardia día y noche junto al cadáver del profesor. Si el hombre estaba vivo, ¿lo hubieran podido ayudar a vivir? ¿Qué había hecho Rosie, sola con la muerte y el profesor?
Tumbada boca arriba, Rosie alargó la mano para acariciarle la mejilla. Después inclinó la cabeza y dijo en un susurro:
—La antigua magia ya no funciona.
Había estado jugueteando con el medallón de su cuello, había visto la fea cicatriz morada y la había besado.
—Ha estado muy bien —dijo Astorre.
Rosie se incorporó y se volvió hacia él, con los pechos colgando por encima de su torso.
—No me puedes perdonar lo del profesor, que yo lo dejara morir y permaneciera a su lado. Es eso, ¿verdad?
Astorre no contestó. Jamás le revelaría lo que ahora sabía de ella, que siempre había sido la misma.
—Pues tú eres una persona mucho peor —dijo Rosie—. Leí lo que decían de ti los periódicos, el sobrino adoptado de Don Aprile. Y lo de tu amigo de Londres, el que me ayudó a resolver aquel desastre. Hizo un trabajo muy profesional para ser un banquero inglés, pero ya no resulta tan raro cuando sabes que emigró de Italia. No me costó mucho comprenderlo.
Se encontraban en el salón y ella estaba preparando otros tragos. Lo miró seriamente a los ojos.
—Sé lo que eres —le dijo—. Y no me importa, te lo aseguro. Somos almas afines. ¿No te parece perfecto?
Astorre se echó a reír.
—Lo que menos me interesa es encontrar un alma afín —dijo—. Pero he venido a verte por un asunto de negocios.
Rosie lo miró con semblante impasible. Su rostro había perdido todo el encanto. Empezó a colocarse de nuevo las sortijas en los dedos.
—Mi precio por un polvo rápido son quinientos dólares —dijo—. Acepto cheques.
Lo miró con picardía… era una broma. Astorre sabía que ella sólo aceptaba regalos para celebrar fiestas y cumpleaños, y eran cosas mucho más sustanciosas.
De hecho, aquel apartamento era un regalo de cumpleaños de un admirador.
—No, en serio —dijo Astorre. Entonces le contó lo de los hermanos Sturzo, le explicó lo que deseaba hacer y lo remató diciendo—: Ahora le voy a dar veinte mil dólares para gastos. Y otros cien mil cuando termines.
Rosie le miró con semblante pensativo.
—¿Y qué ocurrirá después? —preguntó.
—Tú no tienes que preocuparte por eso —contestó Astorre.
—Comprendo —dijo Rosie—. ¿Y si digo que no…?
Astorre se encogió de hombros. No quería pensarlo.
—Nada —contestó.
—¿No me entregarás a las autoridades inglesas? —preguntó Rosie.
—Yo jamás te podría hacer una cosa así —dijo Astorre, y ella no dudó de la sinceridad de su voz.
—De acuerdo —dijo Rosie, lanzando un suspiro. Y entonces él vio que se le iluminaban los ojos y lo miraba sonriendo—. Otra aventura —añadió.
Y ahora, después de tantos años, Aldo Monza lo despertó de sus recuerdos, comprimiéndole la pierna.
—Falta media hora —dijo Aldo—. Tienes que prepararte para los hermanos Sturzo.
Astorre asomó la cabeza por la ventanilla del vehículo y percibió la frialdad de los copos de nieve en su rostro. Estaban atravesando una campiña punteada únicamente por unos grandes árboles sin hojas cuyas fulgurantes ramas se proyectaban hacia fuera como varitas mágicas. Las piedras cubiertas por sábanas de nieve luminiscente parecían estrellas rutilantes. En aquel momento Astorre sintió una fría desolación en el corazón. Después de aquella noche, su mundo cambiaría, él cambiaría, y empezaría en cierto modo su verdadera vida.
Astorre llegó a la casa franca en medio de un paisaje espectralmente blanco, donde la nieve se amontonaba en enormes ventisqueros. Dentro de la casa, los gemelos Sturzo permanecían esposados de pies y manos y el cuerpo aprisionado en el interior de una ajustada camisa que les impedía moverse. Estaban tumbados en el suelo de un dormitorio bajo la vigilancia de dos hombres armados.
Astorre los miró con simpatía.
—Es un cumplido —les dijo—. Sabemos lo peligrosos que sois.
Ambos hermanos mantenían actitudes completamente distintas. Stace parecía sereno y resignado; Franky en cambio los miraba a todos con un odio que transformaba su rostro habitualmente risueño en el de una gárgola.
Astorre se sentó en la cama.
—Creo que lo habéis adivinado, chicos —les dijo.
—Rosie fue el anzuelo —dijo Stace—. Lo hizo muy bien, ¿verdad, Frank?
—Estupendamente bien —contestó Franky, procurando controlar la voz.
—Eso es porque os apreciaba de verdad —dijo Astorre—. Sobre todo a ti, Frank. Ha sido muy duro para ella. Muy duro.
—Pues, ¿por qué lo hizo? —preguntó Franky en tono despectivo.
—Porque yo le di un montón de dinero —le contestó Astorre—. Pero un montón. Ya sabes cómo son estas cosas, Franky.
—Pues no, no lo se —dijo Franky.
—Supongo que tuvieron que pagar un precio muy elevado para que dos tipos tan listos como vosotros aceptaran un contrato para matar al Don —dijo Astorre—. ¿Un millón? ¿Dos millones?
—Estás completamente equivocado —dijo Stace—. Nosotros no participamos en nada de todo eso. No somos tan tontos.
—Sé que vosotros fuisteis los que disparasteis —dijo Astorre—. Se dice por ahí que tenéis un par de cojones. Y yo he averiguado cosas. Ahora lo que quiero de vosotros es el nombre del intermediario.
—Estás en un error —dijo Stace—. No puedes demostrar de ninguna manera que fuimos nosotros. Y además, ¿quién coño eres tú?
—Soy el sobrino del Don —replicó Astorre—. Soy su barrendero mayor. Y llevo casi seis meses haciendo investigaciones sobre vosotros. En el momento del tiroteo, no estabais en Los Ángeles. Tardasteis más de una semana en aparecer por allí. Y tú, Franky, dejaste de entrenar a los chicos durante dos partidos. Y tú, Stace, no apareciste por la tienda para ver que tal iba el negocio. Ni siquiera llamaste. ¿Dónde estuvisteis?
—Yo estaba jugando en Las Vegas —contestó Franky—. Y podríamos hablar un poco mejor si nos quitaras estas esposas. No somos unos putos Houdinis.
Astorre le dirigió una comprensiva sonrisa.
—Un poco, sí. Y tú, Stace, ¿qué me dices?
—Estaba con mi chica en San Francisco —contestó Stace—. Pero ¿cómo se va uno a acordar después de tanto tiempo?
—A lo mejor tendré más suerte hablando con vosotros por separado —dijo Astorre.
Se dirigió a la cocina, donde Aldo Monza le había preparado un café. Le dijo a Monza que llevara a los dos hombres a dormitorios separados y que los mantuviera constantemente vigilados por dos guardias. Aldo trabajaba con un equipo de seis hombres.
—¿Estás seguro de que has atrapado a los que lo hicieron? —le preguntó Aldo.
—Creo que sí —contestó Astorre—. Si no lo son, mala suerte para ellos. Siento tener que pedírtelo, pero puede que tengas que ayudarme a hacerlos hablar.
—Bueno, pero no siempre hablan —dijo Monza—. Parece increíble, pero la gente es muy terca. Y estos dos tipos me parecen muy duros.
—Siento tener que recurrir a algo tan bajo —dijo Astorre.
Esperó una hora antes de subir al dormitorio donde habían llevado a Franky. Fuera estaba todo oscuro. Había caído la noche pero vio que los lentos copos de nieve reflejaban la luz de la lámpara. Encontró a Franky totalmente inmovilizado en el suelo.
—Es muy sencillo —le dijo—. Danos el nombre del intermediario y saldrás vivo de aquí.
Franky lo rniró con odio.
—¡Yo jamás te diré nada, cabrón de la mierda! Te has equivocado de tíos. Y recordaré tu cara y la de Rosie.
—Eso es lo peor que podías decir —le dijo Astorre.
—¿Tú también te la follabas? —preguntó Franky—. ¿Eres su chulo?
Astorre comprendió que Franky jamás le perdonaría a Rosie su traición. Qué respuesta, tan frivola para una situación tan seria.
—Creo que te estás comportando como un estúpido —dijo Astorre—. Y eso que vosotros dos tenéis fama de ser muy listos.
—Me importa una mierda lo que tú creas —dijo Franky—. No puedes hacer nada sin una prueba.
—¿De veras? O sea que estoy perdiendo el tiempo contigo —dijo Astorre—. Voy a hablar con Stace.
Pero antes de ir a verlo, bajó a la cocina a tomarse otro café. Le extrañó que Franky pudiera mostrarse tan seguro y hablar con tanto descaro a pesar de las esposas. Bueno, tendría que hacerlo mejor con Stace. Encontró al hombre incómodamente atado en la cama.
—Quitadle la camisa —dijo Astorre—. Pero comprobad que tenga bien ajustados los grilletes y las esposas.
—Ya sé lo que ocurre —le dijo Stace tranquilamente—. Sabes que tenemos mucho dinero guardado. Puedo tomar disposiciones para que lo recojas y se acabe de una vez toda esta bobada.
—Acabo de hablar con Franky —dijo Astorre—. Me ha decepcionado. Tú y tu hermano tenéis fama de ser muy listos. Y ahora tú me hablas de dinero, sabiendo que todo eso es porque liquidasteis al Don.
—Estás equivocado —dijo Stace.
—Sé que tú no estuviste en Tahoc —repuso Astorre amablemence— y que Franky no estuvo en Las Vegas, Sois dos colaboradores libres que tuvisteis los cojones de aceptar el encargo. Los que dispararon eran zurdos, como tú y Franky. O sea que lo único que yo quiero saber es quién fue vuestro intermediario.
—¿Y por qué te lo iba a decir? —replicó Stace—. Sé que la historia ha terminado. Vosotros no vais enmascarados y habéis revelado el verdadero papel de Rosie, por consiguiente no nos permitirás salir vivos de aquí. Por muchas cosas que nos prometas.
—No quiero engañarte —dijo Astorre, lanzando un suspiro—. Más o menos es eso. Pero tenéis una cosa que podéis negociar. A las buenas o a las malas. Tengo aquí conmigo a un hombre muy cualificado y lo voy a poner a trabajar con Franky.
Mientras lo decía, Astorre experimentó una sensación de náusea en el estómago. Recordaba el trabajo que le había hecho Aldo Monza a Fissolini.
—Pierdes el tiempo —dijo Stace—. Franky no hablará.
—Puede que no —dijo Astorre—. Pero será despedazado trocito a trocito y cada trocito te será presentado para que lo veas. Supongo que entonces tú hablarás para salvarlo de eso. Pero ¿por qué echar a andar por este camino? Y además, ¿por qué quieres proteger al intermediario, Stace? El hubiera tenido que protegerte a ti, y no lo hizo.
Stace no contestó.
—¿Por qué no dejas libre a Franky? —preguntó tras una pausa.
—Tú sabes muy bien que no lo haré —dijo Astorre.
—¿Y cómo sabes que no te mentiré? —preguntó Stace.
—¿Por qué ibas a hacerlo? —dijo Astorre—. ¿Qué ganas con eso? Tú puedes impedir que Franky pase por una terrible situación. Tienes que comprenderlo con toda claridad.
—Fuimos unos simples tiradores que hicimos un trabajo. El que tú quieres está mucho más arriba, ¿Por qué no nos escuchas sin más?
Astorre tenía mucha paciencia.
—Stace, tú y tu hermano aceptasteis el encargo de matar a un gran hombre. Un precio muy alto y un orgullo, vamos.
Eso os levantó mucho la moral. Hicisteis una apuesta y la perdisteis, y ahora tenéis que pagarlo, de lo contrario todo el mundo se vendría abajo. Tiene que ser así. Ahora, lo único que podéis hacer es elegir si a las buenas o a las malas. Dentro de una hora podrías estar contemplando un buen trozo de Franky sobre esta mesa. No quiero hacerlo, te lo aseguro, puedes creerme.
—¿Y cómo puedo yo saber que todo eso no es un cuento? —preguntó Stace.
—Piénsalo, Stace —dijo Astorre—. Piensa en la trampa que te tendí con Rosie. Fue cosa de mucho tiempo y paciencia.
Piénsalo, te traje a este lugar y tengo siete hombres armados. Muchos gastos y muchas molestias. Y justo la víspera de Navidad. Soy un tipo muy serio, Stace, tú mismo lo puedes ver. Te concederé una hora para que lo pienses. Si hablas, te prometo que Franky ni siquiera se enterará de lo que pasa.
Astorre bajó de nuevo a la cocina. Monza lo estaba esperando.
—¿Y? —preguntó Monza.
—No sé —dijo Astorre—. Pero mañana tengo que asistir a la comida de Navidad en casa de Nicole, o sea que tenemos que terminar esta noche.
—No me llevará más de una hora. O hablará o morirá.
Astorre descansó un poco Junto a la chimenea encendida y después subió de nuevo arriba para ver a Stace, El hombre parecia cansado y resignado. Lo había pensado. Sabía que Franky jamás hablaría. Franky pensaba que aún les quedaban esperanzas. Stace creía que Astorre había puesto todas las cartas sobre la mesa. Y ahora Stace comprendió los temores de todos los hombres a los que había matado, sus últimas y vanas esperanzas en un destino que los salvara, en contra de todas las probabilidades. Y él no quería que Franky muriera de aquella manera, trozo a trozo. Estudió el rostro de Astorre. Era duro e implacable, a pesar de su juventud. Tenía toda la seriedad de un alto magistrado.
La fuerte nevada estaba cubriendo los cristales de la ventana como si fuera un blanco manto de piel. En su habitación, Franky soñaba despierto en estar en Europa con Rosie, donde la nieve cubriría los bulevares de París y caería a los canales de Venecia. La nieve era una magia. Roma era una magia.
Stace permanecía tumbado en su cama, pensando en Franky. Habían jugado y habían perdido. Y aquél era el final de la historia. Pero él podía ayudar a Franky a pensar que sólo estaban perdiendo por veinte puntos.
—Muy bien —dijo Stace—. Pero cuida de que Franky no se entere de lo que ocurre, ¿de acuerdo?
—Te lo prometo —dijo Astorre—. Pero me daré cuenta si no dices la verdad.
—No —dijo Stace—. ¿Para qué? El Intermediario es un hombre llamado Heskow, que vive en Brightwaters, justo pasado Babylon. Está divorciado, vive solo y tiene un fabuloso hijo de dieciséis años que juega al baloncesto de maravilla. Pero el chico vive con su madre. Heskow nos ha contratado para varios trabajos a lo largo de los años. Al principio nos echamos atrás, como cuando éramos pequeños. El precio era de un millón, pero Franky y yo éramos un poco reacios a aceptarlo. Un trabajo demasiado peligroso. Lo aceptamos porque él nos dijo que no tendríamos que preocuparnos por el FBI ni por la policía local. Que todos habían sido sobornados. Nos dijo también que el Don va no tenía conexiones importantes. Pero está claro que en eso se equivocaba. Ahí tienes. Era un precio demasiado alto como para rechazarlo.
—Eso es facilitarle mucha información a un tío que, a tu juicio, es una mierda —dijo Astorre.
—Quiero convencerte de que digo la verdad —dijo Stace—. Lo he pensado. La historia ha terminado. No quiero que Franky lo sepa.
—No te preocupes —dijo Astorre—. Te creo.
Abandonó la estancia y bajó a la cocina para dar instrucciones a Monza. Quería la documentación de los hermanos, sus matrículas, tarjetas de crédito, etc. Quería cumplir la palabra que le había dado a Stace. Franky debería recibir un disparo en la cabeza sin previa advertencia. Y Stace también tendría que ser ejecutado sin dolor. Después se fue para regresar a Nueva York. La tormenta se había convertido en una lluvia que estaba eliminando la nieve que cubría la campiña.
Monza raras veces incumplía una orden, pero en su calidad de verdugo pensaba, que tenía derecho a protegerse a sí mismo y a sus hombres. No habría armas. Utilizaría una cuerda.
Primero tomó cuatro hombres para que lo ayudaran a estrangular a Stace. Este ni siquiera intentó oponer resistencia. Pero Franky fue distinto. Franky se pasó veinte minutos tratando de librarse de la cuerda. Durante unos terribles veinte minutos Franky Sturzo comprendió que lo estaban asesinando.
Después envolvieron los dos cuerpos con unas mantas y les transportaron a través de los claros del bosque bajo la nieve que estaba empezando a caer de nuevo. Los depositaron en el bosque que había detrás de la casa. Un agujero entre unos densos matorrales fue el escondrijo. No los descubrirían hasta la primavera, si es que los descubrían. Para entonces estarían tan destrozados por la naturaleza que Aldo Monza confiaba en que no se pudiera establecer la causa de la muerte.
Pero no fue sólo por esta razón práctica por lo que Aldo Monza desobedeció a su jefe. Lo mismo que el Don, él creía con todas sus fuerzas que la clemencia sólo podía proceder de Dios. Despreciaba la idea de la compasión hacia unos hombres que cobraban por asesinar a otros hombres. Era una presunción pensar que un hombre pudiera perdonar a otro. Eso correspondía a Cristo, El hecho de que los hombres se atribuyeran semejante prerrogativa era una muestra de orgullo y una falta de respeto. No deseaba semejante compasión ni siquiera para sí mismo.