4

Astorre se pasó los cinco meses siguientes a la muerte del Don hablando con algunos de sus antiguos socios, ya retirados, tomando medidas para proteger de cualquier daño a los hijos del Don e investigando las circunstancias de su asesinato. Necesitaba sobre todo descubrir la razón de un acto tan audaz, y monstruoso. ¿Quién había podido ordenar que mataran al gran Don Aprile? Sabía que tenía que andarse con mucho cuidado.

Astorre mantuvo su primer encuentro con Benito Craxxi en Chicago.

Craxxi se había retirado de todos los negocios ilegales diez años antes que el Don. El hombre había sido nada menos que el gran consigliere de la Comisión Nacional de la Mafia y tenía un profundo conocimiento de las estructuras de todas las Familias de Estados Unidos. Había sido el primero en detectar la pérdida de poder de las grandes Familias y había previsto su declive. Por eso se había retirado prudentemente y había dedicado sus esfuerzos al mercado bursátil, donde tuvo la grata sorpresa de descubrir que podía robar tanto dinero como antes sin correr el menor riesgo de castigo legal. El Don le había facilitado a Astorre el nombre de Craxxi, explicándole que éste sería uno de los hombres con quienes debería consultar en caso necesario.

A sus setenta años de edad, Craxxi vivía con dos guardaespaldas, un chófer y una joven italiana que le servía de cocinera, ama de llaves y, según rumores, compañera sexual. Gozaba de perfecta salud pues llevaba una vida de moderación, comía frugalmente y sólo bebía vino de vez en cuando. Para desayunar, un cuenco de fruta y queso, para el almuerzo, una tortilla o una sopa vegetal, sobre todo alubias y escarola; para la cena, una simple chuleta de buey o de cordero y una buena ensalada de cebolla, tomate y lechuga. Fumaba sólo un cigarro al día inmediatamente después de la cena, con el café y el anisete. Gastaba el dinero con prudencia, y tenía mucho cuidado a la hora de dar consejos, pues a un hombre que da un consejo equivocado se le odia tanto como a un enemigo.

Con Astorre en cambio era generoso, pues Craxxi era uno de los muchos hombres que estaban en deuda con Don Aprile. El Don lo había protegido cuando se había retirado, un gesto siempre peligroso en los negocios.

Ambos se habían reunido para un desayuno de trabajo.

Había varios cuencos de fruta: relucientes peras amarillas, rojas manzanas, un cuenco de fresones casi tan grandes como limones, uva blanca y cerezas de un rojo oscuro. Un enorme trozo de queso descansaba sobre una tabla de madera como si fuera una raja de una dorada roca. El ama de llaves les sirvió café y anisete y se retiró.

—Bueno, muchacho —dijo Craxxi—. Tú eres el guardián que ha elegido Don Aprile.

—Sí —dijo Astorre.

—Sé que te adiestró para esta tarea —dijo Craxxi—. Mi viejo amigo siempre fue muy previsor. Lo consultamos. Sé que estás muy bien preparado. Pero la pregunta sigue en pie, ¿deseas hacerlo?

La sonrisa de Astorre era cautivadora y su semblante sincero.

—El Don me salvó la vida y me dio todo lo que tengo —contestó—. Soy como él me hizo. Y juré proteger a la familia. Si a Nicole no la convierten en socia del bufete de abogados, si la cadena de televisión de Marcantonio fracasa, si algo le ocurre a Valerius, les seguirán quedando los bancos. He vivido una existencia muy feliz. Y lamento la causa por la que ahora tengo que cumplir esta misión. Pero le di mi palabra al Don y tengo que cumplirla. Si no lo hiciera, ¿en qué podría creer durante el resto de mi vida?

Pasaron fugazmente por su mente algunos momentos de su infancia, momentos de inmensa felicidad que agradecía profundamente. Escenas de su infancia en Sicilia con su tío, recorriendo vastas zonas montañosas mientras escuchaba las historias que el Don le contaba. Después empezó a soñar con una época distinta en la que los hombres grandes y poderosos sirvieran a la justicia, apreciaran la lealtad y llevaran a cabo memorables acciones. Y en aquel momento echaba de menos tanto al Don como a Sicilia.

—Bien —dijo Benito Craxxi, interrumpiendo el ensueño de Astorre y devolviéndolo al presente—. Tú estuviste presente en la escena. Descríbemelo todo.

Astorre así lo hizo.

—¿Y estás seguro de que los dos tipos que dispararon eran zurdos? —preguntó Craxxí.

—Uno de ellos desde luego, y el otro probablemente también —contestó Astorre.

Craxxi asintió muy despacio con la cabeza y pareció perderse en sus pensamientos. Tras una prolongada pausa, miró directamente a los ojos a Astorre y le dijo:

—Creo saber quiénes fueron, pero no nos precipitemos.

Es más importante saber quién los contrató y por qué. He reflexionado mucho sobre esta cuestión. El sospechoso más probable es Timmona Portella. Pero ¿por qué razones y para complacer a quién? Cierto que Tímmona siempre ha sido muy temerario. Pero el asesinato de Don Aprile era una empresa muy arriesgada, y hasta Portella temía al Don, tanto sí estaba retirado como sí no.

»Ahora te digo quiénes creo yo que son los asesinos. Unos hermanos que viven en Los Ángeles y que están considerados los hombres más cualificados del país. No hablan jamás. Pocas personas saben que son gemelos. Y ambos son zurdos. Son valientes, son unos luchadores natos; el riesgo los debió de atraer, y la recompensa habrá sido muy elevada. Además les habrán dado muchas garantías de que las autoridades no investigarán el caso con demasiado interés. Me parece muy raro que no hubiera ningún agente de policía o alguna vigilancia federal en la ceremonia de confirmación en la catedral. A fin de cuentas. Don Aprile seguía siendo un objetivo del FBI a pesar de haberse retirado.

»Pero ten en cuenta que todo lo que he dicho es pura teoría. Tendrás que investigarlo. Y después, si estoy en lo cierto, deberás atacar con toda tu fuerza.

—Otra cosa —dijo Astorre—. ¿Corren peligro los hijos del Don?

Craxxi se encogió de hombros. Estaba pelando cuidadosamente una dorada pera.

—No lo sé —contestó—. Pero no te avergüences de pedirles ayuda. Tú también corres cierto peligro, sin duda alguna. Ahora te haré una sugerencia final. Manda llamar a ese tal Pryor de Londres para que dirija tus bancos. Es un hombre muy cualificado en todos los sentidos.

—¿Y Bianco en Sicilia? —preguntó Astorre.

—A ése déjalo allí —contestó Craxxi—. Cuando hayas adelantado un poco más en el asunto, volveremos a reunirnos.

Craxxi vertió un poco de anisete en el café de Astorre. El joven lanzó un suspiro.

—Qué extraño me parece —dijo—. Jamás imaginé que tendría que actuar por el Don, por el gran Don Aprile.

—En fin —dijo Craxxi—. La vida es muy dura y cruel para los jóvenes.

Valerius se había pasado veinte años en el mundo del espionaje militar y no vivía en un mundo de ficción como su hermano Marcantonio. Pareció adelantarse a todo lo que dijo Astorre y no se sorprendió.

—Necesito tu ayuda —le dijo Astorre—. Tal vez tengas que quebrantar algunas de tus estrictas normas de conducta.

—Ya era hora de que nos enseñaras tu verdadero carácter —replicó Valerius secamente—. Me estaba preguntando cuánto tardarías.

—No sé qué quieres decir —dijo Astorre, un poco sorprendido de su reacción—. Creo que la muerte de vuestro padre fue una conspiración en la que están implicados la policía de Nueva York y el FBI. A lo mejor crees que son figuraciones mías, pero es lo que yo he oído decir.

—Es posible —dijo Valerius—, pero en mi trabajo de aquí no tengo acceso a documentos secretos.

—No obstante debes de tener amigos —dijo Astorre—. En los servicios de espionaje. Puedes hacerles ciertas preguntas.

—No hace falta que les haga preguntas —replicó Valerius sonriendo—. Chismorrean como porteras. Todo eso de la «necesidad de saber» es una tontería. ¿Tienes alguna idea de lo que buscas?

—Cualquier información sobre los asesinos de vuestro padre —contestó Astorre.

Valerius se reclinó en su asiento, dando unas caladas a su puro, su único vicio.

—No me vengas con idioteces, Astorre —dijo Valerius—. Te voy a decir una cosa. Yo hice un análisis. Pudo ser un acto de represalia o venganza del mundo del hampa, Y se me ocurrió pensar que tú controlarás los bancos. El viejo siempre tuvo un plan, y te convirtió en el encargado del cambio de agujas de la familia. ¿Qué se sigue de eso? Pues que tú estás preparado, que tú eras el agente que debería activarse sólo en un determinado momento decisivo del futuro. Hay una brecha de diez años en tu vida, y tu tapadera es tan fabulosa que casi parece increíble: un cantante aficionado, un amante de la equitación. Y este collar de oro que siempre llevas resulta un poco sospechoso. —Valerius hizo una pausa, respiró hondo y añadió—: ¿Qué te parece mi análisis?

—Muy bueno —contestó Astorre—. Espero que te lo hayas guardado para ti solo.

—Por supuesto que sí —dijo Valerius—. Pero después se sigue también que eres un hombre peligroso. De lo cual se desprende que vas a emprender una acción extremadamente drástica. Pero te voy a dar un consejo. Tu tapadera es muy frágil y no tardará en descubrirse. En cuanto a mi ayuda, te diré que llevo una vida muy satisfactoria y soy contrario a todo lo que yo creo que eres. Por consiguiente, de momento mi respuesta es no. No te ayudaré. Si cambian las cosas, me pondré en contacto contigo.

Salió una mujer para acompañar a Astorre al despacho de Nicole. Nicole le dio un beso y un abrazo. Le seguía teniendo cariño y su idilio adolescente con él no le había dejado amargas cicatrices.

—Tengo que hablar contigo en privado —le dijo Astorre.

Nicole se volvió hacia la mujer que también era su guardaespaldas.

—Helene, ¿puedes dejarnos solos? Estoy a salvo con él.

Helene dirigió a Astorre una larga mirada. Quería que su imagen quedara grabada en su conciencia y lo consiguió. Como Cilke, Astorre observó también la gran seguridad con que se movía. Era la seguridad propia de las personas que llevan un arma oculta, una seguridad semejante a la del jugador de cartas que guarda un as en la manga. Astorre se preguntó dónde podía tenerla escondida.

Los ajustados pantalones y la chaqueta moldeaban su soberbia figura; el arma se hubiera notado. Entonces vio una abertura en la parte inferior de la pernera del pantalón. Llevaba una funda de pistola en el tobillo, lo cual no era demasiado inteligente que digamos. Le dirigió una sonrisa mientras se retiraba, echando mano de sus dotes de seductor. Ella lo miró con semblante inexpresivo.

—¿Quién la contrató? —preguntó Astorre.

—Mí padre —contestó Nicole—. Y ha dado muy buen resultado. Te sorprenderías si vieras cómo trata a los atracadores y a los pretendientes.

—No me cabe la menor duda —dijo Astorre—. ¿Ya has conseguido el expediente del FBI sobre el viejo?

—Sí —contestó Nicole—. Y es la lista de acusaciones más horrible que he leído en mi vida. Sencillamente, no me lo creo y ellos jamás han podido demostrar nada.

Astorre sabía que al Don le habría gustado que negara la verdad.

—¿Me puedes dejar el expediente un par de días? —preguntó.

Nicole le dirigió una fría mirada de abogada.

—No creo que tengas que verlo en este momento. Quiero redactar un análisis sobre él, subrayar lo que es importante y dártelo después. En realidad, no hay nada que te pueda servir.

Creo que ni tú ni mis hermanos deberíais verlo.

Astorre la miró con aire pensativo y después sonrió.

—¿Tan terrible es?

—Déjame estudiarlo —dijo Nicole—. Los del FBI son unos cerdos.

—Cualquier cosa que tú digas me parecerá bien —dijo Astorre—. Pero recuerda que es un asunto peligroso. Cuídate mucho.

—Lo haré —dijo Nicole—. Tengo a Helene.

—Si me necesitas, ya sabes dónde estoy —dijo Astorre, apoyando la mano en su brazo para tranquilizarla. Ella lo miró con tanto anhelo que le hizo sentirse incómodo—. Llama sin más…

Nicole sonrió.

—Lo haré —dijo—. Pero estoy bien. Te lo aseguro.

En realidad estaba esperando con ansia su velada con un encantador diplomático tremendamente atractivo.

Marcantonio Aprile estaba reunido en la complicada suite de su despacho, en la que destacaba una llamativa hilera de seis pantallas de televisión, con Richard Harrison, el director de la más poderosa agencia de publicidad de Nueva York. Se trataba de un alto y aristocrático personaje, impecablemente vestido. Parecía un ex modelo, pero tenía toda la fuerza de un paracaidista.

Harrison sostenía sobre las rodillas un pequeño estuche de cintas de vídeo. Con absoluta seguridad y sin pedir permiso, se acercó a un televisor e insertó una de ellas.

—Fíjate en eso —dijo—. No es uno de mis clientes, pero me parece tan asombroso como si lo fuera.

Se trataba del anuncio de una pizza americana cuyo vendedor era Mijail Gorbachov, el ex primer ministro de la Unión Soviética. Gorbachov vendía con serena dignidad y sin decir ni una sola palabra, ofreciéndoles trozos de pizza a sus nietos mientras la muchedumbre manifestaba a gritos su admiración.

Marcantonio miró sonriendo a Harrison.

—Una victoria para el mundo libre —dijo—. Bueno, ¿y qué?

—El ex dirigente de la Unión Soviética anda haciendo el payaso por ahí en un anuncio de una empresa de pizzas norteamericana. ¿No te parece asombroso? Y tengo entendido que sólo le han pagado medio millón de dólares.

—De acuerdo —dijo Marcantonio—. Pero ¿por qué?

—¿Por qué hace alguien algo tan humillante? Pues porque necesita desesperadamente dinero.

De repente Marcantonio pensó en su padre, Don Aprile.

El Don habría despreciado profundamente a un hombre que, habiendo gobernado un gran país, no hubiera sido capaz de garantizarle la seguridad económica a su familia. Don Aprile lo hubiera considerado el más necio de los hombres.

—Una buena lección de historia y de psicología humana —dijo Marcantonio—. Pero, repito, ¿y qué?

Harrison dio unas palmadas al estuche de las cintas.

—Tengo otras y preveo más resistencia por tu parte. Éstas son un poco más delicadas. Tú y yo llevamos mucho tiempo haciendo negocios juntos. Quiero tener la certeza de que estos anuncios saldrán en tu cadena. Lo demás se dará por añadidura.

—No lo comprendo —dijo Marcantonio.

Harríson insertó otro vídeo y se lo explicó:

—Hemos adquirido los derechos para utilizar a personajes ya fallecidos en nuestras cintas. Es una lástima que los difuntos famosos dejen de ejercer una función en nuestra sociedad. Queremos modificar esta situación y devolverles su antigua gloria.

La cinta empezó a pasar. Se veía toda una serie de instantáneas de la Madre Teresa de Calcuta atendiendo a los pobres y a los enfermos de Bombay mientras su hábito cubría a los moribundos. En otra instantánea se la veía recibiendo el Premio Nobel de la Paz, con su feo rostro resplandeciente de felicidad y de conmovedora y santa humildad. En otra instantánea repartía cucharadas de sopa de un recipiente de gran tamaño entre los pobres de las calles de Bombay.

De repente, la imagen se inundaba de color. Un hombre ricamente vestido se acercaba al recipiente con un cuenco vacío y le decía a una bella y hermosa Joven: «¿Me puede dar un poco de sopa? Tengo entendido que es maravillosa.» La Joven, con una radiante sonrisa en los labios, le echaba unas cuantas cucharadas de sopa en el cuenco. El se la bebía extasiado.

La imagen se iba desvaneciendo gradualmente hasta aparecer un supermercado y todo un estante de latas de sopa de la marca Bombay. Una voz en off proclamaba: «Sopa Bombay da la vida a los pobres y a los ricos por igual. Todo el mundo puede permitirse el lujo de saborear las veinte variedades de deliciosa sopa. Recetas origínales de la Madre Teresa.»

—Creo que ésta se ha hecho con bástame buen gusto —dijo Harrison.

Marcantonio arqueó las cejas.

Harrison insertó otra cinta. Apareció una esplendorosa imagen de la princesa Diana vestida de novia. Después otras imágenes suyas en la soberbia catedral. A continuación, bailando con el príncipe, rodeada de su séquito real, todo en frenético movimiento.

Una voz en off entonaba: «Todas las princesas se merecen un príncipe. Pero esta princesa tenía un secreto.» Una joven modelo sostiene en alto un elegante frasco de perfume de cristal, con la etiqueta claramente visible. Se rocía el cuello con él. La voz en off añade: «Con un pequeño toque de perfume Princess, usted también podrá cautivar a su príncipe, y jamás se tendrá que preocupar por el olor vaginal.»

Marcantonio pulsó un botón de su escritorio y la pantalla se apagó.

—Espera —dijo Harrison—, tengo más…

Marcantonio sacudió la cabeza.

—Richard, eres sorprendentemente ingenioso… e insensible. Estos anuncios Jamás aparecerán en mi cadena.

—Pero piensa que una parte de los beneficios se destinará a obras de caridad —protestó Harrison—, y creo que están hechos con buen gusto. Yo esperaba que tú fueras el pionero.

A fin de cuentas, somos buenos amigos.

—Por supuesto que sí —dijo Marcantonio—. Pero la respuesta sigue siendo no.

Harrison sacudió la cabeza y guardó lentamente los videocaseteos en el estuche.

—Por cierto —preguntó sonriendo Marcantonio—, ¿qué tal fue el anuncio de Gorbachov?

Harrison se encogió de hombros.

—Fatal. El pobre no consiguió vender ni una sola pizza.

Marcantonio terminó otras tareas que tenía pendientes y se preparó para sus obligaciones nocturnas. Aquella noche tenía que asistir a la entrega de premios Emmy de televisión. Su cadena había reservado tres grandes mesas para sus ejecutivos y estrellas.

Su despacho disponía de una suite con dormitorio, cuarto de baño y ducha, y un armario lleno de ropa. Muchas veces pasaba allí la noche, cuando tenía que trabajar hasta muy tarde.

Durante la ceremonia, algunos de sus ganadores comentaron que él había contribuido a su éxito, lo cual siempre era agradable. Mientras daba palmadas y besaba mejillas, pensó en todas las galas y cenas de entrega de premios a las que había tenido que asistir a lo largo del año: los Osear, los premios People’s Cholee, los homenajes de la AFI y otros premios especiales a los astros, productores y directores veteranos. Se sentía algo así como un maestro que concedía premios a los deberes de unos alumnos de primaria que después regresarían corriendo a casa para enseñarles a sus madres las notas. Se avergonzó momentáneamente de su cinismo: aquella gente se merecía los galardones, necesitaba la aprobación de los demás tanto como el dinero.

Se divirtió observando a la gente de las otras mesas que se levantaban y se reunían para conversar una vez finalizado el acto. Algunos actores de escasos méritos trataban de llamar la atención de las personas que, como él, tenían influencia. Unos periodistas independientes estaban cortejando a la directora de una famosa revista. Marcantonio contempló el cansancio de su rostro, la cuidadosa y fría cordialidad de aquella Penélope a la espera de un pretendiente más célebre.

Vio a los grandes presentadores, a los pesos pesados del sector, a los hombres y mujeres dotados de inteligencia, carisma y talento, enfrentados con el exquisito dilema de cortejar a los astros a los que deseaban entrevistar mientras apartaban de su lado a los astros menores que todavía no eran suficientemente importantes.

Los actores más famosos rebosaban de esperanza y deseo.

Ya habían alcanzado el éxito suficiente como para efectuar el salto desde la televisión a las pantallas cinematográficas y jamás regresar. O eso pensaban ellos.

Al final, Marcantonio no pudo más. Las constantes sonrisas de entusiasmo, el cordial tono de voz que tenía que utilizar con los perdedores, la nota de exuberante júbilo que dedicaba a los ganadores, lo habían dejado exhausto. Su acompañante de la velada era una conocida presentadora de telediario llamada Matilda Johnson.

—¿Vas a ir esta noche a mi casa? —le preguntó ésta en un susurro.

—Estoy cansado —contestó Marcantonio—. Ha sido un día muy duro y una noche muy dura.

—No importa —dijo la presentadora con amabilidad. Ambos tenían unos horarios muy apretados—. Me quedaré una semana en la ciudad.

Eran buenos amigos porque no necesitaban aprovecharse el uno del otro. Matilda se sentía segura. No necesitaba a un mentor ni un protector.

Marcantonio jamás intervenía en las negociaciones con los actores o los presentadores de talento; esa tarea correspondía al director de Asuntos Comerciales. La vida que éstos llevaban no les permitía casarse. Matilda viajaba mucho y trabajaba dieciocho horas al día. Pero ambos eran amigos y a veces pasaban la noche juntos. Hacían el amor, se contaban chismes del sector y aparecían juntos en algunos actos sociales. Y se daba por descontado que la suya era una relación secundaria.

Las pocas veces que Matilda se volvía a enamorar de un hombre, quedaban interrumpidas las noches con Marcantonio. Marcantonio jamás se enamoraba, y por tanto eso no le suponía ningún problema.

Aquella noche estaba un poco cansado del mundo en el que vivía, por lo que casi se alegró de ver a Astorre Viola, esperándole en el vestíbulo de su edificio de apartamentos.

—Cuánto me alegro de verte —le dijo—. ¿Dónde te habías metido?

—He estado ocupado —contestó Astorre—. ¿Puedo subir a tomar una copa?

—Faltaría más —dijo Marcantonio—. Pero ¿por qué sin avisar? ¿Por qué no has llamado? Te podías haber pasado horas y horas en este vestíbulo. He tenido que asistir a una fiesta.

—No te preocupes —dijo Astorre.

Había mantenido a su primo bajo vigilancia toda la noche.

Una vez en el apartamento, Marcantonio sirvió dos copas.

Astorre parecía un poco incómodo.

—Tú puedes proponer proyectos en tu cadena, ¿verdad?

—Lo hago constantemente —contestó Marcantonio.

—Tengo uno para ti —dijo Astorre—. Guarda relación con el asesinato de vuestro padre.

—No —dijo Marcantonio. Era el célebre «no» que utilizaba en su profesión y que impedía a su interlocutor seguir insistiendo. Pero Astorre no pareció amilanarse.

—No me digas que no de esta manera. No he venido a venderte nada. Es algo relacionado con la seguridad de tu hermana y de tu hermano. Y contigo. Y conmigo… —añadió, esbozando una radiante sonrisa.

—Cuéntame —dijo Marcantonio.

Estaba viendo a su primo bajo una luz totalmente distinta.

¿Sería posible que aquel vividor despreocupado pudiera hacer alguna vez algo de provecho?

—Quiero que hagas un documental sobre el FBI —dijo Astorre—. Concretamente sobre la manera en que Kurt Cílke consiguió destruir a casi todas las Familias de la Mafia. Tendría una enorme audiencia, ¿no crees?

Marcantonio asintió con la cabeza.

—¿Qué te propones? —preguntó.

—Yo no puedo obtener todos los datos sobre Cilke —dijo Astorre—. Sería demasiado peligroso intentarlo. Pero si tú haces un documental, ningún organismo del Gobierno se atreverá a pararte los pies. Podrás averiguar dónde vive, su curriculum, cómo actúa y qué lugar ocupa en la estructura de poder del FBI Necesito toda esta información.

—El FBI y Cilke jamás colaborarán —dijo Marcantonio—. Y eso dificultaría la realización del documental. Ahora no es como en los viejos tiempos en que Hoover era el director.

Ahora la gente nueva se anda con mucho cuidado.

—Tú puedes hacerlo —dijo Astorre—. Necesito que lo hagas. Tienes un ejército de productores y de reporteros de investigación. Necesito saber todo sobre él. Todo. Porque creo que puede formar parte de una gran conspiración contra vuestro padre y nuestra familia.

—Eso es una teoría totalmente descabellada —dijo Marcantonio.

—Es posible —dijo Astorre—. Puede que no sea verdad.

Pero yo sé que no ha sido un simple asesinato del mundo del hampa. Y que Cilke está llevando a cabo una extraña investigación, como si quisiera borrar las huellas en lugar de descubrirlas.

—Supongamos que te ayudo a obtener la información. ¿Qué puedes hacer?

Astorre extendió las manos, sonriendo.

—¿Qué puedo hacer? Quiero saber, simplemente. A lo mejor podré cerrar algún tipo de trato. Y tengo que echar un vistazo a los documentos. No haré ninguna copia. No te pondré en ningún compromiso.

Marcantonio lo miró fijamente. Su mente se estaba adaptando al hermoso y seductor rostro de Astorre.

—Astorre —le dijo en tono pensativo—, tengo una curiosidad. El viejo te ha dejado el control de los bancos a tí. ¿Por qué? Tú eres un importador de macarrones italianos. Siempre te consideré un excéntrico encantador, con tu chaqueta roja de montar y tu pequeño conjunto musical. Sin embargo, el viejo jamás se hubiera fiado del hombre que tú aparentas ser.

—Ya no me dedico a cantar —dijo Astorre, sonriendo—. Y apenas monto a caballo. El Don siempre tuvo muy buen ojo y confiaba en mí. Tú también deberías confiar. —Hizo una pausa, y después añadió con toda sinceridad—: Me eligió a mí para que sus hijos no tuvieran que soportar ninguna tensión. Me eligió a mí y me enseñó. Me quería, pero a mí se me podía sacrificar. Así de sencillo.

—¿Sabes devolver los golpes? —preguntó Marcantonio.

—Pues sí —contestó Astorre, reclinándose contra el respaldo del sofá y mirando con una sonrisa a su primo.

Era la sonrisa deliberadamente siniestra que un actor de televisión hubiera esbozado para dar a entender que era un personaje malvado, pero lo hizo con tal gracia que Marcantonio soltó una carcajada.

—¿Eso es lo único que tengo que hacer? ¿No tendré que ir más allá?

—Tú no estás preparado para ir más allá —dijo Astorre.

—¿Me concedes unos días para pensarlo? —preguntó Marcantonio.

—No —contestó Astorre—. Si dices que no, tendré que luchar yo solo contra ellos.

Marcantonio asintió con la cabeza.

—Te aprecio, Astorre, pero no puedo hacerlo. Es demasiado arriesgado.

La reunión con Kurt Cilke en el despacho de Nicole fue una sorpresa para Astorre. Cilke se presentó en compañía de su ayudante Bill Boxton e insistió en que Nicole participara en la reunión. También él fue directamente al grano.

—Según la información que tengo, Timmona Portella está intentando crear un fondo de mil millones de dólares en sus bancos. ¿Es eso cierto? —preguntó Cilke.

—Eso es una información privada —contestó Nicole—. ¿Por qué tendríamos que decírselo?

—Sé que ha hecho la misma oferta que le hizo a su padre, Don Aprile. Y que su padre rechazó.

—¿Y por qué le interesa todo eso al FBI? —preguntó Nicole en tono de «vete a la mierda».

Cilke no cayó en la trampa de enfadarse.

—Creemos que está lavando dinero procedente de la droga —le dijo Cilke a Astorre—. Queremos que usted colabore con Portella para que nosotros podamos seguir la operación.

Queremos que usted coloque en cargos de sus bancos a varios de nuestros contables. —Abrió una cartera de documentos—. Tengo aquí varios papeles que usted deberá firmar y que servirán para protegernos a los dos.

Nicole tomó los papeles y leyó rápidamente las dos páginas.

—No firmes —le advirtió a Astorre—. Los clientes de los bancos tienen derecho a que se proteja su intimidad. Si quieren investigar a Portella, necesitarán un mandamiento judicial.

Astorre tomó los papeles. Después de leerlos, miró con una sonrisa a Cilke.

—Me fío de usted —le dijo sonriendo mientras firmaba los papeles y se los devolvía.

—¿Cuál será el quid pro quo? —preguntó Nicole—. ¿Qué recibiremos a cambio de nuestra colaboración?

—Cumplir sus deberes de buenos ciudadanos —contestó Cilke—. Una carta de felicitación del presidente de la nación y la anulación de una auditoría de todos sus bancos que podría causarles muchos quebraderos de cabeza sí ustedes no lo tuvieran todo completamente en regla.

—¿Qué tal si nos facilitara alguna pequeña información sobre el asesinato de mi tío?

—Suelte la pregunta —contestó Cilke.

—¿Por qué no había vigilancia policial en la ceremonia de la confirmación? —preguntó Astorre.

—Eso lo decidió Paul Di Benedetto, el jefe de la Brigada de Investigación —contestó Cilke—. Y también su mano derecha, una mujer llamada Aspinella Washington.

—¿Y cómo es posible que no hubiera observadores del FBI? —preguntó Astorre.

—Lamento decirle que eso fue una decisión mía —contestó Cilke—. No lo creí necesario.

Astorre sacudió la cabeza.

—Me parece que no puedo aceptar su propuesta. Necesito unas cuantas semanas para pensarlo.

—Ya ha firmado usted los papeles —le recordó Cilke—. Ahora la información ya es reservada. Lo podríamos encausar si usted revelara esta conversación.

—¿Y por qué iba yo a hacer tal cosa? —replicó Astorre—. Simplemente no quiero colaborar en mis bancos ni con el FBI ni con Portella.

—Piénselo —dijo Cilke.

Cuando los dos representantes del FBI se hubieron retirado, Nicole se volvió enfurecida hacia Astorre.

—¿Cómo te has atrevido a vetar mi decisión y firmar esos papeles? Ha sido una estupidez.

Astorre la miró con rabia. Era la primera vez que ella lo veía enojado.

—Se siente seguro con ese papel que le he firmado —contestó Astorre—. Y así es como yo quiero que se sienta.