Plumas al viento. Las veía dispersarse, bailar, burlarse de él, ahora sabía a ciencia cierta que jamás podría recogerlas todas. El que no lo crea que se lo pregunte a la doctora Susan, pensó con enfado. Deseaba que hubiera algún modo de acelerar su plan, pero era demasiado tarde. Los pasos que debía dar ya estaban definidos, ahora no podían cambiarse. Se marcharía según lo previsto, pero luego volvería sobre sus pasos, y entonces la eliminaría.
La noche anterior, mientras paseaba ante el edificio de Susan, ella se había asomado a la ventana. Le constaba que no había podido verlo con claridad, pero aquello le hizo darse cuenta de que no debía volver a correr riesgos como aquél.
Cuando regresara a Nueva York, hallaría el modo de ocuparse de ella. No la seguiría para luego empujarla al tráfico como había hecho con Carolyn Wells. Aquel método se había demostrado poco eficaz, porque aunque Carolyn permanecía en coma, al parecer pocas probabilidades de recuperación, seguía con vida; y mientras siguiera con vida era una amenaza. No, tendría que acorralar a Susan a solas, como había hecho con Tiffany. Sería lo mejor.
Aunque tal vez hubiese otro modo, pensó de repente.
Aquella misma tarde, disfrazado de mensajero, inspeccionaría el edificio donde trabajaba, estudiaría los sistemas de seguridad del vestíbulo y el plano de la planta donde estaba la consulta. Como era sábado, no habría mucha gente; menos ojos curiosos para observarlo.
La idea de matar a Susan en su despacho le causaba una inmensa satisfacción. Había decidido honrarla con la misma forma de matarla que había reservado para Verónica, Regina, Constance y Mónica, la misma muerte que aguardaba a su víctima final, de viaje para ver «la jungla húmeda de lluvia».
La reduciría, ataría y amordazaría, y luego, mientras ella observaba presa del pánico, iría desplegando lentamente la bolsa de plástico grande y poco a poco la iría cubriendo con ella. Una vez metido dentro, de la cabeza a los pies, sellaría la bolsa. En el interior quedaría un poco de aire, el suficiente para prolongar unos minutos su agonía. Luego, en cuanto viera que el plástico se le pegaba a la cara y le tapaba la boca y las ventanas de la nariz, se marcharía. Sin embargo, no estaría en condiciones de deshacerse del cuerpo de Susan como había hecho con el de las otras. A las otras las había enterrado en la arena o las había lastrado con piedras para observar cómo desaparecían en el agua turbia. A Susan Chandler tendría que dejarla, pero lo consolaba el hecho de que la siguiente víctima, la última, sería objeto de los mismos servicios fúnebres que sus compañeras de muerte.