Jim Curley acompañó a Alex Wright al aeropuerto Kennedy y dejó su equipaje en el mostrador de facturación.
—Hay un lío horrible a esta hora, señor Alex —dijo mirando de reojo a la agente de policía que rondaba por allí, amenazando con multar a los coches que permanecían demasiado tiempo estacionados.
—¿Qué esperabas a las nueve de la mañana de un lunes? —preguntó Alex Wright—. Vuelve al coche y despega antes de que me toque pagar una multa. ¿Recuerdas lo que te he dicho?
—Por supuesto, señor Alex. Llamo a la doctora Chandler y le digo que estoy a su disposición.
—Exacto —dijo Alex—. ¿Y…?
—Y lo más probable es que, ¿cómo lo ha dicho usted, señor?, ah, sí, que renuncie de plano y me diga que no necesita coche y otras cosas por el estilo. Entonces será cuando me toque decir: «El señor Alex le ruega que me permita servirla, pero con una condición: la doctora Chandler no puede llevar a sus novios en el coche».
Alex Wright rió y dio unas palmadas al hombro de su chofer.
—Sé que puedo contar contigo, Jim. Ahora lárgate. Esa poli tiene un bloc que rellenar y se encamina hacia mi coche.