A Matt Bauer le gustaba su trabajo en Metropolitan Life. Tenía intención de ocupar algún día uno de los despachos de ejecutivo, con este objetivo se esforzaba en vender pólizas de seguros a pequeñas y medianas empresas. A los veinticinco años, su estrategia empezaba a dar resultado. Lo habían seleccionado para el curso de promoción de directivos, y acababa de comprometerse con la sobrina de su jefe, Debbie, la clase de mujer perfecta para acompañarlo su camino hasta la cumbre. Lo mejor era el hecho de que estaba enamorado de ella.
Por este motivo se mostraba tan visiblemente angustiado cuan se reunió con Susan Chandler a las cinco y media en una cafetería la estación Grand Central.
A Susan le gustó de inmediato aquel joven tan serio y apuesto, entendió su preocupación. Le creyó cuando le dijo que lamentaba lo ocurrido a Tiffany, y fue toda comprensión cuando él le explicó qué no quería verse implicado en la investigación de un asesinato.
—Doctora Chandler —dijo—, sólo salí con Tiffany un par veces. Exactamente tres, si no me equivoco. La primera ocasión surgió una noche mientras cenaba en el Grotto; la invité a salir y enseguida me pidió que la acompañara a la boda de una amiga.
—¿No te apetecía ir? —aventuró Susan.
—Lo cierto es que no. Tiffany era divertida, pero no había chispa entre nosotros, supongo que sabe a qué me refiero, y también me percaté de que quería una relación seria, no una cita ocasional.
Recordando la voz esperanzada y apasionada de Tiffany, Susan asintió comprensiva.
La camarera les sirvió café, y Matt Bauer tomó un sorbo antes de proseguir.
—En la boda de su amiga mencioné una película que tenía ganas de ver. Había ganado un premio en el Festival de Cannes y habían aparecido críticas en la prensa. Tiffany dijo que también quería verla.
—De modo que, naturalmente, la invitaste.
Matt asintió.
—Sí. La exhibían en un pequeño cine del Village. Juraría que a Tiffany le pareció horrible, aunque fingió encontrarla muy buena. Antes fuimos a comer algo. Le pregunté si le gustaba el sushi, y me dijo que le encantaba. Doctora Chandler, se puso prácticamente verde cuando llegó la comida. Me había pedido que encargara su menú, y di por sentado que sabía que el sushi es pescado crudo. Después dimos un paseo, mirando escaparates. Yo apenas conozco el Village, y ella tampoco lo conocía.
—¿Fue entonces cuando entrasteis en la tienda de souvenirs? —preguntó Susan. Que recuerde dónde está, rogó para sus adentros.
—Sí. En realidad fue Tiffany quien se detuvo al ver algo en el escaparate. Dijo que se lo estaba pasando tan bien que quería un recuerdo de nuestra cita, de modo que entramos.
—¿Tú no querías hacerlo? —preguntó Susan. Se encogió de hombros.
—La verdad es que no.
—¿Qué recuerdas sobre la tienda, Matt? ¿O prefieres que te llamen Matthew?
Sonrió.
—Para mi madre soy Matthew. Para el resto del mundo, Matt.
—De acuerdo, Matt, ¿qué recuerdas de la tienda?
Reflexionó un momento.
—Estaba abarrotada de souvenirs y baratijas, pero, aun así, muy ordenada. El propietario o el dependiente era hindú. Lo curioso era que además de las consabidas estatuas de la Libertad, las camisetas y los broches de I Love New York, había muchos monos de latón, elefantes, Taj Mahals, dioses de la India y cosas por el estilo.
Susan abrió el monedero y sacó el anillo de turquesas que le había dado la madre de Regina Clausen. Lo sostuvo en la palma de mano y se lo mostró a Matt Bauer.
—¿Lo conoces?
Examinó el anillo con detenimiento, sin cogerlo.
—¿Tiene grabado «Por siempre mía»?
—Sí, así es.
—Pues si mal no recuerdo, es el anillo que le regalé a Tiffany; uno igual.
Y apuesto a que es igual que el de Carolyn, pensó Susan.
—Según me contó Tiffany —dijo—, el motivo que te indujo comprar el anillo fue que un hombre adquirió uno, y que el dependiente te dijo que el mismo hombre ya había comprado varios iguales con anterioridad. ¿Recuerdas ese detalle?
—Lo recuerdo, pero no llegué a ver al sujeto en cuestión —dijo él—. La tienda era pequeña, para empezar, y había un biombo madera pintada que me impedía ver el mostrador. También recuerdo que estaba leyendo la historia de una estatuilla, que tenía cabeza elefante y cuerpo de hombre y era el dios de la sabiduría, la prosperidad y la felicidad, según rezaba la tarjeta. Pensé que podía ser bonito recuerdo, pero cuando me volví para enseñárselo a Tiffany estaba charlando con el dependiente en el mostrador. Sostenía anillo de turquesas mientras él le contaba que el cliente que acababa de salir había comprado varios iguales.
»Le mostré el dios elefante, pero a ella no le interesó: el anillo era el recuerdo que quería —sonrió Bauer—. Era muy graciosa. Cuando le enseñé el dios elefante y le leí la leyenda, dijo que no creía que le fuera a traer prosperidad porque se parecía a muchos sus clientes del Grotto, de modo que lo devolví a su sitio y le compré el anillo.
La sonrisa de Matt se desvaneció y meneó la cabeza.
—No fueron más que diez dólares, pero parecía que acabara comprarle un anillo de compromiso. Luego, hasta que llegamos al metro, me cogió la mano y se puso a cantar Por siempre mía.
—¿Volvisteis a veros?
—Sólo una vez. No paraba de llamar a mi casa, y si se encontraba con el contestador cantaba unos compases de esa canción. Finalmente le dije que estaba dando demasiada importancia al anillo, que aunque nuestras dos citas habían sido divertidas, creía que debíamos dejar de vernos. —Se terminó el café y miró su reloj—. Doctora Chandler, lo lamento, pero tengo que irme en seguida, de verdad. He quedado con Debbie, mi prometida, a las seis y media.
Pidió la cuenta con un ademán.
—Invito yo —dijo Susan. No le había preguntado la ubicación de la tienda a propósito. Todavía abrigaba una débil esperanza de que Matt hubiese vislumbrado al cliente que había comprado el anillo, y que a medida que contara lo ocurrido en la tienda surgiera del subconsciente algún dato sobre su ubicación.
Cuando se lo preguntó, lo único que pudo decirle fue que la película era en un cine cercano a Washington Square, que el restaurante de sushi estaba a unas cuatro manzanas del cine, y que no andaban lejos de la estación de metro de la calle 4 Oeste con la Sexta Avenida cuando vieron la tienda de souvenirs.
—Matt, Tiffany mencionó un sex shop en la acera de enfrente de donde le compraste el anillo. ¿Lo recuerdas?
Mientras se levantaba para irse, negó con la cabeza.
—No, lo siento. Escuche, doctora Chandler, ojalá pudiera serle de más ayuda. ¿Sabe una cosa? Tiffany, debajo de su coraza, era una criatura de lo más dulce. Cada vez que recuerdo el comentario sobre el parecido de los clientes del Grotto con el dios elefante me dan ganas de reír. Espero que encuentren al asesino. Adiós.
Susan pagó la cuenta y tomó un taxi hasta la calle 4 Oeste con la Sexta Avenida. Por el camino consultó el mapa de Greenwich Village. A pesar de haber vivido allí varios años, la zona aún le resultaba un tanto confusa. Su plan consistía en fijar el punto de partida en la estación de metro y recorrer las caprichosas calles del Village hasta encontrar una tienda de souvenirs con productos indios que estuviera situada frente a un sex shop. Parecía bastante sencillo; ¿cuántas podía haber?
Quizá debería pedir ayuda a Chris Ryan, pensó, aunque el Village tampoco es tan grande, y prefiero hacerlo sola, o al menos intentarlo. Había decidido que si daba con la tienda, entraría y trataría de ganarse la confianza del dependiente hindú. Más adelante, cuando por fin tuviera la fotografía del crucero en la que aparecía el hombre que le había regalado el anillo de turquesas a Carolyn Wells, le preguntaría si lo reconocía.
Ni siquiera había llegado, pero empezaba a estrechar el cerco alrededor del asesino. Podía sentirlo.