El viernes por la mañana pareció que Carolyn Wells iba a recobrar el sentido, pero su mente no se aclaró lo suficiente para devolverla a la realidad. Carolyn tenía la sensación de flotar, como si estuviera inmersa en un lóbrego mar. Nada resultaba claro. Ni siquiera el fuerte dolor acababa de ser tangible, como si se limitara a estar presente en todo su cuerpo.
Se preguntaba dónde estaría Justin. Lo necesitaba. ¿Qué le había sucedido? ¿Por qué sentía aquel dolor? Le costaba mucho recordar. Él la había telefoneado… y estaba enfadado… Ella le habló de un hombre que había conocido en el barco… Justin la llamó por eso… Justin, no te enfades. Te quiero… Nunca ha habido otro, gimoteó, pero, por supuesto, nadie la oyó. Seguía debajo del agua.
¿Por qué se encontraba tan mal? ¿Dónde estaba? Carolyn notó que alcanzaba la superficie.
—Justin —susurró.
No se daba cuenta de que había una enfermera inclinada sobre la cama. Sólo quería decirle a Justin que no se sintiera agraviado, que no se enojara con ella.
—Justin, por favor… ¡no! —suplicó, y volvió a desvanecerse, apartándose del dolor entre la acogedora oscuridad.
La enfermera, advertida de que informara de cuanto dijera Carolyn Wells, telefoneó al capitán Tom Shea. Pasaron la llamada al despacho donde el capitán estaba revisando por enésima vez el relato de Justin Wells sobre lo que había hecho la tarde del lunes: telefonear a su esposa para manifestarle su enfado por haber llamado al programa de radio, después ir a su casa para hablar con ella en persona y, al ver que no estaba, cambiarse de abrigo y regresar a la oficina. En ningún momento llegó a verla.
Shea escuchó el informe de la enfermera y dijo:
—Señor Wells, ¿por qué no oye esto usted mismo?
Justin Wells apretó los labios y se ruborizó mientras la enfermera, titubeando, le repetía las palabras de Carolyn.
—Gracias —dijo en voz baja; colgó el auricular y se puso e pie—. ¿Piensa detenerme? —preguntó a Shea.
—Todavía no.
—Bien, me encontrará en el hospital. Cuando mi esposa recobre el conocimiento, me necesitará a su lado. Tanto si recuerda lo que ha sucedido como si no, puedo prometerle una cosa: por mucho que se esfuerce en reunir pruebas contra mí, Carolyn sabe que me mataría antes de hacerle el menor daño.
Shea esperó a que Wells se marchara para llamar al sargento guardia.
—Envíe un agente femenino al hospital Lenox Hill —ordenó— Justin Wells no debe quedarse en ningún momento a solas en la habitación con su mujer.
Permaneció sentado, revisando mentalmente el caso y poniendo mala cara ante la perspectiva de reunirse otra vez con Oliver Baker, que lo había llamado solicitando una entrevista. Baker estaba resultando un testigo importante. Había visto el sobre que Carolyn llevaba bajo el brazo antes de que se lo arrebataran, estaba seguro de que iba franqueado y dirigido a una doctora y no le cabía duda de que hombre que le había arrebatado el sobre llevaba una gabardina Burberry.
Quizá la memoria de Baker se había refrescado un poco más, y, por eso le había pedido una nueva reunión. Como todos los asistentes al funeral de Hilda Johnson pocas horas antes, estaba impaciente por ver a Justin Wells en manos de la justicia. ¿A qué desconocido, razonó, habría dejado entrar en su apartamento Hilda en plena noche, a no ser que éste se hubiese identificado como marido de la víctima a la que había visto que empujaban delante de la camioneta?
Wells era culpable, Shea estaba convencido, y lo enfurecía pensar que el asesino de Hilda acababa de abandonar aquella misma habitación.