Douglas Layton acababa de descubrir cómo se siente un animal caído en una trampa. Había llamado a Jane Clausen desde un teléfono de un hotel próximo al hospital, dando por sentado que podría ir directamente a su habitación y conseguir la firma que necesitaba.
Imbécil, se reprochó. La has puesto sobre aviso. Quizá se esté muriendo, pero sigue siendo lista. Ahora telefoneará a Hubert y le dirá que se ponga en contacto con los bancos. Si lo hace estás acabado, la gente con la que tratas no atenderá a razones.
Era imprescindible que consiguiera el dinero. Temblaba sólo de pensar en lo que le sucedería si no pagaba la deuda con el casino. Ojalá la otra noche no hubiera sentido que tenía una buena racha. Pensaba meter el dinero obtenido de la señora Clausen en una cuenta aparte para su viaje. Pero entonces se fue al casino, convencido de que la suerte lo acompañaría, y durante un rato así fue. En un momento determinado llegó a ganar ochocientos mil dólares, pero luego perdió aquella cantidad y varios cientos más.
Le dijeron que tenía hasta el día siguiente para pagar, pero el día siguiente podía ser demasiado tarde. Para entonces, Susan Chandler sabría demasiado sobre él, y estaba claro que se lo contaría todo a la señora Clausen. Puede que incluso llamaran a la policía. Susan Chandler era el problema. Ella era la que había empezado todo.
Seguía junto al teléfono, tratando de decidir qué hacer. Tenía las manos frías y húmedas. Vio que la mujer de la cabina de al lado lo miraba con curiosidad.
Podía intentar una cosa que tal vez diera resultado. Pero «tal vez» no bastaba. Tenía que dar resultado ¿Cuál era el teléfono del domicilio de Hubert March?
Pilló a Hubert justo cuando se disponía a salir hacia la oficina. La pregunta que le hizo Hubert a modo de saludo, «Douglas, ¿qué está pasando?», confirmó la sospecha de que la señora Clausen lo había llamado.
—Estoy con la señora Clausen —dijo Doug—. Me temo que está perdiendo asidero con la realidad. Me dice que cree haberlo llamado hace un momento y se disculpa por lo que le haya podido decir.
La risa de alivio de Hubert March fue un bálsamo para el alma de Douglas Layton.
—Conmigo no tiene por qué disculparse, pero espero que se haya disculpado contigo, muchacho.