3

El asesinato de Don Raymonde Aprile constituyó un acontecimiento sorprendente para todos los miembros de su antiguo mundo. ¿Quién se habría atrevido a correr el riesgo de matar a un hombre semejante y con qué objeto? Ya había cedido su imperio, no había ningún reino que arrebatarle. Una vez muerto, no podría seguir dispensando sus generosas dádivas ni utilizar su influencia para ayudar a cualquiera que hubiera tenido mala suerte con la ley o el destino.

¿Y si hubiera sido una venganza largo tiempo aplazada? ¿Y si alguien tuviera algo oculto que ganar, algo que ahora saldría a la luz? También podía tratarse de algún asunto de faldas, desde luego, pero el Don llevaba más de veinte años viudo, jamás había sido visto con una mujer y no se le consideraba un admirador de la belleza femenina.

Por consiguiente, su asesinato no era sólo un misterio sino casi un sacrilegio. ¿Cómo era posible que hubieran matado de aquella manera a un hombre que había inspirado tanto temor y al que ni la ley ni los chacales habían causado jamás el menor daño durante los más de treinta años en que había permanecido al frente de su vasto imperio criminal? Y qué ironía tan cruel que sólo hubiera vivido tres breves años tras haber encontrado finalmente el camino de la rectitud y haberse colocado bajo la protección de la sociedad.

Los hijos del Don estaban por encima de toda sospecha.

Además, aquello había sido un trabajo profesional y ellos carecían de la experiencia necesaria.

Pero lo que todavía resultó más extraño fue la ausencia de una prolongada resonancia tras la muerte del Don. Los medios de difusión se olvidaron rápidamente de la historia, la policía se mostró reservada y el FBI la despachó como un simple asunto local. Era como si toda la fama y todo el poder de Don Aprile se hubieran desvanecido en el transcurso de sus escasos tres años de retiro.

El mundo del hampa no mostró el menor interés. No hubo asesinatos de represalia: todos los amigos del Don y sus antiguos y leales vasallos parecieron olvidarlo. Dio la impresión de que incluso los hijos del Don olvidaban el asunto y aceptaban el destino de su padre.

Nadie pareció preocuparse, excepto Kurt Cilke.

Kurt Cilke, agente del FBI responsable de la oficina de Nueva York, decidió intervenir en el caso, pese a tratarse de un homicidio estrictamente local según el Departamento de Policía de Nueva York, y decidió entrevistar a la familia Aprile.

Un mes después del entierro del Don, Cilke y su agente auxiliar Bill Boxton hicieron una visita a Marcantonio Aprile.

Tenían que andarse con mucho tiento con Marcantonio. Era el director de programación de una importante cadena de televisión y tenía mucha influencia en Washington. Mediante una amable llamada telefónica concertaron una entrevista a través de su secretaria.

Marcantonio Aprile los recibió en la elegante suite de su despacho en la sede de la cadena. Los acogió cordialmente y les ofreció un café, que ellos rechazaron. Era un hombre apuesto, alto y de suave piel aceitunada, exquisitamente vestido con un traje oscuro y una llamativa corbata en tonos rosa y rojo, fabricada por una empresa especializada en la confección de corbatas para los presentadores e invitados de las cadenas de televisión.

—Estamos colaborando en la investigación sobre el asesinato de su padre —dijo Kurt Cilke—. ¿Sabe si alguien le guardaba rencor por algo?

—La verdad es que no sabría decirle —contestó Marcantonio, sonriendo—. Mi padre nos mantenía a todos a cierta distancia, incluso a sus nietos. Crecimos completamente al margen de su círculo de actividades comerciales —añadió, haciendo un pequeño gesto de disculpa con la mano.

A Cilke no le gustó aquel gesto.

—¿Y por qué razón cree usted que lo hizo? —preguntó.

—Ustedes ya conocen su pasado. No quería que ninguno de sus hijos se mezclara en sus actividades. Nos enviaron a distintos internados de enseñanza secundaria y a la universidad para que pudiéramos abrirnos camino en la vida. Nunca acudía a cenar a nuestras casas. Estuvo presente en nuestras bodas y eso fue todo, Pero cuando averiguamos el motivo, se lo agradecimos.

—Subió usted muy rápidamente hasta el cargo que ocupa —dijo Kurt Cilke—. ¿Acaso él le echó una pequeña mano?

Por primera vez en el transcurso de la entrevista, Marcantonio se mostró un poco menos cordial.

—Jamás. En mi profesión no es nada insólito que los jóvenes prosperen rápidamente. Mi padre me envió a las mejores escuelas y me daba una generosa asignación para gastos. Utilicé aquel dinero para desarrollar mis aptitudes teatrales y tomé decisiones acertadas.

—¿Y a su padre le gustó? —preguntó Cilke, observando detenidamente a su interlocutor para poder interpretar sus cambios de expresión.

—No creo que acabara de comprender muy bien lo que yo hacía, pero supongo que sí —contestó irónicamente Marcantonio.

—Mire —dijo Cilke—, yo me pasé veinte años persiguiendo a su padre y jamás pude atraparlo. Era un hombre muy listo.

—Bueno, pues nosotros tampoco pudimos —dijo Marcantonio—. Mi hermano, mi hermana y yo.

Cilke se echó a reír como si fuera una broma.

—¿Y no experimentan ustedes ningún sentimiento de venganza siciliana? —preguntó—. ¿Serían capaces de hacer algo de este tipo?

—Por supuesto que no —contestó Marcantonio—. Mi padre no nos educó para que pensáramos de esa manera. Pero espero que encuentren ustedes al asesino.

—¿Y el testamento? —preguntó Cilke—. Murió muy rico.

—Eso se lo tendrá que preguntar a mi hermana Nicole —contestó Marcantonio—. Es la albacea.

—¿Conoce usted su contenido? —preguntó Cilke.

—Pues claro —contestó Marcantonio en un tono de voz más frío que el acero, por primera vez en la entrevista.

—¿Y no se le ocurre nadie que pudiera desear causarle daño? —terció Bill Boxton.

—No —contestó Marcantonio—. Si supiera de alguien, se lo diría.

—De acuerdo —dijo Cilke—. Aquí le dejo mi tarjeta. Por si acaso.

Antes de ir a hablar con los otros dos hijos del Don, Cilke decidió ver al jefe de la Brigada de Investigación Criminal de la ciudad. Puesto que no quería que quedara constancia oficial de su visita, decidió invitar a Paul Di Benedetto a uno de los mejores restaurantes italianos del East Side. A Di Benedetto le encantaban los placeres de la buena vida siempre y cuando no tuviera que rascarse el bolsillo.

Ambos hombres llevaban varios años colaborando, y Cilke siempre disfrutaba con su compañía. Observó a Paul mientras éste lo probaba todo.

—Bueno —dijo Di Benedetto—. Los federales no suelen invitar a manjares tan suculentos. ¿Qué es lo que quieres?

—Ha sido una comida estupenda, ¿verdad? —dijo Kurt Cilke.

Paul Di Benedetto encogió sus poderosos hombros con un movimiento semejante al de una ola gigantesca. Después esbozó una sonrisa un poco maliciosa. Para ser un tipo de aspecto tan duro, Paul tenía una sonrisa muy atractiva que transformaba su rostro en el de un simpático personaje de Walt Disney.

—Kurt —dijo Paul—, ese lugar es una pura mierda. Lo regentan unos alienígenas del espacio exterior. Cierto que sirven una comida que parece italiana y huele como la comida italiana, pero sabe a viscosa sustancia de Marte. Estos tipos son unos alienígenas, te lo digo yo.

—Bueno, hombre, pero el vino es muy bueno —dijo Cilke entre risas.

—A mí todo me sabe a medicina —dijo Di Benedetto—, a menos que sea pimienta roja mezclada con gaseosa aromatizada con vainilla.

—Eres un hombre muy difícil de complacer —dijo Cilke.

—No —replicó Di Benedetto—, soy muy fácil de complacer. —Eso es lo malo.

Cilke lanzó un suspiro.

—Doscientos dólares de dinero del Estado malgastados.

—No, hombre —dijo Paul—, te agradezco el detalle. Y ahora dime qué es lo que hay.

Cilke pidió café para los dos.

—Estoy investigando el asesinato de Don Aprile —dijo—. Un caso tuyo. Paul. Nos pasamos años vigilándole, y nada. Se retira y lleva una vida honrada. No tiene nada que alguien pueda ambicionar. ¿Por qué lo han matado? Un acto muy peligroso para quien haya sido.

—Y muy profesional —convino Paul—. Un trabajo muy bien hecho.

—¿Y entonces? —preguntó Cilke.

—No tiene el menor sentido —contestó Di Benedetto—. Eliminasteis a casi todos los peces gordos de la Mafia, un trabajo muy brillante también. Chapó. Hasta puede que tú obligaras al Don a retirarse. Lo cual significa que los listos que todavía quedan sueltos no tenían motivo para quitarlo de en medio.

—¿Y qué me dices de la cadena de bancos que poseía? —preguntó Cilke.

Di Benedetto agitó el puro que sostenía en la mano.

—Eso te corresponde a ti. Nosotros nos limitamos a perseguir a la gentuza.

—¿Y su familia? —dijo Cilke—. Drogas, persecución de mujeres, cualquier cosa…

—Imposible —dijo Di Benedetto—. Prominentes ciudadanos que ejercen importantes profesiones. El Don lo planeó así. Quiso que sus hijos llevaran una vida absolutamente honrada. —Tras una pausa, añadió en tono muy serio—: No ha sido por rencor. Arregló todas sus disputas con todo el mundo.

No ha sido un hecho fortuito. Tiene que haber una razón. Alguien se beneficiará. Eso es lo que estamos buscando.

—¿Y el testamento? —preguntó Cilke.

—Su hija lo presenta mañana para la validación —contestó Paul—. Le pregunté. Me dijo que esperara.

—¿Y tú te quedaste quieto? —preguntó Cilke.

—Pues claro —contestó Paul—. Es una abogada de primerísimo orden, tiene influencia y su bufete jurídico es una fuerza política. ¿Por qué demonios voy a ponerme duro con ella? Me tiene totalmente dominado.

—Puede que yo consiga hacerlo mejor —dijo Cilke.

—No me cabe la menor duda de que sí —dijo Paul.

Kurt Cilke conocía a Aspinella Washington, la subjefa de la Brigada de Investigación, desde hacía más de diez años. Aspinella era una afroamericana de metro ochenta, cabello muy corto y rasgos delicadamente cincelados. Era el terror de los policías que tenía bajo su mando y de los delincuentes a los que atrapaba. Se comportaba deliberadamente con la mayor agresividad posible y no les tenía demasiada simpatía ni a Cilke ni al FBI.

—Kurt, ¿has venido aquí para enriquecer de nuevo a uno de mis hermanos negros? —le dijo cuando entró en su despacho.

Cilke soltó una carcajada.

—No, Aspinella —contestó—. He venido en busca de información.

—No me digas. ¿Gratuita? ¿Después de haberle costado a la ciudad cinco millones de dólares?

Vestía sahariana y pantalones color canela. Bajo la sahariana, Cilke vio la pistola enfundada. En la mano derecha lucía una sortija de brillantes capaz de cortar una mejilla como una navaja.

Aún le guardaba rencor a Cilke porque el FBI había conseguido demostrar en cierto caso la brutalidad de la actuación de uno de sus investigadores y, basándose en la ley de defensa de los derechos civiles, la víctima había ganado un sonado juicio. Y no contento con eso, el FBI había enviado a dos de sus investigadores a la cárcel. La víctima que se había enriquecido era un proxeneta y camello a quien la propia Aspinella había propinado en cierta ocasión una soberana paliza. A pesar de haber sido nombrada subjefa de Investigación por razones políticas para atraer el voto de los negros, se mostraba más dura con los delincuentes negros que con los blancos.

—Tú deja de pegar a los inocentes —dijo Cilke— y yo también dejaré de hacerlo.

—Jamás he falseado pruebas contra nadie que no fuera culpable —dijo Aspinella sonriendo.

—Sólo estoy investigando el asesinato de Don Aprile —dijo Cilke.

—Pero ¿a ti qué te importa? Ha sido un golpe de una banda local, ¿O es que lo quieres convertir en otro maldito caso de vulneración de derechos civiles?

—Bueno, se podría relacionar con el dinero o con la droga —dijo Cilke.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Aspinella.

—Tenemos confidentes —contestó Cilke.

Aspinella sintió de repente uno de sus habituales accesos de furia.

—¿O sea que vosotros, los malditos tíos del FBI, venís aquí pidiendo información y no nos queréis facilitar ninguna?

Ni siquiera sois honrados con los buenos agentes de la policía.

Levitáis por ahí, deteniendo a los sinvergüenzas de guante blanco. Nunca hacéis el trabajo duro. Y no sabéis qué infierno es eso. Lárgate de mi despacho ahora mismo.

Cilke estaba satisfecho del resultado de sus entrevistas. El esquema estaba muy claro. Tanto Di Benedetto como Aspinella se abstendrían de investigar el asesinato de Don Aprile. No colaborarían con el FBI. Se limitarían a simular que hacían algo. En resumen, habían sido sobornados.

Sus suposiciones tenían un motivo. Sabía que el narcotráfico sólo podía sobrevivir sobornando a los oficiales de la policía, y también sabía a ciencia cierta, aunque sus conocimientos no fueran válidos ante un tribunal de justicia, que tanto Di Benedetto como Aspinella estaban a sueldo del señor de la droga.

Antes de entrevistar a la hija del Don, Cilke decidió probar suerte con el hijo mayor, Valerius Aprile. Para ello, él y Boxton tuvieron que desplazarse por carretera hasta West Point. Valerius era coronel del Ejército de Estados Unidos y enseñaba táctica militar en la Academia. A saber qué sería eso, pensó Cilke.

Valerius Aprile le recibió en un espacioso despacho que daba a la plaza de armas, donde los cadetes hacían ejercicios de marcha. No se mostró tan cordial como su hermano, pero fue amable. Cilke le preguntó si conocía a los enemigos de su padre.

—No —contestó—. He prestado servicio en el extranjero durante buena parte de los últimos veinte años. Asistía a los acontecimientos familiares cuando podía. A mi padre sólo le interesaba que me ascendieran a general. Quería verme lucir la estrella. Pero también se hubiera conformado con que me ascendieran a general de brigada.

—¿Eso quiere decir que era un patriota? —preguntó Cilke.

—Amaba a su país —contestó lacónicamente Valerius.

—¿Utilizó su influencia para que pudiera usted ingresar como cadete? —preguntó Cilke.

—Supongo que sí —contestó Valerius—. Pero jamás hubiera podido conseguir que me ascendieran a general. Creo que no tenía ninguna influencia en el Pentágono o, en cualquier caso, yo no debía de ser lo bastante bueno. Pero me encuentro a gusto de todos modos. Ocupo el lugar que me corresponde.

—¿Seguro que no puede darnos ninguna pista acerca de algún enemigo de su padre? —preguntó Cilke.

—No, no tenía ninguno —contestó Valerius—. Mi padre habría podido ser un gran general. Cuando se retiró, lo dejó todo muy bien atado. Cuando utilizaba su poder, siempre daba prioridad a la fuerza. Tenía los medios y el material necesarios.

—No parece que le preocupe demasiado que alguien lo haya asesinado. ¿No siente deseos de venganza? —preguntó Cilke.

—No más que los que siento cuando un compañero oficial cae en combate —contestó Valerius—. Por supuesto que estoy interesado. A nadie le gusta ver matar a su padre.

—¿Sabe usted algo acerca del testamento? —preguntó Cilke.

—Eso se lo tendrá usted que preguntar a mí hermana —contestó Valerius.

A última hora de aquella tarde, Kurt Cilke y Bill Boxton ya se encontraban en el despacho de Nicole Aprile, donde fueron recibidos de una manera completamente distinta. Al despacho de Nicole Aprile sólo se podía acceder atravesando tres barreras de secretarias, tras haber pasado por lo que Cilke identificó como una persona encargada de su seguridad que, pese a su condición de mujer, tenía pinta de ser capaz de despedazarle tanto a él como a Bill Boxton en dos segundos. Por su forma de moverse advirtió que había ejercitado su cuerpo hasta adquirir la fuerza de un varón. Se le marcaban los músculos a través de la ropa. Sus pechos estaban sujetos como con una faja, y vestía chaqueta de lino y jersey y pantalones negros.

El saludo de Nicole no fue muy cordial, a pesar de su atractiva figura y el modelo de alta costura violeta oscuro que lucía. Llevaba unos enormes aretes de oro, y su largo y sedoso cabello negro le enmarcaba un rostro de hermosas facciones cuya severa expresión contrastaba con la dulzura de sus grandes ojos castaños.

—Les concedo veinte minutos, caballeros —dijo fríamente.

Debajo de la chaqueta de color violeta llevaba una vaporosa blusa cuyos puños le cubrieron casi por completo las manos cuando alargó una de ellas para examinar el documento de identificación de Cilke.

—¿Agente especial responsable de la oficina del FBI en la ciudad? —añadió tras estudiar cuidadosamente la documentación—. Eso es mucho para una simple investigación de rutina.

Hablaba con una voz con la que Cilke estaba muy familiarizado, una voz que siempre le molestaba. Era la voz de los fiscales del Estado cuando trataban con los representantes del equipo de investigación que ellos mismos dirigían. El tono era de leve reproche.

—Su padre era un hombre muy Importante —dijo Cilke.

—Sí, hasta que se retiró y se puso bajo la protección de la ley —dijo amargamente Nicole.

—Lo cual hace que su asesinato resulte todavía más misterioso —dijo Cilke—. Pensábamos que usted nos podría facilitar alguna idea respecto a las personas que pudieran guardarle rencor por algo.

—No es tan misterioso —replicó Nícole—. Usted conoce su vida mucho mejor que yo. Tenía muchos enemigos. Usted incluido.

—Ni siquiera nuestros peores enemigos se atreverían a acusar al FBI de un asesinato en las gradas de una catedral —dijo secamente Cilke—. Y yo no era su enemigo. Yo era un representante de la ley. Cuando se retiró, ya no tuvo enemigos. Los compró. —Cilke hizo una breve pausa—. Me sorprende que ni usted ni sus hermanos parezcan demasiado interesados en averiguar quién mató a su padre.

—Porque no somos hipócritas —dijo Nicole—. Mi padre no era un santo. Jugaba a un juego y pagó el precio. Y se equivoca al decir que no estoy interesada —añadió—. Por si no lo sabe, voy a solicitar el expediente del FBI sobre mi padre, amparándome en la Ley de la Libertad de Información. Y espero que usted no provoque ninguna demora, pues en tal caso seríamos enemigos.

—Está en su derecho —dijo Cilke—. Pero quizá me podría usted ayudar revelándome las cláusulas del testamento de su padre.

—Yo no redacté el testamento —dijo Nicole.

—Pero tengo entendido que es la albacea —replicó Cilke—. A estas alturas, usted ya debe de conocer las cláusulas.

—Mañana lo presentaremos para su validación —explicó Nicole—. Entonces será un documento público.

—¿Me podría decir en este momento algo que me pudiera ayudar? —le preguntó Cilke.

—Sólo que no me tomaré una jubilación anticipada —contestó Nicole.

—Entonces ¿por qué no me quiere decir nada?

—Porque no tengo por qué hacerlo —contestó fríamente Nicole.

—Conocí muy bien a su padre —dijo Cilke—. El hubiera sido más razonable.

Por primera vez, Nicole lo miró con respeto por el hecho de haber conocido tan bien a su padre.

—Es cierto —dijo—. De acuerdo. Mi padre regaló grandes cantidades de dinero antes de morir. Lo único que nos ha dejado son sus bancos. Mis hermanos y yo recibiremos el cuarenta y nueve por ciento, y el cincuenta y uno por ciento restante será para nuestro primo Astorre Viola.

—¿Puede decirme algo sobre él? —preguntó Cilke.

—Astorre es más joven que yo. Nunca intervino en los negocios de mi padre y todos le queremos porque es un muchacho encantador. Como es natural, ahora ya no lo quiero tanto.

Cilke trató de hacer memoria. No recordaba haber visto ninguna ficha sobre Astorre Viola. Y sin embargo tenía que haber alguna.

—¿Podría usted facilitarme su dirección y número de teléfono?

—Por supuesto que sí —dijo Nicole—. Pero pierde usted el tiempo, puede creerme.

—Tengo que aclarar unos detalles —explicó Cilke en tono de disculpa.

—¿Y qué es lo que despierta el interés del FBI? —preguntó Nicole—. Se trata de un homicidio local.

—Los diez bancos de su padre son bancos internacionales —contestó fríamente Cilke—. Podría haber complicaciones de carácter monetario.

—Pues entonces será mejor que me apresure a pedir su ficha —dijo Nicole—. A fin de cuentas, ahora yo soy propietaria en parte de estos bancos —añadió, dirigiéndole a Cilke una recelosa mirada.

Éste comprendió que tendría que vigilarla.

Al día siguiente, Cilke y Bill Boxton viajaron por carretera al condado deWestchester para entrevistarse con Astorre Viola. La boscosa finca albergaba una enorme vivienda y tres cuadras distintas. Había seis caballos en una dehesa cercada por una valla metálica que llegaba a la altura de la cintura y que estaba cerrada con una verja de hierro forjado. En el aparcamiento situado delante de la casa había cuatro automóviles y una furgoneta. Cilke grabó en la memoria dos de las matrículas.

Una mujer de unos setenta años les franqueó la entrada y los acompañó a un elegante salón lleno de equipos de grabación. Cuatro jóvenes estaban leyendo las partituras musicales de unos atriles, y uno estaba sentado al piano… una pequeña orquesta profesional, integrada por saxo, contrabajo, guitarra y tambores.

Astorre, de pie junto al micrófono delante de ellos, estaba cantando con áspera voz. Hasta Cilke comprendió que aquella clase de música no podría tener público.

Astorre dejó de cantar.

—¿Puede usted esperar sólo cinco minutos hasta que terminemos de grabar? Después mis amigos recogerán sus cosas y usted dispondrá de todo el tiempo que quiera.

Era muy apuesto y llevaba un medallón de oro que le cubría el centro de la garganta.

—Por supuesto —contestó Cilke.

—Sírveles café —le dijo Astorre a la criada.

A Cilke le gustó. Astorre no se había limitado a hacerles un cortés ofrecimiento; había mandado que les sirvieran algo de beber.

Pero Cilke tuvo que esperar más de cinco minutos. Astorre estaba grabando una canción popular italiana —al tiempo que rasgueaba un banjo—, pero cantaba en un áspero dialecto que Cilke no entendía. Resultaba tan agradable como escuchar la propia voz cuando uno se ducha.

Al final se quedaron solos, y Astorre se enjugó el sudor del rostro.

—No ha estado del todo mal, ¿verdad? —preguntó entre risas.

Cilke simpatizó inmediatamente con él. Tenia unos treinta años, rebosaba de vitalidad juvenil y no se tomaba a sí mismo demasiado en serio. Era alto y bien proporcionado y se movía con la agilidad de un boxeador. Poseía una belleza morena de irregulares pero marcados rasgos, como la de ciertos retratos del siglo XV. No parecía presumido, aunque alrededor del cuello llevaba un collar de oro de unos cinco centímetros de ancho en cuyo centro destacaba un medallón de la Virgen María.

—Ha sido estupendo —contestó Cilke—. ¿Está grabando un disco para distribuirlo?

Astorre esbozó una ancha y afable sonrisa.

—Ojalá. No soy tan bueno como para eso. Pero me encantan estas canciones y se las ofrezco como regalo a los amigos.

Cilke decidió ir al grano.

—Es una simple cuestión de rutina —dijo—. ¿Conoce usted a alguien que quisiera causar daño a su tío?

—No conozco a nadie —le contestó Astorre con la cara muy seria.

Cilke estaba harto de oír la misma respuesta. Todo el mundo tenía enemigos, y Raymonde Aprile más que nadie.

—Usted hereda Intereses mayoritarios en los bancos —dijo Cilke—. ¿Tan unidos estaban?

—La verdad es que no lo entiendo —dijo Astorre—. Yo era uno de sus preferidos en mi infancia. Me montó un negocio y después casi se olvidó de mí.

—¿Qué clase de negocio?

—Importo las mejores marcas de macarrones italianos.

Cilke lo miró con escepticismo.

—¿Macarrones italianos? —repitió.

Astorre esbozó una sonrisa; estaba acostumbrado a aquella reacción. No era un negocio brillante.

—Usted sabe que Lee lacocca nunca dice automóviles sino vehículos, ¿verdad? Pues bien, en mi negocio nunca decimos pasta o espaguetis, siempre decimos macarrones.

—¿Y ahora será usted banquero? —preguntó Cilke.

—Lo probaré —contestó Astorre.

Cuando se hubieron ido, Cilke le preguntó a Boxton:

—¿Qué piensas?

Apreciaba mucho a Boxton. Era un hombre que creía en el FBI tanto como él; estaba convencido de que actuaba con imparcialidad, que era incorruptible y que su eficacia era muy superior a la de cualquier otro organismo policial. Aquellas entrevistas las estaba haciendo en parte para él.

—Todos me parecen bastante honrados —contestó Boxton—. Pero siempre lo parecen, ¿verdad?

Sí, siempre lo parecían, pensó Cilke. Después recordó una cosa. El medallón que colgaba del collar de oro de Astorre no se había movido en ningún momento.

La última entrevista fue la más importante para Cilke. Era con Timmona Portella, el jefe reinante de la Mafia de Nueva York, el único, además del Don, que se había librado de comparecer ante los tribunales tras las investigaciones que él había llevado a cabo.

Timmona Portella dirigía sus empresas desde el espacioso ático de un edificio de su propiedad en el West Side. El resto del edificio estaba ocupado por filiales controladas por él. Las medidas de seguridad eran tan estrictas como en Fort Knox, y Portella se trasladaba en helicóptero desde el helipuerto del tejado a su finca de Nueva Jersey. Raras veces pisaba las aceras de Nueva York.

Portella recibió a Cilke y a Boxton en un despacho de mullidos sillones y paredes de cristal a prueba de balas que permitían contemplar un espléndido panorama de los rascacielos de la ciudad. Era un hombre corpulento, impecablemente vestido con un traje oscuro y una resplandeciente camisa blanca, CÍlke estrechó la manaza de Portella y admiró la corbata oscura anudada alrededor de su grueso cuello.

—Kurt, ¿en qué puedo ayudarle? —preguntó Portella con una voz que resonó por toda la estancia. No prestó la menor atención a Bill Boxton.

—Estoy examinando el asunto de Aprile —contestó Cilke—, y he pensado que a lo mejor usted me podría facilitar alguna información útil.

—Qué lástima su muerte —dijo Tímmona Portella—. Todo el mundo apreciaba a Raymonde Aprile. Para mí es un misterio que alguien lo haya hecho. En sus últimos años fue un hombre bueno a carta cabal. Se convirtió en un santo, un auténtico santo. Regaló su dinero como si fuera un Rockefeller. Cuando Dios se llevó su alma, era puro.

—Dios no se la llevó —replicó secamente Cilke—. Fue un asesinato extraordinariamente profesional. Tiene que haber un motivo. —Al ver que Portella parpadeaba pero no decía nada, Cilke añadió—: Usted fue socio suyo durante muchos años. Tiene que saber algo. ¿Qué me dice de este sobrino que heredará los bancos?

—Don Aprile y yo hicimos algunos negocios juntos hace muchos años —dijo Portella—. Pero cuando Aprile se retiró, me hubiera podido matar con la misma facilidad con que lo han matado a él. El hecho de que yo esté vivo demuestra que no éramos enemigos. En cuanto a su sobrino, sólo sé que es un artista. Canta en las bodas, en pequeñas fiestas e incluso en algunas pequeñas salas nocturnas. Es uno de esos jóvenes que nos caen bien a los viejos como yo. Y vende excelentes macarrones italianos, que se consumen en todos mis restaurantes. —Timmona hizo una pausa y lanzó un suspiro—. Cuando matan a un gran hombre, siempre es un misterio.

—Usted sabe que su ayuda será tenida en cuenta —dijo Cilke.

—Por supuesto —dijo Portella—. El FBI siempre juega limpio. Sé que mi ayuda será debidamente apreciada.

Miró a Cilke y a Boxton con una cordial sonrisa que dejó al descubierto unos dientes casi perfectos.

Mientras regresaban al despacho, Boxton le dijo a Cilke:

—He leído la ficha de este tipo. Tiene grandes intereses en el negocio de la pornografía y la droga, y es un asesino. ¿Cómo puede ser que jamás lo hayamos podido atrapar?

—No es tan malo como la mayoría de los demás —dijo Cilke—. Y algún día lo atraparemos.

Kurt Cilke ordenó que se montara una vigilancia electrónica en los domicilios de Nicole Aprile y Astorre Viola. Un domesticado juez federal dictó la necesaria orden. En realidad no es que Cilke sospechara algo, pero quería estar seguro. Nicole era una perturbadora nata, y la aparente bondad de Astorre resultaba sospechosa.

Cilke se había enterado de que los caballos de la dehesa de la finca de Astorre eran su mayor afición, y que él mismo almohazaba cada mañana a un semental antes de sacarlo. Eso no hubiera tenido nada de extraño de no haber sido porque montaba con todas las galas inglesas, incluyendo la chaqueta roja y el gorro de caza de ante negro. No podía creer que Astorre fuera un blanco tan fácil como para que tres atracadores lo hubieran asaltado en Central Park. Al parecer, había salido bien librado… aunque el informe policial era un poco confuso respecto a la suerte que habían corrido los atracadores.

Dos semanas más tarde, Cilke y Boxton pudieron escuchar las cintas de los micrófonos ocultos que habían colocado en la casa de Astorre Viola. Vigilar a Valerius hubiera sido imposible pues su casa se encontraba situada dentro del recinto de West Point.

Las voces correspondían a Nicole, Marcantonio, Valerius y Astorre. En la cinta, a Cilke le parecieron más humanos; se habían quitado las máscaras.

—¿Por qué han tenido que matarlo? —preguntó Nicole con la voz quebrada por el dolor y sin el menor asomo de la frialdad de la que había hecho gala en presencia de Cilke.

—Tiene que haber un motivo —dijo Valerius. Hizo una pausa antes de seguir adelante. Su voz era mucho más dulce cuando hablaba con su familia—. Yo jamás tuve la menor relación con los negocios del viejo, así que no estoy preocupado por mí. Pero ¿y vosotros?

Marcantonio habló en tono despectivo; estaba claro que no le tenía demasiada simpatía a su hermano.

—Val, el viejo consiguió que ingresaras en West Point porque eras muy blandengue. Quería hacerte más fuerte. Después te echó una mano en tus tareas de espionaje en el extranjero. O sea que tú estás metido en todo eso. Le encantaba la idea de que te convirtieras en general. El general Aprile… le encantaba el sonido de la palabra. Quién sabe qué hilos manejó.

Tras una prolongada pausa, Marcantonio añadió:

—Y a mí también me encauzó en mi profesión, claro. Financió mi productora. Las grandes agencias de actores me ofrecieron la oportunidad de trabajar con sus astros. Mira, nosotros no estábamos en su vida, pero él siempre estuvo en la nuestra. Nicole, el viejo te ahorró diez años de pago de derechos, consiguiéndote aquel empleo en el bufete de abogados.

Y tú, Astorre, ¿quién crees que consiguió un espacio en los estantes de los supermercados a tus macarrones?

En la cinta, su voz sonaba más enérgica y apasionada que en persona.

—Puede que papá me ayudara a cruzar la puerta —dijo Nicole, repentinamente furiosa—, pero la única responsable de mi éxito profesional soy yo. Tuve que luchar contra aquellos tiburones del bufete por todo lo que conseguí. Era yo la que me pasaba ochenta horas semanales leyendo la letra menuda. —Hizo una pausa y su voz adquirió un tono más frío al dirigirse a Astorre—. Pero lo que yo quisiera saber es por qué papá te ha puesto al frente de los bancos. ¿Qué demonios tienes tú que ver con eso?

—No tengo ni idea, Nicole —respondió con tono de disculpa—. Yo no lo pedí. Tengo mi negocio y me encanta cantar y montar a caballo. Además, hay una ventaja para vosotros, Yo tendré que hacer todo el trabajo, y en cambio los beneficios se dividirán a partes iguales entre los cuatro.

—Pero tú ejercerás el control y sólo eres un primo —dijo Nicole, añadiendo en tono sarcástico—: Le debían de gustar mucho tus canciones.

—¿Intentarás dirigir los bancos personalmente? —preguntó el coronel.

La voz de Astorre se llenó de fingido horror.

—Oh, no, no, de eso se encargará un director general. Nicole me dará una lista de nombres.

—Sigo sin comprenderlo. ¿Por qué papá no me nombró a mí? —preguntó Nicole en tono exasperado—. ¿Por qué?

—Porque no quiso que ninguno de sus hijos ejerciera su poder sobre los demás —contestó Marcantonio.

—A lo mejor lo hizo para manteneros a todos alejados del peligro —dijo serenamente Astorre.

—¿Qué os parece ese tipo del FBI que ha venido a vernos como si fuera nuestro mejor amigo? Se pasó muchos años persiguiendo a papá. Y ahora cree que le vamos a revelar todos nuestros secretos familiares. Menudo pajarraco —dijo Nicole.

Cilke sintió que se ruborizaba. No se lo merecía.

—Está cumpliendo con su deber, y es una tarea nada fácil —dijo Valerius—. Tiene que ser un hombre muy inteligente.

Envió a muchos amigos del viejo a la cárcel. Y por mucho tiempo.

—Eran traidores y confidentes —dijo Nicole en tono despectivo—. Y aplican las leyes RICO con carácter muy selectivo. Si se impusieran universalmente estas leyes, podrían enviar a la cárcel a la mitad de nuestros líderes políticos y a la mayoría de los quinientos de la revista Fortune

—Nicole —dijo Marcantonio—, tú eres una abogada especialista en derecho mercantil. Así que corta el rollo.

—¿De dónde sacan los agentes del FBI todos esos trajes tan elegantes? —preguntó Astorre en tono pensativo—. ¿Hay algún «sastre especial del FBI»?

—Es la manera en que los llevan —dijo Marcantonio—. Ahí está el secreto. En una película nunca consigues que te salga bien un tipo como Cilke. Absolutamente sincero, honrado y noble en todos los sentidos. Y sin embargo nunca acabamos de fiarnos de él.

—Marc, déjate de todos esos inverosímiles programas tuyos de televisión —dijo Valerius—. Nos encontramos en una situación hostil y hay dos aspectos significativos. El Porqué. Y el Quién. ¿Por qué han matado a papá? ¿Quién puede haber sido? Todo el mundo dice que no tenía enemigos ni nada que alguien pudiera ambicionar.

—Yo he presentado una solicitud para ver el expediente de papá en el FBI —dijo Nicole—. Puede que eso nos dé la clave.

—¿Para qué? —preguntó Marcantonio—. Ya no podemos hacer nada. Papá querría que lo olvidáramos. Que se encarguen de eso las autoridades.

—¿O sea que nos importa una mierda quién mató a nuestro padre? —preguntó Nicole en tono despectivo—. ¿Tú qué dices, Astorre? ¿Tú también piensas lo mismo?

—¿Qué podemos hacer? —contestó Astorre serenamente—. Yo quería a vuestro padre y le agradezco que haya sido tan generoso conmigo en su testamento. Pero esperemos a ver qué ocurre. En realidad, Cilke me cae bien. Si hay algo que encontrar, lo encontrará. Todos vivimos una existencia privilegiada, ¿qué ganamos con retorcerla y cambiarle la forma? —Hizo una pausa y añadió—: Bueno, tengo que llamar a uno de mis proveedores de macarrones y después quisiera grabar otro disco en el estudio, o sea que tengo que irme, Pero vosotros podéis quedaros aquí y seguir hablando de todo esto…

Se produjo una prolongada pausa en la cinta.

Cilke no pudo por menos de encariñarse con Astorre y sentir rencor contra los demás. Pero a pesar de todo estaba satisfecho. Aquella gente no era peligrosa; no le causaría ningún problema.

—Yo quiero a Astorre —estaba diciendo Nicole—. Estuvo más cerca de nuestro padre que cualquiera de nosotros. Pero está como un cencerro. ¿Tú crees que llegará a alguna parte con sus canciones, Marc?

Marcantonio soltó una carcajada.

—Hay miles de tipos como él. Es como una estrella de fútbol de un pequeño instituto. Tiene gracia, pero le faltan las verdaderas cualidades. De todos modos, tiene un buen negocio y le gusta. Por mí, que haga lo que quiera.

—Ejerce el control sobre unos bancos de muchísimos millones de dólares… todo lo que tenemos, pero a él lo que de veras le gusta es cantar y montar a caballo —dijo Nicole.

—Desde el punto de vista de la indumentaria, espléndido —comentó Valerius con ironía—, pero se sienta fatal en la silla.

El coronel había participado en desfiles de caballería.

—¿Cómo ha podido hacer eso papá? —dijo Nicole.

—El negocio de los macarrones le ha ido muy bien —respondió Valerius.

—Tenemos que proteger a Astorre —dijo Nicole—. Es demasiado ingenuo para dirigir unos bancos, y demasiado confiado para tratar con Cilke.

Al terminar la cinta, Cilke se volvió hacía Boston.

—¿Qué te parece? —le preguntó.

—Pues opino lo mismo que Astorre, que eres un tipo estupendo —contestó Boston. Cilke soltó una carcajada.

—No, me refiero a la posibilidad de que esa gente sea sospechosa de asesinato.

—No —dijo Boxton—, son sus hijos, y además carecen de la experiencia necesaria.

—Son bastante listos —dijo Cilke—. Han hecho la pregunta más acertada, ¿Por qué?

—Bueno, ésa no es nuestra pregunta —dijo Boxton—. Es un asunto local, no nacional. ¿O acaso tienes alguna conexión?

—Bancos internacionales —contestó Cilke—. Pero es absurdo seguir gastando dinero del FBI. Anula todas las escuchas telefónicas.

A Kurt Cilke le gustaban los perros porque no podían conspirar. No podían disimular su hostilidad, carecían de astucia, eran incapaces de tramar intrigas y no permanecían despiertos por la noche, planeando robar y asesinar a otros perros. La traición no entraba en sus planes. Tenía dos pastores alemanes que le ayudaban a proteger su hogar, y por la noche los sacaba a pasear por el bosque de alrededor en absoluta armonía y confianza. Cuando regresó a casa aquella noche, Kurt Cilke estaba muy satisfecho. La situación no ofrecía ningún peligro, por lo menos por parte de la familia del Don. No habría ninguna sangrienta vendetta, Cilke vivía en Nueva Jersey con una esposa a la que amaba de verdad y una hija de diez años a la que adoraba. Su casa estaba protegida por un sistema de alarma muy estricto, y además los dos perros. Pagaba el Estado. Su mujer se había negado a adiestrarse en el uso de un arma de fuego y él confiaba en su anonimato. Sus vecinos creían que era abogado (lo cual era cierto) y su hija también lo creía. Cuando se encontraba en casa, Cilke siempre guardaba el revólver y las balas en un cajón cerrado, junto con su documentación.

Nunca tomaba el automóvil para dirigirse a la estación de tren. Los ladronzuelos no respetaban a nadie; le robarían la radio. Cuando llegaba, llamaba a su mujer por el móvil y ella acudía a recogerlo. Era un trayecto de cinco minutos.

Su mujer Georgette le dio un alegre beso en la boca, un cálido roce de carne. Su hija, llena de vitalidad, corrió hacia él para recibir su abrazo. Los dos perros brincaron comedidamente a su alrededor. Todos cabían sin ninguna dificultad en el enorme Buick.

Esta parte de su vida era la que más apreciaba Kurt Cilke.

Con su familia, se sentía a salvo y en paz. Su mujer lo amaba y él lo sabía. Admiraba su carácter porque hacía su trabajo sin malicia ni engaño y siempre tratando a su prójimo con justicia, por muy depravado que éste fuera. Él valoraba la inteligencia de su mujer y confiaba en ella hasta el extremo de comentarle los asuntos de su trabajo. Pero, lógicamente, no se lo podía decir todo, Y ella se dedicaba a su propio trabajo, escribía sobre las mujeres famosas de la historia, enseñaba ética en un centro universitario de la zona y defendía causas sociales.

Cilke observó a su mujer mientras preparaba la cena en la cocina. Su belleza siempre lo subyugaba, y el intenso amor que ella sentía por él lo llenaba de orgullo. Vio que su hija Vanessa ponía la mesa, imitando a su madre e incluso tratando de caminar con sus mismos movimientos de bailarina clásica.

Como siempre, Cilke se preguntó por qué lo amaba su mujer.

Georgette no creía necesario contar con servicio doméstico y había educado a su hija en la misma creencia. A los seis años, Vanessa ya se lavaba la ropa, arreglaba su habitación y ayudaba a su madre a cocinar y a ampiar la casa. Era una niña autosuficiente. En aquellos momentos del día, Cilke sentía que la vida merecía verdaderamente la pena. Pero siempre con el temor de que su mujer llegara a conocer su verdadera naturaleza y la naturaleza del mundo en el que trabajaba.

Después, tras haber acostado a Vanessa (Cilke siempre comprobaba el estado de la campanilla que la niña podía tocar en caso de que los necesitara), ambos se fueron a, su dormitorio. Y, como siempre, Cilke experimentó un fervor casi de carácter religioso cuando su mujer se desnudó. Después, los grandes e inteligentes ojos grises de Georgette se empañaron amorosamente. Más tarde, mientras se iba quedando dormida, Georgette tomó la mano de Cilke para que la guiara a través de sus sueños…

Cilke la había conocido en el transcurso de una investigación sobre ciertas organizaciones radicales universitarias sospechosas de haber cometido actos terroristas. Ella era una activista política que enseñaba historia en un pequeño centro universitario de Nueva Jersey. La investigación de Cilke sólo le permitió descubrir que era una liberal sin la menor relación con ningún grupo extremista. Y entonces Cilke redactó su informe.

Sin embargo, durante la entrevista que mantuvo con ella durante la investigación, le sorprendió su total falta de prejuicios o de hostilidad hacia él como agente del FBI. Muy al contrario, mostró curiosidad por su trabajo y le preguntó qué tal se sentía ejerciéndolo, y él le contestó con sinceridad. Se sentía simplemente uno de los guardianes de la sociedad, la cual no podía existir sin ciertas normas. Añadió medio en broma que era un escudo entre las personas como ella y las que habrían sido capaces de devorarla en su propio provecho. El noviazgo fue muy breve. Se casaron rápidamente para que el sentido común no se interpusiera en su amor, pues ambos sabían que eran incompatibles en casi todo. Él no compartía ninguna de sus creencias; y ella ignoraba el mundo en el que él tenía que vivir. Ella no compartía para nada la reverencia que él sentía por el FBI, pero escuchaba sus quejas y comprendía su dolor por el asesinato moral del santo del FBI. J. Edgar Hoover.

—Lo presentan como un homosexual en secreto y un fanático reaccionario. Pero en realidad era un hombre entregado a su trabajo que simplemente carecía de conciencia liberal —le decía—. Los escritores se burlan del FBI y lo califican de una especie de Gestapo o KGB, Pero nosotros jamás hemos recurrido a la tortura, jamás hemos acusado fraudulentamente a nadie, tal como hace, por ejemplo, el Departamento de Policía de Nueva York. Nunca hemos presentado pruebas falsas. Los muchachos de los centros universitarios perderían su libertad si no fuera por nosotros. Los derechistas los destruirían porque son políticamente tontos.

Georgette se conmovió ante su vehemencia.

—No esperes que cambie —le dijo, sonriendo—. Si eso que tú dices es cierto, estamos de acuerdo.

—No espero que cambies —dijo Cilke—. Y si el FBI influye en nuestra relación, me buscaré otro trabajo.

No hizo falta que le dijera el sacrificio que ello supondría para él. Pero ¿cuántas personas podían decir que eran totalmente felices y que tenían un ser humano en el que podían confiar por entero? El hecho de defender y ser fiel al cuerpo y el espíritu de su mujer le deparaba un inmenso bienestar. Y ella percibía en cada segundo del día la fuerza con la que él se entregaba a proteger su seguridad y supervivencia.

Cílke la echaba terriblemente de menos cuando tenía que ausentarse para asistir a cursillos de adiestramiento. Jamás había sido tentado por otras mujeres, pues nunca había querido engañarla. Vivía una experiencia casi sagrada cuando finalmente regresaba a su confiada sonrisa y a su cuerpo acogedor, y ella, que era la mayor felicidad de su vida, lo esperaba desnuda y vulnerable en la cama, perdonándole su trabajo. Pero su dicha estaba empañada por los secretos que tenía que ocultarle, las graves complicaciones de su trabajo, su conocimiento de que el mundo estaba infectado con el pus de las mujeres y los hombres malvados y con las manchas de humanidad que se derramaban sobre su propio cerebro. Sin ella, no hubiera merecido la pena vivir en el mundo.

Y una vez, al principio, todavía trémulo ante el temor de la felicidad, había hecho la única cosa de la que realmente se avergonzaba. Había instalado micrófonos ocultos en su propia casa para grabar todas las palabras de su mujer, y después había escuchado las cintas en el sótano. Había prestado atención a todas las inflexiones de su voz. Y ella había salido airosa de la prueba y le había demostrado que jamás era maliciosa, mezquina o traidora. Había tardado un año en desconectar los micrófonos ocultos. A Cilke le parecía un milagro que ella lo amara a pesar de sus imperfecciones, su astucia de animal salvaje y su necesidad de perseguir a sus congéneres humanos.

Pero siempre temía que ella descubriera su verdadera naturaleza y acabara odiándolo. Por eso procuraba ser extremadamente escrupuloso en su trabajo y se había ganado la fama de persona imparcial.

Georgette jamás dudaba de él. Y se lo había demostrado.

Habían sido invitados a cenar a la casa del director, con otras veinte personas, un acto semioficial y un honor.

En determinado momento de la velada, el director consiguió apartarse un momento con Cilke y su mujer.

—Tengo entendido que está usted comprometida con muchas causas liberales —dijo a Georgette—. Respeto su derecho a hacerlo, naturalmente. Pero quizá no se da verdadera cuenta de que sus acciones pueden perjudicar la carrera de su marido en la agencia.

Ella sonrió y después, con semblante muy serio, dijo:

—Lo sé, y creo que sería un error y una desgracia para la agencia. Pero tenga usted por seguro que si eso llegara a convertirse en un problema demasiado grande mi marido presentaría su dimisión.

El director se volvió hacia Cilke con cara de asombro.

—¿Es eso cierto? —se preguntó—. ¿Presentaría su dimisión?

—Por supuesto —contestó Cilke sin vacilar—. Mañana mismo presento los papeles si usted quiere.

El director se echó a reír.

—No, por Dios —dijo—. No es fácil encontrar a hombres como usted. —Después dirigió a la mujer de Cilke una fría mirada aristocrática—. La complacencia con la propia esposa puede ser el último refugio del hombre honrado —añadió.

Los tres se rieron ante aquella retorcida manifestación de ingenio para demostrar que reinaba entre ellos la mayor cordialidad.