7

Aquella Nochebuena, Astorre asistió a una fiesta ofrecida por Nicole en su apartamento. Su prima había invitado a todos sus colegas y a todos los miembros de los grupos a los que prestaba sus servicios gratuitamente, y especialmente a los de su preferido, la Campaña Contra la Pena de Muerte.

A Asierre le gustaban las fiestas. Le encantaba hablar con personas a las que jamás volvería a ver y que tan distintas eran de el. A veces conocía a mujeres interesantes, con quienes mantenía fugaces relaciones. Siempre abrigaba la esperanza de enamorarse, pero no lo conseguía. Aquella noche Nicole le había recordado su idilio adolescente, no por medio de coqueteos o evasivas sino con buen humor.

—Me partiste el corazón cuando obedeciste a mi padre y te fuiste a Europa —le dijo.

—Ya lo se —repuso Asrorre—. Pero eso no te impidió salir con otros chicos e incluso casarte con uno de ellos.

Por una extraña razón, aquella noche Nicole estaba muy cariñosa con él. Tomó su mano con furtivo gesto de colegiala, lo besó en los labios y lo abrazó como si intuyera que estaba a punto de escaparsele una vez más.

Astorre sintió que se despertaba su antigua ternura, aunque sabía que ceder a sus sentimientos en las presentes circunstancias de su vida, con las decisiones que tendría que tomar, sería una terrible equivocación. Al final, ella lo acompañó a un grupo y lo presentó.

Aquella noche había música en directo y Nicole le pidió a su primo que cantara con su ahora áspera pero cálida y melodiosa voz, cosa que a él siempre le encantaba hacer. Ambos cantaron a duo una antigua canción de amor italiana.

Cuando Astorre cantó para Nicole, ella se aferró a él y lo miró a los ojos como si buscara algo en su alma. Después, con un último y triste beso, lo soltó.

Más tarde, Nicole le tenía reservada una sorpresa. Lo acompañó al lugar donde se encontraba una invitada, una hermosa mujer de grandes e inteligentes ojos grises.

—Astorre —le dijo—, te presento a Georgette Cilke, que preside la Campaña Contra la Pena de Muerte. Muy a menudo trabajamos juntas.

Georgette le estrechó la mano y le felicitó por su canción.

—Cantas como Dean Martín de joven.

Astorre se sintió muy halagado.

—Muchas gracias —contestó—. Es mi artista favorito. Me sé todo su repertorio de memoria.

—A mi marido también le encanta —comentó Georgette—. A mí me gusta su música, pero me desagrada profundamente su manera de tratar a las mujeres.

Astorre suspiró al darse cuenta de que la conversación había ido a parar a un callejón sin salida.

—Sin duda, pero hay que saber distinguir al hombre del artista. —A Gcorgette le divirtió la galantería que mostraba Astorre en su defensa.

—¿De verdad hay que hacerlo? —dijo con una sonrisa irónica—. En mi opinión, este tipo de conducta es inexcusable.

Astorre comprendió que Georgette no daría su brazo a torcer en este punto, de manera que se limitó a cantar unos pocos versos de una de las baladas italianas más populares de Dino. La miró profundamente a los ojos, meciéndose al ritmo de la música, y distinguió el nacimiento de una sonrisa.

—De acuerdo, me rindo —dijo ella—. Admito que las canciones son buenas. Sin embargo, no pienso darle mi beneplácito tan fácilmente.

Georgette le tocó levemente el hombro antes de alejarse de él. Astorre se pasó el resto de la velada observándola. Era una mujer que no trataba de realzar su belleza, pero los movimientos de su cuerpo poseían una gracia natural, una especie de dulzura que anulaba la sensación de amenaza que suele llevar aparejada la belleza. Irradiaba serenidad. Y Astorre, como todos los presentes en la estancia, se enamoró de ella. Pero ella parecía sinceramente ajena a la situación y no coqueteaba lo más mínimo. No era consciente de sus propios encantos.

Para entonces, Astorre ya había leído las notas que Marcantonio le había pasado sobre Cilke, un porfiado hurón que seguía implacablemente el rastro de los defectos humanos con fría eficacia. Y también había leído que su mujer le amaba profundamente. Le parecía un misterio.

Hacia la mitad de la fiesta, Nicole se le acercó y le susurró al oído que Aldo Monza le esperaba en recepción.

—Perdona, Nicole —dijo Astorre—. Tengo que irme.

—No te preocupes —dijo Nicole—. Me hubiera gustado que conocieras un poco mejor a Georgette. Es la mujer más inteligente y extraordinaria que he conocido en mi vida.

—Bueno, por lo menos guapa sí es —dijo Astorre, pensando para sus adentros en lo necio que seguía siendo con las mujeres, pues de otro modo no se le hubiera ocurrido fantasear sobre ella tras haberla visto en una fiesta.

Al entrar en recepción, Astorre encontró a Aldo Monza sentado incómodamente en una de las frágiles pero preciosas sillas antiguas de Nicole. Aldo se levantó y le dijo en voz baja:

—Tenemos a los gemelos. Te esperan para lo que gustes mandar.

Astorre se descorazonó. Ahora empezaría todo. Ahora tendría que someterse nuevamente a prueba.

—¿Cuánto se tarda en subir allí? —le preguntó a Aldo.

—Por lo menos tres horas —contestó Aldo—. Tenemos tempestad de nieve.

Astorre consultó su reloj. Eran las 10.30 de la noche.

—Vamos allá —le dijo a Aldo.

Cuando abandonaron el edificio, los copos de nieve flotaban en el aire y los automóviles aparcados estaban medio sepultados por los ventisqueros. Aldo tenía un enorme Buick oscuro esperando. Aldo iba al volante y Astorre ocupaba el asiento del copiloto. Hacía mucho frío y Aldo encendió la calefacción. Poco a poco, el vehículo se fue convirtiendo en una estufa que olía a tabaco y a vino.

—Duerme un poco —le dijo Aldo a Astorre—. Tenemos un largo camino por delante y una noche movida.

Astorre dejó que su cuerpo se relajara y que su mente se dejara arrastrar por los sueños. Recordó el ardiente calor de Sicilia y los diez años que el Don había dedicado a prepararlo para aquel último deber. Sabía que su destino era inevitable.

Astorre Viola tenía dieciséis años cuando Don Aprile lo envió a estudiar a Londres. El muchacho no se sorprendió. El Don había enviado a todos sus hijos a escuelas privadas desde muy pequeños y había querido que cursaran estudios universitarios, no sólo porque creía en las bondades de una educación superior sino también para mantenerlos apartados de sus asuntos y de su manera de vivir. En Londres, Astorre se alojó en casa de una próspera pareja que había emigrado muchos años atrás desde Sicilia y que parecía llevar un elevado tren de vida en Inglaterra. Eran de mediana edad, no tenían hijos y se habían cambiado el apellido de Priola por el de Pryor.

Parecían totalmente ingleses, pues el clima inglés les había aclarado la piel, y tanto su manera de vestir como sus gestos eran muy poco sicilianos. El señor Pryor solía ir a trabajar con bombín y paraguas plegable y la señora Pryor lucía los floreados vestidos y los típicos sombreritos de las anticuadas matronas inglesas. En la intimidad de su hogar, ambos regresaban a sus orígenes: el señor Pryor se ponía unos holgados pantalones remendados y una camisa negra sin cuello y la señora Pryor se envolvía en un vestido negro también muy holgado y se dedicaba a cocinar al antiguo estilo italiano. El la llamaba Marizza y olíalo llamaba a él Zu.

El señor Pryor trabajaba corno director general de un banco privado, filial de un importante banco de Palermo. Trataba a Astorre como si fuera su sobrino preferido, pero guardaba las distancias. La señora Pryor lo mimaba con la comida como si fuera su nieto.

El señor Pryor le facilitó a Astorre un coche y una generosa asignación para gastos. Ya lo habían matriculado en una pequeña y poco conocida universidad de las afueras de Londres, especializada en estudios de administración de empresas y banca, así como en arte dramático. Astorre estudió lo que se exigía de él, a pesar de que lo que más le gustaba eran las clases de interpretación y canto. El muchacho completaba su horario con clases optativas de música e historia. Fue en Londres donde se enamoró de la imagen de la caza del zorro, no de la muerte y la persecución del animal sino del espectáculo: las chaquetas rojas, los perros de color canela y los caballos negros.

En una clase de interpretación, Astorre conoció a una chica de su edad, una tal Rosie Conner, una agraciada muchacha dotada de ese aire especial de inocencia que tan devastador suele ser para los jóvenes y que tan provocativo resulta para los hombres maduros. Tenía un considerable talento y había interpretado papeles de protagonista en las obras que escenificaba la clase. A Astorre en cambio solían encomendarle papeles secundarios, no porque no fuera guapo sino porque algo en su personalidad le impedía entregarse por entero al publico. En cambio Rosie no tenía ningún problema. Se comportaba como invitando al público a seducirla.

Los dos jóvenes se hicieron amigos porque Rosie admiraba las canciones de Astorre y ambos asistían a la misma clase de dicción, Pero estaba claro que el profesor no compartía la admiración de Rosie, pues le aconsejó a Astorre que abandonara sus estudios de música. No sólo carecía de una voz agradable sino que además carecía de comprensión musical.

A las dos semanas tan sólo, Astorre y Rosie se convirtieron en amantes. La iniciativa fue más de la chica que de Astorre, aunque, para entonces él ya estaba locamente enamorado de ella, todo lo locamente enamorado que puede estar un jovenzuelo de dieciséis años. Tan enamorado estaba que se olvidó casi por completo de Nicole. Rosie parecía más divertida que apasionada, pero estaba tan llena de vida que le encantaba estar con él, era ardiente en la cama y se mostraba generosa en todos los sentidos. Cuando ya llevaban una semana acostándose juntos, ella le hizo un valioso regalo. Una chaqueta roja de caza, con un gorro de ante negro y una estupenda fusta de cuero. Se lo ofreció más como una broma que como un regalo.

Tal como suelen hacer todos los jóvenes enamorados, ambos se contaron el uno al otro la historia de su vida. Rosie le dijo que sus padres eran propietarios de un inmenso rancho en Dakota del Sur y que ella había pasado su infancia en una aburrida ciudad de Plains. Al final huyó de allí, pues estaba empeñada en estudiar arte dramático en Inglaterra. Sin embargo, no había desperdiciado enteramente su infancia. Había aprendido a montar, cazar y esquiar, y en el instituto había sido la estrella no sólo del grupo teatral sino también de la cancha de tenis.

Astorre le reveló todas sus aspiraciones. Su deseo de ser cantante y su amor por el estilo de vida de los ingleses, con sus antiguas estructuras medievales, la pompa de la realeza, los partidos de polo y la caza del zorro. Pero jamás le habló de su tío Don Raymonde Aprile ni de sus visitas a Sicilia durante su infancia. Ella le pidió que se pusiera el atuendo de caza y después lo desnudó.

—Qué guapo eres —le dijo—. A lo mejor, fuiste un lord inglés en otra vida.

Era la única faceta suya que ponía nervioso a Astorre. Rosie creía sinceramente en la reencarnación. Pero cuando ella le hacía el amor se olvidaba de todo. Le parecía que jamás en su vida había sido tan feliz, excepto en Sicilia.

Sin embargo, al finalizar aquel año, el señor Pryor lo llamó a su estudio para darle una mala noticia. El señor Pryor llevaba unos holgados pantalones y una chaqueta campesina de punto y se cubría la cabeza con una gorra a cuadros, con visera.

—Hemos disfrutado de tu estancia entre nosotros. A mi mujer le encantan tus canciones. Pero ahora, y por desgracia, nos tenemos que despedir. Don Raymonde ha dado orden de que te vayas a vivir a Sicilia con su buen amigo Bianco, Hay ciertas cuestiones que tienes que aprender allí. Quiere que crezcas como siciliano. Y tú ya sabes lo que eso significa.

Astorre se horrorizó al oír la noticia. A pesar de lo mucho que ansiaba regresar a Sicilia, no soportaba la idea de no volver a ver a Rosie, pero en ningún momento se planteó desobedecer.

—Si visito Londres una vez al mes —le preguntó al señor Pryor—, ¿podré hospedarme en su casa?

—Me ofendería si no lo hicieras. Pero ¿por qué motivo?

Astorre le habló de Rosie y del amor que sentía por ella.

—Ah —dijo el señor Pryon lanzando un suspiro de complacencia—. Qué suerte tienes de separarte de la mujer a la que amas. Es el mayor de los éxtasis. Y esa pobre chica, cuánto va a sufrir. Pero vete, no te preocupes. Déjame su nombre y dirección y yo cuidaré de ella.

Astorre y Rosie se despidieron con lágrimas en los ojos. El le juró volar a Londres cada mes para estar con ella. Y ella le juró que jamás miraría a otro hombre. Fue una separación deliciosa. Astorre se preocuparía por ella. Su aspecto, su jovialidad y su sonrisa invitaban a la seducción. Las cualidades por las que él la amaba eran siempre un peligro. Lo había visto muchas veces: todos los enamorados suelen pensar que todos los hombres del mundo tienen necesariamente que desear a la mujer a la que ellos aman y sentirse necesariamente atraídos por su belleza, su ingenio y su simpatía.

Al día siguiente, Astorre ya estaba en un avión con destino a Palermo. Allí lo recibió Bianco, pero un Bianco del todo distinto. Aquel hombre tan corpulento vestía ahora un traje de seda hecho a medida y un sombrero blanco de ala ancha, en consonancia con su nueva situación, pues su cosca dominaba buena parte de los negocios inmobiliarios que se estaban haciendo en la Palermo devastada por la guerra. Era una vida de rico, pero mucho más complicada que la de antaño. Ahora tenía que sobornar a todos los funcionarios municipales y ministeriales de Roma y defender su territorio de las coscas rivales, como la de los poderosos corleoneses.

Ottavio Bianco abrazó a Astorre, recordó los lejanos días del secuestro y le explicó las instrucciones que había recibido de Don Raymonde, Astorre tendría que ser adiestrado de tal forma que pudiera convertirse en guardaespaldas y pupilo suyo en todo tipo de tratos y negocios. El aprendizaje duraría por lo menos cinco años, pero una vez transcurrido aquel período Astorre sería un verdadero siciliano, digno de la confianza de su tío. Ya tenía una ventaja: hablaba el dialecto siciliano como un nativo, gracias a sus visitas de niño a la isla.

Bianco vivía en una inmensa villa en las afueras de Palermo, con un montón de criados y pelotones de guardaespaldas las veinticuatro horas del día. Gracias a su riqueza y poder, Bíanco alternaba ahora con la alta sociedad de Palermo. Durante el día, Astorre hacia prácticas de tiro, de manejo de explosivos y de manejo de la cuerda. Por la noche, Bianco se lo llevaba para presentarlo a sus amigos en sus casas y en los cafés. A veces ambos asistían a bailes de sociedad, donde Bianco era el preferido de las acaudaladas y conservadoras viudas, y Astorre cantaba dulces canciones de amor a sus hijas.

Lo que más sorprendía a Astorre era la descarada corrupción de los más altos funcionarios del gobierno de Roma.

Un domingo, el ministro de la Reconstrucción Nacional efectuó una visita a la isla, y sin el menor asomo de vergüenza tomo una maleta llena de dinero en efectivo y dio efusivamente las gracias a Bianco. Explicó casi en tono de disculpa que la mitad tendría que ser nada menos que para el primer ministro de Italia. Más tarde, al volver a casa con Bianco, Astorre preguntó si era cierto. Bianco se encogió de hombros.

—Menos de la mitad, pero algo supongo que sí. Es un honor entregarle un poco de dinero a Su Excelencia.

En el transcurso del año siguiente, Astorre viajó a Londres para ver a Rosie aunque sólo un día y una noche. Eran noches de inmensa felicidad para él.

Aquel año también recibió su bautismo de fuego. Se había establecido una tregua entre Bianco y la cosca de los corleoneses. Uno de los jefes de los corleoneses era un tal Tosci Limona, un hombrecillo que no paraba de toser, con un sorprendente perfil de halcón y unos ojos profundamente hundidos en las cuencas. Hasta Bianco le tenía miedo.

La reunión entre los dos jefes se tenía que celebrar en territorio neutral y en presencia de uno de los más altos magistrados de Sicilia.

Se trataba de un juez apodado el León de Palermo, que se enorgullecía de su absoluta corrupción. Reducía las penas de los miembros de la mafia condenados por asesinato e impedía que los enjuiciamientos siguieran adelante. No ocultaba su amistad con la cosca de los corleoneses y con la de Bianco. Era propietario de una inmensa fínca a quince kilómetros de Palermo. Y fue en esa finca, en presencia del León de Palermo, donde se celebró la reunión para que no se produjera ningún acto de violencia. Ambos jefes fueron autorizados a llevar cuatro guardaespaldas. Ambos pagarían a medias el precio que deberían entregarle al León por haber organizado la reunión, por presidirla y naturalmente por el alquiler de su casa. El León de Palermo lucía una blanca melena que casi le ocultaba el rostro. Era la viva imagen de un respetable jurisconsulto. Astorre, que estaba al mando del grupo de guardaespaldas de Bianco, se quedó de una pieza al ver el afecto que ambos hombres se profesaban, Limona y Bianco se fundieron en un abrazo, se besaron en la mejilla y se estrecharon la mano. Se rieron alegremente y comentaron en voz baja los complicados manjares que el León había dispuesto para ellos. De ahí que se quedara sorprendidísimo cuando al terminar la fiesta. Bianco le dijo:

—Este hijo de puta de Limona nos va a matar a todos.

Bianco demostró que no se equivocaba.

Una semana más tarde, un inspector de policía que estaba a sueldo de Bianco fue asesinado cuando salía de la casa de su amante. Dos semanas después, un destacado personaje de Palermo que era socio de los negocios de la construcción de Bianco fue asesinado por un grupo de hombres enmascarados que irrumpieron en su casa y lo acribillaron a balazos.

La respuesta de Bianco fue aumentar el número de sus guardaespaldas y someter a especial vigilancia los vehículos que utilizaba. Los corleoneses eran famosos por su habilidad en el manejo de explosivos. Bianco procuró no apartarse demasiado de su villa.

Pero un día tuvo que ir a Palermo para sobornar a dos altos funcionarios municipales y decidió comer en su restaurante preferido, eligió un Mercedes y un chofer-guardaespaldas de primera. Astorre se acomodó a su lado en el asiento de atrás. Un vehículo lo precedía y otro iba tras él, ambos con dos hombres armados a bordo, aparte de los conductores.

Estaban circulando por una ancha avenida cuando, de repente, salió a toda velocidad de una calle lateral una moto con dos ocupantes. El que iba detrás llevaba un rifle Kalashnikov y abrió fuego contra el automóvil. Pero Astorre ya había empujado a Bianco al suelo y repelió el ataque, efectuando varios disparos mientras los motoristas se alejaban. La moto se desvió hacia una calle lateral y se perdió de vista.

Tres semanas más tarde, al amparo de la noche, cinco hombres fueron capturados y conducidos a la villa de Bianco, en cuyo sótano fueron atados y encerrados.

—Son corleoneses —le dijo Bianco a Astorre—. Baja al sótano conmigo.

Los hombres estaban atados al estilo campesino de Bianco, con las extremidades entrelazadas. Unos guardias armados los vigilaban. Bianco tomó el rifle de uno de los guardias, y sin decir ni una sola palabra mató a los cinco de sendos disparos en la nuca.

—Arrojadlos a las calles de Palermo —ordenó. Después se volvió hacia Astorre y dijo—: Cuando hayas decidido matar a un hombre, jamás hables con él. Resulta incómodo para él y para ti.

—¿Eran los motoristas? —preguntó Astorre.

—No —contestó Bianco—. Pero sirven como si lo fueran.

Y sirvieron. Se restableció la paz entre la cosca de Palermo y la de los corleoneses.

Como consecuencia de ello, Astorre llevaba casi dos meses sin poder visitar a Rosie en Londres. Un día ella lo llamó a primera hora de la mañana. Tenía su número, pero solo para usarlo en caso de emergencia.

—Astorre —le preguntó en tono pausado—, ¿puedes volar aquí enseguida? Me encuentro en un apuro muy grande.

—¿Qué ocurre? —preguntó Astorre.

—Por teléfono no te lo puedo decir —dijo Rosie—. Pero si me quieres de verdad, vendrás.

Cuando Astorre le pidió permiso a Bianco para ir, éste le dijo:

—Lleva dinero.

Y le entregó un enorme fajo de libras esterlinas.

Al llegar al apartamento de Rosie, ésta le abrió rápidamente la puerta y la volvió a cerrar con cuidado. Tenía el rostro mortalmente pálido e iba envuelta en una bata acolchada que él jamás le había visto. Rosie le dio un rápido beso de gratitud.

—Te vas a enfadar conmigo —le dijo tristemente.

—Cariño —se apresuró a responderle Astorre, pensando que estaba embarazada—, yo nunca me puedo enfadar contigo.

Ella lo abrazó con fuerza.

—Llevas un año fuera, ¿sabes? He intentado serte fiel. Pero ha sido mucho tiempo.

Astorre lo comprendió de pronto con gélida claridad. Otra vez la traición, Pero había algo más. ¿Por qué le había pedido ella que fuera a verla con tanta urgencia?

—Muy bien pues —dijo—. ¿Y por qué estoy aquí?

—Tienes que ayudarme —le dijo Rosie, acompañándolo al dormitorio.

Había algo en la cama, Astorre apartó la sábana.

Vio a un hombre de mediana edad, tumbado boca arriba en la cama. A pesar de su absoluta desnudez, ofrecía un aspecto de serena dignidad, en parte debido a su pequeña perilla plateada o quizás a las delicadas facciones de su rostro. Su cuerpo era flaco y su tórax estaba cubierto por un espeso vello; pero lo más extraño de todo eran las gafas de montura dorada que le cubrían los ojos abiertos.

Aunque tenía la cabeza demasiado grande en comparación con el cuerpo, era bien parecido. Pero era el hombre más muerto que Astorre hubiera visto en su vida, a pesar de que no se le veía ninguna herida. Llevaba las gafas torcidas, y Astorre alargó la mano para enderezarlas.

—Estábamos haciendo el amor y sufrió un espasmo tremendo —explicó Rosie—. Tiene que haber sido un ataque al corazón.

Parecía muy serena.

—¿Cuándo ocurrió? —preguntó Astorre, ligeramente trastornado.

—Anoche —contestó Rosie.

—¿Y por qué no llamaste a Urgencias? —preguntó Astorre—. Tú no has tenido la culpa.

—Está casado y puede que si la tenga. Utilizamos nitrito de anulo. Tenía dificultades para alcanzar el orgasmo.

Rosie lo dijo sin la menor turbación. Astorre se quedó verdaderamente asombrado y se extrañó de su sangre fría. Echó otro vistazo al cadáver y sintió la necesidad de vestirlo y quitarle las gafas. Era demasiado mayor para estar desnudo, unos cincuenta años por lo menos… no le parecía decoroso.

—¿Qué viste en él? —le preguntó a Rosie sin malicia, pero con la incredulidad propia de los jóvenes.

—Era mi profesor de historia —contestó Rosie—. Un verdadero encanto, muy cariñoso. Fue una cosa inesperada. Era sólo la segunda vez. Me sentía muy sola. —Rosie hizo una pausa y después miró a Astorre directamente a los ojos—. Tienes que ayudarme.

—¿Sabe alguien que te veías con él? —preguntó Astorre.

—No —contestó Rosie.

—Sigo pensando que deberías llamar a la policía —dijo Astorre.

—No —dijo Rosie—. Si tienes miedo, me encargaré yo sola del asunto.

—Vístete —le dijo Astorre, mirándola severamente.

Después volvió a cubrir el cadáver.

Una hora después se encontraban en casa del señor Pryor; él mismo les había abierto la puerta. Los acompañó a su estudio sin pronunciar una sola palabra y escuchó su relato. Se mostró muy comprensivo con Rosie y le dio una palmada en la mano para consolarla. Ella rompió a llorar. El señor Pryor se quitó la gorra y cloqueó como una gallina con sus polluelos.

—Dame las llaves de tu apartamento —le dijo a Rosie—. Quédate a pasar la noche aquí. Mañana podrás regresar a tu casa y todo estará arreglado, tu amigo habrá desaparecido. Permanecerás allí una semana y después regresarás a Estados Unidos.

El señor Pryor los acompañó a un dormitorio como si pensara que no había ocurrido nada y que las relaciones amorosas entre ambos no habrían sufrido la menor alteración.

Después se despidió de ellos para ir a resolver el asunto. Astorre siempre recordó aquella noche. Permaneció despierto en la cama con Rosie, consolándola y enjugándole las lágrimas.

—Era sólo la segunda vez —dijo ella en un susurro—. No significaba nada, y éramos muy amigos. Te echaba de menos. Yo le admiraba por su inteligencia, y una noche ocurrió. No pudo alcanzar el orgasmo y, aunque me duela decirlo por él, ni siquiera consiguió mantener la erección. Entonces quiso utilizar nitrito.

Parecía tan vulnerable, tan angustiada y destrozada por aquella tragedia que lo único que podía hacer Astorre era intentar consolarla. Pero algo quedó grabado en su mente. Rosie había permanecido en casa con un cadáver durante más de veinticuatro horas, aguardando su llegada. Era un misterio y, si había uno, podía haber otros. Sin embargo le enjugó las lágrimas y le besó las mejillas para consolarla.

—¿Querrás volver a verme alguna vez? —le preguntó Rosie, hundiendo el rostro en su hombro y haciéndole sentir la suavidad de su cuerpo.

—Por supuesto que sí —contestó Astorre, aunque en su fuero interno no estaba tan seguro.

A la mañana siguiente apareció el señor Pryor y le dijo a Rosie que ya podía regresar a su apartamento. Rosie le dio un abrazo de gratitud, que él aceptó complacido. La estaba esperando un automóvil.

Cuando Rosie se fue, el señor Pryor, con su bombín y su paraguas, acompañó a Astorre al aeropuerto.

—No te preocupes por ella —le dijo—. Nosotros nos encargaremos de todo.

—Dígame algo —le rogó Astorre.

—Por supuesto que sí —dijo el señor Pryor—. Es una chica maravillosa, una auténtica mafiosa. Tienes que perdonarle la falta.