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Habría resultado muy complicado y causado demasiado revuelo cancelar todas las citas de la mañana, más aún teniendo en cuenta que se marchaba al cabo de pocos días, de modo que sólo pudo oír una parte del programa de radio de Susan. Tal como había supuesto, los oyentes seguían ávidos por comentar la muerte de Tiffany:

«Doctora Susan, mi amiga y yo teníamos la esperanza de que volviera con Matt. Estaba claro que le gustaba mucho…».

«Doctora Susan, ¿cree que Matt puede haberle hecho esto?, quiero decir, ¿es posible que se encontraran y discutieran o riñeran…?». «Doctora Susan, vivo en Yonkers y el tipo al que están interrogando por el asesinato de Tiffany es el culpable. Estuvo en prisión por homicidio involuntario. Aquí todos pensamos que la mató él…». «Doctora Susan, ¿Tiffany llevaba puesto el anillo de turquesas cuando la asesinaron?».

Esta última pregunta le llamó la atención y lo inquietó. ¿Llevaba el anillo? Creía que no, pero ojalá se le hubiera ocurrido buscarlo en aquel momento.

Susan respondió a las preguntas más o menos como él había supuesto que haría: que Matt no era en absoluto sospechoso, que los medios de comunicación no habían hecho ninguna mención al anillo, que no se debía olvidar la presunción de inocencia incluso cuando el sospechoso tenía antecedentes de homicidio.

Sabía lo que eso significaba. Susan no se tragaba la teoría de la policía sobre el asesinato de Tiffany. Era lo bastante lista como para relacionar esa muerte con las demás. La mente de un fiscal no descansaba nunca.

Y la mía tampoco, se dijo con arrogancia. Ya había establecido el momento para eliminar a Susan. Sólo le faltaba planear los detalles.

En el compartimiento secreto del maletín guardaba los anillos de turquesas adquiridos en la tienda de Parki; había tres, además del que Carolyn Wells había intentado enviar a Susan. Sólo necesitaba uno, claro. Los demás los arrojaría al mar cuando acabara con la última dama solitaria. Le encantaría ponerle uno a Susan Chandler una vez la hubiese matado, pero hacerlo abriría demasiados interrogantes. No, no podía correr el riesgo de dejárselo puesto, pero al menos lo deslizaría en su dedo sólo un momento, para darse el gusto de constatar que ella, como las demás, también le pertenecía.