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El viernes por la tarde Alex Wright no llegó a su casa hasta cerca de las siete. Para adelantar trabajo, puesto que estaría de viaje la semana siguiente, había tenido que pasar todo el día en la oficina. Incluso había tenido que almorzar en el despacho, cosa que detestaba.

Después de un día tan intenso, lo que más le apetecía era una velada apacible, de modo que fue directamente a cambiarse al vestidor, y se puso unos pantalones cómodos y un jersey. Como de costumbre, se felicitó por haber resuelto el eterno problema de la falta de espacio en los armarios.

Unos años atrás, había montado el vestidor ocupando parte de un dormitorio contiguo, de modo que resultaba lo bastante espacioso como para albergar su enorme guardarropa. Uno de los elementos que más le gustaban era la estantería donde siempre había una maleta abierta, lista para hacer el equipaje. Enmarcada en la pared de encima había puesto una lista de los artículos que necesitaba llevarse en función de los distintos climas y acontecimientos.

La maleta ya estaba medio llena con las prendas que se lavaban y reponían después de un viaje: ropa interior, calcetines, pañuelos, pijamas, un batín y camisas de vestir.

Para los viajes largos, como el que estaba a punto de emprender a Rusia, Alex prefería hacerse él mismo el equipaje. Si por la razón que fuera estaba demasiado atareado, Jim Curley se ocupaba de hacerlo. Tenían una antigua broma privada sobre la ocasión en que Alex confió a Marguerite, su asistenta, que le hiciera el equipaje y ésta olvidó incluir una camisa formal, hecho que no descubrió hasta que se estaba vistiendo para asistir a una cena de etiqueta en Londres.

Mientras se calzaba unos cómodos mocasines viejos, sonrió al recordar lo que Jim dijo a propósito del incidente: «Su padre, que en paz descanse, la habría puesto de patitas en la calle sin pensárselo dos veces».

Antes de salir del vestidor, Alex echó una ojeada a la lista y recordó que en octubre hacía mucho frío en Rusia, y que probablemente seria prudente llevarse el abrigo más grueso.

Bajó al salón, se sirvió un whisky con hielo, y cuando oyó el tintineo de los cubitos al tomar el primer sorbo, se dio cuenta de que estaba seriamente enfadado. No podía evitar estar molesto por el hecho de que Susan se hubiese mostrado tan fría por teléfono el día anterior, al rechazar su invitación a tomar una copa con él y Dee.

¿Qué pasaría al día siguiente, en la fiesta de la biblioteca, con Dee a un lado y Susan al otro?, se preguntó. Lo más probable era que fuese una situación de lo más incómoda.

Entonces sonrió. Se me ocurre una idea, pensó. Invitaré a Binky y a Charles para que vengan con nosotros. Habrá cuatro mesas de diez, así que pondré a Dee con Binky y Charles en otra mesa, decidió. Sería una declaración categórica para Susan.

—Y para Dee —dijo en voz alta.