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Aunque había estado muchas veces en la sucursal de la Quinta Avenida de la Biblioteca Pública de Nueva York, Susan Chandler no recordaba haber visto jamás la Rotonda McGraw, donde se celebraba la fiesta; era un espacio magnífico. Los altísimos muros de piedra y los murales de tamaño natural le daban la impresión de haber sido transportada en el tiempo hasta otro siglo.

A pesar de tan elegante marco, y a pesar de que disfrutaba con la compañía de Alex Wright, al cabo de una hora Susan advirtió que era incapaz de relajarse. Debería estar disfrutando de esta velada tan agradable, pensó, y heme aquí preocupada, pensando en un hombre de lo más dudoso que lleva un sex shop, y que tal vez pueda identificar al asesino de Regina Clausen, Hilda Johnson, Tiffany Smith y Abdul Parki… el hombre que trató de asesinar a Carolyn Wells.

Cuatro de aquellos nombres se habían añadido a la lista durante la última semana.

¿Había otros? ¿Habría otros? ¿Por qué estaba tan segura de que la respuesta era sí?

Tal vez debí seguir en la oficina del fiscal del distrito, pensó mientras tomaba unos sorbos de vino blanco y escuchaba distraída a Gordon Mayberry, un anciano caballero que intentaba contarle lo generosa que era la Fundación de la Familia Wright con la Biblioteca Pública de Nueva York.

Alex, en cuanto habían llegado, le había presentado a un buen, número de lo que supuso eran personajes clave. No estaba muy segura de si aquello debía divertirla o halagarla, puesto que era a todas luces la forma de proclamar que ella era su acompañante de la velada.

Dee, su padre y Binky entraron poco después que ella y Alex. Dee, con un vestido tubo exquisito, la abrazó afectuosamente.

—Susie, ¿te has enterado de que me mudo otra vez a Nueva York? Lo pasaremos en grande. Te he echado mucho de menos.

No me cabe duda de que lo dice en serio, pensó Susan. Por es me ha parecido tan injusto que tratara de interferir con Alex.

—¿Ha visto el libro que van a regalarle a Alex esta noche? —Preguntó Gordon Mayberry.

—No, todavía no —contestó Susan, obligándose a prestar atención.

—Es una edición limitada, por supuesto. Cada invitado recibirá su ejemplar, pero a lo mejor le gustaría echarle un vistazo antes de cenar. Le dará una idea de la fecunda tarea que la Fundación de la Familia Wright ha llevado a cabo en sus dieciséis años de existencia. —Señaló hacia un puesto iluminado próximo a la entrada de la rotonda—. Es por allí.

El libro estaba abierto por las páginas centrales, pero Susan cerró para verlo desde el principio. En la sobrecubierta había retratos del padre y la madre de Alex, Alexander y Virginia Wright. No es una pareja muy alegre, pensó mientras observaba sus rostros serios. Un repaso rápido al índice le indicó que las primeras páginas contenían una breve historia de la Fundación Alexander y Virginia Wright; el resto del libro se dividía en capítulos según el tipo de obra benéfica: hospitales, bibliotecas, orfanatos, laboratorios de investigación.

Lo estuvo hojeando al azar hasta que se acordó de Jane Clausen y buscó el capítulo dedicado a los orfanatos. Hacia la mitad se detuvo y examinó la fotografía de un orfanato. Debe de ser la estructura más frecuente de esta clase de institución, pensó. Y el tipo de pasaje habitual.

—Fascinante, ¿verdad? —Alex estaba junto a ella.

—Impresionante, diría yo —le contestó.

—Bueno, si te ves capaz de interrumpir la lectura, están a punto de servir la cena.

A pesar de la elegancia de la cena, Susan volvió a encontrarse distraída hasta el punto de no saber lo que comía. Tenía un presentimiento tan fuerte que parecía una presencia física. No lograba dejar de pensar en Nat. ¿Y si al asesino se le ocurría que Nat pudo haber reparado en él? Sin duda también lo eliminaría, pensó Susan. Quizá Carolyn Wells no se recuperase, y, si lo hacía, tal vez no recordase lo que le ocurrió. Eso significaba que Nat podría ser el único capaz de identificar al hombre que había asesinado a Parki y a los demás, el mismo que empujó a Carolyn.

Alex le preguntaba algo y tuvo que concentrarse para responder.

—Oh, no, todo es estupendo. Y me encanta la comida —dijo—. Sólo que no tengo mucho apetito.

El lunes me llegarán las fotos del crucero de Carolyn, pensó. Pero ¿qué descubriré? Cuando ésta llamó al programa y mencionó la fotografía, dijo que el hombre que la había invitado a visitar Argel aparecía al fondo de la instantánea. ¿Y el crucero de Regina? Quizá aparece con más claridad en las fotos de ese otro viaje. También tendría que haberlas encargado, pensó, recriminándose por no haberlo hecho. Tengo que conseguirlas antes de que sea demasiado tarde, antes de que muera otra persona.

La presentación del libro se llevó a cabo después del segundo plato. La directora de la biblioteca habló sobre la generosidad de la Fundación de la Familia Wright y sobre la donación destinada a adquirir y conservar incunables. También habló de la «modestia y dedicación de Alexander Carter Wright, que tan desinteresadamente dedica su vida a dirigir la fundación rehuyendo todo reconocimiento personal».

—Ya ves qué buen tipo soy —le susurró Alex a Susan mientras se levantaba para recoger el libro con que lo obsequiaba la directora. Alex era un buen orador. Tenía un aire desenvuelto y afable aderezado con un toque de humor. Cuando volvió a ocupar su asiento, Susan murmuró:

—Alex, ¿te importa si me cambio de sitio con Dee para el postre?

—Susan, ¿pasa algo malo?

—No, qué va. Es por la paz en la familia. Dee parece un poco desdichada bajo el monopolio de Gordon Mayberry. Si la rescato demostraré mi buena voluntad. —Rió—. Y además tengo que hablar con mi padre.

La risa ahogada de Alex la siguió mientras caminaba hasta la mesa vecina y le pedía a Dee que le cambiara de sitio. Tengo una razón más para hacer esto, reconoció para sus adentros. Sí voy a empezar a salir con Alex, quiero asegurarme de que Dee queda fuera de juego. Y si va a haber competición, prefiero atajarla de buen principio. No quiero pasar otra vez por una situación como la que viví con Jack.

Aguardó a que Mayberry centrara su atención en Binky antes de volverse hacia su padre.

—Papá, quiero decir Charles, igual te parecerá una locura, pero necesito que envíes quince mil dólares más a ese estudio fotográfico de Londres a primera hora del lunes.

Su padre la miró con sorpresa y preocupación.

—Lo haré, cariño. Pero dime, ¿tienes algún problema? Sea lo que sea, te ayudaré.

Lo cierto es que a pesar de Binky y de lo poco que le gusto, papá siempre está dispuesto a echarme una mano, pensó Susan. No debo olvidarlo.

—Te aseguro que no estoy en apuros, pero preferiría que esto fuese un secreto entre tú y yo. Estoy ayudando a otra persona.

Me consta que Nat Small puede correr peligro, pensó. Y es posible que no sea el único. Podría haber otra persona señalada para recibir uno de esos anillos de turquesas con la inscripción «Por siempre mía». ¿Por qué la letra de aquella canción resonaba insistentemente en su cabeza?, se preguntó. Ahora oía «ver el amanecer en una isla tropical». ¡Claro! Las mismas palabras aparecían en el boletín del Gabrielle que había encontrado entre los efectos personales de Regina Clausen aquella tarde.

Tendré las fotos del Seagodiva el lunes, pensó Susan. Preguntaré a Nedda si puedo utilizar la mesa grande de reuniones de su despacho para ponerlas. Esto significa que el lunes por la noche ya debería haber encontrado la foto de Carolyn. Si el estudio puede hacer copias de las fotografías del Gabrielle para el martes por la tarde, las tendré el miércoles. Dedicaré todo el tiempo necesario a repasarlas, una por una, aunque tenga que pasar toda la noche despierta.

Binky por fin logró desviar a Gordon Mayberry hacia otra persona.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó mirando a Susan y Charles.

Susan advirtió el guiño conspirador de su padre al responder:

—Mi hija me estaba diciendo que tiene ganas de empezar una colección de cuadros, querida.