79

A última hora de la tarde del viernes, Chris Ryan se las había ingeniado para averiguar datos concretos y abundantes rumores acerca de Douglas Layton.

Los datos consistían en que era un jugador compulsivo que gozaba de cierta notoriedad en Atlantic City, y corría la voz de que al menos en media docena de ocasiones había perdido grandes sumas de dinero. Aquello explicaba por qué no tenía ni un céntimo a su nombre, pensó Chris.

Uno de los rumores insinuaba que Layton tenía prohibido volver a viajar en varias líneas de cruceros porque sospechaban que hacía trampas en la mesa de juego. Otro rumor aseguraba que le habían pedido que renunciara a su puesto en dos empresas financieras por las quejas que suscitaba su habitual actitud condescendiente para con el personal femenino.

A las cinco y diez de la tarde del viernes, mientras Chris Ryan asimilaba la información que había reunido, recibió una llamada telefónica de Susan.

—Estoy consiguiendo material interesante sobre Layton —le dijo—. Nada incriminador, pero interesante.

—Me muero de ganas de oírlo, pero antes quiero preguntarle una cosa. ¿Hay modo de conseguir una lista de todos los sex shop de Greenwich Village?

—¿Es una broma? —dijo Chris—. Nadie que se dedique a ese negocio se anuncia en las páginas amarillas.

—De eso ya he empezado a darme cuenta. ¿Qué me dices de las tiendas de souvenirs?

—Repasa todas las listas que van de «antigüedades» a «chatarra».

Susan rió.

—Menuda ayuda me prestas. En fin, cuéntame que has averiguado sobre Douglas Layton.