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Don Richards estuvo inquieto todo el domingo. Por la mañana temprano fue a correr a Central Park. Luego volvió a casa, preparó un tortilla de queso y recordó que durante su matrimonio los domingos solía encargarse de preparar el almuerzo, pero que ahora había perdido la costumbre y casi nunca se tomaba la molestia de cocinar algo para sí mismo. Leyó el Times mientras comía pero, finalmente, tras servirse una segunda taza de café, se dio cuenta de que era incapaz de concentrarse, de modo que dejó a un lado el periódico y se acercó a la ventana.

Eran las once. Su apartamento tenía vistas al parque, y pudo comprobar que el día soleado y vivificante había sacado de sus casas a una multitud de neoyorquinos. Vio docenas de corredores y temerarios patinadores que se abrían paso entre los paseantes. Había muchas parejas y grupos familiares.

Se apartó de la ventana y entró en el dormitorio. Tenía que hacer el equipaje para el viaje que emprendía al día siguiente, cuya perspectiva lo fastidiaba sobremanera. Aunque ya casi había terminado. Sólo quedaba una semana más de promoción del libro, y después se tomaría una semana libre. Su agente de viajes le había mandado por fax una lista de cruceros con plazas libres en primera clase que se ajustaban a su calendario.

Regresó junto al escritorio para echarle un vistazo.

*****

A las dos de la tarde se hallaba en Tuxedo Park. Su madre llegó a casa después de almorzar en el club con sus amigas y lo encontró sentado en los escalones del porche.

—Don, cariño, ¿por qué no me has dicho que vendrías? —preguntó con fingida indignación.

—Cuando he subido al coche aún no estaba seguro de lo que haría. Estás muy guapa, madre.

—Tú también. Te sienta muy bien el jersey. Pareces más joven. —Advirtió la maleta que tenía a un lado—. ¿Vienes para quedarte, cariño?

Don sonrió.

—No, sólo quería pedirte que me guardaras esto en el desván.

Son todas esas fotos de Kathy, pensó ella.

—Hay mucho sitio en el desván para una maleta, o, ya puestos, para cualquier otra cosa —dijo Elizabeth Richards.

—¿No vas a preguntarme lo que hay dentro?

—Si quieres que lo sepa, ya me lo dirás. Supongo que tiene que ver con Kathy.

—He sacado del apartamento todas las cosas de Kathy, madre. ¿Te sorprende?

—Don, sospecho que hasta ahora has necesitado esos recordatorios, aunque ahora me da la impresión de que tratas de retomar tu vida personal y sabes perfectamente que Kathy no puede formar parte de ella. Cumplir los cuarenta hace que la mayor parte de las personas echen una larga y sensata mirada tanto al pasado como al futuro. Por cierto, me consta que tienes una llave de la casa. ¿Por qué no has entrado?

—Vi que tu coche no estaba, y preferí no entrar en una casa vacía. —Se puso en pie y se desperezó—. Tomaré una taza de té contigo y luego me iré. Tengo una cita esta noche. Y ya van dos con la misma persona en una semana. ¿Qué te parece?

*****

Llamó a Susan desde el vestíbulo de su edificio a las siete en punto.

—Pensarás que tengo la costumbre de disculparme por no estar lista a la hora convenida —le dijo mientras lo invitaba a entrar en el apartamento—. Mi productor lleva toda la semana gritándome por llegar justo a tiempo para la emisión. En dos ocasiones estuve a punto de llegar a la consulta después que mis pacientes, y sabes tan bien como yo que no hay que hacer esperar a las personas que siguen una terapia. Y esta noche, bueno, voy a serte franca: hace un par de horas he cerrado los ojos un momento y acabo de despertarme. He dormido como un tronco.

—Sería que lo necesitabas —dijo él.

—Te invito a una copa de vino si me concedes un cuarto de hora para arreglarme —propuso Susan.

—Trato hecho.

Saltaba a la vista que inspeccionaba el apartamento sin ningún pudor.

—Tienes una choza muy agradable, doctora Chandler —dijo—. Uno de mis pacientes es agente de la propiedad. Suele decirme que en cuanto entra en un hogar percibe vibraciones reveladoras sobre las personas que lo habitan.

—Creo en eso —dijo Susan—. Aunque no sé qué clase de vibraciones transmite este lugar, lo cierto es que me resulta la mar de cómodo. Voy a servirte la copa de vino y puedes curiosear mientras me cambio.

Don la acompañó a la cocina.

—Por favor, no te pongas de tiros largos —dijo—. Como ves, yo no lo he hecho. Esta tarde he pasado a ver a mi madre y me ha dicho que estaba guapo con el jersey, así que me he limitado a ponerme una chaqueta encima.

Hay algo extraño en Don Richards, pensó Susan mientras se abotonaba una blusa azul y buscaba su chaqueta de espiga. No sé qué es, pero hay algo.

Pasó del dormitorio al recibidor y estaba a punto de decir «Estoy lista» cuando vio a Don de pie junto a su escritorio en el estudio, mirando detenidamente las dos listas de pasajeros de los cruceros. Sin duda la oyó, porque levantó la vista.

—¿A santo de qué conservas esto, Susan? —preguntó tranquilamente.

Al no recibir una respuesta inmediata, volvió a dejarlas sobre el escritorio.

—Perdona si me he pasado de la raya al aceptar tu invitación a curiosear. Es un hermoso escritorio del siglo pasado y quería verlo de cerca. Las listas de pasajeros no me han parecido nada confidencial.

—Me dijiste que has viajado con frecuencia en el Gabrielle, ¿verdad? —preguntó Susan. No le gustaba la idea de que hubiese revuelto los papeles de su escritorio.

—Sí, varias veces. Es un barco muy hermoso. —Se aproximó a ella—. Estás muy guapa, y tengo mucha hambre. Vámonos.

*****

Cenaron en una pequeña marisquería de la calle Thompson.

—El padre de uno de mis pacientes es el propietario —explicó—. Me hace descuento.

—Incluso sin el descuento, vale lo que cuesta —le dijo Susan más tarde, mientras el camarero retiraba los platos—. El pámpano estaba delicioso.

—El salmón también. —Hizo una pausa y bebió un sorbo de vino—. Susan, hay algo que debo preguntarte. He pasado por el hospital a última hora de la tarde, y también ayer, para ver a Justin Wells. Me ha dicho que os habíais visto.

—Así es.

—¿Es cuanto tienes que decir al respecto?

—Creo que es cuanto debería decir, salvo que estoy convencida de que lo ocurrido a su esposa no fue un accidente y de que él es inocente.

—Sé que oír eso ha sido un gran estímulo para él, y además ahora lo necesitaba desesperadamente.

—Me alegro. Me cae bien.

—A mí también, pero tal como te dije la otra noche, espero que finalice su terapia conmigo, o con cualquier otro, una vez su esposa esté fuera de peligro. Por cierto, en el hospital me han dicho que presenta síntomas de mejoría. Sin embargo, Justin sigue cargando con un exceso de culpa autoimpuesta a causa del accidente; eso no hay quien lo aguante. Ya sabes cómo se desarrolla el guión de la culpabilidad. Ha decidido que si no hubiera llamado a su esposa, ella no se habría disgustado. Por lo tanto, en lugar de ir caminando a la oficina de correos habría acudido en taxi a su cita contigo y, por consiguiente, no habría terminado bajo las ruedas de la camioneta. —Richards se encogió de hombros—. Por supuesto, si no hubiese tanta gente con complejo de culpa lo más probable es que me quedara sin trabajo. Es algo que comprendo muy bien. Vaya, aquí llegan los cafés.

El camarero puso una taza delante de cada uno. Susan tomó un sorbo y preguntó sin rodeos:

—¿Tienes complejo de culpa, Don?

—Lo he tenido. Creo que por fin lo estoy superando. Pero la otra noche dijiste algo que me llamó la atención. Mencionaste que después del divorcio de tus padres tuviste la impresión de que cada miembro de la familia había subido a un bote salvavidas distinto. ¿Puedes decirme por qué?

—Oye, no me analices —protestó ella.

—Lo pregunto como amigo.

—En ese caso responderé. Es lo que suele ocurrir cuando se produce un divorcio: división de lealtades. Mi madre estaba destrozada y mi padre no se cansaba de repetir que nunca había sido tan feliz. Eso me hizo poner en tela de juicio los años en que a todas luces viví en el error, pensando que éramos una familia feliz.

—¿Qué me dices de tu hermana? ¿Estáis muy unidas? No tienes por qué contestar. Tendrías que ver la cara que pones.

Susan se oyó decir:

—Hace siete años estaba a punto de comprometerme, pero Dee entró en escena. ¿Adivinas quién se quedó con el chico y se hizo su novia?

—Tu hermana.

—Exacto. Luego Jack murió en un accidente de esquí, y ahora está intentando ejercer influencia sobre el hombre con quien salgo. Bonito, ¿verdad?

—¿Todavía quieres a Jack?

—Creo que nunca dejas de querer a alguien que te ha importado mucho. También pienso que no hay que eliminar ninguna parte del pasado porque, de hecho, no hay modo de hacerlo. La diferencia, tal como suelo decirle a mi madre, radica en desprenderse del dolor y seguir adelante con la vida.

—¿Tú lo has hecho?

—Sí, creo que sí.

—¿Estás interesada en ese hombre nuevo?

—Es demasiado pronto para decirlo. Y ahora, por favor, ¿podemos hablar del tiempo?, o mejor aún, ¿puedes contarme por qué estabas tan interesado en las listas de pasajeros?

La comprensiva calidez de los ojos de Don Richards desapareció.

—Sólo si me dices por qué señalaste algunos nombres y rodeaste dos con un círculo: Owen Adams y Henry Owen Young.

—Owen es uno de mis nombres predilectos —dijo Susan—. Se está haciendo tarde, Don. Mañana te vas temprano y a mí me espera una larga jornada.

Pensó en la llamada a Chris Ryan que tenía prevista para las ocho y en el paquete de fotografías que le llegaría de Londres por la tarde.