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La gran incursión del FBI en los años noventa en las familias de la Mafia de Nueva York sólo dejó a dos supervivientes. Don Raymonde Aprile, el más destacado y el más temido, se mantuvo intacto. El otro superviviente. Don Timmona Portella, que casi igualaba su poder, aunque era un hombre muy inferior a él, escapó al parecer por pura casualidad.

Sin embargo, el futuro estaba claro. Con aquellas leyes RICO[2] tan antidemocráticamente redactadas y el celo de los equipos especiales de investigación del FBI, y con el declive de la tradicional creencia en la omertà entre los soldados de la mafia norteamericana, Don Raymonde Aprile sabía que ya había llegado el momento de abandonar discretamente el escenario.

El Don había gobernado su Familia durante treinta años y ahora ya se había convertido en una leyenda. El hecho de haberse criado en Sicilia lo había salvado de las ideas erróneas y la presuntuosa arrogancia de los jefes mafiosos norteamericanos. En realidad era una encarnación de los antiguos sicilianos del siglo XIX que gobernaban ciudades y aldeas con su carisma personal, su sentido del honor y su implacable y definitivo juicio sobre cualquier persona sospechosa de ser su enemiga. Por si fuera poco, había demostrado poseer tanta habilidad estratégica como aquellos antiguos héroes.

Ahora, a sus sesenta y dos años, su vida estaba en orden. Se había deshecho de sus enemigos y había cumplido con sus obligaciones de padre y amigo. Podía disfrutar de la vejez con la conciencia tranquila, apartarse de las discordias de su mundo y pasar a interpretar el más digno papel de caballero banquero y puntal de la sociedad.

Sus tres hijos ya estaban cómodamente asentados en provechosas y honradas profesiones. El mayor, Valerius, de cuarenta años, casado y con hijos, era coronel del Ejército de Estados Unidos e impartía clases en la Academia Militar de West Point. Para corregir la infantil timidez de su personalidad, el Don había decidido que ingresara como cadete en West Point.

Su segundo hijo, Marcantonio, a la temprana edad de treinta y ocho años era, por un inexplicable misterio de mutación genética, un alto ejecutivo de una cadena nacional de televisión. Había sido un niño taciturno, encerrado en un mundo ficticio, y el Don siempre había pensado que fracasaría irremediablemente en cualquier proyecto serio que emprendiera. Sin embargo, ahora su nombre aparecía a menudo en los periódicos como un sesudo intelectual, cosa que complacía al Don, pero no lo convencía. A fin de cuentas, él era el padre del chico. ¿Quién mejor que él podía conocerlo?

Su hija Nicole, llamada cariñosamente Nikki en su infancia, a los seis años había exigido que la llamaran por su nombre completo. Era su vástago preferido. A los treinta y dos años, trabajaba como abogada especialista en derecho mercantil, era una feminista convencida y defendía gratuitamente a los delincuentes pobres y desesperados que, de otro modo, no habrían podido contar con una defensa apropiada. Estaba especializada en salvar a los asesinos de la silla eléctrica, a los maridos asesinos de la cárcel y a los violadores compulsivos de la cadena perpetua. Se oponía decididamente a la pena de muerte, creía en la rehabilitación de todos los delincuentes y criticaba con dureza la estructura económica de Estados Unidos. Creía que un país tan rico no tendría que haberse mostrado tan indiferente ante los pobres, cualesquiera que fuesen los defectos que tuvieran. A pesar de todo ello era una hábil y dura profesional y una mujer de sorprendente fuerza. El Don discrepaba de ella en todo.

Astorre, por su parte, era un miembro más de la familia y, en su calidad de sobrino de nombre, el que mantenía una relación más estrecha con el Don. Sin embargo, por su enorme vitalidad y su encanto, los demás lo consideraban más bien un hermano. Desde los tres años hasta los dieciséis, es decir, hasta el exilio del Don a Sicilia once años atrás, cuando éste lo había llamado de nuevo a su lado, para ellos había sido su queridísimo hermano menor.

El Don planificó cuidadosamente su retiro. Repartió su imperio para aplacar a los posibles enemigos, pero también rindió tributo a sus leales amigos, sabiendo que la gratitud es la virtud menos perdurable y que las dádivas siempre se tienen que multiplicar. El Don puso especial empeño en pacificar a Timmona Portella, el cual era muy peligroso debido a su excentricidad y a su apasionado instinto asesino, que a veces no guardaba la menor relación con la necesidad.

La forma en que Timmona Portella había escapado de la redada de los años noventa del FBI era un misterio para todos, pues era un Don nacido en Estados Unidos, nada astuto, imprudente, violento y dotado de un carácter explosivo. Tenía un corpachón enorme con una tripa impresionante y vestía como un picciottu[3] de Palermo, de seda y mil colores. Su poder se basaba en la distribución de drogas ilegales. A pesar de sus cincuenta años, jamás se había casado, pero era un mujeriego empedernido. Sólo profesaba un sincero afecto a su hermano menor Bruno, que parecía un poco retrasado, pero compartía su misma brutalidad.

Don Aprile jamás se había fiado de Portella y raras veces hacía negocios con él. A pesar de su aparente debilidad, era un hombre peligroso: tenía que ser neutralizado. Por eso lo había mandado llamar para tener una reunión con él.

El hombre se presentó en compañía de su hermano Bruno. Aprile los recibió con su serena cortesía habitual, pero fue directamente al grano.

—Mi querido Timmona —dijo—. Voy a retirarme de todos mis negocios menos de mis bancos. Ahora tú estarás muy a la vista del público y conviene que tengas cuidado. Si alguna vez necesitas algún consejo, llámame, porque no me voy a quedar enteramente sin recursos en mi retiro.

Bruno, una copia a escala reducida de Timmona, impresionado por la fama del Don, esbozó una sonrisa de satisfacción al ver con cuánto respeto trataba éste a su hermano mayor. Pero Timmona conocía mucho mejor al Don. Sabía que le estaba haciendo una advertencia.

Asintió respetuosamente ante las palabras del Don.

—Usted siempre ha sido el que mejor criterio ha demostrado de entre todos nosotros —dijo—. Y yo respeto lo que hace. Cuente con mi amistad.

—Muy bien, muy bien —dijo el Don—. Y ahora, a modo de regalo, te pido que no eches en saco roto esta advertencia. Cilke, ese hombre del FBI, es un tipo muy taimado. No te fíes de él para nada. Está borracho de éxito y tú serás su próximo blanco.

—Pero usted y yo ya hemos escapado de él —dijo Timmona—, aunque derribó a todos nuestros amigos. No le temo, pero le agradezco el consejo.

Tomaron un último trago para celebrarlo y después los hermanos Portella se fueron.

—¡Qué gran hombre! —dijo Bruno en el coche.

—Sí —dijo Timmona—. Era un gran hombre.

Por su parte, el Don estaba plenamente satisfecho. Había visto encenderse un fulgor de alarma en los ojos de Timmona y estaba seguro de que éste ya no constituiría un peligro para él.

Don Aprile preparó una reunión privada con Kurt Cilke, el jefe del FBI en Nueva York. Para su gran asombro, el Don admiraba a Cilke. Era el que había enviado a la cárcel y había destruido casi todo el poder de la mayoría de los jefes de la Mafia de la Costa Este.

Don Raymonde Aprile se le había escapado, pues conocía la identidad del confidente secreto de Cilke, el que le había proporcionado el éxito. Sin embargo le admiraba sobre todo porque siempre jugaba limpio, jamás había utilizado pruebas fraudulentas para encausarle ni había echado mano de maniobras de poder con fines coactivos, y nunca había hecho el menor comentario público respecto a sus hijos. Por eso el Don consideraba un deber de justicia hacerle una advertencia.

La reunión, a petición del Don, se celebró en su casa. Cilke tendría que acudir solo, lo cual constituiría un quebrantamiento de las normas del FBI. El mismo director del FBI había dado su aprobación, pero había insistido en que Cilke utilizara un dispositivo de grabación. No el de costumbre sino un implante en su cuerpo por debajo de la caja torácica, que no se notaba por fuera. Era un dispositivo de escucha desconocido para el público y cuya fabricación estaba estrictamente controlada. Cilke sabía muy bien que el verdadero propósito del dispositivo era grabar lo que él le dijera al Don.

Se reunieron una dorada tarde de octubre en la galería de la hacienda del Don en Montauk. Cilke jamás había conseguido colocar un micrófono oculto en aquella casa, y un juez le había prohibido ejercer una vigilancia física constante. Para su gran asombro, los hombres del Don no lo cachearon. Estaba claro que Don Raymonde Aprile no iba a hacerle una propuesta ilícita.

Como siempre, Cilke se sorprendió de la impresión que el Don le causaba. Aunque sabía que aquel hombre había ordenado centenares de asesinatos y quebrantado innumerables leyes de la sociedad, Cilke no podía odiarlo. Y sin embargo consideraba que los hombres como él eran unos malvados y los aborrecía con toda su alma por la forma en que destruían el tejido de la civilización.

Don Aprile vestía traje negro, corbata negra y camisa blanca. Tenía una expresión severa pero comprensiva, y las suaves arrugas alrededor de sus ojos eran las propias de un hombre amante de la virtud. ¿Cómo podía un rostro tan humano pertenecer a alguien tan despiadado?, se preguntó Cilke.

El Don no le tendió la mano, por delicadeza, para no ponerlo en un aprieto. Le indicó por señas que se sentara e inclinó la cabeza a modo de saludo.

—He decidido ponerme junto con mi familia bajo su protección, es decir, bajo la protección de la sociedad —dijo.

Cilke se quedó de una pieza. ¿Qué demonios quería decir aquel viejo?

—Durante los últimos veinte años, ha sido usted mi enemigo. Me ha perseguido. Pero yo siempre le he agradecido su juego limpio. Jamás presentó pruebas falsas contra mí ni alentó a nadie a cometer perjurio contra mí. Ha enviado a la cárcel a casi todos mis amigos y se ha esforzado al máximo en hacer lo mismo conmigo.

—Lo sigo intentando —dijo Cilke con una sonrisa en los labios.

El Don asintió con la cabeza en gesto de admiración.

—Me he desprendido de todos los negocios salvo de algunos bancos, que son sin la menor duda una actividad respetable. Me he colocado bajo la protección de la sociedad. A cambio, yo cumpliré con mi deber para con esta sociedad. Usted me lo podrá facilitar mucho si no me persigue, porque ya no será necesario.

Cilke se encogió de hombros.

—Eso lo decide el Bureau. Llevo mucho tiempo persiguiéndole, ¿por qué me voy a detener ahora? A lo mejor tengo suerte.

El rostro del Don adoptó una expresión más grave y fatigada.

—Tengo algo que intercambiar con usted. Sus grandes éxitos de los últimos años han influido en mi decisión. Pero el caso es que yo conozco a su principal confidente, sé quién es. Y no se lo he dicho a nadie.

Cilke titubeó tan sólo unos segundos antes de replicar serenamente:

—No tengo ningún confidente. Y le repito, el que decide es el Bureau, no yo. Me parece que me ha hecho usted perder el tiempo.

—No, no —dijo el Don—. Yo no busco ninguna ventaja, simplemente pido que me ayuden a adaptarme. En atención a mi edad, permítame decirle lo que he aprendido. No ejerza el poder por el hecho de tenerlo a mano. Y no se deje arrastrar por la certeza de la victoria cuando su inteligencia le diga que puede haber una posibilidad de tragedia, aunque sólo sea mínima. Y permítame añadir que ahora le considero un amigo y no un enemigo, y piense qué puede ganar o perder rechazando este ofrecimiento.

—Pero si está usted auténticamente retirado, ¿de qué me puede servir su amistad? —preguntó Cilke, sonriendo.

—Contará usted con mi benevolencia —le contestó el Don—. Y eso vale algo aunque proceda del más insignificante de los hombres.

Más tarde Cilke le pasó la cinta a su ayudante Bill Boxton.

—¿Y a qué demonios venía eso? —preguntó Boxton.

—Eso es lo que tú tendrás que averiguar —contestó Cilke—. Me ha querido decir que no está totalmente indefenso, que me sigue vigilando.

—Menuda estupidez —dijo Boxton—. No pueden tocar a un agente federal.

—Es cierto —dijo Cilke—. Por eso yo le he seguido vigilando, tanto si está retirado como si no. No obstante, voy con cuidado. No podemos estar totalmente seguros…

Tras analizar la historia de las más prestigiosas familias de Estados Unidos, las de aquellos barones del latrocinio que habían amasado despiadadamente sus fortunas quebrantando las leyes y la ética de la sociedad humana, Don Aprile se convirtió como ellos en un benefactor de la sociedad. También él tenía su imperio, pues era propietario de diez bancos privados en las ciudades más grandes del mundo. Así pues, hizo generosas donaciones para la construcción de un hospital destinado a los pobres, aportó grandes cantidades para el fomento del arte y fundó en la Universidad de Columbia una cátedra de Estudios Renacentistas.

Cierto que Yale y Harvard habían rechazado sus veinte millones de dólares para la construcción de una residencia estudiantil que hubiera tenido que denominarse Cristóbal Colón, un personaje por aquel entonces bastante desacreditado en los círculos intelectuales. Yale se mostró dispuesta a aceptar el dinero siempre y cuando la residencia se bautizara con los nombres de los anarquistas Sacco y Vanzetti, pero al Don le importaban un pimiento Sacco y Vanzetti. Despreciaba a los mártires.

Un hombre menos importante se habría ofendido y habría tramado una venganza, pero no así Raymonde Aprile. En vez de eso se limitó a entregar el dinero a la Iglesia católica para la celebración de misas diarias en sufragio de su difunta esposa, que ya llevaba veinte años en el cielo.

Donó un millón de dólares a la Asociación Benéfica de la Policía de Nueva York y otro millón a una asociación dedicada a la protección de los inmigrantes ilegales. A lo largo de los tres años transcurridos desde su retiro, derramó dádivas sin cuento sobre todo el mundo. Su bolsa estaba abierta a todas las peticiones menos a una. Rechazó la que le hizo su hija Nicole en favor de la Campaña contra la Pena de Muerte.

Es curioso que tres años de buenas obras y de generosidad monetaria puedan borrar casi por completo una fama de treinta años de actos despiadados. Pero los grandes hombres también compran la benevolencia, el olvido y el perdón por haber traicionado a los amigos y haber promulgado sentencias letales. Y el Don también tenía esta debilidad universal.

Don Raymonde Aprile era un hombre que vivía de acuerdo con las severas normas de su moralidad particular. Uno de sus protocolos le había granjeado el respeto de todo el mundo durante más de treinta años y había sido el origen del extraordinario temor que había constituido la base de su poder. Aquel protocolo se fundaba en una absoluta falta de compasión.

Esta falta de compasión no se debía a una innata crueldad o a un psicopático deseo de causar dolor sino que surgía de una profunda convicción: la de que los hombres siempre se negaban a obedecer. Hasta el ángel Lucifer había desafiado a Dios y había sido expulsado de los cielos.

Por consiguiente, a un hombre ambicioso que luchaba por el poder no le quedaba otro recurso. Cierto que a veces uno intentaba convencer o hacer concesiones en interés de otro hombre. Era razonable que así lo hiciera. Pero cuando todo fracasaba, sólo quedaba el castigo de la muerte. Jamás amenazas de otras modalidades de castigo que pudieran dar lugar a represalias. Simplemente que desapareciera del globo terráqueo para que ya no se le tuviera que tomar en consideración.

La traición era la mayor ofensa. La familia del traidor sufriría las consecuencias; su círculo de amistades y todo su mundo serían destruidos. Hay muchos hombres orgullosos y valientes dispuestos a jugarse la vida a cambio de un beneficio, pero muchos se lo piensan dos veces antes de poner en peligro a sus seres queridos. Don Aprile había creado de esta forma en torno a sí un inmenso terror, y ahora confiaba en su generosidad en bienes mundanos para ganarse el amor menos necesario de los demás.

Cabía decir no obstante en su honor que era tan despiadado con su propia persona como con los demás. A pesar de su enorme poder, no había podido impedir el final de la joven esposa que le había dado tres hijos. Había muerto lenta y terriblemente de cáncer, y él no se había apartado ni un solo momento de su lado en el transcurso de aquellos seis meses, en los que llegó a pensar que su esposa estaba sufriendo el castigo de todos los pecados mortales que él había cometido. De ahí que él mismo decretara su propio castigo.

Jamás se volvería a casar. Apartaría a sus hijos de su lado para que se educaran según los principios de la sociedad legal y no crecieran en su mundo de odio y peligro. Los ayudaría a encontrar su camino, pero jamás participaría en sus actividades. Con profunda tristeza decidió no conocer jamás la verdadera esencia de la paternidad.

Así pues, el Don decidió enviar a sus tres hijos —a la niña Nicole y a los dos chicos, Valerius y Marcantonio— a unos internados privados especiales y jamás permitió que formaran parte de su vida privada personal. Cuando sus hijos regresaban a casa para pasar las vacaciones, interpretaba el papel de padre afectuoso pero distante, pero ellos Jamás formaron parte de su mundo.

Y sin embargo sus hijos lo amaban pese a conocer su mala fama. Jamás hablaban de aquel asunto entre ellos. Era uno de esos secretos familiares que no son un secreto.

Nadie habría podido calificar al Don de sentimental. Tenía muy pocos amigos personales, carecía de animales domésticos y evitaba todas las fiestas y los actos sociales que podía.

Sólo una vez, muchos años atrás, había llevado a cabo un acto de compasión que había asombrado a sus congéneres de Estados Unidos.

Don Aprile, a su regreso de Sicilia con el niño Astorre, encontró a su amada esposa muriéndose de cáncer y a sus tres hijos destrozados por la pena. Para evitar que la impresionable criatura viviera aquella triste situación y temiendo que ésta pudiera perjudicarle en cierto modo, decidió dejarlo al cuidado de dos de sus más fieles consejeros, un hombre llamado Frank Viola y su esposa. Fue una decisión imprudente. Por aquel entonces, Frank Viola aspiraba a suceder al Don.

Sin embargo, poco después de la muerte de la esposa del Don, Astorre Viola, que contaba tres años, se convirtió en miembro de la propia familia del Don cuando su «padre» se suicidó en extrañas circunstancias en el maletero de su coche y su «madre» murió de una hemorragia cerebral. Fue entonces cuando el Don acogió a Astorre en su casa y asumió el título de tío.

Cuando Astorre tuvo edad suficiente para empezar a preguntar por sus padres. Don Raymonde le dijo que era huérfano. Pero Astorre era un niño curioso y porfiado y el Don, para acabar con sus preguntas, le explicó que sus padres eran unos pobres campesinos que no podían darle de comer y habían muerto ignorados en una pequeña aldea siciliana. El Don sabía que la explicación no había convencido por entero al muchacho y sintió una punzada de remordimiento por haberle engañado, pero sabía que, mientras el niño fuera pequeño, era de todo punto necesario mantener en secreto sus raíces mafiosas… por la seguridad de Astorre y por la de sus propios hijos.

Don Raymonde era un hombre muy perspicaz y sabía que su éxito no duraría eternamente; el suyo era un mundo demasiado traidor. Desde el principio decidió cambiar de bando cuando llegara el momento de incorporarse a la seguridad de la sociedad organizada. Y no es que fuera verdaderamente consciente de su decisión, pero los grandes hombres intuyen instintivamente lo que el futuro les va a deparar. Y en este caso actuó movido por una auténtica compasión, pues Astorre Viola, a los tres años, no podía causar la menor impresión ni ofrecer ninguna clave sobre lo que sería más tarde cuando se convirtiera en un hombre. O de la importancia que revestiría su papel en la Familia.

El Don comprendió que la gloria de Estados Unidos residía en la aparición de grandes familias y sabía que la mejor clase social procedía de hombres que, al principio, habían cometido grandes crímenes contra la sociedad. Aquellos hombres que trataban de hacer fortuna habían construido también Estados Unidos y habían dejado que sus malas obras se fueran desintegrando hasta convertirse en polvo olvidado. ¿De qué otra manera se habría podido hacer? ¿Dejando las grandes praderas norteamericanas en poder de aquellos indios que ni siquiera podían imaginar una vivienda de tres pisos? ¿Dejando California en manos de los mexicanos, que carecían de conocimientos técnicos y no podían concebir los grandes acueductos para el riego de unas tierras que permitirían la prosperidad de millones de personas? Estados Unidos había sabido atraer a millones de pobres trabajadores de todo el mundo para encomendarles el duro trabajo de la construcción de ferrocarriles, presas y edificios que se elevaran hasta el cielo. Ah, la estatua de la Libertad había sido un extraordinario rasgo de aquella genialidad. ¿Y acaso no había sido todo para bien? Cierto que se habían producido tragedias, pero eso formaba parte de la vida. ¿Acaso Estados Unidos no era el mayor cuerno de la abundancia que el mundo había conocido? ¿Acaso una pequeña injusticia no era un pequeño precio a cambio de todo aquello? Los individuos siempre se habían tenido que sacrificar en aras del progreso de la civilización y de la sociedad.

Pero existe otra definición de un gran hombre: es el que se niega por encima de todo a aceptar dicha carga. Por algún medio criminal o inmoral o por simple astucia conseguirá cabalgar en la ola del progreso humano sin hacer ningún sacrificio.

Don Raymonde era uno de estos hombres. Había creado su poder individual con su inteligencia y su total falta de compasión. Infundía temor y se había convertido en una leyenda.

Pero sus hijos, de mayores, jamás creyeron aquellas atroces historias.

Estaba, por ejemplo, la leyenda del comienzo de su dominio como jefe de la Familia. El Don controlaba una empresa constructora dirigida por un subordinado suyo, un tal Tommy Liíotti, a quien él había enriquecido a una edad muy temprana por medio de contratos de construcción adjudicados por el municipio. Era un hombre apuesto, ingenioso y encantador, y el Don siempre disfrutaba de su compañía. Pero sólo tenía un defecto: bebía demasiado.

Además, se había casado con Liza, la mejor amiga de la esposa del Don, una bella mujer chapada un poco a la antigua que, con su lengua tremendamente afilada, se sentía obligada a luchar contra el vicio de su esposo. Esto dio lugar a unos desgraciados incidentes. Tommy aceptaba, de buen grado los irónicos comentarios de su mujer cuando estaba sobrio, pero cuando estaba borracho la abofeteaba con tal fuerza que ella tenía que morderse la lengua.

También fue una desgracia que el marido hubiera adquirido una increíble fuerza física debido al duro trabajo que había realizado en la construcción durante su juventud. De hecho, siempre llevaba camisas de manga corta para poder lucir sus soberbios antebrazos y sus espléndidos bíceps.

Lamentablemente, los incidentes fueron adquiriendo cada vez mayor gravedad a lo largo de los años. Una noche Tommy le rompió la nariz y unos cuantos dientes a su mujer, lo cual exigió una costosa intervención quirúrgica. Liza no se atrevió a pedir protección a la esposa de Don Aprile, pues probablemente tal petición la habría convertido en viuda, y ella amaba a su marido a pesar de todo.

Don Aprile no deseaba entremeterse en las riñas domésticas de sus subordinados. Tales asuntos jamás se podían resolver. A él le habría dado igual que el marido hubiera matado a su mujer, pero las agresiones suponían un peligro para sus relaciones en el mundo de los negocios. Una esposa furiosa podía hacer ciertas declaraciones y facilitar información perjudicial, pues el marido guardaba en su casa elevadas cantidades de dinero en efectivo para pagar los sobornos de los contratos municipales.

Por consiguiente, Don Aprile mandó comparecer al marido ante su presencia y le hizo saber con la máxima cortesía que sólo se inmiscuía en su vida personal porque ello afectaba a su negocio. Aconsejó al hombre que matara inmediatamente a su mujer o se divorciara de ella, o que jamás la volviera a maltratar. El marido le aseguró que nunca lo volvería a hacer. Pero el Don no se fiaba. Había observado en los ojos del hombre un cierto fulgor, el fulgor de su soberana voluntad. Este era, a su juicio, uno de los grandes misterios de la vida, el hecho de que un hombre hiciera lo que considerara oportuno hacer cualesquiera que fueran las consecuencias. Los malvados se entregan a la satisfacción de sus más pequeños caprichos y aceptan el destino de arder en el infierno.

Y eso fue lo que ocurrió con Tommy Liotti. Transcurrió casi un año y la lengua de Liza se mostraba cada vez más afilada con el vicio de su marido. A pesar de la advertencia del Don y del amor que sentía por su mujer y sus hijos, Tommy le pegó una brutal paliza. La mujer acabó en el hospital con las costillas rotas y un pulmón perforado.

El marido era rico, tenía conexiones políticas y compró a uno de los jueces corruptos del Don con un elevado soborno. Después convenció a su mujer de que regresara a su lado.

Don Aprile observó todo aquello con cierta cólera y tomó cartas en el asunto muy a su pesar. Primero resolvió los aspectos prácticos de la cuestión. Obtuvo una copia del testamento del marido y averiguó que, como buen padre de familia que era, dejaba todos sus bienes terrenales a su mujer y a sus hijos.

La mujer se convertiría en una acaudalada viuda. Después envió a un equipo especial con instrucciones también especiales. Una semana después el juez recibió una alargada caja con papel de envolver y lazos, en cuyo interior había un par de costosos guantes largos de seda que cubrían los dos poderosos antebrazos del marido, uno de ellos luciendo en la muñeca el caro reloj Rolex que el Don le había regalado años atrás en prueba de su aprecio. Al día siguiente el cadáver fue descubierto flotando en el agua alrededor del Puente de Verrazano.

Otra leyenda resultaba estremecedora por su ambigüedad y parecía una especie de historia infantil de fantasmas. Mientras los tres hijos del Don se encontraban en el internado privado en el que cursaban estudios secundarios, un emprendedor periodista, conocido por el ingenio con que dejaba al descubierto las debilidades de los famosos, los localizó y consiguió mantener con ellos una charla aparentemente intrascendente. El periodista la comparó con la mala reputación del padre de los muchachos, reconociendo, sin embargo, que Don Aprile jamás había sido declarado culpable de ningún delito.

Se trataba de un trabajo muy bien hecho —el periodista era un hombre de gran talento— en el que se comparaba la inocencia de los hijos con la maldad del padre. El reportaje alcanzó una gran notoriedad y circuló por las redacciones de todos los periódicos del país antes incluso de ser publicado. Era la clase de éxito con que sueña cualquier escritor. A todo el mundo le encantó.

El periodista era un hombre muy amante del aire libre y de la naturaleza, y cada año se iba con su mujer y sus hijos a una cabaña del norte del estado para cazar, pescar y disfrutar de la sencilla vida del campo.

Fue un largo fin de semana de un Día de Acción de Gracias. El sábado se incendió la cabaña, situada a más de quince kilómetros de la localidad más próxima. Los equipos de rescate tardaron más de dos horas en llegar.

Para entonces la casa se había convertido en un montón de troncos humeantes, y el periodista y su familia se habían transformado en unos frágiles y carbonizados palillos. Hubo un enorme revuelo y se llevó a cabo una exhaustiva investigación, pero no se pudo descubrir ninguna prueba de actuación delictiva. Se llegó a la conclusión de que la familia se había asfixiado con el humo antes de poder escapar.

Después ocurrió algo muy curioso. A los seis meses de la tragedia empezaron a circular rumores y habladurías. Unas informaciones anónimas llegaron al FBI y a la policía y se filtraron a la prensa. Los rumores apuntaban en el sentido de que todo había sido una venganza del infame Don Aprile. La prensa, ávida de noticias sensacionales, exigió la reapertura del caso. Así se hizo, pero nuevamente sin resultado alguno. Sin embargo, a pesar de la ausencia de pruebas, el hecho se convirtió en otra leyenda de la crueldad del Don: que se había vengado del periodista por haber descubierto el paradero de sus hijos.

Pero eso era lo que decía la gente; en aquella ocasión, las autoridades estaban convencidas de que el Don se encontraba por encima de toda sospecha. Todo el mundo sabía que los periodistas no eran objeto de represalia. Además, ¿de qué hubiera servido matar a uno? El Don era demasiado inteligente como para correr aquel riesgo. Pese a todo, la leyenda no murió. Algunos equipos del FBI pensaban incluso que el propio Don había inspirado los rumores para mantener viva su leyenda. Y ésta siguió creciendo. Pero había otra faceta. Su generosidad. Si lo servías con lealtad, te enriquecías y contabas con un formidable protector en los momentos de necesidad. El Don recompensaba con enorme esplendidez, pero sus castigos eran definitivos. Esta era la leyenda.

Tras sus reuniones con Portella y Cilke, a Don Aprile aún le quedaban algunos detalles por resolver. Puso en marcha la maquinaria para que Astorre Viola regresara a casa tras su exilio de diez años en Sicilia.

Necesitaba a Astorre; en realidad lo había preparado para aquel momento. Astorre era el preferido del Don, por encima de sus propios hijos. En su infancia, Astorre siempre era el jefe de su grupo y, por su precoz don de gentes, parecía un adulto. Amaba al Don y no lo temía, como a veces les ocurría a sus hijos. Y a pesar de que Valerius y Marcantonio tenían dieciocho y diecisiete años cuando él sólo tenía diez, Astorre consiguió independizarse de ellos. Cuando Valerius, que era una especie de ordenancista militar, trataba de castigarlo, él se defendía. Marcantonio era mucho más cariñoso con él y fue el que le compró su primer banjo para animarle a cantar. Astorre lo aceptó como una atención de un adulto a otro.

Las únicas órdenes que cumplía Astorre eran las de Nicole. A pesar de que Nicole sólo le llevaba dos años, lo trataba como a un pretendiente, tal como él le había solicitado cuando era más pequeño. La muchacha le pedía que le hiciera recados, escuchaba con nostalgia las canciones italianas que él le dedicaba y le propinaba una bofetada cuando él intentaba besarla, pues a pesar de su tierna edad se sentía subyugado por la belleza femenina.

Lo cierto es que Nicole era muy guapa. Tenía unos grandes ojos oscuros y una sensual sonrisa, su rostro vibraba con todas las emociones que experimentaba, y se enfrentaba a cualquiera que insinuara que por su condición de mujer no era tan importante como los hombres que constituían su mundo. Le molestaba carecer de la fuerza física de sus hermanos y de Astorre y no poder imponer su voluntad con la fuerza sino tan sólo con su belleza. Y todo eso la convertía en una persona absolutamente intrépida y la inducía a provocarlos a todos, incluso a su padre, a pesar de su temible reputación.

Tras la muerte de su mujer, y cuando sus hijos aún no habían alcanzado la mayoría de edad. Don Aprile adquirió la costumbre de pasar un mes estival en Sicilia. Le gustaba la vida de su aldea natal y todavía conservaba una propiedad allí, Villa Grazia, una casa que había sido el refugio campestre de un conde.

Al cabo de unos años contrató los servicios de un ama de llaves, una viuda siciliana llamada Caterina, una mujer muy guapa, dotada de una recia belleza campesina y de una fina intuición para gobernar la propiedad y granjearse el respeto de los aldeanos. No tardó en convertirse en su amante, cosa que él ocultó a su familia y a sus amigos a pesar de ser un hombre de cuarenta años y el rey del mundo.

Astorre Viola contaba sólo diez años la primera vez que acompañó a Don Raymonde Aprile a Sicilia. El Don había recibido la petición de trasladarse a Sicilia para mediar en un gran conflicto entre la cosca de Corleone y la de Clericuzio. Pero además le gustaba pasar un mes de tranquilidad en su aldea natal, muy cerca de la ciudad de Montelepre.

A los diez años, Astorre era un niño simpático, no había otra palabra para describirlo. Era muy alegre y su hermoso y redondo rostro de tez aceitunada irradiaba afecto. Cantaba constantemente con una dulce voz de tenor. Y cuando no cantaba, conversaba. Sin embargo, y a pesar de todo ello, poseía las apasionadas cualidades de un rebelde nato y aterrorizaba a los demás niños de su edad.

El Don lo llevó consigo a Sicilia porque era el mejor compañero para un hombre de mediana edad, lo cual reflejaba la manera de ser de ambos y la forma en que el Don había educado a sus tres hijos.

Tras haber arreglado los asuntos de sus negocios, el Don medió en la disputa y se produjo una efímera paz. Ahora disfrutaba de sus jornadas, reviviendo su infancia en su aldea natal. Comía fruta, limones, naranjas y aceitunas conservadas en unos toneles con sal, y daba largos paseos con Astorre, contándole lejanas historias de los Robín Hood de Sicilia de sus luchas contra los moros, los franceses, los españoles e incluso el papa. Y después le contaba historias de un héroe local, el gran Don Zeno.

Juntos en la terraza de Villa Grazia, ambos contemplaban cómo el cielo azul celeste de Sicilia se iluminaba con miles de estrellas fugaces mientras el fulgor de los relámpagos estallaba a través de las cercanas montañas. Durante el día caminaban bajo la hosca y mortífera luz del sol siciliano que bañaba todas las casas de piedra y las innumerables rocas con su impresionante calor.

Astorre no tardó en aprender el dialecto siciliano y comía las aceitunas del tonel como si fueran caramelos.

En pocos días se convirtió en el jefe de un grupo de niños de la aldea. El Don se sorprendió de su hazaña, pues los niños sicilianos eran muy orgullosos y no le tenían miedo a nadie. Muchos de aquellos querubines de diez años ya estaban familiarizados con la lupaza, la escopeta de caza de cañones recortados, que era el arma tradicional de la Mafia siciliana.

Don Aprile, Astorre y Caterina se pasaban las largas noches estivales comiendo y bebiendo en el florido jardín cuyos naranjos y limoneros saturaban el aire con su cítrico perfume. A veces invitaban a algunos antiguos amigos de la infancia del Don a cenar y a jugar una partida de cartas. En tales ocasiones, Astorre ayudaba a Caterina a servirles las bebidas.

Caterina y el Don Jamás se manifestaban afecto en público, pero en la aldea todos lo sabían, por lo que ningún hombre se atrevía a cortejar a Caterina y todos le tributaban el respeto debido a la señora de la casa. Fue el período más feliz de la vida del Don.

Faltaban apenas tres días para el término de la visita cuando ocurrió lo inimaginable: el Don fue secuestrado mientras paseaba por las calles de la aldea.

En la cercana localidad de Cinisi, una de las más remotas y atrasadas de Sicilia, el jefe de la cosca de la aldea, el mafioso local, era un feroz e intrépido bandido llamado Fissolini. Su poder era absoluto y no mantenía prácticamente relación con el resto de las coscas de la isla. No podía ni imaginar el enorme poder del Don y menos aún que éste pudiera penetrar en su apartado y seguro mundo. La única regla que creía haber quebrantado era la de traspasar los límites del territorio de la vecina cosca, pero el americano parecía un trofeo lo bastante importante como para que mereciera la pena correr el riesgo. Decidió secuestrar al Don y pedir un rescate.

La cosca, que es la unidad básica de la Mafia, suele estar integrada por miembros de una misma familia. Y los ciudadanos que respetan la ley, como los médicos o los abogados, suelen adherirse a ella para que les proteja sus intereses. A pesar de ser una organización en sí misma, la cosca puede aliarse con otra cosca más fuerte y poderosa. Y todo este entramado es lo que comúnmente se conoce como Mafia. Pero no hay ningún comandante o jefe supremo.

Una cosca suele centrarse en un determinado fraude organizado en un territorio determinado. Una cosca controla el precio del agua, por ejemplo, e impide que el Gobierno central construya embalses para que baje el precio. De esta manera destruye el monopolio del Gobierno. Otra controla la alimentación y los mercados. Las más poderosas eran la cosca de los Clericuzio de Palermo, que controlaba las construcciones Inmobiliarias de toda Sicilia, y la cosca de Corleone, que controlaba a los políticos de Roma y se encargaba de la distribución de droga a todo el mundo. Después estaban otras coscas más insignificantes que exigían cuotas a los jóvenes románticos a cambio de permitirles cantar serenatas delante de los balcones de sus amadas. Todas las coscas organizaban el crimen. No permitían que los perezosos e inútiles robaran a los inocentes ciudadanos que pagaban su cuota a la cosca. Los que robaban carteras o violaban a las mujeres solían ser inmediatamente castigados con la muerte. Además, dentro de las coscas no se toleraba el adulterio. Tanto los hombres como las mujeres eran ejecutados sin piedad. Todo el mundo lo tenía muy claro.

La cosca de Fissolini llevaba una existencia más bien precaria. Controlaba la venta de imágenes sagradas, cobraba para proteger el ganado de los campesinos y organizaba los secuestros de los ricos despreocupados.

Y así fue como Don Aprile y el pequeño Astorre, que paseaban por la calle de su aldea, fueron introducidos por el ignorante Fissolini en dos camiones del Ejército norteamericano.

Los diez hombres vestidos de campesinos iban armados con rifles. Levantaron a Don Aprile del suelo y lo arrojaron al interior del primer camión. Astorre se lanzó sin dudar a la caja abierta del camión para no separarse de su tío. Los bandidos trataron de echarlo, pero él se agarró a los pilares de madera.

Los camiones tardaron una hora en llegar al pie de las montañas de los alrededores de Montelepre. Después cambiaron los camiones por caballos y asnos e iniciaron el ascenso por las rocosas laderas hacia el cielo azul celeste de Sicilia. A lo largo del trayecto, el niño lo observó todo con sus grandes ojos verdes, pero no dijo ni una sola palabra.

Cerca del ocaso llegaron a una profunda cueva excavada en la montaña. Allí les prepararon una cena de cordero asado, pan casero y vino. En el campamento había una imagen de gran tamaño de la Virgen María protegida por una especie de capilla de madera oscura labrada a mano. A pesar de su crueldad, Fissolini era muy devoto. Poseía además la natural cortesía de los campesinos.

Fissolini se presentó al Don y al niño. Estaba claro que se trataba del jefe de la banda. Era un hombre bajo, y corpulento como un gorila. Llevaba un rifle, y dos pistolas al cinto. Su rostro parecía esculpido en una piedra tan dura como Sicilia, pero sus ojos estaban iluminados por un risueño centelleo. Disfrutaba de la vida y de sus pequeñas bromas, y por encima de todo le encantaba tener en su poder a un rico americano que valía su peso en oro. Pese a todo, carecía de malicia.

—Excelencia —le dijo al Don—, no quiero que se preocupe por el chico. Mañana por la mañana él mismo llevará la nota del rescate al pueblo.

Astorre comió con buen apetito. Jamás había saboreado nada tan delicioso como aquel cordero a la parrilla. Al final dijo con alegre valentía:

—Yo me quedo con mi tío Raymonde.

Fissolini se echó a reír.

—La buena comida infunde valor. Para manifestarle mi respeto a Su Excelencia, yo mismo he preparado esta comida. Y he utilizado las especias que utilizaba mi madre.

—Yo me quedo con mi tío —repitió Astorre con voz clara y desafiante.

Don Aprile le dijo a Fissolini con una severidad no exenta de gentileza:

—Ha sido una noche maravillosa, la comida, el aire de la montaña y su compañía. Estoy deseando contemplar el rocío de la campiña, pero le aconsejo que me devuelva a mi aldea.

Fissolini se inclinó ante él en respetuosa reverencia.

—Sé que es usted rico. Pero ¿es poderoso? Sólo pienso pedir cien mil dólares en dinero americano.

—Eso es un insulto —dijo el Don—. Usted me ofende. Duplique la cantidad. Y añada otros cincuenta para el chico. Recibirá el dinero. Pero después su vida será una eterna desgracia. —El Don hizo una momentánea pausa—. Me sorprende que haya sido usted tan imprudente.

Fissolini lanzó un suspiro.

—Tiene que comprenderlo, Excelencia, soy pobre. Cierto que puedo tomar lo que quiera en mi territorio, pero Sicilia es un país tan maldito que los ricos son demasiado pobres como para mantener a los hombres como yo. Tiene que comprender que usted es mi ocasión de hacer fortuna.

—En tal caso debería haberme ofrecido sus servicios —dijo el Don—. Siempre tengo trabajo para los hombres inteligentes.

—Lo dice ahora porque se siente débil y desamparado —replicó Fissolini—. Los débiles son siempre muy generosos. Pero yo seguiré su consejo y pediré el doble, aunque le confieso que me siento un poco culpable. Ningún ser humano vale tanto. Y dejaré libre al niño. Tengo debilidad por los críos. Yo tengo cuatro, y necesito alimentar sus bocas.

Don Aprile miró a Astorre.

—¿Irás?

—No —contestó Astorre, inclinando la cabeza—. Quiero estar contigo.

Astorre levantó la cabeza y miró a su tío.

—Pues entonces, deje que se quede —le dijo el Don al bandido.

Fissolini sacudió la cabeza.

—Irá. Tengo que mantener mi buena fama. No quiero que se me conozca como un secuestrador de niños. Porque a fin de cuentas. Excelencia, y a pesar del gran respeto que siento por usted, tendré que enviarle a usted trocito a trocito si no pagan. En cambio, si lo hacen, le doy la palabra de honor de Pietro Fissolini de que no se le tocará ni un solo pelo del bigote.

—El dinero se pagará —dijo tranquilamente el Don—. Y ahora procuremos sacar el máximo provecho de la situación. Sobrino, cántales una de tus canciones a estos caballeros.

Astorre cantó para los diez o más bandidos, que se mostraron encantados y lo felicitaron, alborotándole cariñosamente el pelo. Fue un momento mágico para todos, pues la dulce voz del niño llenó el aire de las montañas con canciones de amor.

Los bandidos sacaron de una cercana cueva unas mantas y unos sacos de dormir.

—Excelencia —dijo Fissolini—, ¿qué le apetece para mañana? ¿Un poco de pescado fresco para el desayuno, y unos espaguetis con carne de ternera para el almuerzo? Estamos a su servicio.

—Se lo agradezco —dijo el Don—. Un poco de queso y fruta será suficiente.

—Que descanse —dijo Fissolini. Enternecido por la cara de tristeza del niño, le dio a Astorre unas palmadas en la cabeza—. Mañana descansarás en tu cama.

Astorre cerró los ojos y se quedó dormido de inmediato en el suelo, junto al Don, que lo rodeó con su brazo.

—Quédate conmigo —le dijo.

Astorre durmió tan profundamente que el naciente sol rojo como las brasas ya se había elevado por encima de su cabeza cuando lo despertó un ruido ensordecedor. En la hondonada había cincuenta hombres armados. Don Aprile, amable, sereno y tranquilo, estaba sentado en un gran resalto de piedra, bebiendo de una jarra de café.

Al ver al niño. Don Aprile le hizo señas de que se acercara.

—¿Quieres un poco de café, Astorre? —Señaló con el dedo al hombre que tenía delante—. Es mi buen amigo Bianco.

El nos ha rescatado.

Astorre vio a un gigantesco individuo muy bien recubierto de grasa y vestido con traje y corbata. A pesar de que parecía ir desarmado, su aspecto resultaba infinitamente más temible que el de Fissolini. Tenía una buena mata de canoso cabello rizado y unos grandes ojos de color rosado. Todo el poder que irradiaba quedó oscurecido por la grave suavidad de su voz.

—Don Aprile —dijo Ottavio Bianco—, tengo que pedirle disculpas por haber llegado tan tarde y que haya tenido usted que dormir en el suelo como un campesino. Pero he venido en cuanto me he enterado. Siempre he sabido que Fissolini era un zopenco, pero nunca imaginé que fuera capaz de hacer una cosa así.

Se oyeron unos martillazos y unos hombres desaparecieron del campo visual de Astorre. El niño vio a dos jóvenes clavando unos maderos en forma de cruz. Después, con la hondonada al fondo, vio a Fissolini y a sus diez bandidos atados de pies y manos en el suelo y amarrados a unos árboles. Estaban envueltos en una red de alambre y cuerdas, con las extremidades entrelazadas. Parecían un montículo de moscas sobre un trozo de carne.

—Don Aprile —preguntó Bianco—, ¿a quién de esta escoria desea usted juzgar primero?

—A Fissolini —contestó el Don—. Es el jefe.

Bianco arrastró a Fissolini hasta el Don, todavía fuertemente atado como si fuera una momia. Bianco y uno de sus soldados lo levantaron y lo obligaron a permanecer de pie.

—Fissolini —dijo Bianco—, ¿cómo has podido ser tan estúpido? ¿No sabías que el Don se encontraba bajo mi protección, pues de otro modo yo mismo lo hubiera secuestrado? ¿Acaso pensabas que estabas pidiendo prestada una simple garrafa de aceite, o un poco de vinagre? ¿He entrado yo alguna vez en tu territorio? Lo malo es que siempre has sido muy testarudo y yo sabía que acabarías mal. Bueno, vas a colgar de la cruz como Jesús, y pedirás perdón a Don Aprile y al chiquillo. Tendré compasión de ti y te pegaré un tiro antes de clavarte en la cruz.

—Bien —le dijo el Don a Fissolini—, explíqueme esta falta de respeto.

Fissolini echó orgullosamente los hombros hacia atrás.

—La falta de respeto no fue contra su persona. Excelencia. Yo no sabía lo importante que era usted y lo mucho que le apreciaban mis amigos. Este necio de Bianco me hubiera podido mantener perfectamente informado. Excelencia, he cometido un error y lo tengo que pagar. —Hizo una breve pausa y después le gritó a Bianco con una mezcla de rabia y desprecio—: Diles a esos hombres que dejen de pegar martillazos. Me estoy volviendo sordo. ¡No es necesario que me muera de miedo antes de que me mates! —Tras otra breve pausa, el bandido añadió, dirigiéndose al Don—: Castígueme pero perdone la vida a mis hombres. Cumplieron mis órdenes. Tienen familia. Destruirá usted toda una aldea si los mata.

—Son hombres responsables —contestó sarcásticamente Don Aprile—. Los insultaría si no les hiciera compartir su destino.

El pequeño Astorre, a pesar de su mentalidad infantil, comprendió en aquel momento que estaban hablando de cuestiones de vida o muerte.

—Tío —dijo en un susurro—, no le hagas daño.

El Don no dio muestras de haberle oído.

—Siga —le dijo a Fissolini.

Fissolini le dirigió una inquisitiva mirada, mezcla de orgullo y cautela.

—No le pediré que respete mi vida. Pero aquellos hombres tendidos allí abajo son parientes míos. Si los mata, destruirá a sus mujeres y a sus hijos. Tres de ellos son yernos míos. Tenían una confianza absoluta en mí. Si los deja usted libres, antes de morir les haré jurar lealtad inquebrantable a usted. Y ellos me obedecerán. Tener diez amigos leales no es cualquier cosa. Me dicen que es usted un gran hombre, pero no puede ser verdaderamente grande si no tiene compasión. No tendría que convertirlo usted en una costumbre, naturalmente, pero sólo por esta vez —dijo Fissolini, mirando con una sonrisa a Astorre.

Aquel momento le era muy familiar a Don Aprile, que no albergaba la menor duda en cuanto a su decisión. Siempre había desconfiado del poder de la gratitud y creía que nadie podía influir en la voluntad de un hombre como no fuera mediante la muerte. Contempló fríamente a Fissolini y sacudió la cabeza. Bianco se adelantó.

Astorre se acercó a su tío y le miró directamente a los ojos. Lo había comprendido todo. Alargó la mano para proteger a Fissolini.

—No nos ha hecho daño —dijo—. Sólo quería nuestro dinero.

—¿Y eso no es nada? —replicó el Don con una sonrisa en los labios.

—Era por una buena razón —dijo Astorre—. Quería el dinero para alimentar a su familia. Y a mí me cae bien. Por favor, tío.

—Bravo —dijo el Don, sonriendo.

Después permaneció un buen rato en silencio sin prestar atención a Astorre, que le tiraba de la mano. Y por primera vez en muchos años, el Don experimentó el impulso de mostrarse clemente.

Los hombres de Bianco habían encendido unos pequeños puros muy fuertes cuyo humo fue arrastrado por la brisa de la montaña a través del aire del amanecer. Uno de los hombres se adelantó, se sacó del bolsillo de la chaqueta de caza un puro y se lo ofreció al Don. Con claridad infantil, Astorre comprendió que no se trataba de una simple cortesía sino de una manifestación de respeto. El Don aceptó el puro y el hombre se lo encendió, ahuecando las manos alrededor. El Don dio unas lentas y deliberadas caladas antes de proseguir.

—No le insultaré ofreciéndole mí compasión. Pero le ofreceré un trato de carácter profesional. Sé que no obró con malicia y que tuvo la mayor consideración con mi persona y con el chico. Por consiguiente, ahí va el trato. Usted vivirá. Sus compañeros también vivirán. Pero durante el resto de sus vidas, estarán a mis órdenes.

Astorre lanzó un suspiro de alivio y miró con una sonrisa a Fissolini. Después observó cómo Fissolini hincaba la rodilla en tierra y besaba la mano del Don. Astorre vio que los hombres armados que los rodeaban daban unas fuertes caladas a sus puros y que incluso Bianco, inmenso como una montaña, se estremecía de placer.

—Dios le bendiga. Excelencia —murmuró Fissolini.

El Don posó el puro sobre una cercana roca.

—Acepto su bendición, pero debe usted comprenderlo.

Bianco acudió a salvarme; espero de usted la misma obligación. Yo le pago a el una suma de dinero y cada año haré lo mismo con usted. Sin embargo, si comete un solo acto de deslealtad, usted y su mundo serán destruidos. Usted, su esposa, sus hijos, sus sobrinos, sus yernos dejarán de existir.

Fissolini se incorporó. Abrazó al Don y estalló en sollozos.

Y así fue como el Don y su sobrino Astorre quedaron oficialmente unidos para siempre. El Don amaba al chico por haberlo convencido de que fuera compasivo, y Astorre amaba a su tío por haberle otorgado las vidas de Fissolini y de sus hombres. El vínculo duró para el resto de sus días.

La última noche en Villa Grazia, el Don se tomó el café en el jardín y Astorre comió aceitunas del tonel. El niño se mostraba muy pensativo y menos locuaz que de costumbre.

—¿Te entristece abandonar Sicilia? —le preguntó el Don.

—Ojalá pudiera quedarme a vivir aquí —contestó Astorre, guardándose los huesos de las aceitunas en el bolsillo.

—Bueno, pero vendremos juntos todos los veranos —le dijo el Don.

Astorre lo miró como a un sabio y viejo amigo con su juvenil rostro alterado por la preocupación.

—¿Caterina es tu novia? —preguntó.

El Don se echó a reír.

—Es una buena amiga —contestó.

Astorre reflexionó un instante.

—¿Saben mis primos algo de ella? —preguntó.

—No, mis hijos no saben nada —contestó el Don con expresión risueña mientras se preguntaba qué otra pregunta le iba a formular el chico.

Astorre lo miró con semblante muy serio.

—¿Saben mis primos que tienes poderosos amigos como Bianco que harían cualquier cosa que tú les mandaras?

—No —contestó el Don.

—Pues yo no les diré nada —dijo Astorre—. Ni siquiera les contaré lo del secuestro.

El Don sintió una oleada de orgullo. Llevaba la omertà en los genes.

Aquella noche, solo en el exterior de la casa, Astorre se dirigió al rincón más alejado del jardín, cavó un hoyo con las manos e introdujo en él los huesos de aceituna que se había guardado en el bolsillo. Levantó los ojos hacia el pálido cielo azul de la noche siciliana y se imaginó a la edad de su tío, sentado en aquel jardín en una noche como aquélla, contemplando sus olivos.

A juicio del Don, todo lo que ocurrió después de aquello fue obra del destino. El y Astorre efectuaron su viaje anual a Sicilia hasta que Astorre cumplió los dieciséis años. En lo más recóndito de la mente del Don estaba adquiriendo forma una visión, un vago esbozo del destino del muchacho.

Fue su hija Nicole la causante de la crisis que lo encauzó hacia, aquel destino. A los dieciocho años, dos más que Astorre, Nicole se enamoró de él y, dado su ardiente temperamento, apenas se tomó la molestia de disimularlo y se adueñó por completo del impresionable joven. Las relaciones íntimas entre ambos se desarrollaron con toda la pasión propia de la juventud.

El Don no podía permitirlo, pero era un general que adaptaba sus tácticas al territorio. Jamás dejó traslucir que supiera algo de aquel asunto.

Una noche llamó a Astorre a su estudio y le anunció su intención de enviarlo a Inglaterra no sólo para estudiar sino también para hacer su aprendizaje bancario con un tal señor Pryor de Londres. No le dio ninguna explicación lógica, sabiendo que el chico comprendería que lo enviaba lejos para acabar con aquellas relaciones. Pero no había contado con su hija, que estaba escuchando detrás de la puerta. La joven irrumpió furiosa en la estancia, presa de una apasionada indignación cuya violencia acrecentaba más si cabe su belleza.

—Tú no lo vas a enviar lejos de aquí —le gritó a su padre—. Huiremos juntos.

El Don la miró sonriendo.

—Los dos tenéis que terminar los estudios —le dijo en tono apaciguador.

Nicole se volvió hacia Astorre y vio el intenso rubor de su rostro.

—Astorre —le dijo—, no irás, ¿verdad?

Al ver que Astorre no contestaba, Nicole rompió a llorar.

A cualquier padre le hubiera resultado difícil no conmoverse ante aquella pequeña escena, pero al Don le hizo gracia. Su hija era una criatura espléndida, una verdadera mafíosa en el antiguo sentido de la palabra, un auténtico trofeo desde todos los puntos de vista. Aunque durante muchas semanas la joven se negó a hablar con su padre y permaneció encerrada en su cuarto, el Don no temía que el corazón se le hubiera partido de pena para siempre.

Más gracia, le hizo todavía ver a Astorre preso en la trampa de todas las adolescentes en flor. Era evidente que Astorre amaba a Nicole. Y también que la pasión y la entrega de la muchacha lo hacían sentirse la persona más importante de la tierra. Cualquier joven se hubiera dejado seducir por semejante interés. Pero al Don le resultaba también evidente que Astorre estaba deseando encontrar un pretexto para librarse de cualquier estorbo que se interpusiera en su camino hacia las glorias de la vida. El Don esbozó una sonrisa. El muchacho estaba dotado del instinto necesario, y había llegado el momento de que empezara a aprender en serio.

Y ahora, tres años después de su retiro, Don Raymonde Aprile se sentía seguro y experimentaba la satisfacción del hombre que ha tomado decisiones acertadas a lo largo de toda su vida. De hecho, el Don se sentía tan seguro que empezó a entablar unas relaciones más estrechas con sus hijos y a gozar finalmente de los frutos de la paternidad. Hasta cierto punto.

Al haber pasado buena parte de los últimos veinte años de su vida en destinos del Ejército en el extranjero, Valerius nunca había estado demasiado unido a su padre. Ahora que había sido enviado a West Point, los dos hombres se veían con más frecuencia y se hablaban con más sinceridad. Pero el diálogo seguía siendo difícil.

Con Marcantonio, la situación era distinta. Entre el Don y su segundo hijo se había establecido una especie de afinidad. Marcantonio explicaba la emoción que le deparaba la programación teatral, su deber para con los telespectadores y su deseo de convertir el mundo en un lugar mejor. Las vidas de aquellas personas eran como cuentos de hadas para el Don, el cual se sentía fascinado por ellas.

Durante las cenas familiares, Marcantonio y su padre discutían amistosamente sobre los temas que divertían a la gente.

—Yo jamás he visto a personas tan buenas o tan malas como los personajes que aparecen en estas obras —le dijo una vez el Don a Marcantonio.

—Eso es lo que creen los telespectadores —contestó su hijo—. Y nosotros se lo tenemos que dar.

Durante una reunión familiar, Valerius había tratado de explicar el fundamento lógico de la guerra del Golfo, que además de proteger los derechos humanos y toda una serie de importantes intereses económicos, se había traducido también en una elevación de los índices de audiencia para la cadena de televisión de Marcantonio. Pero el Don se había limitado a encogerse de hombros. Aquellas sutilezas del poder le tenían sin cuidado.

—Dime —le dijo a Valerius—, ¿cómo ganan realmente las guerras las naciones? ¿Cuál es el factor decisivo?

Valerius reflexionó un instante.

—Un ejército bien preparado, unos brillantes generales. También las grandes batallas que se pierden o se ganan. Cuando trabajaba en el servicio de espionaje y analizábamos todos los factores, la cuestión se reducía a lo siguiente: gana la guerra el país que produce más acero, así de sencillo.

El Don asintió, finalmente satisfecho.

Sin embargo, la relación más intensa y cordial la mantenía con su hija Nicole. Estaba orgulloso de sus éxitos, de su belleza física, de su apasionada naturaleza y de su inteligencia. A pesar de su juventud, sólo treinta y dos años, Nicole se estaba convirtiendo en una prestigiosa abogada con muy buenas conexiones políticas, y en los juicios se enfrentaba sin temor a cualquier representante de los poderes fácticos.

Ahí el Don la había ayudado bajo mano, pues su bufete jurídico le debía muchos favores. Pero sus hermanos se mostraban muy cautos con ella por dos motivos: estaba divorciada y defendía gratuitamente a mucha gente. A pesar de la admiración que sentía por ella, el Don jamás podía tomarse en serio a Nicole. A fin de cuentas, era una mujer. Y le gustaban demasiado los hombres.

En las comidas familiares discutían constantemente Como dos enormes gatazos que estuvieran retozando peligrosamente hasta hacerse sangre. Tenían un motivo de discusión muy serio, el único que podía alterar el buen humor del Don. Nicole creía en el carácter sagrado de la vida humana y consideraba que la pena de muerte era una cosa abominable. Había organizado y dirigido la Campaña contra la Pena de Muerte para la abolición de dicho castigo.

—¿Por qué? —le preguntó el Don.

Nicole se enfurecía una y otra vez, porque creía que la pena de muerte acabaría destruyendo a la humanidad. Y estaba segura de que si la muerte de un hombre resultaba aceptable en determinadas circunstancias, también se podría justificar en otras circunstancias y en otras creencias. No sería beneficiosa para la evolución de la humanidad. Esta creencia la colocaba en una situación de conflicto permanente con su hermano Valerius. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa hacía un ejército? A ella no le importaban los motivos. El hecho de matar era siempre lo mismo, y nos haría retroceder al canibalismo o a cosas peores.

Nicole aprovechaba todas las ocasiones para luchar en los tribunales del país y salvar a los asesinos condenados a muerte. Y el Don lo consideraba una pura insensatez.

En el transcurso de otra cena familiar el Don propuso un brindis por su hija, que acababa de ganar un sonado proceso en el que había actuado de oficio, consiguiendo la conmutación de la pena de muerte a la que había sido condenado uno de los más célebres criminales de la década. El hombre había matado a su mejor amigo y había penetrado analmente a la viuda. En su huida, había atracado y asesinado a dos empleados de una gasolinera. A continuación había violado y asesinado a una niña de diez años. Su carrera delictiva terminó cuando intentó matar a dos agentes de policía que circulaban en un coche patrulla. Nicole había ganado el caso alegando enajenación mental, aunque el hombre tendría que pasar el resto de sus días en una institución para delincuentes desequilibrados, sin posibilidad de ser puesto en libertad.

La siguiente cena familiar fue otra celebración en honor de Nicole por haber ganado otro caso. Había defendido un difícil principio jurídico, corriendo un grave riesgo personal pues había tenido que comparecer ante una comisión del Colegio de Abogados por conducta poco ética. Afortunadamente había sido absuelta, había ganado; estaba exultante y no cabía en sí de felicidad.

El Don, que se encontraba de muy buen humor, había mostrado un insólito interés por aquel caso. Felicitó a su hija por la absolución, pero no comprendía, o fingía no comprender, las circunstancias. Nicole se las tuvo que explicar.

Había defendido a un hombre de treinta años que había violado, penetrado analmente y asesinado a una niña de doce años, y que después había escondido su cuerpo para que la policía no lo encontrara. Los indicios en su contra eran muy sólidos, pero sin el hallazgo del cadáver el jurado y el juez se resistían a condenarlo a la pena de muerte. Los padres de la víctima confiaban desesperadamente en encontrar el cadáver.

El asesino le reveló a Nicole, su defensora, dónde estaba enterrado el cuerpo y la autorizó a concertar un trato: él revelaría el paradero del cadáver a cambio de una condena a cadena perpetua en lugar de la pena de muerte. No obstante, cuando Nicole inició las negociaciones con el fiscal, tuvo que enfrentarse con una amenaza de enjuiciamiento en caso de que no revelara inmediatamente el paradero del cadáver. Nicole creía sin embargo que la sociedad estaba obligada a proteger el carácter confidencial de la relación entre abogado y cliente, por lo que se negó a facilitar la información. Un destacado Juez declaró ajustada a derecho su actuación.

Tras consultar con los padres de la víctima, el fiscal aceptó finalmente el pacto.

El asesino reveló que había troceado el cadáver, lo había colocado en una caja llena de hielo y lo había enterrado en una zona pantanosa próxima a Nueva Jersey. Encontraron el cadáver y el asesino fue condenado a cadena perpetua. Pero entonces el Colegio de Abogados la acusó de negociación poco ética. Y aquel día había obtenido la absolución.

El Don brindó por todos y después le preguntó a Nicole:

—¿Y tú te comportaste con honradez durante todo este proceso?

Nicole perdió una parte de la alegría que sentía hasta ese momento.

—Era una cuestión de principios. No se puede consentir que el Gobierno rompa el privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente en cualquier situación, por grave que ésta sea, pues en tal caso perdería su carácter sacrosanto.

—¿Y no sentiste nada por la madre y el padre de la víctima? —le preguntó el Don.

—Por supuesto que sí —contestó Nicole en tono de hastío—, pero no podía permitir que eso influyera en un principio básico del derecho. Te aseguro que la situación me hizo sufrir mucho, pero para sentar precedentes con vistas al futuro hay que hacer ciertos sacrificios.

—Sin embargo el Colegio de Abogados te sometió a Juicio —dijo el Don.

—Para salvar la cara —replicó Nicole—. Fue un gesto político. La gente corriente que no está familiarizada con las complejidades del ordenamiento jurídico, no puede admitir estos principios legales y se armó un buen jaleo. De ahí que mi comparecencia ante la comisión contribuyera a suavizarlo todo. Tenía que intervenir un eminente juez y explicar públicamente que, según la Constitución, yo estaba en mi derecho al negarme a facilitar aquella información.

—Bravo —dijo jovialmente el Don—. El derecho siempre depara sorpresas, aunque sólo para los abogados, claro.

Nicole sabía que su padre se estaba burlando de ella.

—Sin un ordenamiento jurídico no puede haber civilización —replicó en tono cortante.

—Muy cierto —dijo el Don, como si quisiera aplacar a su hija—. Pero parece injusto que un hombre que ha cometido un terrible delito pueda salvar la vida.

—Por supuesto que lo es —convino Nicole—. Pero nuestro ordenamiento jurídico está basado en los acuerdos tácticos entre defensor y fiscal para agilizar los trámites judiciales. Es verdad que los delincuentes son condenados a unos castigos inferiores a los que se merecen, pero en cierto modo eso es bueno. El perdón cura. Y, a la larga, los que cometen crímenes contra la sociedad se pueden rehabilitar más fácilmente.

Por eso el Don propuso un brindis con sarcástica jovialidad.

—Pero dime una cosa —dijo volviéndose hacía Nicole—, ¿en algún momento creíste que el hombre era inocente debido a su locura? A fin de cuentas, actuó siguiendo los impulsos de su voluntad.

Valerius miró a Nicole con sus ojos fríos e inquisitivos. Había cumplido los cuarenta, y era muy alto, con un bigotito y un cabello ya entreverado de gris. En su calidad de oficial del servicio de espionaje, había tomado algunas decisiones al margen de la moralidad humana. Le interesaban los argumentos de Nicole.

Marcantonio comprendía a su hermana y sabía que aspiraba a llevar una vida normal porque en parte se avergonzaba de la vida de su padre. Y él temía que dijera algo que su padre jamás le pudiera perdonar.

Astorre, por su parte, estaba deslumbrado por Nicole, por sus ardientes ojos y por la increíble energía con que replicaba a los aguijonazos de su padre. Recordaba sus amores adolescentes y sabía que ella le seguía teniendo cariño. Pero ahora él había cambiado, ya no era el amante de antaño. Eso estaba muy claro. Se preguntaba sí los hermanos de Nicole sabían algo de aquellas largas relaciones. Y él también temía que la discusión rompiera los vínculos de la familia, una familia a la que él quería y que constituía su único refugio. Confiaba en que Nicole no llegara demasiado lejos. Pero no compartía sus puntos de vista. Sus diez años en Sicilia le habían enseñado otra cosa muy distinta. Le extrañaba sin embargo que las dos personas a las que más quería en el mundo pudieran ser tan diferentes. Y pensaba que, aunque ella tuviera razón, él jamás se podría poner de su parte contra su padre.

Nicole miró con descaro a los ojos de su padre.

—No creo que actuara siguiendo los impulsos de su voluntad —contestó—. Actuó obligado por las circunstancias de su vida… por sus deformadas percepciones, su herencia genética, su bioquímica y la ignorancia de la medicina… estaba loco. Por consiguiente, es evidente que lo creo.

El Don reflexionó un instante y después preguntó:

—Dime, si él te hubiera confesado que todas sus excusas eran falsas, ¿hubieras seguido empeñada en salvarle la vida?

—Sí —contestó Nicole—. La vida de cada persona es sagrada. El Estado no tiene derecho a quitársela.

El Don esbozó una burlona sonrisa.

—Eso se debe a tu sangre italiana. ¿Sabes que en la Italia moderna jamás ha habido pena de muerte? Se salvaron muchas vidas humanas.

Sus hijos y Astorre se asustaron al oír el sarcástico tono de su voz, pero Nicole no se amilanó.

—Es una barbaridad que el Estado, bajo el manto de la justicia, cometa un asesinato premeditado —le contestó severamente a su padre—. Creo que tú, más que nadie, deberías estar de acuerdo con este principio. —Era un desafío, una referencia a su mala fama. Nicole se echó a reír y añadió, más serena—: Tenemos una alternativa. El criminal está encerrado a buen recaudo en una institución o prisión de por vida y no tiene ninguna esperanza de alcanzar la libertad condicional. Y por tanto ya no constituye un peligro para la sociedad.

El Don la miró fríamente.

—Cada cosa a su tiempo —dijo—. Yo apruebo que el Estado le quite la vida a una persona. Y en cuanto a lo de la prisión de por vida sin posibilidad de puesta en libertad o de libertad condicional, creo que es un cuento chino. Supongamos que al cabo de veinte años se descubren nuevas pruebas o se supone que el individuo se ha rehabilitado, se ha convertido en otra persona y rezuma bondad por todos sus poros. Pero de la muerta nadie se acuerda. El hombre es puesto en libertad. Y eso no es lo más importante…

Nicole frunció el entrecejo.

—Papá, yo no he dado a entender en ningún momento que la víctima no fuera importante. Pero el hecho de quitarle la vida al asesino no le devolverá la vida a la víctima. Y cuanto más aceptemos la muerte de una persona, cualesquiera que sean las circunstancias, tanto más tiempo se prolongará esta situación.

Aquí el Don hizo una pausa, bebió un poco de vino y miró a sus dos hijos y a Astorre, sentados en torno a la mesa.

—Permíteme que te cuente la realidad —dijo, volviéndose hacia su hija y hablando con insólita vehemencia—. ¿Dices que la vida humana es sagrada? ¿En qué pruebas te basas? ¿Dónde dice eso la historia? Todos los gobiernos y todas las religiones han respaldado las guerras que han matado a millones de hombres. Tenemos constancia a través del tiempo de las matanzas de miles de enemigos por disputas políticas o por intereses económicos. ¿Cuántas veces el dinero se ha colocado por encima del carácter sagrado de la vida humana? Tú misma aceptas la supresión de la vida humana cuando consigues salvar a tu cliente.

—Yo no la he aceptado —contestó Nicole mientras un extraño fulgor se encendía en sus negros ojos—. Yo no la he disculpado. Creo que es una barbaridad. ¡Simplemente me he negado a sentar las bases de más supresiones de vidas humanas!

Ahora el Don habló más calmado y con más sinceridad, como si quisiera que todos lo escucharan.

—Por encima de todo eso —dijo—, la víctima, tu ser querido, yace bajo tierra. A él se le aparta para siempre de este mundo. Jamás volveremos a ver su rostro, jamás volveremos a oír su voz, jamás tocaremos su carne. Está en la oscuridad, perdido para nosotros y para el mundo.

Todos escucharon en silencio mientras el Don bebía otro poco de vino.

—Y ahora, Nicole, escúchame bien. Tu cliente, el asesino, ha sido condenado a cadena perpetua. Se pasará el resto de su vida entre rejas o en una institución. Eso es lo que tú dices. Pero cada mañana verá salir el sol, se alimentará con comida caliente, oirá música, circulará la sangre por sus venas y le hará sentir interés por el mundo. Sus seres queridos lo podrán seguir abrazando. Tengo entendido que hasta podrá estudiar libros y aprender carpintería para construir mesas y sillas. En resumen, seguirá vivo. Y eso es injusto.

Nicole no dio su brazo a torcer.

—Papá, si uno quiere domesticar a un animal, no permite que coma carne cruda. No permite que la saboree para que no se aficione a ella. Cuanto más matemos, tanto más fácil resultará matar. ¿Es que no te das cuenta? —Al ver que su padre no contestaba, le preguntó—: ¿Y cómo estableces lo que es justo y lo que es injusto? ¿Cómo se traza, la línea?

Su desafío se estaba convirtiendo en una petición a su padre para que comprendiera todos los años que ella se había pasado abrigando dudas sobre él.

Todos esperaban un estallido de furia del Don ante la insolencia de su hija, pero de repente el Don recuperó el buen humor.

—He tenido mis momentos de debilidad —dijo—. Pero jamás he permitido que un niño juzgara a sus padres. Los niños son inútiles y viven con nuestro consentimiento. Y yo me considero un padre irreprochable. He educado a tres hijos que son unos puntales de la sociedad, inteligentes, cultos y triunfadores en sus profesiones. Y que no están totalmente desamparados contra el destino. ¿Puede alguno de vosotros hacerme algún reproche?

Al llegar a este punto se desvaneció la cólera de Nicole.

—No —contestó—. Como padre, nadie te puede hacer ningún reproche. Pero has olvidado algo. Siempre se ahorca a los oprimidos. Los ricos acaban librándose de la pena de muerte.

El Don miró a Nicole con semblante muy serio.

—Pues entonces, ¿por qué no luchas para modificar las leyes de manera que los ricos también sean ahorcados, como los pobres? Eso es más inteligente.

—No quedaría nadie —intervino Astorre, con una sonrisa en los labios.

El comentario rompió la tensión.

—La mayor virtud de la humanidad es la clemencia —dijo Nicole—. Una sociedad culta no ejecuta a un ser humano y se abstiene del castigo todo lo que el sentido común y la justicia le permiten.

Sólo entonces el Don perdió su habitual buen humor.

—¿De dónde has sacado esas ideas? —preguntó—. Son cobardes y comodonas; más aún, son sacrílegas. ¿Hay alguien más despiadado que Dios? Él no perdona, no prohíbe el castigo. Hay un cielo y un infierno porque él lo ha decretado. En este mundo no nos libra del dolor y la tristeza. Su deber todopoderoso consiste en no mostrar más clemencia que la estrictamente necesaria. Por consiguiente, ¿quién eres tú para otorgar esta maravillosa gracia? Eso es arrogancia. ¿Crees acaso que siendo tan virtuosa podrás crear un mundo mejor? Recuerda que los santos sólo pueden murmurar plegarias al oído de Dios y sólo cuando se han ganado este privilegio por medio del martirio. No. Nuestro deber es perseguir a nuestro semejante. ¡A saber los grandes pecados que éste sería capaz de cometer! De esta manera, entregaríamos nuestro mundo al poder del demonio.

Nicole volvió a enmudecer de cólera mientras Valerius y Marcantonio sonreían. Astorre inclinó la cabeza como si estuviera rezando.

—Papá —dijo finalmente Nicole—, lo que ocurre es que eres exageradamente moralista. Y desde luego no eres un ejemplo a seguir.

Se produjo un prolongado silencio alrededor de la mesa. Cada uno recordaba sus extrañas relaciones con el Don. Nicole jamás se había creído del todo las historias que había pido contar sobre su padre, y sin embargo temía que fueran ciertas. Marcantonio recordaba que uno de sus compañeros de la cadena le había preguntado taimadamente:

—¿Cómo os trata tu padre a ti y a tus hermanos?

Marcantonio, tras una breve reflexión y sabiendo que el hombre se refería a la mala fama de su padre, le había contestado con la cara muy seria:

—Mi padre es muy cariñoso con nosotros.

Valerius estaba pensando en lo mucho que se parecía su padre a algunos generales bajo cuyas órdenes había servido. Eran hombres que cumplían su tarea sin escrúpulos morales ni dudas respecto a su deber. Unas flechas que salían disparadas hacia su blanco con mortífera rapidez y precisión.

El caso de Astorre era distinto. El Don siempre le había manifestado afecto y confianza. Pero, por otra parte, él era el único de la mesa que sabía que la mala fama del Don era auténtica. Recordaba lo ocurrido tres años atrás, al volver de sus años de exilio. El Don le había dado ciertas instrucciones.

—Un hombre de mi edad —le había dicho el Don— puede morir por un tropiezo con una puerta, por un lunar en la espalda o por la simple interrupción de los latidos del corazón. Es curioso que un hombre no recuerde su carácter mortal en todos los segundos de su vida. No importa. No tiene por qué tener enemigos. Pero, aun así, uno tiene que planificar las cosas. Te he nombrado principal heredero de mis bancos y tú los controlarás y te repartirás los beneficios con mis hijos. Y eso por una razón: ciertos grupos están interesados en la compra de mis bancos; uno de ellos está encabezado por el cónsul general del Perú. El Gobierno me sigue investigando según las leyes RICO para poder apoderarse de mis bancos. Menudo negocio para ellos. Pero no encontrarán nada. Mis instrucciones son que no vendas jamás los bancos. Cada vez serán más rentables y poderosos. Y con el tiempo se olvidará el pasado.

»Sí ocurriera algún acontecimiento inesperado, llama al señor Pryor para que te ayude como interventor. Tú ya lo conoces muy bien. Es un hombre extraordinariamente cualificado que también se beneficia de la buena marcha de los bancos. Me debe lealtad. Además te presentaré a Benito Craxxi en Chicago. Es un hombre de infinitos recursos y también se beneficia de los bancos. Es de confianza. Entretanto te daré una empresa de macarrones para que tengas algo que hacer y te ganes bien la vida. A cambio de todo eso, te encomiendo la seguridad y la prosperidad de mis hijos. Es un mundo muy duro y los he educado en la inocencia.

Y ahora, tres años después, Astorre estaba pensando en aquellas palabras. Después del tiempo transcurrido le parecía que sus servicios ya no serían necesarios. El mundo del Don no se podía destruir.

Pero Nicole aún no había terminado con sus argumentos.

—¿Y qué me dices de la virtud de la compasión? —le preguntó a su padre—. Eso que predican los cristianos, ya sabes.

—La compasión es un vicio —contestó el Don sin dudar—. Es arrogarse unos poderes que no poseemos. Los que tienen compasión le hacen una imperdonable ofensa a la víctima. Y éste no es nuestro deber aquí en la tierra.

—¿O sea que tú no quieres compasión? —preguntó Nicole.

—Jamás —contestó el Don—. No la busco ni la deseo. Si es necesario, aceptaré el castigo que merecen todos mis pecados.

Durante aquella cena, el coronel Valerius Aprile invitó a su familia a asistir a la confirmación de su hijo de doce años, que tendría lugar dentro de dos meses en Nueva York. Gracias al cambio que últimamente había experimentado su carácter, el Don aceptó la invitación.

Así pues, un frío mediodía de un domingo de diciembre, iluminado por una clara luz amarillo limón, la familia Aprile acudió a la catedral de San Patricio de la Quinta Avenida, donde el fulgurante sol grababa la imagen de aquel espléndido templo en las calles que lo rodeaban. Don Raymonde Aprile, Valerius y su mujer, Marcantonio, deseoso de largarse cuanto antes, y la bella Nicole vestida de negro, contemplaron cómo el cardenal en persona, tocado con su rojo capelo, bebía el vino consagrado, administraba la comunión y propinaba el ritual cachete de advertencia en la mejilla del niño.

Fue un dulce y misterioso placer contemplar a los niños al borde de la pubertad y a las niñas a punto de alcanzar la edad núbil avanzando por la nave central de la catedral con sus blancas túnicas y sus pañuelos de seda rojos, bajo la mirada de los ángeles y los santos de piedra, para confirmar que servirían a Dios durante el resto de sus vidas. A Nicole se le llenaron los ojos de lágrimas, a pesar de no creer ni una sola palabra de lo que estaba diciendo el cardenal. Se rió para sus adentros.

En las gradas de la catedral, los niños se despojaron de sus túnicas y dejaron al descubierto sus mejores galas: las niñas sus vaporosos vestidos de encaje blanco, los niños sus trajes oscuros con sus resplandecientes camisas blancas y la tradicional corbata roja anudada al cuello para alejar al demonio.

Don Aprile salió de la iglesia flanqueado por Astorre y Marcantonio. Los niños se congregaron a su alrededor mientras Valerius y su mujer sostenían orgullosamente la túnica de su hijo, y un fotógrafo les tomaba una instantánea.

Don Aprile empezó a bajar las gradas. Inspiró profundamente. Era un día espléndido y jamás se había sentido tan vivo y despierto. Cuando su nieto recién confirmado se acercó para abrazarlo, le acarició cariñosamente la cabeza y depositó en la palma de su mano una moneda de oro de gran tamaño, el tradicional regalo en el día de la confirmación de un niño. Después introdujo la generosa mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un puñado de monedas de oro más pequeñas para repartirlas entre los demás niños y niñas. Se sintió lleno de satisfacción al oír sus gritos de júbilo y se alegró de encontrarse en una ciudad cuyos altos edificios de piedra gris eran tan hermosos como los árboles. Se acercó al borde del segundo tramo de gradas que bajaba a la calle. Estaba solo, y Astorre le seguía a pocos pasos de distancia. Bajó la mirada hacia las gradas de piedra que tenía delante y se detuvo un instante mientras un enorme vehículo negro se acercaba al bordillo como para recibirlo.

Aquel domingo por la mañana en Brightwaters, Heskow se levantó temprano y salió a comprar el pan y los periódicos. Guardaba el coche robado en el garaje, una berlina negra de gran tamaño llena a rebosar de armas, antifaces y cajas de municiones. Examinó los neumáticos, la gasolina, el aceite y las luces de stop. Perfecto. Entró de nuevo en la casa para despertar a Franky y a Stace Sturzo, pero éstos ya se habían levantado y Stace había preparado el café.

Los gemelos desayunaron en silencio y leyeron los periódicos del domingo. Franky echó un vistazo a la clasificación de los equipos universitarios de baloncesto.

A las diez en punto, Stace le preguntó a Heskow:

—¿Está listo el coche?

—Todo preparado —contestó Heskow.

Se fueron. Tardarían una hora en llegar a la ciudad, lo cual significaba que les sobraría una hora antes de matar. Lo importante era llegar a tiempo.

Franky examinó las armas a bordo del automóvil. Stace se probó uno de los antifaces, unos pequeños cuencos blancos con unos cordones laterales para llevarlos colgados alrededor del cuello y ponérselos en el último momento.

Se dirigieron a la ciudad escuchando música de ópera a través de la radio. Franky delante, con Heskow, y Stace detrás. Heskow era un excelente conductor, suave como la seda, sin bruscos frenazos ni aceleraciones. Siempre dejaba mucho espacio con respecto a los coches que tenía delante y detrás. Stace soltó un leve gruñido de aprobación que alivió la tensión; los tres estaban tensos, pero no nerviosos. Sabían que tenían que ser perfectos. No podían errar el tiro.

Heskow se abrió paso lentamente a través de las calles de la ciudad, pues los semáforos en rojo le impedían circular más deprisa.

Al final enfiló la Quinta Avenida y aparcó a media manzana de los grandes pórticos de la catedral. El repique de las campanas del templo resonó en los rascacielos de acero que lo rodeaban. Heskow puso el motor nuevamente en marcha. Los tres hombres se mostraron preocupados al ver a los niños que salían corriendo a la calle.

—Franky, el disparo en la cabeza —murmuró Stace.

Después vieron salir al Don, que empezó a bajar las gradas. Éste pareció mirarles directamente.

—Antifaces —dijo Heskow.

Aceleró ligeramente, y Franky acercó la mano al tirador de la portezuela. Listo para bajar a la acera, con la Uzi en la mano izquierda.

El automóvil aceleró y se detuvo justo en el momento en que el Don alcanzaba la última grada. Stace saltó del asiento trasero a la calzada, con el vehículo interponiéndose entre su persona y el blanco. Con un solo y rápido movimiento, apoyó el arma en la capota. Disparó con las dos manos. Sólo un par de veces.

La primera bala alcanzó al Don en la frente. La segunda le desgarró la garganta. Su sangre se derramó sobre la acera, regando profusamente la amarilla luz del sol con gotas de color de rosa…

Simultáneamente, Franky disparó desde la acera una larga ráfaga con su ametralladora Uzi por encima de las cabezas de la gente.

A continuación los dos hombres volvieron a subir al automóvil, y Heskow bajó por la Quinta Avenida, con los neumáticos chirriando. Minutos después ya estaban circulando por el túnel. Desde allí se dirigieron al pequeño aeropuerto, donde subieron a bordo de un jet privado.

Al oír el primer disparo, Valerius empujó a su hijo y a su mujer al suelo y los cubrió con su cuerpo. De hecho, no vio nada de lo que ocurrió. Tampoco Nicole, que miró a su padre con asombro. A la derecha del Don, Marcantonio miró incrédulo hacia abajo. La realidad era completamente distinta de la que mostraban las imaginarias escenas de sus dramas televisivos. El disparo que había alcanzado al Don en la frente se la había abierto como un melón, dejando a la vista la blanda masa de cerebro y sangre de su interior. El disparo de la garganta había arrancado un trozo de carne; parecía como si el Don hubiera sido atacado con una cuchilla de carnicero. Y en la acera había un enorme charco de sangre a su alrededor. Más sangre de la que cabía imaginar en un ser humano. Marcantonio vio a los dos hombres que se cubrían el rostro con unos antifaces parecidos a unas cáscaras de huevo, y vio también las armas que empuñaban, pero todo le pareció irreal. No hubiera podido facilitar ningún detalle acerca de su atuendo o de su cabello. Ni siquiera si eran blancos o negros, si iban vestidos o desnudos, si medían tres metros de estatura o sesenta centímetros. El miedo lo había dejado paralizado.

En cambio Astorre Viola se había puesto en estado de alerta al ver detenerse la berlina negra. Cuando el Don se desplomó al suelo, vio que Stace abría fuego con su arma y le pareció que apretaba el gatillo con la mano izquierda. Vio que Franky disparaba con la Uzi y observó con toda claridad que era zurdo. Pudo ver fugazmente al conductor, un hombre de cabeza redonda, visiblemente corpulento. Los dos hombres que habían disparado se movieron con toda la soltura de unos atletas perfectamente entrenados. Al caer, Astorre alargó la mano para empujar al Don al suelo, pero lo hizo con una décima de segundo de retraso. Y ahora estaba empapado de la sangre del Don.

Después vio que los niños se movían como en un remolino de terror, en cuyo centro destacaba un enorme punto rojo. Oyó sus gritos. Vio al Don desmadejado sobre las gradas como si la muerte le hubiera descoyuntado el esqueleto. Y experimentó un pánico terrible al pensar en los efectos que todo ello ejercería en su vida y en la de sus seres más queridos.

Por su parte, Nicole se acercó al cuerpo del Don. Se le doblaron las piernas en contra de su voluntad y cayó de rodillas a su lado. Alargó en silencio la mano para tocar la ensangrentada garganta de su padre. Y después rompió a llorar, como si no fuera a parar en toda la vida.