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—Creo que he resuelto un problema de lo más complejo, Jim —dijo Alex Wright, muy animado.

Jim Curley tuvo claro que su jefe estaba de buen humor. Tiene un aspecto soberbio, pensó al echar un vistazo por el retrovisor, y se le ve contento.

Iban camino de la calle Downing a recoger a Susan Chandler para la cena en la biblioteca de la Quinta Avenida. Alex había insistido en salir con antelación por si se quedaban atrapados en un atasco de tráfico. Por el contrario, en la Séptima Avenida había menos coches que de costumbre, de modo que iban sobrados de tiempo. Debe de ser la ley de Murphy o algo por el estilo, pensó Jim.

—¿Qué clase de problema ha resuelto, señor Alex?

—Al invitar al padre y la madrastra de la doctora Chandler a la cena de esta noche, he podido pedirles que pasaran por el St. Regis a recoger a la hermana de la doctora Chandler. Se me habría hecho un poco raro llegar con una dama de cada brazo.

—Seguro que habría salido airoso, señor Alex.

—La cuestión no es si habría salido airoso, Jim. La cuestión es: ¿quería salir airoso? Y la respuesta es no.

Con eso quiere decir, pensó Jim, que prefiere apuntar hacia Susan y no hacia Dee. Por lo que había visto de ambas mujeres, coincidía con su jefe. Sin duda Dee era una dama espectacular, y parecía buena persona. Pero su hermana Susan tenía algo que atraía a Jim. Parecía más natural, más el tipo de persona a quien puedes invitar a tu casa sin tener que disculparte porque el piso no sea más elegante, pensó.

A las seis y cinco estaban frente al edificio de ladrillo donde vivía Susan.

—Jim, ¿cómo te las arreglas para encontrar siempre aparcamiento? —preguntó Alex Wright.

—Recompensa divina, señor Alex. ¿Quiere que ponga la radio para esperar?

—No; prefiero subir.

—Pero es muy pronto.

—No te preocupes. Me sentaré en el salón y esperaré.

*****

—Llegas temprano —dijo Susan por el interfono con cierta consternación.

—No te estorbaré, lo prometo —dijo Alex—. Detesto esperar en el coche. Me siento como un taxista.

Susan rió.

—De acuerdo, sube. Puedes ver el resto del telediario de las seis..

Qué mala suerte, pensó. Todavía llevaba el pelo envuelto en una toalla. El traje de noche, una chaqueta negra de esmoquin con una falda larga y estrecha, estaba colgado encima de la bañera del cuarto de baño, en un esfuerzo por planchar hasta la última arruga. Llevaba puesto el albornoz que la hacía sentirse como un conejo de Pascua.

Alex sonrió cuando le abrió la puerta.

—Parece que tengas diez años —le dijo—. ¿Quieres que juguemos a médicos?

Le dedicó una mueca.

—Compórtate como es debido y pon las noticias.

Cerró la puerta del dormitorio, se sentó ante el tocador y sacó el secador de un cajón. Sería un desastre que no pudiera arreglarme el pelo yo misma, pensó. Aunque nunca me queda tan bien como a Dee.

—Dios mío, qué tarde —murmuró mientras conectaba el secador a máxima potencia.

Un cuarto de hora después, exactamente a las seis y media, se miró al espejo. El pelo estaba bien, el maquillaje ocultaba el agotamiento debido a la falta de sueño que antes había detectado en su rostro, habían desaparecido casi todas las arrugas de la falda, así que, en principio, todo estaba en orden. Sin embargo, no acababa de sentirse a gusto. ¿Había estado demasiado preocupada, había ido con prisas, o qué?, se preguntó mientras cogía el bolso de noche.

Encontró a Alex sentado en el estudio, viendo la televisión tal como le había dicho. La miró y sonrió.

—Estás preciosa —le dijo.

—Gracias.

—Como he visto las noticias, te contaré todo lo que ha ocurrido hoy en Nueva York en cuanto estemos en el coche.

—Estoy impaciente.

Está radiante, pensó Jim Curley mientras abría la puerta del coche, realmente guapa. Durante el trayecto hasta la biblioteca no apartó la vista del tráfico, pero centró su atención en la conversación del asiento trasero.

—Susan, hay algo que me gustaría aclarar —dijo Alex—. No tenía planeado invitar a tu hermana a la cena de esta noche.

—Par favor, no te preocupes por eso. Dee es mi hermana y la quiero mucho.

—No lo dudo, pero sospecho que no quieres tanto a Binky, y tal vez haya cometido un error al invitarles también a ella y a tu padre.

¡Caray, chico!, pensó Jim.

—No sabía que venían —dijo Susan con un ápice de irritación.

—Susan, por favor, esta noche quería salir contigo a solas. No fue mi intención invitar a Dee, pero una vez hecho, pensé que si añadía a tu padre y a Binky y les pedía que la acompañaran ellos, dejaría las cosas claras.

Buena explicación, pensó Jim. Venga, Susan, dale un respiro al muchacho.

La oyó reír.

—Alex, por favor, me parece que no emito las señales correctas. No pretendía mostrarme irritable, pero he tenido una semana espantosa.

—Cuenta, soy todo oídos.

—No es el mejor momento, pero gracias por tu interés.

Esto va bien, pensó Jim, suspirando aliviado.

—Susan, no suelo abordar este tema, pero entiendo lo que sientes hacia Binky. Yo también tuve madrastra, aunque mi caso fue distinto. Mi padre volvió a casarse tras la muerte de mi madre. Se llamaba Gerie.

Casi nunca habla de ella, pensó Jim. Realmente se está confiando a Susan.

—¿Cómo era tu relación con Gerie? —preguntó ella.

Mejor no preguntes, pensó Jim.