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La esperaba en la puerta del edificio donde Susan Chandler tenía la consulta. Como pasaban los minutos y no llegaba, sus emociones cubrieron toda la gama, del alivio a la ira; alivio de que no apareciera e ira por haber perdido tanto tiempo y ahora tener que ir a buscarla.

Afortunadamente recordaba su nombre y sabía dónde vivía, así que cuando vio que Carolyn Wells no aparecía en la consulta de Susan Chandler, la llamó a su casa y colgó cuando atendió. El instinto que lo había protegido todos estos años le decía que aunque esa mujer no fuera a la cita con la doctora, seguía siendo peligrosa.

A las cuatro, su paciencia se vio recompensada. El portero la ayudó a abrir la puerta y salió del edificio con un pequeño sobre marrón debajo del brazo.

Era una suerte que el tiempo fuera tan agradable y las calles estuvieran tan llenas de gente. Le permitió seguirla muy de cerca y hasta ver algunas letras de imprenta del sobre: DRA. SU

Supuso que dentro estaban el anillo y la foto. Sabía que debía detenerla antes de que llegara a la oficina de correos y tuvo la oportunidad en la esquina de Park y la Ochenta y uno, cuando los conductores nerviosos se negaron a ceder el paso a los peatones.

Carolyn se volvió a medias cuando él la empujó y su mirada se encontró con la de Owen Adams, el empresario británico. En aquel viaje llevaba bigote y una peluca castaño rojizo, gafas y lentes de contacto de color. Aun así, se dio cuenta de que ella lo había reconocido antes de caer.

Recordó satisfecho los gritos y chillidos de los transeúntes que vieron cómo la camioneta la arrollaba. En aquel momento resultó muy fácil escurrirse entre la multitud con el sobre oculto debajo de la chaqueta.

A pesar de la impaciencia por ver su contenido, aguardó hasta estar a salvo en su oficina.

El anillo y la foto estaban dentro de una bolsa de plástico. No había ninguna carta ni nota. Estudió la foto con atención, recordaba exactamente dónde había sido tomada: en el gran salón del barco, en la fiesta que el capitán daba a los viajeros que se habían subido al crucero en Haifa. Por supuesto que había evitado el ritual de fotografiarse con el capitán, pero aquí había tenido un descuido. Mientras acechaba a su presa, cometió el error de acercarse demasiado a Carolyn y acabar en la foto. Recordó que había notado de inmediato la tristeza que embargaba a esa mujer, algo imprescindible para él. Y la de ella era tan intensa que supo desde el principio que sería la próxima.

Examinó la foto. A pesar de que estaba de perfil y se le veía el bigote y el cabello rojizo, alguien con buen ojo podía reconocerlo. Estaba muy erguido y tieso; la costumbre de poner el pulgar de la mano derecha en el bolsillo y su postura, con la pierna izquierda medio paso adelante, sosteniendo casi todo el peso del cuerpo debido a una vieja herida, podían delatarlo.

Metió la foto en la trituradora de papel y observó con una sonrisa de satisfacción cómo se transformaba en trocitos irreconocibles. Se puso el anillo en el dedo meñique. Lo examinó más de cerca, frunció el entrecejo y saco un pañuelo para lustrarlo. Muy pronto otra mujer tendría el privilegio de llevar el mismo anillo, se dijo. Sonrió mientras pensaba en su próxima y última víctima.