1995
Cuando los gemelos Sturzo, Franky y Stace enfilaron el camino de entrada de Heskow, vieron a cuatro adolescentes muy altos, jugando al baloncesto en la pequeña cancha de la casa. Franky y Stace bajaron de su enorme Buick y John Heskow, el propietario de la casa, salió a su encuentro. Era un hombre muy alto, con una figura en forma de pera, una calva nítidamente rodeada por un pulcro anillo de ralo cabello y unos pequeños ojos azules que parpadeaban sin cesar.
—Llegáis en el momento más oportuno —dijo—. Hay alguien a quien quiero presentaros.
El partido de baloncesto quedó interrumpido.
—Éste es mi hijo Jocko —dijo Heskow con orgullo.
El más alto de los adolescentes alargó una poderosa mano.
—Oye —le dijo Franky Sturzo—, ¿qué tal si nos dejáis jugar un partidillo?
Jocko contempló a los dos hombres. Debían de medir aproximadamente un metro ochenta y parecían en buena forma. Lucían unos polos Ralph Lauren de color rojo y verde respectivamente, complementados con unos chinos y unos zapatos de suela de goma. Su apostura y su simpática apariencia acrecentaban la serena confianza que irradiaban sus rudas facciones. Estaba claro que eran hermanos, pero Jocko no podía saber que eran gemelos. El joven les calculaba unos cuarenta y tantos años.
—Pues claro —contestó Jocko con juvenil buen humor.
—¡Estupendo! —exclamó Stace, sonriendo—. Acabamos de recorrer casi cinco mil kilómetros y necesitamos desentumecernos un poco.
Jocko señaló a sus gigantescos compañeros y dijo:
—Yo jugaré con ellos contra vosotros tres.
Puesto que él era el mejor jugador, podría concederles una oportunidad a los amigos de su padre.
—Procurad no darles una paliza —les dijo John Heskow a los chicos—. Son simplemente unos carrozones que quieren divertirse un poco.
Era la media tarde de un día de diciembre, y el aire gélido les obligaría a moverse con más rapidez para estimular la circulación de la sangre. El sol amarillento y desmayado de Long Island se reflejaba en los tejados y los muros de cristal de los cobertizos de flores que constituían la fachada comercial de Heskow.
Los compañeros de Jocko tenían buen carácter y se adaptaron sin problemas al juego de sus más veteranos contrincantes. Pero, de repente, Franky y Stace pasaron como una exhalación por delante de ellos para efectuar unos encestes. Jocko se quedó boquiabierto al ver su velocidad; pero después no quisieron lanzar el balón y se lo pasaron a él. No fallaron ni una sola vez. Parecían tener especial empeño en no efectuar encestes fáciles.
El equipo contrario de adolescentes, todos ellos muy por encima del metro ochenta, empezaron a aprovechar su estatura para pasarse el balón alrededor de sus contrincantes, pero aun así sólo consiguieron efectuar unos cuantos rebotes. Al final, uno de los muchachos perdió los estribos y le propinó a Franky un fuerte codazo en el rostro. De repente, el chico quedó tendido en el suelo y Jocko, que lo estaba observando todo, no acertó a comprender cómo había podido ocurrir el percance. A continuación, Stace golpeó a su hermano Franky en la cabeza con el balón y le dijo:
—Vamos. A ver si juegas un poco, cabronazo.
Franky ayudó al chico a levantarse y le dio unas palmadas en el trasero, diciendo:
—Perdona, hombre.
Jugaron unos cuantos minutos más, pero para entonces los jugadores de más edad ya estaban visiblemente cansados, y los muchachos se limitaban a corretear a su alrededor. Al final lo dejaron.
Heskow les sirvió unos vasos de soda en el patio y los adolescentes se congregaron alrededor de Franky. El hombre tenía carisma y había puesto de manifiesto unas cualidades de auténtico profesional de la cancha. Franky abrazó al chico al que había derribado, y al despedirse les dirigió a todos una cordial sonrisa de hombre de mundo que iluminó su bello y anguloso rostro.
—Permitidme que os dé un consejo de hombre maduro —les dijo—. Nunca dribléis cuando tengáis ocasión de pasar el balón. Nunca os deis por vencidos cuando tengáis veinte puntos de desventaja en el último cuarto. Y nunca salgáis con una mujer que tenga más de un gato.
Los muchachos se echaron a reír.
Franky y Stace les estrecharon la mano a todos, les dieron las gracias por el partido y después entraron en la espléndida casa pintada de verde en compañía de Heskow. Jocko les gritó a sus espaldas:
—¡Juegan ustedes muy bien!
En el interior de la casa, John Heskow acompañó a los dos hermanos a su habitación del piso de arriba. Mientras Heskow abría la puerta, los hacía pasar a la habitación y cerraba la puerta a su espalda, los hermanos observaron que la puerta era de madera maciza y tenía una buena cerradura.
La estancia, más bien una suite, era muy espaciosa, contaba con un cuarto de baño anexo y tenía dos camas individuales. Heskow sabía que a los gemelos les gustaba dormir en la misma habitación.
En un rincón del dormitorio había un enorme baúl reforzado con tiras de acero y provisto de un pesado candado de metal. Heskow utilizó otra llave para abrir el baúl y levantó la tapa, dejando al descubierto varias pistolas, armas automáticas y cajas de municiones que formaban todo un conjunto de negras formas geométricas.
—¿Será suficiente? —preguntó Heskow.
—No hay silenciadores —dijo Franky.
—Para este trabajo no serán necesarios los silenciadores —replicó Heskow.
—Muy bien —dijo Stace—. Odio los silenciadores. Jamás consigo dar en el blanco con un silenciador.
—Bueno, pues entonces ya podéis ducharos e instalaros —dijo Heskow—. Yo me libraré de los chicos y prepararé la cena. ¿Qué os parece mi hijo?
—Un muchacho encantador —contestó Stace.
—¿Y qué os parece como jugador de baloncesto? —preguntó Heskow mientras su rostro se iluminaba con un arrebol de orgullo que acentuó su aspecto de pera madura.
—Excepcional —dijo Franky.
—¿Tú qué opinas, Stace? —preguntó Heskow.
—Más que excepcional —contestó Stace.
—Consiguió una beca para el Villanova —explicó Heskow—. Y ha pasado directamente a la NBA.
Cuando los gemelos bajaron al salón, Heskow los estaba esperando. Había preparado carne de ternera salteada con setas y una enorme ensalada. En la mesa había una botella de vino tinto.
Los tres se sentaron. Eran viejos amigos y conocían sus respectivas historias. Heskow llevaba trece años divorciado. Su ex mujer vivía a unos tres kilómetros al oeste en una localidad de Long Island llamada Babylon. Pero Jocko siempre lo visitaba, y él lo mimaba todo lo que podía.
—Si hubiera sabido con antelación que llegabais hoy —dijo Heskow— habría aplazado la visita del chico. Cuando me telefoneasteis, ya no me daba tiempo de sacar a los muchachos.
—No te preocupes, hombre —dijo Franky.
—Habéis jugado muy bien —dijo Heskow—. A lo mejor habríais podido convertiros en jugadores profesionales.
—No —replicó Stace—. Somos demasiado bajos, no pasamos del metro ochenta. Los otros eran demasiado altos para nosotros.
—No digáis estas cosas delante del chico —dijo Heskow, horrorizado—. Tiene que jugar con ellos.
—Pues yo jamás lo haría —dijo Stace.
Heskow se fue relajando y tomó un sorbo de su copa de vino. Siempre le gustaba trabajar con los hermanos Sturzo. Eran gemelos pero no idénticos, y tan afables que jamás resultaban antipáticos, a diferencia de casi toda la escoria con la que había de tratar. Tenían un don de gentes que se reflejaba en la naturalidad que reinaba entre ellos como gemelos. Su aplomo les confería un singular atractivo.
Los tres comieron despacio y con toda tranquilidad. Heskow volvió a llenar los platos directamente de la sartén.
—Siempre te lo he querido preguntar —dijo Franky—. ¿Por qué te cambiaste el nombre?
—Eso fue hace mucho tiempo —contestó Heskow—. No me avergonzaba de ser italiano, pero ya veis que tengo una pinta de alemán que no se puede aguantar. Con el pelo rubio, los ojos azules y esta nariz, mi apellido italiano resultaba un poco raro.
Los gemelos soltaron una carcajada. Sabían que Heskow estaba lleno de manías, pero les daba igual.
Cuando se terminaron la ensalada, Heskow sirvió café muy fuerte y sacó una bandeja de pastas italianas. Ofreció unos puros a sus invitados, pero éstos los rechazaron. Preferían sus Marlboros, más acordes con sus rudos rasgos del Oeste.
—Ya es hora de que vayamos al grano —dijo Stace—. Para que hayamos tenido que chuparnos casi cinco mil malditos kilómetros de carretera, el asunto tiene que ser muy gordo. De otro modo, habríamos tomado un vuelo.
—No ha sido tan malo —dijo Franky—. Yo me he divertido. Hemos visto Estados Unidos en directo. Nos lo hemos pasado bien. La gente de las pequeñas poblaciones es muy amable.
—Muy amable —repitió Stace—, pero de todos modos el recorrido ha sido muy largo.
—No quería dejar ninguna huella en los aeropuertos, son los primeros lugares que investigan —explicó Heskow—. Y se armará un gran revuelo. A vosotros no os importa el revuelo, ¿verdad, chicos?
—A mí no, desde luego —dijo Stace—. Pero ¿quién coño es?
—Don Raymondc Aprile —contestó Heskow, casi atragantándose con el café mientras pronunciaba el nombre.
Se produjo un prolongado silencio, y Heskow percibió por primera vez el frío mortal que emanaba de los dos gemelos.
—¿Nos has hecho recorrer casi cinco mil kilómetros para ofrecernos este trabajo? —preguntó Franky en un susurro. Stace miró sonriendo a Heskow.
—John, ha sido un placer conocerte. Ahora páganos nuestra tarifa de matar y nos largamos.
Los gemelos se rieron de la broma, pero Heskow no captó su significado.
Un amigo de Franky que trabajaba en Los Ángeles como periodista independiente les había explicado una vez que, aunque en algunas ocasiones una revista le pagara los gastos para la elaboración de un artículo, no siempre se lo compraba. Algunas veces se limitaba a pagarle un pequeño porcentaje del precio acordado. Los gemelos habían adoptado aquella práctica. Cobraban simplemente por escuchar una propuesta. En aquel caso, teniendo en cuenta el tiempo que habían invertido en el viaje y que habían participado los dos, la tarifa ascendía a veinte mil dólares.
Pero la misión de Heskow consistía en convencerlos de que aceptaran el encargo.
—El Don lleva tres años retirado —les dijo—. Todas sus antiguas conexiones están en la cárcel. Ya no tiene poder. El único que podría plantear algún problema es Timmona Portella, y no lo hará. Vuestra recompensa es un millón de dólares, la mitad cuando lo hayáis hecho y la otra mitad dentro de un año. Pero en el transcurso de este año deberéis ocultaros temporalmente y actuar con discreción. Ahora todo está dispuesto. Vosotros tenéis que limitaros a disparar.
—Un millón de dólares es mucho dinero —dijo Stace.
—Mi cliente sabe que eliminar a Don Aprile es un paso muy grande. Quiere contar con la mejor colaboración. Unos fríos tiradores y unos socios comanditarios con cerebros maduros. Y ocurre, muchachos, que vosotros sois los mejores.
—Y no hay muchos tipos dispuestos a correr este riesgo —dijo Franky.
—Sí —dijo Stace—. Tienes que vivir el resto de tu vida con él. Siempre con alguien que te estará pisando los talones, la policía y los agentes federales.
—Os juro que el Departamento de Policía de Nueva Cork no pondrá demasiado empeño en investigar —dijo Heskow—. Y el FBI no intervendrá para nada.
—¿Y los viejos amigos del Don? —preguntó Stace.
—Los muertos no tienen amigos —contestó Heskow. Hizo una breve pausa—. El Don se retiró hace tres años y cortó todos sus vínculos. No tenéis porqué preocuparos.
—¿No te parece gracioso que en todos nuestros tratos siempre nos digan que no tenemos por qué preocuparnos? —le dijo Franky a su hermano.
Stace soltó una carcajada.
—Eso es porque ellos no son los tiradores. John, tú eres un viejo amigo. Confiamos en ti. Pero ¿y si te equivocas? Todo el mundo se puede equivocar. ¿Y si el Don aún tuviera viejos amigos? Tú ya sabes cómo actúa, sin la menor compasión. Si nos atrapan, no se limitarán a matarnos. Primero nos pasaremos un par de horas en el infierno. Y además, según las normas del Don, nuestras familias correrán peligro. Eso incluye a tu hijo. Desde la tumba no podría jugar en la NBA. Creo que nos interesa saber quién paga todo esto.
Heskow se inclinó hacia ellos y su tez clara se tiñó de escarlata como si se hubiera ruborizado.
—Eso no os lo puedo decir. Lo sabéis muy bien. Yo soy un simple intermediario. Y ya he pensado en todas las demás mierdas —dijo—. ¿Tan estúpido me creéis? Todo el mundo sabe quién es el Don. Pero ahora está indefenso. Me han dado seguridades desde los más altos niveles. La policía simulará que hace algo. El FBI no puede permitirse el lujo de investigar. Y los jefes más poderosos de la Mafia no se entremeterán. El plan no puede fallar.
—Nunca imaginé que Don Aprile llegara a ser uno de mis objetivos —dijo Franky.
La hazaña halagaba su orgullo. Matar nada menos que a un hombre tan temido y respetado en su mundo.
—Franky —dijo Stace en tono de advertencia—, eso no es un partido de baloncesto. No nos estrecharemos la mano y nos retiraremos de la cancha si perdemos.
—Es un millón de dólares, Stace —dijo Franky—. Y John nunca nos ha llevado por mal camino. Vamos allá.
Stace se sintió entusiasmado. Él y Franky sabían cuidar muy bien de sí mismos, qué demonios. A fin de cuentas, era un millón de dólares. A decir verdad, Stace era más mercenario que Franky, más amigo de los negocios que su hermano, y el millón de dólares ejercía en él una atracción irresistible.
—De acuerdo —dijo Stace—, aceptamos el encargo. Pero que Dios se apiade de nuestras almas si te equivocas.
Había sido monaguillo en otros tiempos.
—¿Y si al Don lo vigila el FBI?
—No tenéis que preocuparos por eso —contestó John Heskow—. Cuando sus viejos amigos fueron a parar a la cárcel, el Don se retiró como un caballero. Y el FBI valoró el detalle. Lo dejan en paz. Os lo garantizo. Y ahora permitidme que os exponga el plan.
Durante media hora se lo explicó con todo detalle. Los gemelos lo escucharon sin interrumpirle.
Al final, Stace preguntó:
—¿Cuándo?
—El domingo por la mañana —contestó John Heskow—. Los dos primeros días os quedaréis aquí. Después, un jet privado os llevará a Newark.
—Necesitamos un chofer muy bueno —dijo Stace—. Un chofer excepcional.
—Conduzco yo —dijo Heskow. Y después añadió casi en tono de disculpa—: Será un día de pago muy importante.
Heskow se pasó el resto del fin de semana haciendo de niñera de los hermanos Sturzo, preparándoles las comidas y haciéndoles recados. No era un hombre que se dejara impresionar fácilmente, pero a veces los Sturzo le producían escalofríos en el corazón. Eran como víboras y estaban con la cabeza constantemente alerta, pero, a pesar de todo, eran muy amables y hasta lo ayudaron a cuidar las plantas de sus invernaderos.
Los hermanos jugaron al baloncesto el uno contra el otro antes de la cena, y Heskow contempló fascinado cómo se retorcían sus cuerpos el uno alrededor del otro como si fueran serpientes. Franky, más rápido que su hermano, era un encestador infalible. Aunque no fuera tan bueno, Stace era más listo. Sin embargo, aquello no se trataba de un partido de baloncesto. En caso de que se produjera una auténtica crisis, tendría que ser Stace. Stace sería el principal tirador.