6

Franky y Stace Sturzo eran propietarios de un gran establecimiento de artículos deportivos en Los Ángeles y de una casa en Santa Monica, a sólo cinco minutos de la playa de Malibú. Ambos habían estado casados una vez, pero la cosa no había dado resultado, por lo que ahora vivían juntos.

Jamás les habían dicho a sus amigos que eran gemelos, aunque los dos compartían una despreocupada confianza en sí mismos y una extraordinaria agilidad atlética. Franky era el más seductor y temperamental de los dos, y Stace el más imperturbable, pero ambos destacaban por su amabilidad.

Eran socios de uno de los más exclusivos gimnasios que tanto abundaban en Los Ángeles, lleno de aparatos digitales de body building, de grandes pantallas murales de televisión para que los socios se entretuvieran mientras hacían ejercicio. El gimnasio disponía de cancha de baloncesto, piscina e incluso cuadrilátero de boxeo. Sus monitores eran hombres apuestos de cuerpo esculpido y mujeres agraciadas de músculos tonificados. Los hermanos utilizaban el gimnasio para hacer ejercicio y también para trabar amistad con las mujeres que acudían a hacer ejercicio. Era un estupendo coto de caza para hombres como ellos. Rodeados por aspirantes a actrices que trataban de acrecentar la belleza de su cuerpo y por aburridas esposas de magnates de la industria cinematográfica que, olvidadas por sus poderosos consortes, tenían tiempo que perder y creían en el beneficio de la buena forma física.

Pero lo que más les gustaba a Franky y Stace era participar en improvisados encuentros de baloncesto. El gimnasio era frecuentado por excelentes jugadores… a veces incluso por algún miembro del segundo equipo de los Lakers. Stace y Franky jugaban contra él y conseguían estar a su altura. Todo ello les hacia evocar la época en que ambos pertenecían al equipo de estrellas de su instituto. Pero no se hacían ilusiones y sabían que en un partido de verdad no hubieran tenido tanta suerte. Ellos ponían toda la carne en el asador mientras que el tipo de los Lakers se limitaba a pasar un buen rato.

En el restaurante de comida sana del gimnasio trababan amistad con las monitoras, las aburridas amas de casa y a veces con algún personaje famoso. Siempre lo pasaban muy bien, pero eso era sólo una pequeña parte de su vida. Franky era entrenador del equipo de baloncesto de un instituto y se tomaba su trabajo muy en serio. Siempre esperaba descubrir alguna superestrella en ciernes e irradiaba una severa cordialidad que le granjeaba el afecto de los chicos. Tenía una táctica de entrenamiento especial.

—Supongamos —decía— que estáis veinte puntos por debajo y se juega el último cuarto del partido. Salís a la cancha y os apuntáis los primeros diez tantos. Ahora ya tenéis a los contrincantes donde vosotros queréis, y estáis en condiciones de ganar. Es simplemente una cuestión de nervios y de confianza. Siempre se puede ganar. Estáis diez puntos por debajo, después cinco, y finalmente alcanzáis el empate. ¡Ya los tenéis!

Pero, como es natural, la receta jamás daba resultado. Los chicos aún no habían desarrollado la suficiente fuerza física ni alcanzado la dureza mental necesaria. Eran todavía muy niños. Pero Franky sabía que los más capacitados jamás olvidarían la leccíón y que esta les sería útil más adelante, Stace era el más sensato de los dos, puede que incluso se pasara un poco. Se concentraba en dirigir la supertienda de artículos deportivos con la que ambos se ganaban la vida y era el que decidía en último extremo qué encargos les convenía aceptar. Tenían que ser de mínimo riesgo y máxima remuneración. Stace creía firmemente en los porcentajes y tenía un temperamento menos alegre. Raramente estaban en desacuerdo. Tenían los mismos gustos y unas aptitudes físicas prácticamente idénticas. A veces se entrenaban mutuamente en el cuadrilátero de boxeo o jugaban el uno contra el otro en la cancha de baloncesto. Aunque Franky era más rápido, Stace le superaba en estrategia. Todo ello había consolidado su relación. Confiaban plenamente el uno en el otro, lo cual les proporcionaba una despreocupada seguridad contra el resto del mundo.

Tenían cuarenta años y se encontraban a gusto tal como estaban, aunque a veces hablaban de la posibilidad de casarse y fundar una familia. Stace tenía una amante en San Francisco y Franky una novia en Las Vegas que trabajaba en el mundo del espectáculo. Ambas mujeres parecían, poco inclinadas al matrimonio y los hermanos pensaban que estaban a la espera de que aparecieran otros pretendientes más de su agrado.

Gracias a su simpatía y cordialidad se ganaban fácilmente la amistad de la gente y llevaban una activa vida social. Pese a ello, tras el asesinato del Don, habían vivido un año con cierta inquietud. A un hombre como el Don no se le podía asesinar sin correr cierto peligro.

Poco antes de que finalizara aquel año, Stace consideró necesario llamar a Heskow para cobrar el restante medio millón de la cantidad pactada. La llamada telefónica fue muy breve y en apariencia ambigua.

—Hola —dijo Stace—. Iremos dentro de un mes aproximadamente. ¿Todo bien?

Heskow pareció alegrarse de oírle.

—Sí, todo perfecto —contestó—. Todo está preparado. ¿No podrías concretar un poco más la fecha? No quiero que vengáis cuando yo no esté en la ciudad.

Stace se echó a reír.

—Ya te localizaremos —le dijo en tono despreocupado—. ¿De acuerdo? Calcula un mes.

Y colgó.

Stace y Franky habían estudiado el cobro de la segunda entrega. En un trato como aquél, siempre entrañaba cierto riesgo. A veces a la gente le molestaba pagar por algo que ya estaba hecho. Ocurría en todos los negocios, Y en ocasiones la gente tenía delirios de grandeza. Algunos hombres se creían tan buenos como los profesionales. Con Heskow el peligro era mínimo, pues siempre había sido un intermediario de fiar. Pero el caso del Don era especial, lo mismo que el dinero. Por eso no querían que Heskow tuviera un conocimiento exacto de sus planes.

Los hermanos habían empegado a jugar al tenis el año anterior, pero era el único deporte que se les resistía. Sus aptitudes deportivas eran tan extraordinarias que no podían aceptar aquella derrota, pese a que alguien les había explicado que el tenis era un deporte en el que los golpes se tenían que aprender a muy temprana edad y por medio de lecciones. De ahí que hubieran organizado una estancia de varias semanas en un rancho de tenis de Scottsdale, Arizona, para seguir un curso preparatorio. Desde ahí pensaban trasladarse a Nueva York para su reunión con Heskow. Como es natural, durante esas semanas de estancia en el rancho de tenis podrían pasar algunas veladas en Las Vegas, a menos de una hora de avión desde Scottsdale.

El rancho de tenis era de superlujo, Franky y Stace se instalaron en un bungaló de adobe de dos dormitorios con aire acondicionado, un comedor decorado con motivos indios, un salón con terraza y una cocina americana. Desde allí se podía contemplar un soberbio panorama de las montañas. El bungaló disponía de mueble bar y de un enorme frigorífico. En una esquina del salón había un gran televisor.

Pero las dos semanas empezaron con mal pie. Uno de los instructores le hizo la vida imposible a Franky, el cual había conseguido ser el mejor de su grupo de alumnos sin el menor esfuerzo y estaba especialmente orgulloso de su servicio, totalmente salvaje y heterodoxo. Pero el instructor, un tal Leslie, se mostraba muy poco satisfecho del servicio de Franky.

Tras lanzar la pelota a su adversario sin que éste pudiera alcanzarla, Franky le dijo orgullosamente a Leslie:

—Lo he hecho de maravilla, ¿verdad?

—No —contestó fríamente Leslie—. Eso es una falta de pie. El dedo gordo se te ha ido más allá de la línea de servicio. Vuelve a intentarlo con un saque como Dios manda. El que tienes será casi siempre falta.

Franky hizo otro saque más rápido y preciso.

—Ahora sí, ¿verdad?

—Eso también ha sido una falta de pie —dijo Leslie muy despacio—. Y este saque es una estupidez. Limítate a golpear la pelota. Eres bastante bueno para ser un principiante. Juega el punto.

Franky disimuló su enfado.

—Enfréntame con alguien que no sea un principiante —dijo—. A ver cómo lo hago. —Y tras una pausa, añadió—: ¿Qué tal si fueras tú?

Leslie le miró con desprecio.

—Yo no juego con principiantes —contestó, haciéndole señas a una chica de unos veintitantos años—. Rosie —le dijo a ésta—, juega un partido de un set con el señor Sturzo.

La chica acababa de llegar a la cancha. Sus preciosas y bronceadas piernas asomaban por debajo de unos blancos pantalones cortos, complementados con una camisera de color de rosa en la que campeaba el logotipo del rancho de tenis. Tenía un rostro picaro y agraciado y llevaba el cabello recogido en una cola de caballo.

—Tienes que concederme ventaja —le dijo cautivadorarnente Franky—. Me da la impresión de que juegas demasiado bien. ¿Eres instructora?

—No —le contestó Rosie—. Estoy aquí para que me den unas cuantas lecciones de saque. Leslie entrena a muchos campeones sólo en eso.

—Dale ventaja —le dijo Leslie—. Su nivel es muy inferior al tuyo.

—¿Qué tal si hacemos dos juegos en lugar de cuatro? —se apresuró a decir Franky.

Estaba dispuesto a conformarse con menos.

Rosie lo miró con una contagiosa sonrisa en los labios.

—No —dijo—, eso no te servirá de nada. Lo que tienes que pedir son dos puntos por cada juego. Entonces tendrás una posibilidad. Y, si llegamos a un empate, yo tendré que ganar por cuatro en lugar de por dos.

Franky le estrechó la mano.

—Vamos allá —dijo. La chica estaba muy cerca y él podía aspirar la dulzura de su cuerpo.

—¿Quieres que yo inicie el partido? —le preguntó Rosie en voz baja.

Franky estaba emocionado.

—No —contestó—. Con esta ventaja no me podrás derrocar.

Jugaron bajo la mirada de Lestie, el cual no señaló las faltas de pie. Franky ganó los dos primeros juegos, pero después Rosie se impuso.

Sus voleas fueron perfectas y no tuvo la menor dificultad con el servicio de Franky. Siempre se encontraba en el lugar hacia donde Franky lanzaba la pelota y, aunque él empató varias veces, al final Rosie se impuso por 6–2.

—Oye, eres muy bueno para ser un principiante —le dijo Rosie—. Pero seguro que no empezaste a jugar hasta pasados los veinte años, ¿verdad?

—Sí —contestó Franky.

Estaba empezando a odiar la palabra «principiante».

—Los golpes y el saque se tienen que aprender cuando eres pequeño —dijo Rosie.

—Bueno —dijo Franky—, pero yo te derrotaré antes de que nos vayamos de aquí.

Rosie lo miró sonriendo. Para un rostro tan pequeño, tenía una boca ancha y generosa.

—Es posible —dijo—, en el caso de que tú tengas el mejor día de tu vida y yo el peor.

Franky se echó a reír.

Stace se acercó a ellos y se presentó.

—¿Por qué no cenas con nosotros esta noche? —le preguntó a la chica—. Franky no te invitará porque lo has derrotado, pero vendrá.

—Eso no es cierto —dijo Rosie—. Estaba a punto de invitarme, ¿Os parece bien a las ocho?

—Estupendo —contestó Stace, dándole a Franky un cariñoso golpecito con su raqueta.

—Allí estaré —dijo Franky.

Cenaron en el restaúrante del rancho de tenis, una espaciosa sala abovedada con paredes de cristal que permitían contemplar el desierto y las montañas. Rosie resulto ser todo un descubrimiento, tal como más tarde le dijo Franky a Stace. Coqueteó con los dos y habló de todo tipo de deportes. Sabía un montón de cosas, los grandes campeonatos del pasado y del presente, los grandes jugadores, los grandes momentos individuales. Y sabía escuchar y tirarles de la lengua. Franky le habló incluso de su tarea como entrenador y le explicó que su rienda proporcionaba a los chicos el mejor material. Rosie exclamó con entusiasmo:

—Me parece fabuloso, auténticamente fabuloso.

Después ambos hermanos le contaron que, en su adolescencia, habían sido jugadores de baloncesto del equipo de campeones de su instituto.

Por si fuera poco, Rosie comía con buen apetito, cosa que ambos apreciaban mucho en una mujer. Lo hacía despacio y con mucha delicadeza, e inclinaba la cabeza a un lado casi en gesto de fingida timidez cuando hablaba de sí misma. Al parecer estaba haciendo un doctorado en psicología en la Universidad de Nueva York. Pertenecía a una familia moderadamente acomodada y ya había viajado por Europa. Lo dijo en un tono como de disculpa que a ellos les encantó, y no paraba de tocarles las manos como si le gustara mantener un contacto físico con ellos mientras hablaba.

—Todavía no sé lo que haré cuando termine —dijo—. A pesar de los conocimientos teóricos que tengo, no logro entender a la gente en la vida real. Vosotros me contáis vuestra historia, sois dos bribones encantadores, pero no tengo ni idea de quiénes sois.

—No te preocupes por eso —dijo Stace—. Lo que ves es lo que hay.

—A mí no me preguntes —dijo Franky—. En estos momentos toda mi vida está centrada en la manera en que podré derrotarte en un partido de tenis.

Después de la larga cena, los dos hermanos acompañaron a Rosie a su bungaló, bajando por el sendero de arcilla roja. Rosie les dio un beso a cada uno en la mejilla y ambos se quedaron solos, en medio del aire del desierto. La última imagen que les quedó fue la del suave resplandor del alegre rostro de Rosie bajo la luz de la luna.

—Creo que es extraordinaria —dijo Stace.

—Algo más que eso —dijo Franky.

En el transcurso de las dos semanas siguientes, Rosie se convirtió en su compañera. A última hora de la tarde, después de las clases de tenis, los tres se iban juntos a jugar al golf. En ese deporte Rosie era buena, pero no tanto como los hermanos, que sabían lanzar la pelota más lejos y tenían nervios de acero en el green. Un día los acompañó un tipo de mediana edad del rancho de tenis para poder jugar un doble e insistió en formar pareja con Rosie y en jugar diez dólares por hoyo, pero a pesar de ser un buen jugador perdió. Después intentó unirse a ellos en la cena de aquella noche en el restaurante del rancho pero Rosie lo rechazo, para gran regocijo de los gemelos.

—Estoy intentando que uno de estos dos me haga una declaración —le dijo.

Fue Stace el que se llevó a Rosie a la cama hacia el final de la primera semana, Franky se había ido a Las Vegas para pasar la noche jugando y facilitarle la tarea a su hermano. Cuando Franky regresó a medianoche de Las Vegas, Stace no estaba en el dormitorio.

—¿Qué tal ha sido? —le preguntó Franky a la mañana siguiente.

—Excepcional.

—¿Te importa que yo también lo intente? —preguntó Franky.

Era una pregunta insólita, jamás habían compartido una mujer; en eso los gustos de ambos diferían, Stace lo pensó. Rosie encajaba a la perfección con los dos. Pero los tres no podrían seguir juntos en caso de que él se acostara con Rosie y Franky no. A no ser que Franky aportara otra chica al conjunto, lo cual lo estropearía todo.

—Por mí, no hay problema —contestó Stace.

Así pues, a la noche siguiente Stace se fue a Las Vegas y Franky probó suerte con Rosie. Rosie no opuso la menor resistencia y fue estupenda en la cama, aunque sin ningún tipo de fantasía. Ambos retozaron y lo pasaron bien sin más. Y Rosie no pareció sentirse incómoda en ningún momento.

Pero al día siguiente, cuando los tres se reunieron a la hora de almorzar, Franky y Stace no supieron muy bien cómo comportarse. Se mostraron un tanto comedidos y ceremoniosos. Casi respetuosos. La perfecta armonía había desaparecido. Rosie se comió en un santiamén los huevos con jamón y la tostada y después se reclinó en su asiento y preguntó en tono burlón:

—¿Ahora voy a tener problemas con vosotros dos? Yo creía que éramos amigos.

—Lo que ocurre es que ambos estamos locos por ti —dijo Stace con toda sinceridad—, pero no sabemos exactamente cómo manejar la situación.

—Yo la manejaré —dijo Rosie, riéndose—. Los dos me encantáis. Nos lo estamos pasando muy bien. No vamos a casarnos, y lo más seguro es que cuando nos vayamos de aquí no volvamos a vemos nunca más. Yo regresaré Nueva York y vosotros a Los Ángeles. Asi que no lo estropeemos ahora, a no ser que alguno de vosotros sea celoso. En tal caso, eliminaremos la faceta sexual.

De repente los gemelos se sintieron conspicumente a gusto con ella.

—No hay peligro —dijo Stace.

—No somos celosos —dijo Franky—, y además yo te voy a derrotar en un partido de tenis antes de que nos vayamos de aquí.

—Te fallan los golpes —dijo Rosie con firmeza, pero se inclinó hacia delante y les tomó la mano a los dos.

—Hoy mismo lo vamos a resolver —dijo Franky.

Rosie ladeó tímidamente la cabeza.

—Te daré tres puntos por juego —dijo—. Y si pierdes, no me seguirás dando más la lata con tus bobadas machistas.

—Apuesto cien dólares por Rosie —dijo Stace.

Franky les dirigió una feroz sonrisa. No era posible que perdiera ante Rosie con una ventaja de tres puntos.

—Quintuplica la apuesta —le dijo a Stace.

Rosie esbozó una pícara sonrisa.

—Y si gano, esta noche me voy con Stace.

Ambos hermanos soltaron una sonora carcajada. Les encantaba que Rosie no fuera enteramente perfecta y tuviera un toque de malicia.

En la cancha de tenis no hubo nada capaz de salvar a Franky; ni su turbulento servicio, ni sus acrobáticas carreras.

Rosie sabía dar a la pelota un efecto que Franky jamas había visto y que lo dejó totalmente desconcertado. Ganó por 6–0. Cuando terminó el set, Rosie le dio a Franky un beso en la mejilla y te dijo en un susurro:

—Te lo compensaré mañana por la noche.

Cumpliendo su promesa, se acostó con Stace al finalizar la cena con los dos hermanos. Durante el resto de la semana ambos se turnaron en su cama.

El día de su partida, los gemelos acompañaron a Rosie al aeropuerto.

—No lo olvidéis, si alguna vez vais a Nueva York, llamadme —les dijo Rosie. Ellos ya la habían invitado a alojarse en su casa siempre que viajara a Los Ángeles, Después les dio una sorpresa. Les entregó dos cajitas envueltas con papel de regalo.

—Unos regalitos —dijo, sonriendo alegremente.

Los gemelos las abrieron y encontraron sendos anillos navajos con una piedra azul.

—Para que os acordéis de mí —les dijo ella.

Más tarde, cuando fueron de compras a la ciudad, les hermanos vieron que los anillos costaban trescientos dólares.

—Nos hubiera podido regalar una corbata a cada uno, o uno de esos graciosos cinturones de vaquero por cincuenta dólares —dijo Franky.

Ambos se mostraron gratamente sorprendidos.

Aún les quedaba una semana de estancia en el rancho, pero apenas la dedicaron al tenis. Prefirieron jugar al golf e irse a Las Vegas por la noche, pero se impusieron la norma de no quedarse a pasar ninguna noche allí. Era la mejor manera de arruinarse… como sufrieras un revés en las primeras horas de la madrugada cuando ya te empezaban a fallar las fuerzas, podías perder la cabeza.

Aquella noche, a la hora de cenar hablaron de Rosie. Ninguno de los dos quiso criticarla, aunque en su fuero interno la despreciaran por haberse acostado con los dos.

—Se lo pasaba muy bien —dijo Franky—. Nunca se ponía pesada ni melancólica después.

—Sí —dijo Stace—. Ha sido extraordinaria. Creo que hemos encontrado a la tía ideal.

—Lo malo es que siempre cambian —dijo Franky.

—¿La llamamos cuando estemos en Nueva York? —preguntó Stace.

—Yo pienso hacerlo —contestó Franky.

Una semana después se registraron en el Sherry de Nueva York. A la mañana siguiente alquilaron un automóvil y se dirigieron a casa de John Heskow, en Long Island, Cuando enfilaron el camino de la entrada, vieron a Heskow quitando una fína capa de nieve de la cancha de baloncesto. Heskow los saludó con la mano. Después les hizo señas de que entraran en el garaje de la casa. Su automóvil estaba aparcado fuera. Antes de que Stace se metiera en el garaje, Franky saltó del coche. Aparentemente lo hizo para estrechar la mano de Heskow, pero lo que en realidad pretendía era tenerlo a corto alcance en caso de que ocurriera algo.

Heskow abrió la puerta de la casa y los invitó a entrar.

—Está todo preparado —les dijo.

Los acompañó al enorme baúl del dormitorio del piso de arriba y lo abrió. Dentro había montones de dinero en fajos de quince centímetros de grosor, sujetos con gomas, junto con una bolsa de cuero doblada casi tan grande como una maleta. Stace arrojó los fajos de billetes a la cama, A continuación los dos hermanos repasaron los billetes de cada uno de los fajos para asegurarse de que iodos eran de cien dólares y no había ninguno falso. Sólo contaron los billetes de un fajo y los multiplicaron por cien. Después, introdujeron el dinero en la bolsa de cuero. Al terminar, miraron a Heskow. Éste les dirigió una sonrisa.

—Tomad un café antes de iros —les dijo—. Id al lavabo o lo que queráis.

—Gracias —dijo Stace—. ¿Hay algo que tengamos que saber? ¿Ha habido algún jaleo?

—Ninguno en absoluto —contestó Heskow—. Todo ha ído de maravilla. Pero no exhibáis demasiado la pasta.

—Es para la vejez —dijo Franky.

Los dos hermanos se echaron a reír.

—¿Y los hijos? —preguntó Franky—. ¿No hicieron ruido?

—Los educaron en la honradez —contestó Heskow—. No son sicilianos. Son unos prósperos profesionales. Creen en la ley. Y tienen suerte de no ser sospechosos.

Los gemelos se echaron a reír, y Heskow sonrió. Era un buen chiste.

—Pues me quedo de piedra —dijo Stace—. Un hombre tan importante y que no se haya producido revuelo.

—Ha transcurrido casi un año y nadie ha dicho ni pío —dijo Heskow.

Los hermanos se terminaron el café y le estrecharon la mano.

—Que sigáis bien —dijo Heskow—. A lo mejor os vuelvo a llamar.

—No te prives —dijo Franky.

Una vez de vuelta en la ciudad, los hermanos ingresaron el dinero en una caja de seguridad conjunta. En realidad, en dos. Ni siquiera tomaron una pequeña cantidad para gastos. Después regresaron al hotel y llamaron a Rosíe.

Ella se alegró de tener noticias suyas tan pronto y los invitó a acudir de inmediato a su apartamento. Quería acompañarlos en un recorrido por Nueva York, convidaba ella. Así pues, aquella noche los dos hermanos se presentaron en su apartamento y ella les ofreció unas copas antes de salir a cenar y al teatro.

Rosie los llevó a Le Cirque, el mejor restaurante de Nueva York, según dijo. La comida fue estupenda; a pesar de no figurar en el menú, Franky pidió unos espaguetis que le parecieron los mejores que había saboreado en su vida. Los gemelos no acertaban a comprender que un restaurante de lujo como aquel pudiera servir el tipo de comida que a ellos tanto les gustaba. Observaron también que el maître dispensaba a Rosie un trato especial y les pareció un poco extraño. Se lo pasaron tan bien como de costumbre, y Rosie los animó a que le siguieran contando su historia. Estaba más guapa que nunca. Era la primera vez que la veían con ropa de vestir.

Mientras se tomaban el café, los hermanos le ofrecieron su regalo. Lo habían comprado en Tiffany’s aquella tarde y se lo habían colocado en un estuche de terciopelo rojo oscuro. Les había costado cinco billetes de mil dólares y era una sencilla cadena de oro con un medallón de platino incrustado de brillantes.

—De parte de Stace y mía —dijo Franky—. Lo hemos comprado entre los dos.

Rosie se quedó boquiabierta. Casi se le empañaron los ojos. Se pasó la cadena por la cabeza para que el medallón descansara entre sus pechos. Después se inclinó hacia delante y los besó a los dos. Fue un dulce y simple beso en los labios con sabor a miel.

Ellos le habían dicho una vez que jamás habían visto un musical de Broadway, así que aquella noche ella los llevó a ver Les Miserables. Les aseguró que les encantaría, Y así fue, aunque con ciertas reservas.

—No puedo creer que el protagonista no matara al policía Javert pudiendo hacerlo —dijo más tarde Franky en el apartamento de Rosie.

—Con eso se quiere demostrar que Jean Valjean se había vuelto realmente bueno —dijo Rosie—. La obra trata de la redención. Un hombre que peca y roba, pero que después se reconcilia con la sociedad.

—No tiene ningún sentido —dijo Franky.

—Es un musical —dijo Stace—. Los musicales no tienen sentido, ni siquiera en las películas. No es su obligación.

Rosie no estaba de acuerdo.

—No, es fiel a una gran novela de Víctor Hugo. Trata de la redención de una persona.

Su explicación irritó más si cabe a Stace.

—Espera un momento —dijo éste—. El tipo empezó como ladrón. El que ha robado una vez, roba siempre. ¿Verdad, Franky?

Rosie se enfureció.

—¿Y qué sabéis vosotros de un hombre como Valjean? —Sus palabras bastaron para acabar con la discusión, Rosie esbozó su jovial sonrisa de siempre—. ¿Quién de los dos se queda esta noche? —preguntó. Esperó un poco, antes de añadir—: Ya sabéis que no me gustan los tercetos. Tenéis que turnaros.

—¿Quién quieres tú que se quede? —preguntó Franky.

—No empieces con eso —le advirtió Rosie—. De lo contrario, mantendremos una preciosa relación como en las películas. Nada de follar. Y eso me fastidiaría mucho —dijo, sonriendo para quitar hierro a su advertencia—. Os quiero a los dos.

—Yo me voy a casa esta noche —dijo Franky. Quería hacerle comprender que no ejercía poder sobre él.

Rosie le dio un beso de buenas noches y lo acompañó a la puerta.

—Mañana por la noche seré extraordinaria —le dijo en voz baja.

Disponían de seis días para estar Juntos. Rosie tenía que ir a clase durante el día, pero estaba disponible por las noches.

Una noche los gemelos la llevaron a ver un partido de baloncesto en el Garden, aprovechando que los Lakers de Los Ángeles se encontraban en la ciudad, y se alegraron de que ella supiera apreciar las bellezas del juego. Después se dirigieron a un elegante establecimiento de comida preparada y Rosie les dijo que al día siguiente, víspera de Navidad, tendría que ausentarse una semana de la ciudad. Los hermanos pensaron que iba a pasar las Navidades con su familia, Pero entonces observaron que Rosie, por primera vez desde que ellos la conocían, parecía un poco deprimida.

—No, voy a pasar las Navidades sola en una casa que tiene mi familia en el norte del estado. Quiero apartarme de todas estas bobadas navideñas para estudiar y ordenar un poco mi vida.

—Pues anúlalo todo y pasa las Navidades con nosotros —dijo Franky—. Cambiaremos nuestro vuelo de regreso a Los Ángeles.

—No puedo —dijo Rosie—. Tengo que preparar los exámenes, y aquél es el mejor sitio para estudiar.

—¿Completamente sola? —preguntó Stace.

Rosie inclinó la cabeza.

—Soy una tonta —dijo.

—¿Y por qué no subimos nosotros a pasar unos días contigo? —preguntó Frankie—. Nos iríamos al día siguiente de Navidad.

—Sí —dijo Stace—. No nos vendría mal un poco de paz y tranquilidad.

El rostro de Rosie se iluminó de alegría.

—¿De verdad lo haríais? —preguntó, rebosante de júbilo—. Qué bien. Podríamos ir a esquiar el día de Navidad. Hay una estación a sólo treinta minutos de la casa. Y yo prepararía la comida de Navidad. —Hizo una pausa y después añadió sin demasiado convencimiento—: Pero prometedme que os iréis al día siguiente de Navidad, tengo que estudiar en serio.

—Tenemos que regresar a Los Ángeles para cuidar de nuestro negocio.

—No sabéis lo que os quiero —dijo Rosie.

—Franky y yo hemos astado hablando —dijo Stace aprovechando la ocasión—. Ya sabes que nosotros nunca hemos estado en Europa, asi que hemos pensado que cuando tú termines las clases este verano, podríamos irnos los tres juntos para allá. Por todo lo alto. Sólo un par de semanas. Nos lo pasaríamos estupendamente bien si tú nos acompañaras.

—Sí —dijo Franky—, no podemos ir solos.

Los tres se echaron a reír.

—Me parece una idea espléndida —dijo Rosie—. Yo os enseñaré Londres, París y Roma. Y Venecia os encantará. A lo mejor os quedáis allí para siempre. Pero falta mucho para el verano y yo os conozco, chicos, para entonces ya estaréis persiguiendo a otras imujeres.

—Te querernos a ti —dijo Franky, casi enojado.

—Estaré preparada cuando reciba la llamada —dijo Rosie.

La mañana de la antevíspera de Navidad, Rosie acudió a recogerlos al hotel en un enorme Cadillac. En el maletero del vehículo guardaba sus grandes maletas, pero aún quedaba espacio para las más modestas de los gemelos.

Stace se acomodó en el asiento de atrás y dejó que Frankie se sentara delante, en el del copiloto.

La radio estaba encendida y los tres se pasaron una hora sin decir nada. Eso era lo que tenía de bueno Rosie.

Los hermanos habían mantenido una conversación durante el desayuno mientras aguardaban a que Rosie acudiera a recogerlos. Stace observó que Franky estaba un poco nervioso, lo cual era algo muy insólito en ellos.

—Escúpelo —le dijo.

—No me interpretes mal —dijo Franky—. No estoy celoso ni nada de todo eso. Pero ¿podrías dejar de acostarte con Rosie mientras estemos allá arriba?

—Pues claro —contestó Stace—. Le podría decir que me han contagiado la gonorrea en Las Vegas.

—No hace falta que llegues tan lejos —dijo Franky sonriendo—. Me gustaría tenerla para mí solo. De lo contrario, yo no me acuesto con ella y te la dejo para ti.

—Estás chalado —dijo Stace—. Lo vas a estropear todo. Mira, lo que ella quiere es que no la obliguemos ni coaccionemos. Y creo que es lo que más nos conviene.

—Me gustaría tenerla para mi solo —repitió Franky—. Sólo durante unos días.

—Me parece bien —dijo Stace—. Yo soy el hermano mayor y tengo que cuidarte.

Era su broma preferida, y efectivamente Stace daba la impresión de llevarle a Franky unos cuantos años en lugar de sólo diez minutos.

—Pero tú sabes que ella tardará segundos en darse cuenta de lo que ocurre —dijo Stace—. Rosie es muy lista. Comprenderá que estás enamorado de ella.

Franky miró a su hermano con asombro.

—¿Que yo estoy enamorado de Rosie? ¿Tú crees? —dijo—. ¡Qué barbaridad!

Y ambos se echaron a reír.

Pero ahora el vehículo ya había dejado atrás la ciudad y estaba atravesando la campiña del condado de Westchester.

—He visto muy poca nieve en mi vida —dijo por fín Franky, rompiendo el silencio—. ¿Cómo puede vivir la gente en un lugar así?

—Porque es barato —contestó Rosie.

—¿Cuánto falta todavía? —preguntó Stace.

—Cosa de hora y media —contestó Rosie—. ¿Queréis que paremos un poco?

—No —contestó Franky—. Sigamos.

—A no ser que tú quieras parar —le dijo Stace a Rosie.

Rosie sacudió la cabeza. Parecía muy decidida y agarraba el volante con gran determinación mientras contemplaba fijamente la lenta caída de los copos de nieve.

—Sólo faltan quince minutos —dijo Rosie cuando atravesaron una pequeña localidad.

El vehículo subió por una empinada cuesta, y en lo alto de una pequeña loma apareció una casa de color gris como un elefante, rodeada por unos campos cubiertos de nieve, una nieve absolutamente blanca, pura, sin huellas de pisadas ni rodadas de automóviles.

Rosie se detuvo delante de la entrada y cargó a los hermanos con las maletas y varias cajas envueltas en papel de regalo con alegres motivos navideños.

—Entrad —les dijo—. La puerca esta abierta. Aquí nunca cerramos con llave.

Franky y Stace subiéron los peldaños de la entrada, pisando la crujiente nieve que los cubría, abrieron la puerta y se encontraron con un enorme salón con cabezas de animales en las paredes y una chimenea encendida, tan grande cerno una cueva.

Desde fuera les llegó de repente el rugido del motor del Cadillac y, justo en aquel momento, seis hombres que habían permanecido ocultos irrumpieron en la estancia a través de los dos accesos de la casa. Iban armados y el que los mandaba, un tipo corpulento con un enorme bigote, les dijo con un ligero acento extranjero:

—No se muevan y no suelten los paquetes.

Después les pegaron las armas al cuerpo.

Stace lo comprendió de inmediato, pero Frankie se preocupó por Rosíe. Tardó aproximadamente treinta segundos en atar cabos entre el rugido del motor y la ausencia de Rosie. Entonces, con el más amargo sentimiento que jamás hubiera experimentado en su vida, Franky comprendió la verdad. Rosie era un anzuelo.