—Los domingos por la mañana Regina y yo solíamos asistir a misa en Santo Tomás, y luego salíamos a almorzar —le dijo Jane Clausen a Susan—. La música sacra es maravillosa. Cuando perdí a mi hija, fui incapaz de volver durante más de un año.
—Yo acabo de asistir a la misa de las diez y cuarto en San Patricio —dijo Susan—. La música también es magnífica.
Había ido caminando desde la catedral hasta el hospital. Hacía otro hermoso día de otoño, y Susan se preguntó qué habría hecho Tiffany Smith el domingo anterior. ¿Había presentido, de un modo u otro, que se trataba de su último domingo, que su vida llegaría a su fin al cabo de pocos días? Por supuesto que no, decidió Susan, y se regañó por ser tan morbosa.
Jane Clausen se daba cuenta de que le quedaba poco tiempo, y Susan tenía la sensación de que todo lo que decía reflejaba lo inevitable del hecho. La había encontrado en cama, con un chal sobre los hombros. No estaba tan pálida como el día anterior, pero Susan tenía la certeza de que se debía a la fiebre.
—Ha sido muy amable por venir a verme otra vez —dijo la señora Clausen—. Los domingos pasan muy despacio en el hospital. Además, ayer no tuve ocasión de hablar con usted en privado, y necesito hacerlo. Douglas Layton ha sido muy atento y amable. Ya le dije que al principio lo juzgué mal, y que mis dudas sobre él carecían de fundamento. Por otra parte, si doy el paso que tengo en mente, o sea, pedir al director actual de la fundación que se retire y ceda el puesto a Douglas, le estaré otorgando una enorme autoridad sobre una suma de dinero muy importante.
No lo haga, pensó Susan.
—Soy consciente de que en estos momentos tiendo a dejarme impresionar por las demostraciones de afecto —prosiguió Jane Clausen—, las expresiones de preocupación, las atenciones o como prefiera llamarlo. —Hizo una pausa, cogió el vaso de agua que tenía junto a la cama y bebió unos sorbos—. Por eso quiero pedirle que investigue a Douglas Layton antes de dar este paso tan decisivo. Me consta que se lo impongo y que hace apenas una semana que nos conocemos. Aun así, en este lapso me he convencido de que es una amiga de confianza. Es un don que tiene, ¿sabe? Y es probable que por eso sea tan buena en lo que hace y tenga tanto éxito.
—Por favor, estaré encantada de hacer lo que sea. Y gracias por tan amables palabras. —Susan sabía que no era el momento apropiado para decirle que ya estaban investigando a Layton, y que los resultados preliminares indicaban que no era el hombre más indicado. Eligió sus palabras con cuidado—. Lo más sensato es tener mucha cautela antes de hacer grandes cambios, señora Clausen. Le prometo que me encargaré de ello.
—Gracias. No sabe cuánto me alivia.
Susan tenía la impresión de que los ojos de Jane Clausen eran cada día más grandes. Aquella mañana irradiaban luminosidad, y sin embargo su expresión era serena. Apenas unos días atrás eran tan tristes, pensó Susan, pero ahora son distintos, como si supiera lo que le espera y lo hubiese aceptado. Susan aguardó el momento oportuno para exponerle su siguiente solicitud, pero se percató de que lo mejor sería dejar las explicaciones para más adelante.
—Señora Clausen, he traído una cámara. ¿Le importaría que sacara unas Polaroids del dibujo del orfanato?
Jane Clausen se acomodó el chal antes de responder.
—¿Tiene algún motivo para querer hacerlo, Susan? ¿De qué se trata?
—¿Me permite que se lo cuente mañana?
—Preferiría saberlo ahora, pero puedo esperar; además será agradable saber que vendrá otra vez a visitarme. Pero antes de irse dígame una cosa: ¿ha tenido noticias de la muchacha que llamó a su programa el lunes por la mañana, la que dijo que tenía un anillo de turquesas como el que perteneció a Regina?
Susan contestó con cuidado.
—¿Se refiere a Karen? Sí y no. Su verdadero nombre es Carolyn Wells. Resultó herida de gravedad pocas horas después de la llamada, y no he podido hablar con ella porque está en coma.
—Qué terrible.
—Pronuncia una y otra vez el nombre de alguien llamado Win. Creo que puede tratarse del hombre que conoció durante el crucero, pero no he podido confirmarlo. Señora Clausen, ¿Regina le telefoneó alguna vez desde el Gabrielle?
—Varias veces.
—¿Mencionó a alguien que se llamara Win?
—No, nunca se refirió a nadie por su nombre.
Susan advirtió fatiga en la voz de la señora Clausen.
—Voy a sacar las fotos y me marcho —dijo—. La dejaré en paz en cuestión de minutos. Necesita reposo.
Jane Clausen cerró los ojos.
—La medicación me produce una horrible somnolencia.
El dibujo estaba apoyado sobre la cómoda que había frente a la cama. Susan sacó cuatro instantáneas con flash y esperó a que se revelaran una tras otra. Satisfecha del resultado, volvió a meter la cámara en el bolso y se encaminó silenciosamente hacia la puerta.
—Adiós, Susan —dijo Jane Clausen con voz soñolienta—. ¿Sabe una cosa?… Me ha recordado algo muy grato. En mi puesta de largo, uno de mis acompañantes era un joven muy apuesto que se llamaba Owen. Hacía años que no pensaba en él, por entonces estaba loca por él. Naturalmente, de eso hace ya mucho tiempo.
Owen, pensó Susan. ¡Dios mío, eso es lo que está diciendo Carolyn!: no «Oh Win», sino Owen.
En la lista de pasajeros del Seagodiva figuraba un Owen Adams. Era el primer hombre que había identificado del grupo de los que viajaban sin esposa.
Veinte minutos después, Susan entró apresurada a su apartamento, corrió al escritorio y cogió la lista de pasajeros del Gabrielle. No figuraba ningún Owen Adams en la lista, pero al darse cuenta de que el hombre que buscaba era probable que viajara con nombre supuesto, siguió repasando toda la lista de pasajeros.
Ya había llegado casi al final cuando lo encontró. Uno de los pocos pasajeros cuyo segundo nombre aparecía en la lista era Henry Owen Young. Tiene que haber una relación, pensó.