Marriano Rubio era un hombre que tocaba muchas teclas, todas ellas revestidas de oro puro. Ocupaba el cargo de cónsul general del Perú, pero casi siempre residía en Nueva York. Era también el representante internacional de numerosos e importantes intereses comerciales de muchos países sudamericanos y de la China comunista, e íntimo amigo de Inzio Tulippa, el jefe del principal cártel de la droga de Colombia.
A sus cuarenta y cinco años. Rubio era un soltero empedernido y un respetable mujeriego. Sólo tenía una amante a la vez, debida y generosamente recompensada cuando la sustituía por otra belleza más joven. Su apostura y sus dotes de ameno conversador se combinaban con su maravillosa habilidad en el baile. Tenía una bodega de excelentes vinos y un chef de tres estrellas.
Pero como sucede con todos los hombres de suerte, a Rubio le gustaba desafiar al destino. Disfrutaba enfrentándose con hombres peligrosos. Necesitaba el riesgo para poder saborear el exótico plato de su vida. Estaba implicado en el tráfico ilegal de tecnología a China, había establecido una línea de comunicación del más alto nivel por cuenta de los barones de la droga y era el encargado de pagar con dinero ilegal a los científicos norteamericanos que se trasladaban a países de América del Sur. Incluso mantenía tratos con Timmona Portella, un hombre tan excéntricamente peligroso como Inzio Tulippa.
Como todos los jugadores de alto riesgo, Rubio alardeaba de guardarse un as en la manga. Estaba a salvo de todos los peligros legales gracias a la inmunidad diplomática de que gozaba, pero en los sectores en los que podía correr otros peligros se mostraba muy cauto.
Sus ingresos eran muy cuantiosos y gastaba a manos llenas. El hecho de poder comprar todo lo que quisiera, incluido el amor de las mujeres, le hacía sentirse extremadamente poderoso. Disfrutaba manteniendo a sus ex amantes y las seguía apreciando como amigas. Era un patrón generoso y su inteligencia le inducía a recompensar debidamente los buenos servicios de sus subordinados.
Ahora, en su apartamento de Nueva York, que para su gran suerte formaba parte del consulado del Perú, Rubio se vistió para su cena con Nicole Aprile. Como de costumbre, se trataba de una cita de negocios pero también de placer. Había conocido a Nicole en una cena ofrecida por uno de los prestigiosos empresarios que eran clientes de su bufete. A primera vista, le habían llamado la atención los rasgos no demasiado regulares de su belleza, la dura determinación de su rostro, en el que destacaban sus inteligentes ojos y su bien dibujada boca. También le había llamado la atención su menudo cuerpo, pero sobre todo el hecho de que fuera la hija del gran jefe de la Mafia Don Raymonde Aprile.
Rubio había conseguido atraerla pero no hacerle perder la cabeza, lo cual le encantaba. Admiraba la romántica inteligencia en una mujer. Tendría que ganarse su respeto con obras y no con palabras. Lo hizo de inmediato, pidiéndole que representara a uno de sus acaudalados clientes en una negociación especialmente difícil. Había averiguado que trabajaba gratuitamente en favor de la abolición de la pena de muerte y que incluso había defendido a varios famosos asesinos, consiguiendo que aplazaran sus ejecuciones. Para él era el prototipo de la mujer moderna, guapa, competente y además compasiva. En caso de que no sufriera ninguna disfunción de tipo sexual, sería una compañera de lo más agradable durante cosa de un año.
Todo ello había ocurrido antes de la muerte de DonAprile.
Pero ahora su principal objetivo era averiguar si Nicole y sus dos hermanos pondrían sus bancos a disposición de Timmona e Inzio. De lo contrario, el asesinato de Astorre Viola no tendría ningún sentido.
Inzio Tulippa ya había esperado suficiente. Había transcurrido un año desde el asesinato de Don Aprile y aún no había llegado a ningún acuerdo con los herederos de los bancos del Don. Había gastado ingentes sumas de dinero, había entregado millones de dólares a Timmona Portella para que sobornara al FBI y a la policía de Nueva York. Había gastado millones en pagar los servicios de los hermanos Sturzo, y a pesar de todo ello no había conseguido llevar adelante sus planes.
La imagen de Inzio no se ajustaba a la del poderoso traficante de drogas. Pertenecía a una respetable y acaudalada familia e incluso había sido jugador de polo en representación de su país, Argentina. Ahora residía en Costa Rica y utilizaba un pasaporte diplomático costarricense que le garantizaba la inmunidad ante la policía de cualquier país extranjero. Era el encargado de las relaciones con los cárteles de la droga de Colombia, con los cultivadores de Turquía y con los laboratorios clandestinos de Italia. Coordinaba el transporte y los necesarios sobornos de los funcionarios, desde los de más alto rango hasta los de más bajo nivel. Organizaba el contrabando de grandes cargamentos a Estados Unidos. Había conseguido atraer a muchos físicos nucleares a países de América del Sur y financiaba sus investigaciones. Era un cauto y competente ejecutivo en todo lo que hacía y había amasado una enorme fortuna.
Pero era un revolucionario. Defendía con ardor la venta de droga. Las drogas eran la salvación del espíritu humano, el refugio de los condenados a la desesperación por culpa de la pobreza y las enfermedades mentales. Eran el bálsamo de los que sufrían mal de amores, de las almas perdidas en nuestro mundo tan falto de espiritualidad. A fin de cuentas, cuando uno ya no creía en Dios, en la sociedad y en su propio valor, ¿qué podía hacer? ¿Matarse? La droga mantenía viva a la gente en un reino de sueños y esperanza. Lo único que se necesitaba era un poco de moderación. ¿Acaso la droga mataba a más gente que el alcohol, el trabajo, la pobreza y la desesperación? No. Por razones morales, Inzio estaba seguro.
Inzio Tulíppa tenía un apodo en todo el mundo. Lo llamaban el Vacunador. Las empresas que tenían grandes intereses económicos en América del Sur, por ejemplo yacimientos de petróleo y fábricas de automóviles, y las multinacionales de productos agrícolas que explotaban a los campesinos, necesariamente tenían que tener ejecutivos al más alto nivel destacados en América del Sur. Y muy especialmente las empresas de Estados Unidos. Su mayor problema era el secuestro de sus ejecutivos en suelo extranjero, pues se veían obligados a pagar cuantiosos rescates de muchos millones de dólares.
Inzio Tulippa estaba al frente de una compañía que aseguraba a dichos ejecutivos contra los secuestros, y cada año viajaba a Estados Unidos para negociar los contratos con dichas empresas. No lo hacía sólo por dinero sino porque también necesitaba los recursos industriales y científicos de aquellas empresas. En resumen, lo que en realidad hacía era prestar un servicio de vacunación que protegía de los secuestros. Y eso era sumamente importante para él.
Sin embargo, tenía una excentricidad más peligrosa. Creía que la persecución internacional de la industria ilegal de la droga era una guerra santa contra su persona, y estaba firmemente decidido a defender su imperio. De ahí que sus ambiciones fueran de todo punto ridiculas. Quería poseer capacidad nuclear para poder utilizarla como palanca en caso de que ocurriera algún percance. No pensaba usarla más que como último recurso, pero sería una eficaz arma de negociación. Su deseo le hubiera parecido ridículo a cualquiera menos al agente especial del FBI Kurt Cilke.
En determinado momento de su carrera, Kurt Cilke había sido enviado a una escuela antiterrorista del FBI. El hecho de que lo hubieran elegido para seguir aquel cursillo de seis meses había sido una demostración del aprecio que le tenía el director.
En aquel cursillo de adiestramiento había tenido acceso (no sabía si completo) a los más reservados memorándums e hipótesis sobre la posible utilización de armas nucleares por parte de organizaciones terroristas de pequeños países. En los informes se especificaba qué países poseían dichas armas. Públicamente se sabía que eran Rusia, Francia e Inglaterra y posiblemente India y Pakistán. Se suponía que Israel tenía capacidad nuclear. En una de las hipótesis se explicaba cómo utilizaría Israel sus armas nucleares en caso de que un bloque árabe estuviera a punto de aplastar a Israel. La conclusión era que las utilizaría.
Kurt Cilke leyó las distintas hipótesis, fascinado. El problema tenía dos soluciones. La primera —en caso de gue Israel sufriera semejante ataque—, que Estados Unidos interviniera en favor de Israel antes de que este país se viera obligado a utilizar sus armas nucleares. La solución número dos: que en el momento decisivo, y en caso de que no fuera posible salvar Israel, Estados Unidos aniquilara la fuerza nuclear Israelí.
Inglaterra y Francia no constituían ningún problema, jamás podrían correr el riesgo de lanzarse a una guerra nuclear.
India no tenía ambiciones y Pakistán se podía destruir de inmediato. China no se atrevería, pues carecía de capacidad industrial… a corto plazo.
El peligro más inmediato era el de los pequeños países como Irak, Irán y Libia, cuyos dirigentes eran temerarios, o al menos eso es lo que se decía en las hipótesis. Aquí la solución era casi unánime. Dichos países serían bombardeados con armas nucleares hasta su aniquilación. El mayor peligro a corto plazo era el de que las organizaciones terroristas financiadas y apoyadas en secreto por alguna potencia extranjera introdujeran subrepticiamente un arma nuclear en Estados Unidos y la hicieran estallar en una gran ciudad. Probablemente en Washington o en Nueva York. Era inevitable que ocurriera. La solución propuesta era la creación de unas fuerzas especiales que utilizarían el contraespionaje y la adopción de las máximas medidas de castigo contra aquellos terroristas y quienquiera que los apoyara. Ello exigiría la aprobación de unas leyes especiales que recortarían los derechos de los ciudadanos norteamericanos. Las hipótesis reconocían la imposibilidad de aprobar aquellas leyes antes de que alguien consiguiera finalmente hacer saltar por los aires una buena parte de una urbe norteamericana. Entonces las leyes se aprobarían sin ninguna dificultad. Pero hasta entonces, señalaba frivolamente una de las hipótesis, «le podía tocar a cualquiera».
Al uso criminal de dispositivos nucleares sólo se dedicaban unas cuantas hipótesis. Se trataba de algo casi prácticamente descartado debido a que la capacidad técnica, la obtención del material y el vasto alcance de las personas implicadas conducirían inevitablemente a los confidentes. Una solución a dicho problema era que el Tribunal Supremo aceptara una Orden de ejecución de cualquier cerebro criminal sin proceso judicial.
Todo aquello no eran más que fantasías, pensó Kurt Cilke. Simples conjeturas. El país tendría que esperar a que ocurriera algo.
Pero ahora, al cabo de varios años, Cilke se daba cuenta de que ya estaba ocurriendo. Inzio Tulippa quería tener su pequeña bomba nuclear. Atraía a científicos norteamericanos a América del Sur, les construía laboratorios y les proporcionaba dinero para las investigaciones, Y era él quien pretendía tener acceso a los bancos de Don Aprile con el fin de recaudar mil millones de dólares para la compra de equipo y material. Eso era lo que Cílke había averiguado en su investigación. ¿Qué tenía que hacer ahora?
Muy pronto lo discutiría con el director en su siguiente viaje al cuartel general del FBI en Washington. Pero tenía sus dudas. No creía que pudieran resolver el problema.
Y un hombre como Inzio jamás se daría por vencido.
Inzio Tulippa llegó a Estados Unidos para reunirse con Timmona Portella y tratar de adquirir los bancos de Don Aprile. Al mismo tiempo, el jefe de la cosca de los corleoneses de Sicilia, Michael Grazziella, se presentó en Nueva York para estudiar con Tulippa y Portella los detalles de la distribución de droga por todo el mundo. Las llegadas de ambos fueron muy distintas.
Inzio Tulippa llegó a Nueva York en su jet privado, en el que también viajaban cincuenta acompañantes y guardaespaldas. Sus hombres iban vestidos con trajes blancos, camisas azules y corbatas de color de rosa, y se tocaban con unos sombreros de jipijapa. Hubieran podido ser los miembros de una orquesta de rumba sudamericana. Tulippa y sus acompañantes llevaban pasaportes costarricenses y, como es natural. Tulippa gozaba de inmunidad diplomática.
Tulippa se trasladó con sus hombres a un pequeño hotel privado propiedad del cónsul general, en representación de la embajada del Perú, y no se movía furtivamente como si fuera un pobre camello. Al fin y al cabo, él era el Vacunador, y los representantes de las grandes empresas norteamericanas competían entre sí para hacerle agradable la estancia. Asistió a las primeras funciones de los espectáculos de Broadway, del ballet en el Lincoln Center, de la ópera en el Metropolitan y de los conciertos de música ofrecidos por célebres artistas sudamericanos. Participó además en programas de entrevistas en su calidad de presidente de la Confederación Sudamericana de Obreros del Campo y utilizó aquellas plataformas para defender el consumo de drogas ilegales. Una de sus entrevistas —con Charlie Rose de la PBS— tuvo gran resonancia.
Tulippa señaló que el hecho de que Estados Unidos luchara contra el consumo de cocaína, heroína y marihuana en todo el mundo constituía una vergonzosa forma de colonialismo.
Los trabajadores de América del Sur dependían de las cosechas de droga para sobrevivir. ¿Quién podía culpar a un hombre acosado por la pobreza de que se comprara unas cuantas horas de alivio mediante el consumo de droga? ¿Qué decir del tabaco y el alcohol? Hacían mucho más daño que la droga.
Al oír sus palabras, sus cincuenta acompañantes presentes en el estudio, con los sombreros de jipijapa sobre las rodillas, aplaudieron con entusiasmo. Cuando Charlie Rose le preguntó qué daños causaban las drogas, Tulippa fue especialmente sincero. Su organización estaba dedicando grandes cantidades de dinero a la investigación para modificar las drogas a fin de que no causaran tanto daño; en resumen, serían drogas que se venderían con receta. Los programas los dirigirían respetables médicos y no las Asociaciones Americanas de Medicina, tan incomprensiblemente contrarias a los narcóticos y que vivían atemorizadas por la Agencia de Lucha Contra la Droga de Estados Unidos. No, las drogas serían la nueva y gran salvación de la humanidad. Cuando dijo esto, cincuenta sombreros de jipijapa fueron lanzados al aire.
Entretanto, Michad Grazziella, el Jefe de la cosca de los corleoneses hizo una entrada totalmente distinta en Estados Unidos. Llegó con la mayor discreción en compañía de tan sólo dos guardaespaldas. Era un hombre delgado y larguirucho con cabeza de fauno y una cicatriz que le cruzaba la boca.
Caminaba con bastón, pues una bala le había destrozado la pierna cuando era un picciottu de Palermo. Tenía fama de ser diabólicamente astuto y se decía que había planeado la muerte de dos de los más importantes magistrados de la lucha contra la Mafia en Sicilia.
Grazziella se hospedó como invitado en la finca de Portella. No estaba preocupado por su seguridad pues todo el negocio de la droga de Portella dependía de él.
La reunión se había organizado para planificar una estrategia que les permitiera hacerse con el control de los bancos Aprile. Se trataba de un asunto de la máxima importancia con el fin de poder blanquear los miles de millones de dólares de dinero negro del narcotráfico y también de adquirir poder en el mundo financiero de Nueva York.
Para Inzio Tulippa el asunto era importante no sólo para blanquear su dinero de la droga sino también para financiar su arsenal nuclear, Y además permitiría que su papel de Vacunador resultara más seguro.
Todos se reunieron en el edificio del consulado general del Perú, que disponía de unas medidas de seguridad muy estrictas y ofrecía el manto de la inmunidad diplomática. El cónsul general Marriano Rubio era un anfitrión muy generoso. Puesto que recibía un porcentaje de todos los beneficios y sería el representante de sus intereses legales en Estados Unidos, se mostraba muy favorablemente dispuesto.
Aquellos hombres, reunidos en torno a una mesita ovalada, ofrecían un curioso espectáculo no sólo por su aspecto físico sino también por sus gestos y voces.
Míchael Grazziella, con su lustroso traje negro, su camisa blanca y su corbata negra —aún llevaba luto por su madre, fallecida seis meses atrás—, parecía un enterrador. Hablaba en un quejumbroso susurro y, pese a su acusado acento, se le entendía muy bien. Parecía imposible que aquel hombre, aparentemente tan tímido y educado, fuera el responsable de la muerte de cien agentes del orden sicilianos.
Timmona Portella, el único de los cuatro cuya lengua materna era el inglés, hablaba a gritos, como si todos fueran sordos. También iba llamativamente vestido con un traje gris, una camisa verde lima y una brillante corbata de seda azul. El traje, impecablemente confeccionado a la medida, habría disimulado su prominente barriga si la chaqueta desabrochada no hubiera dejado al descubierto unos tirantes azules.
Inzio Tulippa vestía una holgada camisa blanca de seda y un pañuelo rojo alrededor del cuello, según el clásico estilo sudamericano. Sostenía reverentemente el amarillo sombrero de jipijapa en la mano. Hablaba el inglés con suave y cadencioso acento y su voz tenía todo el encanto de un ruiseñor. Pero aquel día su rostro indio de afiladas facciones mostraba un siniestro ceño, como para dar a entender que no estaba nada satisfecho.
Marriano Rubio, el cónsul general del Perú, era el único que parecía contento. Su amabilidad los subyugó a todos.
Modulaba muy bien el inglés e iba vestido con un pijama de seda verde, una bata de color verde más oscuro y unas suaves zapatillas forradas de lana blanca. Al fin y al cabo estaba en su casa y podía vestir de un modo más informal.
Tulippa abrió la discusión y se volvió directamente hacia Portella con impecable cortesía.
—Timmona, amigo mío —le dijo—, pagué un millón de dólares para quitar de en medio al Don, pero aún no somos propietarios de sus bancos. Y ya llevamos un año esperando.
El cónsul general habló con su habitual y meliflua amabilidad.
—Mi querido Inzio —dijo—, intenté comprar los bancos. Portella también lo intentó. Pero hemos tropezado con un obstáculo inesperado. Ese Astorre Viola, el sobrino del Don. Ha heredado el control y se niega a vender.
—Bueno —dijo Inzio—, ¿y entonces por qué sigue vivo?
Portelia soltó una tremenda carcajada.
—Porque no es tan fácil matarlo —dijo—. Mandé colocar un grupo de cuatro hombres para vigilar su casa, y los cuatro desaparecieron. Ahora no sé dónde demonios está, pero siempre va rodeado de una nube de guardaespaldas.
—No hay nadie que cueste tanto matar —dijo Tulippa.
La frase, dicha con su melodiosa voz, resultó tan dulce al oído como la letra de una canción popular.
—Conocimos a Astorre en Sicilia hace años —dijo Grazziella, tomando la palabra por primera vez—. Es un hombre con suerte, y además está muy bien preparado. Le pegamos un tiro en Sicilia y le dimos por muerto. Si atacamos de nuevo, tenemos que estar seguros. Es peligroso.
—¿Dice usted que tiene en nómina a un hombre del FBI? —preguntó Tulippa a Portella—. Pues utilícelo, por el amor de Dios.
—No es tan manejable como todo eso —dijo Portella—. El FBI tiene más clase que la policía de Nueva York. Jamás cometerían un asesinato directo.
—Bueno —dijo Inzio Tulippa—, pues entonces secuestremos a uno de los hijos del Don y utilicémoslo para negociar con Astorre. Marriano, tú conoces a su hija —añadió, guiñándole el ojo—. Tú le puedes tender una trampa.
A Rubio no le entusiasmó la propuesta. Dio una calada al punto que solía fumarse después del desayuno y, olvidándose de la cortesía, contestó en tono irritado:
—No. Aprecio a la chica. No quiero hacerla pasar por nada de todo eso. Y me opongo a que lo haga cualquiera de vosotros.
Al oír sus palabras, todos enarcaron las cejas. El poder efectivo del cónsul general era inferior al suyo. Al observar su reacción. Rubio les sonrió y recuperó su amable compostura.
—Sé que tengo esta debilidad. Me enamoro. Pero no seáis duros conmigo. Piso un terreno político muy fuerte, el mejor que puede haber. Sé que el secuestro es tu oficio, Inzio, pero aquí, en Estados Unidos, no da muy buen resultado. Y menos aún cuando se trata de una mujer. En cambio, si secuestras a uno de los hermanos y llegas a un rápido acuerdo con Astorre, puede que tengas una oportunidad.
—A Valerius no —dijo Portella—. Pertenece al servicio de espionaje militar y tiene amigos en la CIA. Mejor que no nos metamos con toda esta mierda.
—Pues entonces tendrá que ser Marcantonio —dijo el cónsul general—. Puedo cerrar un trato con Astorre.
—Eleva la oferta por los bancos y evita la violencia —dijo Grazziella en un suave susurro—. Creedme, yo he pasado por todo eso. He utilizado armas en lugar de dinero y siempre me ha salido más caro.
Todos lo miraron boquiabiertos de asombro. Grazziella se había ganado una temible fama de personaje violento.
—Michael —le dijo el cónsul—, estás hablando de miles de millones de dólares. Pero Astorre seguirá empeñado en no vender.
Grazziella se encogió de hombros.
—Si tenemos que emprender una acción, pues bueno, se emprende. Pero tened cuidado. Si lo podéis soltar abiertamente durante las negociaciones, después ya nos desharemos de él.
Inzio Tulippa lo miró con una ancha sonrisa en los labios.
—Así me gusta. Y por cierto, Marriano —añadió—, no te sigas enamorando. Es un vicio muy peligroso.
Al final, el cónsul general Marriano Rubio consiguió convencer a Nicole y a sus hermanos de que se sentaran a discutir la venta de los bancos con los miembros de su banda. Como es natural, también tendría que estar presente Astorre Viola, pero eso Nicole no podía garantizarlo.
Antes de la reunión, Astorre dio instrucciones a Nicole y a sus hermanos respecto a lo que deberían decir y a la manera exacta en que deberían actuar. Ellos comprendieron su estrategia: tendrían que conseguir que los miembros del grupo pensaran que su único adversario era él.
La reunión también se celebró en la sala de conferencias del cónsul general. No había servicio de catering sino un bufete, y el propio cónsul general se encargó de servir el vino. Debido a la diversidad de horarios de los participantes, la reunión tuvo lugar a las diez de la noche.
El cónsul general hizo las presentaciones y dirigió la reunión. Después le entregó una carpeta a Nicole.
—Aquí está detallada la oferta. Pero, para abreviar, ofrecemos el cincuenta por ciento sobre el precio de mercado. Aunque nosotros ejerceremos el control absoluto, los intereses Aprile recibirán el diez por ciento de nuestros beneficios durante los próximos veinte años. Todos ustedes se harán muy ricos y podrán disfrutar de su ocio sin las terribles tensiones que lleva aparejadas la gestión de un negocio de semejante envergadura.
Nicole hojeó rápidamente los papeles. Estaban esperando su respuesta.
—Todo esto es impresionante —dijo finalmente—, pero ¿por qué una oferta tan generosa?
El cónsul general le dirigió una cariñosa sonrisa.
—Por sinergia —contestó—. Hoy en día todos los negocios son sinergia; los ordenadores y la aviación, los libros y las editoriales, la música y la droga, el deporte y la televisión. Todo es sinergia. Con los bancos Aprile tendremos sinergia en las finanzas internacionales, controlaremos los edificios de las ciudades y la elección de los gobiernos. El alcance de nuestro grupo es global y necesitamos sus bancos, de ahila generosidad de la oferta.
—Y ustedes, caballeros, ¿son todos socios a partes iguales? —preguntó Nicole, dirigiéndose a los demás miembros del grupo.
Inzio Tulíppa, muy impresionado por su morena belleza y la seriedad de su lenguaje, procuró echar mano de todo su encanto al responder.
—Operamos legalmente a partes iguales en esta adquisición, pero permítame asegurarle que considero un honor estar asociado con el apellido Aprile. Nadie más que yo admiraba a su padre.
Valerius, con semblante impasible, se dirigió fríamente a Inzio Tulippa.
—No me interprete mal, quiero vender. Pero prefiero una venta completa sin ningún porcentaje. A nivel personal, quiero apartarme por completo de todo eso.
—¿Pero está dispuesto a vender? —preguntó Inzio.
—Por supuesto que sí —contestó Valerius—. Quiero lavarme las manos de todo eso.
Timmona Portella fue a decir algo, pero el cónsul general lo interrumpió.
—Marcantonio —dijo—, ¿qué le parece la oferta? ¿Le resulta atractiva?
—Estoy con Val —contestó Marcantonio en tono resignado—. Concertemos un trato sin porcentajes. Después nos podremos despedir todos y desearnos suerte.
—Muy bien, podemos concertar un acuerdo de ese tipo —dijo Rubio.
—Pero en tal caso, y como es natural, se tendrá que incrementar la prima —dijo fríamente Nicole—. ¿Podrán afrontar ese desembolso?
—No hay problema —contestó Tulippa con una radiante sonrisa en los labios.
Michael Grazziella tomó nuevamente la palabra con semblante preocupado y cortés tono de voz.
—¿Y qué dice nuestro querido amigo Astorre Viola? ¿Está de acuerdo?
Astorre soltó una incómoda carcajada.
—Usted sabe lo mucho que me he aficionado al negocio bancario. Y además. Don Aprile me hizo prometerle que jamás vendería. Lamento llevar la contraria a mi familia aquí presente, pero tengo que decir que no. Y yo soy quien controla la mayoría de las acciones con derecho a voto.
—Pero los hijos del Don tienen intereses —replicó el cónsul general—. Podrían demandarle ante los tribunales.
Astorre se echó a reír.
—Jamás haríamos tal cosa —terció secamente Nicole.
El coronel esbozó una amarga sonrisa y pareció que a Marcantonio la idea se le antojaba ridícula.
—Tengan paciencia —dijo Astorre en tono conciliador—. Puede que me canse del negocio bancario. Dentro de unos meses podríamos volver a reunirnos.
—Por supuesto que sí —dijo el cónsul general—. Pero es posible que no podamos mantener mucho tiempo este paquete financiero. Más adelante podríamos ofrecer un precio más bajo.
No hubo apretones de manos cuando se despidieron.
Cuando Astorre Viola y los hermanos Aprile se hubieron ido, Michael Grazziella les dijo a los cinco miembros del grupo:
—Nos está dando largas. Jamás venderá.
Inzio Tulippa lanzó un suspiro.
—Lástima, con lo simpático que es. Hubiéramos podido convertirnos en buenos amigos. Puede que lo invite a mi plantación de Costa Rica. Le podría hacer pasar el mejor rato de su vida.
Todos se rieron.
—No se irá de luna de miel contigo, Inzio —dijo Timmona Portella en tono desabrido—. Tendré que ser yo el que se encargue de él aquí arriba.
—Espero que con más acierto que antes —dijo Inzio.
—Lo subestimé —dijo Portella—. ¿Cómo podía imaginar que fuera así un tío que canta en las bodas? Cumplí bien el encargo en el caso del Don. No hubo ninguna queja por parte de nadie.
—Un trabajo espléndido, Timmona —dijo el cónsul general, con el hermoso rostro iluminado por la satisfacción—. Todos tenemos depositada nuestra máxima confianza en ti.
Pero este nuevo trabajo se tiene que hacer cuanto antes.
Al salir de la reunión, los hermanos Aprile y Astorre se fueron a cenar al restaurante Partmico, que disponía de comedores privados y cuyo propietario era un viejo amigo del Don.
—Creo que todos lo habéis hecho muy bien —les dijo Astorre a sus primos—. Los habéis convencido de que estabais en contra de mí.
—Es que estamos —dijo Val.
—¿Por qué tenemos que jugar a este juego? —preguntó Nicole—. No me gusta en absoluto.
—Es posible que estos sujetos estén implicados en la muerte de vuestro padre —dijo Astorre—. No quiero que piensen que podrán llegar a alguna parte causando daño a alguno de vosotros.
—¿Y tú estás seguro de que podrás afrontar cualquier cosa que te echen? —le preguntó Marcantonio.
—No, no —protestó Astorre—. Pero puedo esconderme sin destrozar mi vida. Si me voy a Dakota del Norte o del Sur.
Jamás me encontrarán. —Su sonrisa era tan ancha y convincente que hubiera podido engañar a cualquiera menos a los hijos de Don Aprile—. Bueno —añadió—, si se ponen directamente en contacto con alguno de vosotros, hacédmelo saber.
—He recibido un montón de llamadas de ese investigador; Di Benedetto —dijo Valerius, Astorre se mostró sorprendido.
—¿Y por qué demonios te llama?
—Cuando yo trabajaba en el servicio de espionaje —contestó Valerius sonriendo—, había ciertas llamadas telefónicas que nosotros denominábamos «llamadas de “¿Qué es lo que sabes?”». Alguien llamaba fingiendo que te quería facilitar información o ayudarte en algún asunto, pero lo que realmente quería era averiguar cómo marchaba tu investigación. El tal Di Benedetto me llama para mantenerme amablemente informado de la marcha de su investigación sobre el caso, pero en realidad intenta sacarme información sobre ti, Astorre. Le interesas muchísimo.
—Me siento muy halagado —dijo Astorre sonriendo—. Debe de haberme oído cantar en algún sitio.
—No es probable —replicó secamente Marcantonlo—. Di Benedetto también me ha estado llamando a mí. Dice que se le ha ocurrido una idea sobre una serie policíaca. Siempre hay espacio para una serie de éstas en la televisión y lo he animado a seguir adelante. Pero el material que me ha enviado es una estupidez. No habla en serio. Lo que quiere es mantenerse informado sobre nosotros.
—Muy bien —dijo Astorre.
—Tú quieres convertirte en el blanco en lugar de nosotros —dijo Nicole—. ¿No te parece demasiado peligroso? Ese Grazziella me da escalofríos.
—No te preocupes, lo conozco —contestó Astorre—. Es un hombre muy razonable. Y tu cónsul general es un verdadero diplomático y podrá controlar a Tulippa. El único que me preocupa en este momento es Portella. Es tan estúpido que puede empezar a causar problemas.
Parecía como si estuviera tratando de una cuestión cotidiana de negocios.
—Pero ¿cuánto va a durar todo eso? —preguntó Nicole.
—Dame unos cuantos meses —le dijo Astorre—. Te prometo que para entonces todos habremos llegado a un acuerdo.
Valerius le dirigió una despectiva mirada.
—Astorre, siempre has sido un optimista. Si fueras un agente de espionaje y estuvieras bajo mis órdenes, te trasladaría a infantería para que te despabilaras un poco.
No fue una cena agradable, Nicole estuvo observando todo el rato a Astorre, como si tratara de averiguar un secreto. Era evidente que Valerius no se fiaba de Astorre, y Marcantonio se mostró muy reservado. Al final, Astorre levantó su copa de vino y dijo jovialmente:
—Estáis todos muy fúnebres, pero no me importa. Todo eso va a ser muy divertido. Por vuestro padre.
—El gran Don Aprile —dijo amargamente Nicole.
—Sí, por el gran Don —dijo Astorre sonriendo.
Astorre Viola siempre salía a montar a última hora de la tarde. Montar a caballo le relajaba y le abría el apetito para la cena. Siempre que cortejaba a una mujer, la hacía cabalgar con él. Si no sabía montar, le daba lecciones de equitación, Y si a alguna no le gustaban los caballos, dejaba de salir con ella. Disfrutaba con el gorjeo de los pájaros, el susurro de los pequeños animales del bosque al moverse y la ocasional aparición de un lobo. Pero lo que más le gustaba era vestirse para montar.
La chaqueta rojo encendido, las botas marrones y la fusta que jamás utilizaba. El gorro de caza de ante negro. Se miró sonriendo al espejo y se imaginó en el papel de lord inglés de la finca.
Bajó a la cuadra, en la que tenía estabulados seis caballos y se alegró de ver que el entrenador Aldo Monza ya le había preparado uno de sus sementales. Lo montó y, a un pausado medio galope, se adentró por el sendero del bosque. Acelerando a un medio galope más rápido, cabalgó bajo un dosel de hojas que casi ocultaba la luz del sol poniente. Sólo unos finos haces dorados iluminaban el sendero. Vio el oloroso montículo de trigueño estiércol, espoleó su montura pasando por delante de él y llegó a una bifurcación del sendero que le ofrecía la posibilidad de seguir dos caminos distintos para regresar a casa, dando un rodeo. El oro del sendero había desaparecido.
Refrenó su cabalgadura. Justo en aquel momento aparecieron dos hombres ante sus ojos. Llevaban las holgadas prendas propias de los trabajadores del campo, pero iban enmascarados y en sus manos centelleaba un plateado brillo metálico. Astorre espoleó su caballo e inclinó la cabeza hacia el flanco del animal. El bosque se llenó de luz y del sonido de la detonación de las balas. Los hombres estaban muy cerca y Astorre sintió que las balas le alcanzaban el costado y la espalda. El caballo, asustado, se lanzó a un desenfrenado galope mientras Astorre concentraba todas sus fuerzas en mantenerse en la silla. Mientras bajaba galopando por el sendero vio aparecer a otros dos hombres. No iban enmascarados ni armados. Perdió el conocimiento y resbaló desde el caballo hacia sus brazos.
Una hora después Kurt Cílke recibió el informe del equipo de vigilancia que había rescatado a Astorre Viola. Lo que más le sorprendió fue que Astorre llevara bajo su llamativo atuendo un chaleco antibalas tan largo como su roja chaqueta de montar, y que no fuera un Kevlar normal sino uno hecho especialmente a medida. ¿Por qué demonios llevaba un chaleco antibalas un tipo como Astorre, un importador de macarrones que cantaba en las salas de fiestas y se emperifollaba para practicar la equitación? El impacto de las balas lo había aturdido, pero éstas no habían penetrado en su cuerpo. Astorre ya había sido dado de alta en el hospital.
Cilke empezó a redactar un memorándum, solicitando una exhaustiva investigación sobre la vida de Astorre a partir de su infancia. Tal vez aquel hombre fuera la clave de todo. Pero de una cosa estaba seguro: sabía quién había tratado de asesinar a Astorre Viola.
Astorre se reunió con sus primos en casa de Valerius. Les describió el ataque y la forma en que habían disparado contra él.
—Os pedí ayuda —dijo—, me la negasteis y yo lo comprendí. Pero ahora creo que deberíais reconsiderar vuestra decisión. Todos vosotros estáis en cierto modo amenazados.
Creo que la cuestión se resolvería vendiendo los bancos. Sería la solución de la máxima ganancia. Todos conseguirían lo que quieren. O podríamos optar por una situación de ganancia-perdida. Conservar los bancos, repeler los ataques y acabar con nuestros enemigos, sean quienes sean. Podría darse también una situación de pérdida total, y es la que tenemos que evitar a toda costa. Una situación en la que lucháramos contra nuestros enemigos y ganáramos, pero el Gobierno nos atrapará de todos modos.
—La elección no ofrece duda —dijo Valerius—. Vender los bancos sin más. La solución de ganancia total.
—Claro, no somos sicilianos —terció Marcantonio—, no nos interesa arrojarlo todo por la borda por el simple afán de venganza.
—Pero es que si vendemos los bancos —dijo serenamente Nicole— arrojamos por la borda nuestro futuro. Marc, algún día te gustará ser propietario de tu propia cadena. Val, sí hicieras importantes donaciones políticas podrías convertirte en embajador o secretario de Defensa. Y tú, Astorre, podrías cantar con los Rolling Stones. —Miró a su primo sonriendo—. Bueno, todo eso es un poco improbable —dijo, cambiando de tono—. Olvidemos las bromas, ¿Acaso el asesinato de nuestro padre no significa nada para nosotros? ¿Queremos entregarles una recompensa por haberlo matado? Creo que tendríamos que ayudar a Astorre con todas nuestras fuerzas.
—Pero ¿tú sabes lo que estás diciendo? —le replicó Valerius.
—Claro —dijo Nicole tranquilamente.
—Vuestro padre me enseñó —dijo Astorre— que no puedes permitir que otros hombres te impongan su voluntad, pues de lo contrario no merece la pena vivir.
—La guerra es una decisión que siempre nos lleva a perderlo todo —dijo secamente Nicole.
Valerius se molestó.
—Por mucho que digan los liberales, la guerra es una situación en la que se gana y se pierde. Sales mejor librado cuando ganas una guerra. Perder es un horror impensable.
—Vuestro padre tenía un pasado. Ahora todos nosotros tenemos que habérnoslas con este pasado. Por eso os vuelvo a pedir ayuda. Recordad que cumplo las órdenes de vuestro padre y que mi tarea es proteger a la familia, lo cual significa conservar los bancos.
—Dentro de un mes te habré conseguido un poco de información —dijo Valerius.
—¿Y tú, Marc? —preguntó Astorre.
—Me pondré a trabajar inmediatamente en ese programa —contestó Marcantonio—. Será dentro de unos dos, tres meses…
—Nicole —dijo Astorre—, ¿ya has terminado el análisis del expediente del FBI sobre tu padre?
—No, todavía no —contestó Nicole. Parecía un poco disgustada—. ¿No os parece que tendríamos que pedir ayuda a Cilke?
Astorre la miró, sonriendo.
—Cilke es uno de mis sospechosos —dijo—. Cuando disponga de toda la información, decidiremos lo que conviene hacer.
Un mes después, Valerius obtuvo cierta información inesperada y desagradable. A través de sus contactos con la CIA, había averiguado la verdad sobre Inzio Tulippa. Este tenía conexiones en Sicilia, Turquía, India, Pakistán, Colombia y otros países sudamericanos. Tenía incluso conexiones con los corleoneses de Sicilia y estaba por encima de ellos.
Según Valerius, Inzio estaba financiando ciertos laboratorios de investigación nuclear en América del Sur, y trataba desesperadamente de crear un cuantioso fondo en Estados Unidos para la compra de equipo y material. En sus delirios de grandeza, quería poseer una terrible arma defensiva contra las autoridades en caso de que se llegara a una situación desesperada. De lo cual se deducía que Tímmona Portella era un hombre de paja de Inzio.
La información disgustó enormemente a Astorre. Era otro jugador en la partida, otro frente en el que tendrían que combatir.
—¿Sería factible el plan de Inzio? —preguntó Astorre.
—Él así lo cree, por supuesto —contestó Valerius—. Y cuenta con la protección de los funcionarios del Gobierno del país en el que ha montado los laboratorios.
—Gracias, Val —dijo Astorre, dando al coronel una cariñosa palmada en el hombro.
—De nada, hombre —contestó Valerius—. Pero más no te puedo ayudar.
Marcantonio tardó seis semanas en trazar el perfil de Kurt Cilke para la cadena. Marcantonio le entregó personalmente a Astorre una abultada carpeta de información.
Astorre la tuvo veinticuatro horas en su poder y después se la devolvió.
Sólo Nicole le preocupaba. Ésta le había prestado el expediente del FBI sobre Don Aprile, pero había una parte completamente borrada. Cuando le preguntó al respecto, ella se limitó a contestar:
—Así la recibí.
Astorre estudió cuidadosamente el documento y le pareció que el período borrado tenía que referirse a la época en que él contaba apenas dos años.
—Da igual —le dijo a Nicole—. Hace demasiado tiempo como para que sea importante.
Ahora Astorre ya no podía aplazarlo. Disponía de suficiente información para iniciar su guerra.
Nicole Aprile estaba deslumbrada por Marriano Rubio y la forma en que éste la cortejaba. Jamás, se había recuperado del todo de la traición de Astorre en su adolescencia, del hecho de que éste hubiera optado por obedecer a su padre, Don Aprile. Aunque hubiera estado casada y hubiera mantenido unas breves y discretas relaciones con hombres poderosos, sabía que los hombres siempre conspiraban contra las mujeres.
Rubio parecía una excepción. Jamás se enojaba con ella cuando sus horarios de trabajo frustraban sus planes de estar juntos. Comprendía que su profesión era lo primero. Y jamás se entregaba a aquella ofensiva emoción de muchos hombres, para quienes los celos constituían una demostración de auténtico amor. A su juicio, los celos eran ridículos y suscitaban el desprecio del sexo contrario.
Sus generosos regalos y el hecho de que ella lo encontrara interesante y disfrutara oyéndole hablar de literatura y teatro contribuían a aumentar su atractivo.
Pero su mayor virtud era el entusiasmo y la habilidad que ponía de manifiesto en la cama y el hecho de que no le robara demasiado tiempo.
Una noche Rubio llevó a cenar a Nicole a Le Cirque con unos amigos: un novelista sudamericano mundialmente famoso que la cautivó con su ingenio y sus extravagantes historias de fantasmas; un renombrado cantante de ópera que, a cada plato, entonaba un aria de júbilo y comía como si estuviera a punto de ser ejecutado en la silla eléctrica; y un columnista de talante conservador que era el oráculo de los asuntos mundiales en el New York Times y tan odiado por liberales como por conservadores, por árabes como por sionistas, y qne se enorgullecía enormemente de que así fuera.
Después Rubio llevó a Nicole a su lujoso apartamento del consulado peruano. Allí le hizo apasionadamente el amor, no sólo con su cuerpo sino también con sus dulces palabras. Después la levantó desnuda de la cama y bailó con ella mientras le recitaba poesías en español. Nicole se lo pasó de maravilla, sobre todo cuando ambos se sentaron y él llenó unas copas de champán y le dijo:
—Te quiero.
Su espléndida nariz y su despejada frente resplandecían de sinceridad. Qué desvergonzados eran los hombres. Nicole se alegró en su fuero interno de haberlo traicionado. Su padre se hubiera enorgullecido de ella. Se había comportado como una auténtica mafiosa.
Kurt Cilke, en su calidad de Jefe de la oficina del FBI en Nueva York, tenía casos mucho más importantes que el asesinato de Don Raymonde Aprile. Uno era una amplia investigación sobre seis gigantescas empresas que actuaban al margen de la ley, enviando maquinaria prohibida a la China comunista, incluyendo tecnología informática. Otro caso importante era la actuación de las principales empresas tabaqueras que habían cometido perjurio ante un comité de investigación del Congreso. El tercer caso se refería a la emigración de científicos de nivel medio a países sudamericanos como Brasil, Perú y Colombia. El director quería información sobre aquellos casos.
—Ya tenemos atrapados a los tíos del tabaco —dijo Boxton durante el vuelo—. Ya hemos descubierto los envíos ilegales a China, disponemos de documentación interna y de confidentes que quieren salvar la piel. Los únicos que nos faltan son los científicos. Pero creo que después de todo eso te van a nombrar subdirector del FBI. No pueden negar tu historial.
—Eso depende del director —dijo Cilke.
Sabía por qué razón los científicos se encontraban en América del Sur, pero no quiso corregir a Boxton.
En el Edificio Hoover, Boxton no pudo participar en la reunión.
Habían transcurrido ocho meses desde el asesinato de Don Aprile. Cílke había preparado todas las notas. El caso Aprile estaba estancado, pero él disponía de mejores noticias sobre otros casos todavía más importantes. Y esta vez tenía auténticas posibilidades de que le ofrecieran una de las subdirecciones clave del FBI. Había dedicado mucho tiempo a las investigaciones y su trabajo había causado una favorable impresión.
El director era un hombre alto y elegante cuya familia descendía de los Padres Fundadores del Mayflower. Era extremadamente rico por méritos propios y había entrado en la política por sentido del deber. Al principio de su mandato, había establecido unas severas normas.
—Nada de trampas —había dicho jovialmente con su marcado deje yanqui de Nueva Inglaterra—. Hay que seguir las reglas. No quiero pretextos para eludir la Ley de los Derechos Civiles. Un agente del FBI es siempre educado y en todo momento se comporta con equidad. Y en su vida privada siempre actúa con corrección.
El más mínimo escándalo, palizas a la esposa, estado de embriaguez, relaciones demasiado estrechas con un policía local o el menor desafuero en el llamado tercer grado en los interrogatorios, y te quedabas en la calle aunque tu tío fuera senador.
Estas habían sido las normas durante los últimos diez años. Y como la prensa hablara demasiado de tí, aunque fuera en términos elogiosos, te enviaban a vigilar iglús en Alaska.
El director invitó a Cilke a sentarse en un sillón tremendamente incómodo al otro lado de su impresionante escritorio de roble macizo.
—Agente Cilke —le dijo—, le he mandado llamar por varios motivos. Número uno: he introducido en su expediente una mención honorífica especial por su trabajo contra la Mafia de Nueva York. Gracias a usted, les hemos roto el espinazo. Le felicito. —Se inclinó hacia delante para estrechar la mano de Cilke—. No lo vamos a divulgar ahora porque el FBI siempre se atribuye el mérito de las hazañas individuales. Y también porque podría colocarle en una cierta situación de peligro.
—Sólo por parte de algunos insensatos —dijo Cilke—. Las organizaciones criminales saben que no pueden causar daño a un agente del FBI.
—Insinúa usted que el FBI lleva a cabo venganzas personales —dijo el director.
—No, por Dios —contestó Cilke—. Quiero decir que estaríamos más atentos.
El director lo dejó corren. Había ciertos límites. La virtud siempre tenía que caminar por una línea muy delgada.
—No me parece justo mantenerlo en la cuerda floja —dijo el director—. He decidido no nombrarle para el cargo de una de mis subdirecciones, aquí en Washington. No en este momento. Por las siguientes razones. Conoce usted muy bien la calle y queda todavía mucho trabajo que hacer en este campo.
La Mafia, a falta de una palabra mejor, sigue actuando. Número dos: oficialmente tiene usted un confidente cuya identidad se niega a revelar incluso a los más altos cargos de supervisión del FBI. De manera no oficial, usted nos la ha revelado. Eso es información reservada. Por consiguiente, oficiosamente está usted en regla. Tercero: Su relación con cierto jefe de la Brigada de Investigación de Nueva York es de carácter demasiado personal.
El director y Kurt Cilke tenían otros temas en su agenda.
—¿Qué tal va nuestra operación «Omertà»? —le preguntó el director a Cilke—. Tenemos que conseguir cobertura legal para todas nuestras operaciones.
—Por supuesto —dijo Cilke con la cara muy seria. El director sabía muy bien que se tendrían que tomar ciertos atajos—. Hemos tropezado con algunos obstáculos. Raymonde Aprile se negó a colaborar con nosotros. Pero ese obstáculo ya no existe, claro.
—Al señor Aprile lo mataron muy oportunamente —dijo el director con ironía—. No lo insultaré preguntándole sí tuvo usted conocimiento previo. ¿Su amigo Portella quizá?
—No lo sabemos —contestó Cilke—. Los italianos nunca acuden a las autoridades. Nosotros sólo tenemos que estar atentos a la aparición de cadáveres. Bien, me puse en contacto con Astorre Viola según lo acordado. Firmó los papeles confidenciales pero se negó a colaborar. No hará negocios con Portella y no venderá los bancos.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo el director—. Usted sabe lo importante que es este asunto. Si podemos acusar al banquero amparándonos en las leyes RICO, podremos conseguir que los bancos pasen al Estado. Y esos diez mil millones de dólares se podrían utilizar para la lucha contra el crimen. El Bureau se apuntaría un tanto extraordinario. Entonces podríamos dar por finalizada su relación con Portella. Ya no nos resulta útil. Kurt, nos encontramos en una situación muy delicada. Sólo mis subdirectores y yo conocemos su relación con Portella. Sabemos que usted está a sueldo suyo y que él le cree su aliado. Su vida podría correr peligro.
—No se atrevería a causar el menor daño a un agente federal —dijo Cilke—. Está loco pero no tanto.
—Bien, Portella tiene que desaparecer en esta operación —dijo el director—. ¿Cuáles son sus planes?
—El tal Astorre no es tan ingenuo como todo el mundo dice —señaló Cilke—. Estoy investigando su pasado. Entretanto, les voy a pedir a los hijos de Aprile que lo desautoricen. Pero tengo ciertas dudas. ¿Podemos aplicar las leyes RICO a hechos que acontecieron hace diez años, basándonos en lo que ellos hagan ahora?
—Eso corresponde a nuestro fiscal general —contestó el director—. Nosotros sólo tenemos que introducir un pie en la puerta; después mil abogados llegarán hasta el fondo. Estoy completamente seguro de que encontraremos algo que los tribunales puedan aceptar.
—Esta cuenta secreta que tengo en las islas Caimán, en la que Portella ingresa dinero —dijo Cilke—. Creo que debería usted sacar algo para que él piense que lo estoy gastando.
—Ya, me encargaré de eso —dijo el director—. Debo decir que este Timmona Portella no es nada tacaño.
—Cree sinceramente que me he vendido a él —dijo Cilke, sonriendo.
—Tenga cuidado —dijo el director—. No les dé motivos para pensar que podría ser un auténtico aliado y cómplice del crimen.
—Comprendo —dijo Cilke, y pensó: «Es muy fácil decirlo.»
—Y no corra riesgos innecesarios —añadió el director—. Recuerde que la gente de la droga de Sicilia y América del Sur está en conexión con Portella y es muy temeraria.
—¿Tengo que mantenerle informado día a día, verbalmente o por escrito? —preguntó Cilke.
—Ninguna de las dos cosas. Tengo confianza absoluta en su integridad. Y además no quiero verme obligado a mentir ante ningún comité del Congreso. Para convertirse en uno de mis subdirectores, tendrá usted que resolver todas estas cuestiones.
El director lo miró con expresión expectante.
Kurt Cilke no se atrevía ni a pensar en presencia del director, un hombre capaz de leerle los pensamientos. Pero aun así no pudo reprimir una chispa de rebeldía. ¿Quién demonios se creía que era el director? ¿La Unión Americana de las Libertades Civiles? Con sus memorándums, en los que subrayaba que la Mafia no era italiana, los árabes no eran terroristas y los negros no eran los delincuentes por antonomasia. ¿Quién coño creía él que cometía los delitos callejeros?
Pero Cilke se limitó a decir en tono pausado:
—Señor, si quiere usted que presente la dimisión, ya he acumulado los suficientes años de servicio como para que me corresponda la jubilación anticipada.
—No —dijo el director—. Conteste a mi pregunta. ¿Puede aclarar todas sus relaciones?
—Ya le he facilitado al Burean los nombres de todos los confidentes. Los atajos son una cuestión de interpretación. Mi amistad con la policía local es una simple operación de relaciones públicas en nombre del Bureau.
—Sus resultados son la demostración de su trabajo. Probemos un año más. Sigamos adelante. —El director hizo una pausa y lanzó un suspiro. Después preguntó, casi con impaciencia—: ¿Cree usted que tenemos suficiente material sobre las empresas tabaqueras para poder acusar a sus ejecutivos de perjurio?
—Seguramente sí —contestó Cilke, sin saber por qué razón el director le hacía aquella pregunta. Tenía todos los datos.
—Pero podrían aducir que ésas son sus creencias personales —dijo el director—. Algunas encuestas indican que la mitad de los ciudadanos norteamericanos están de acuerdo con ellos.
—Eso no tiene nada que ver con el caso. La gente de las encuestas no cometió perjurio en su declaración ante el Congreso. Tenemos cintas y documentos internos que demuestran que los ejecutivos mintieron a sabiendas, que se confabularon.
—Tiene usted razón —dijo el director con un suspiro—. Pero el fiscal general concertó un acuerdo. Nada de enjuiciamientos ni de encarcelamientos. Pagarán multas de centenares de miles de millones de dólares. Por consiguiente, cierre la investigación. Se nos ha escapado de las manos.
—Muy bien, señor —dijo Cilke—. Podré utilizar la mano de obra sobrante para otras cosas.
—Eso está muy bien —dijo el director—. Le voy a hacer todavía más feliz. Ese envío ilegal de tecnología a China es una cuestión muy importante.
—No hay ninguna alternativa —dijo Cilke—. Las empresas quebrantaron a sabiendas una ley federal sobre beneficios económicos y pusieron en peligro la seguridad de Estados Unidos. Los directores de dichas empresas maquinaron deliberadamente.
—Tenemos material contra ellos, pero usted sabe que eso que se llama asociación para delinquir es un cajón de sastre. Todo el mundo se asocia. Sin embargo, este caso también lo puede cerrar y así ahorrará mano de obra.
Cilke preguntó con incredulidad:
—Señor, ¿me está usted diciendo que en eso también se ha llegado a un acuerdo?
El director se reclinó en su asiento y frunció el entrecejo ante la tácita insolencia de Cilke, pero decidió ser indulgente.
—Cilke, usted es el mejor agente de campaña del Bureau, pero no tiene el menor sentido político. Escúcheme bien y no lo olvide: usted no puede enviar a seis supermillonarios a la cárcel. Eso no es posible en una democracia.
—¿Conque es eso? —preguntó Cilke.
—Las sanciones económicas serán muy elevadas —dijo el director—. Ahora pasemos a otras cosas, una de ellas muy reservada. Vamos a intercambiar a un prisionero federal por uno de nuestros confidentes, retenido como rehén en Colombia, y que nos es muy valioso en nuestra guerra contra el narcotráfico. Se trata de un caso con el que usted está muy familiarizado. Hace cuatro años, un narcotraficante tomó cinco rehenes, una mujer y cuatro niños. Los mató a todos y también a uno de nuestros agentes. El narcotraficante fue condenado a cadena perpetua sin posibilidad de conseguir la libertad condicional. Recuerdo que usted se mostró radicalmente partidario de la pena de muerte. Ahora lo vamos a soltar y sé que usted no estará muy contento. Recuerde que todo eso es secreto, pero probablemente los periódicos lo desenterrarán y se armará un enorme revuelo. Usted y su oficina no harán jamás el menor comentario. ¿Está claro?
—No podemos permitir que alguien mate a nuestros agentes y se vaya de rositas —dijo Cilke.
—Su actitud no es aceptable en un agente federal —dijo el director.
Cilke procuró disimular su indignación.
—En tal caso, todos nuestros agentes correrán peligro —dijo—. Eso es lo que ocurre en las calles. El agente murió cuando estaba intentando salvar a los rehenes. Fue una ejecución a sangre fría. La puesta en libertad del asesino es un insulto a la vida de aquel agente.
—En el Bureau no cabe la mentalidad de la venganza —dijo el director—. En caso contrario, no seríamos mejor que ellos. Bueno, y ahora dígame qué sabe de aquellos científicos que emigraron a América del Sur.
Cilke se dio cuenta en aquel momento de que ya no se podía fiar del director.
—Nada nuevo —mintió.
A partir de aquel momento había decidido no participar en los compromisos políticos de la agencia. Actuaría por su cuenta.
—Bien, ahora que dispone de mucha mano de obra, siga trabajando en ello —dijo el director—. Y cuando atrape a Timmona Portella, lo mandaré llamar aquí arriba y lo nombraré para una de mis tres subdirecciones.
—Se lo agradezco —dijo Cilke—. Pero he decidido que cuando atrape a Portella pediré el retiro.
El director lanzó un profundo suspiro.
—Reconsidere su decisión. Sé que todos estos pactos le deben de doler mucho, pero recuerde una cosa. El Bureau no sólo es el encargado de proteger a la sociedad contra los que infringen la ley sino que algunas veces tenemos que emprender ciertas acciones que, a la larga, serán beneficiosas para nuestra sociedad en su conjunto.
—Lo recuerdo de la escuela —dijo Cilke—. El fin justifica los medios.
El director se encogió de hombros.
—A veces. En cualquier caso, le ruego que reconsidere su decisión. Voy a incluir una carta de recomendación en su expediente. Tanto si se queda como si se va, recibirá una medalla del presidente de Estados Unidos.
—Se lo agradezco, señor —dijo Cilke.
El director le estrechó la mano y lo acompañó a la puerta. Pero aún tenía otra pregunta, que hacerle.
—¿Qué ocurrió con el caso Aprile? Han pasado meses y todavía no se ha hecho nada.
—Eso corresponde al Departamento de Policía de Nueva York, no es asunto nuestro —contestó Cilke—. Como es natural, le eché un vistazo. Hasta ahora no se ha descubierto el móvil. No hay ninguna clave. No creo que haya muchas posibilidades de resolverlo.
Aquella noche Cilke cenó con Bill Boxton.
—Buena noticia —le dijo—. Los casos del tabaco y el envio ilegal de tecnología a China se han cerrado. El fiscal general pedirá sanciones económicas en lugar de condenas penales. Eso nos deja libre mucha mano de obra.
—¡No jodas! —exclamó Boxton—. Yo siempre creí que el director era un hombre serio y honrado. ¿Presentará la dimisión?
—Hay hombres honrados y hay hombres honrados con pequeñas desportilladuras en los bordes —dijo Cilke.
—¿Alguna otra cosa? —preguntó Boxton.
—Cuando consiga atrapar a Portella, me nombrarán subdirector. Garantizado. Pero para entonces yo ya me habré retirado.
—Ya —dijo Boxton—. Pues a ver si me recomiendas a mí para el puesto.
—No tienes ninguna posibilidad —dijo Cilke, echándose a reír—. El director sabe que sueltas muchos tacos.
—Mierda —dijo Boxton con fingida decepción—. ¿O será mejor que me cague en la leche?
A la noche siguiente, Cilke regresó andando a casa desde la estación. Su mujer se había ido con su hija a pasar una semana con los abuelos maternos, que vivían en Florida, y a él le fastidiaba tomar un taxi. Le sorprendió no oír ladrar a los perros cuando subió por el camino de la entrada. Los llamó pero no aparecieron. Estarían dando una vuelta por los alrededores o por el bosque. Echaba de menos a su familia, sobre todo a la hora de las comidas. Había comido solo o con otros agentes en demasiadas ciudades de Estados Unidos, siempre alerta a cualquier clase de peligro.
Se preparó una comida sencilla, tal como su mujer le había enseñado: un poco de verdura, una ensalada y un pequeño bistec. Nada de café sino una copita de brandy. Después subió a ducharse y a llamar a su mujer antes de acostarse y pasar un rato leyendo en la cama. Le encantaban los libros, y siempre le molestaba que muchas novelas de detectives presentaran a los agentes del FBI como auténticos malvados. ¿Qué sabrían ellos?
Cuando abrió la puerta del dormitorio, aspiró inmediatamente el olor de la sangre y todo su cerebro se convirtió en un caótico y turbulento revoltijo mientras se sentía súbitamente asaltado por todos los temores ocultos de su vida. Los dos pastores alemanes yacían sobre la cama de matrimonio. Su pelaje marrón y blanco estaba manchado de rojo, tenían las patas atadas y los hocicos envueltos en gasa. Les habían arrancado los corazones, que ahora descansaban sobre sus vientres.
Con un tremendo esfuerzo consiguió reordenar su mente. Telefoneó instintivamente a su mujer para cerciorarse de que estaba bien. No le dijo nada. Después llamó al oficial de guardia del FBI, solicitando un equipo forense especial y una brigada de limpieza. Tendrían que retirar toda la ropa de la cama, el colchón y la alfombra del suelo. No notificó lo ocurrido a las autoridades locales.
Cuando los equipos del FBI se retiraron, seis horas más tarde, escribió un informe para el director. Se llenó una buena copa de brandy y trató de analizar la situación.
Por un instante consideró la posibilidad de mentirle a su mujer y decirle que los perros se habían escapado. Pero no podría explicarle la desaparición de la ropa de la cama y la alfombra. Y además sería injusto con ella. Su mujer tenía que tomar una decisión. Pero por encima de todo, ella jamás le perdonaría que le mintiera.
Tendría que decirle la verdad cuando regresara.
Al día siguiente del descubrimiento de los perros muertos, Cilke voló primero a Washington para hablar con el director y después bajó a Florida, donde su mujer y su hija se estaban tomando unos días de vacaciones con los abuelos.
Después del almuerzo, salió con Georgette a dar un largo paseo por la playa. Mientras contemplaban el tenue resplandor de las azules aguas, le reveló que alguien había matado a los perros y le explicó que era una antigua advertencia de la Mafia siciliana que se utilizaba para intimidar.
—Según los periódicos —dijo Georgette en tono pensativo—, tú libraste a este país de la Mafia.
—Más o menos —dijo Cilke—. Quedan algunas organizaciones de narcotráfico y estoy casi seguro de quién ha sido.
—Pobres perros —dijo Georgette—. ¿Cómo puede haber personas tan crueles? ¿Has hablado con el director?
Cilke se sintió un poco molesto de que ella estuviera preocupada sobre todo por los perros.
—El director me ha dado a elegir entre tres alternativas —dijo—. Primera, que dimita del Bureau y me busque otra cosa. La he rechazado. Segunda, que traslade a mi familia a otro lugar bajo la protección del FBI hasta que termine la investigación del caso. Y tercera, que tú permanezcas en la casa como si nada hubiera ocurrido. Dispondríamos de un equipo de seguridad que nos protegería las veinticuatro horas del día. Una agente viviría en la casa contigo, y dos guardaespaldas te protegerían fueras donde fueras. Y lo mismo harían con nuestra hija. Se establecerían controles de seguridad alrededor de la casa, provistos de los más modernos y sofisticados dispositivos de alarma. ¿Qué te parece? Dentro de seis meses, todo eso habrá terminado.
—¿Crees que ha sido una bravata? —preguntó Georgette.
—Sí —contestó Kurt Cilke—. No se atreven a hacer daño a un agente federal ni a su familia. Sería un suicidio.
Georgette contemplo las serenas y azules aguas de la bahía y entrelazó las manos con más fuerza.
—Me quedo —dijo—. Te echaría demasiado de menos y se que tú no abandonarás este caso. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que terminarás en seis meses?
—Estoy seguro —dijo Cilke.
Georgette sacudió la cabeza.
—No me gusta que estés tan seguro. Por favor, no hagas ninguna locura. Y quiero que me prometas una cosa, que cuando termine este caso te retirarás del Bureau. Monta un bufete de abogados o dedicate a la enseñanza. Yo no puedo vivir de esta manera el resto de mi vida.
Hablaba tremendamente en serio.
La frase que más indeleblemente se había grabado en la cabeza de Cilke era la de que ella le echaría demasiado de menos. Y una vez más volvió a preguntarse cómo era posible que una rnujer como ella amara a un hombre como él. Pero ya sabía que algún día ella le haría aquella petición.
—Te lo prometo —dijo, lanzando un suspiro.
Siguieron paseando por la playa y después se sentaron en una pequeña zona verde que los protegía del sol. La fresca brisa de la bahia alborotó el cabello de su mujer, dándole un aire juvenil y despreocupado. Cilke sabía que no podría romper la promesa que le había hecho. Admiró su astucia al haber sabido arrancarle la promesa en el momento más propicio, cuando ella corría peligro permaneciendo a su lado. A fin de cuentas, ¿a quién le interesa ser amado por una mujer estúpida? Pero el agente Cilke sabía también que su mujer se horrorizaría y se sentiría humillada si supiera lo que él estaba pensando de ella. Lo más probable era que su astucia hubiera sido honesta. ¿Quién era el para juzgarla? Ella jamás le había juzgado a él, nunca había sospechado de su astucia no tan honesta.