Nat Small estaba un poco sorprendido de lo mucho que echaba de menos a su amigo y compañero Abdul Parki, el dueño de la tienda de enfrente. El lunes por la mañana, hacía sólo tres días, lo había visto barriendo la acera y le había dicho en broma que por qué no limpiaba también la acera de su sex shop.
Parki le había lanzado su típica sonrisa suave y tímida, antes de responderle:
—Nat, sabes que haría todo lo que pudiera por ti, pero para limpiar tu tienda haría falta mucho más que mi escoba.
Los dos habían reído.
El martes lo había visto otra vez barriendo las palomitas que un chiquillo había tirado por todas partes. Pero desde entonces no había vuelta a verlo. Nat estaba molesto de que tanto la policía como los medios de comunicación hubiesen prestado tan poca atención a la muerte de Parki. Apenas habían mencionado el asesinato en el telediario local, acompañado de un breve plano de la tienda. Un pez gordo de la mafia, detenido ese mismo día, había acaparado toda la atención. No, no se habían preocupado mucho por Parki. Lo calificaron de «crimen cometido probablemente por un drogadicto» y todos se conformaron y lo olvidaron.
A los dos días, el local de Artesanías Khyem parecía tan abandonado que cualquiera hubiera dicho que hacía años que estaba vacío. Y encima de la puerta habían puesto un cartel de SE ALQUILA. Espero que nadie se pelee por venir aquí, ya es bastante duro así, pensó.
El jueves por la noche, Nat cerró su tienda a las nueve. Antes de marcharse, sin embargo, hizo unos cambios en el escaparate. Al mirar la calle a través del cristal, se acordó de ese individuo elegante que el martes había estado mirando el mismo escaparate antes de cruzar y entrar en la tienda de Parki. Después de todo, quizá tendría que haber hablado de él a la poli. Pero enseguida cambió de idea. Sería una pérdida de tiempo, razonó. Seguramente el tipo había entrado y vuelto a salir enseguida de la tienda de Parki. Era más el estilo de hombre que entraba a curiosear las mercancías de su sex shop Oscuros Placeres que a comprar algo en Artesanías Khyem. Las cosas de Parki eran estrictamente para turistas, y ese sujeto no parecía un turista.
Nat sonrió al recordar esa tontería que le había regalado Parki el año anterior: la estatuilla de un hombrecito gordo con cabeza de elefante sentado en un trono.
—Eres un buen amigo, Nat —le había dicho Parki con su acento cantarín—, y lo he hecho para ti. Es Ganesh, el dios de cabeza elefante. La leyenda cuenta que Shiva, su padre, le cortó la cabeza por accidente cuando Ganesh tenía cinco años. Cuando la madre pidió que volviera a ponérsela, le puso por error una de elefante. La mujer protestó, ya que su hijo había quedado tan feo que todo mundo lo evitaría. Entonces el padre replicó: «Lo convertiré en el dios de la sabiduría, la prosperidad y la felicidad. Ya verás cómo lo adorarán».
Nat sabía con qué dedicación le había hecho Parki esa estatuilla. Y como casi todas las cosas que hacía a mano, tenía turquesas incrustadas.
Nat Small raramente se dejaba llevar por impulsos sentimentales, pero en honor a su amigo asesinado, entró en el almacén de tienda, sacó el dios elefante y lo puso en el escaparate de manera que la trompa apuntara a la tienda de Parki. Lo dejaré aquí hasta que alguien alquile el local, pensó. Será una especie de homenaje al amable hombrecillo.
Con una sensación de tristeza y virtud al mismo tiempo, Nat Small cerró y se marchó a casa. Feliz con la idea de que quizá abrieron una pastelería en el local de Parki. No sólo sería práctico, sino también muy bueno para su negocio.