Susan, después de hablar con Justin en el hospital y quedar en verlo en su apartamento, paró para tomarse una hamburguesa en un local de comida rápida cercano a la consulta. La forma de comer que menos me gusta, pensó mientras recordaba con ironía las cenas que había tenido últimamente con Alex Wright y Don Richards. Y apuesto a que Dee se las ha arreglado para que Alex la invite a cenar.
Cogió una patata frita, la hundió en el ketchup y la mordisqueó despacio. Al menos le calmaba el malestar de saber que su hermana mayor otra vez iba detrás del hombre que se interesaba por ella.
No es que esté loca por Alex, pensó y dio un mordisco a la hamburguesa. Es demasiado pronto para eso. No, pero tiene que ver con la justicia y la lealtad y todas esas viejas virtudes que en nuestra familia parecen pasadas de moda, se dijo mientras valoraba el dolor que sentía por la actitud de su hermana.
Sintió un nudo en la garganta y como sabía que los ojos se le llenarían de lágrimas, sacudió la cabeza y se dijo con desdén: Muy bien, nena, llora y acaba ya de una vez.
Tomó un buen trago de café caliente. No hay nada mejor que quemarse para alejar la autocompasión de la mente, pensó. No es el numerito de Dee lo que me pone mal, sino lo que le ha pasado a Tiffany. Pobre chica. Se moría de ganas de que la quisieran y ahora ya no tendrá la oportunidad. Y, a menos que Pete Sánchez me enseñe una confesión firmada del tipo que han detenido, estoy segura de que su muerte tiene que ver con el anillo de turquesas, y no con el pobre diablo que la acosó en el restaurante.
«Por siempre mía». Tiffany dijo que el anillo tenía esa frase grabada, lo mismo que el encontrado por Jane Clausen entre los efectos personales de Regina y el que Carolyn Wells había prometido mandarle. Ni el capitán Shea ni Pete Sánchez tenían demasiado interés en los anillos, pero esos asesinatos e intentos de asesinato estaban en cierto modo relacionados con los anillos y los cruceros que habían hecho Regina y Carolyn. Susan estaba segura.
Consultó el reloj, tomó otra taza de café y pidió la cuenta. Justin Wells la recibiría en su casa de la Quinta Avenida a las ocho. Tenía el tiempo justo de llegar allí.
Susan no sabía qué aspecto esperaba que tuviese Wells. Pamela Hastings, el capitán Shea y Don Richards coincidían en que era un hombre extremadamente celoso. Creí que tendría un aspecto más siniestro, pensó cuando Wells le abrió la puerta del apartamento. Era un hombre atractivo de poco más de cuarenta años, cabello oscuro, hombros anchos, complexión atlética… Apuesto, decidió mientras lo estudiaba. Si la apariencia indicara algo, era el último hombre al que se le atribuirían violentos ataques de celos. Pero las apariencias engañan, pensó mientras le tendía la mano y se presentaba.
—Adelante, doctora Chandler. Pam también está aquí. Antes que nada, me gustaría disculparme por la forma en que le hablé.
—Llámeme Susan, y no hace falta que se disculpe. Tal como le he dicho, creo que tiene usted razón: su mujer está en el hospital a causa de la llamada que hizo a mi programa.
La sala demostraba que era la casa de un arquitecto y una decoradora. Unas columnas finas separaban la sala del vestíbulo. El salón tenía molduras y una chimenea de mármol con intrincados relieves, suelo de parquet brillante, una delicada alfombra persa, sillas y sillones de aspecto cómodo y mesas y lámparas antiguas.
Pamela Hastings la saludó calurosamente.
—Es muy amable de su parte, Susan. No sabe cuánto significa su presencia para mí.
Se siente como si hubiera traicionado a Justin Wells, pensó Susan. Le lanzó una sonrisa tranquilizadora y dijo:
—Sé lo cansados que deben de estar los dos. Así pues, vayamos directo al grano. El lunes, cuando Carolyn me llamó, dijo que iría a la consulta y me llevaría el anillo de turquesas y una foto del hombre que se lo había regalado. Ahora sabemos que cambió de idea y decidió mandarme las cosas por correo. Quisiera ver si hay otras cosas, recuerdos o lo que sea de ese crucero, que puedan darnos alguna pista del misterioso individuo que trató de convencerla de que bajara del barco y se fuera a Argel. Recuerden que cuando intentó llamarlo a su hotel, le dijeron que no lo conocían.
—Supongo que se hace cargo de que Carolyn y yo no hablamos mucho de ese viaje —intervino Justin con voz apagada—. Fue una temporada terrible y los dos estábamos ansiosos por dejar atrás la separación.
—Ésa es exactamente la cuestión. Carolyn no te mostró el anillo de turquesas ni, por supuesto, la foto de ese hombre. Lo que la doctora Chandler espera es que haya algún otro recuerdo que tú tampoco hayas visto.
Wells se ruborizó.
—Doctora, como ya le he dicho por teléfono, puede usted buscar cualquier cosa que pueda ayudarnos a encontrar a la persona que le hizo esto a Carolyn.
Susan notó un matiz amenazador en la voz. Don Richards tenía razón, pensó. Justin Wells era capaz de matar a cualquiera que hubiera hecho daño a su mujer.
—Manos a la obra —propuso Susan.
Carolyn Wells tenía un despacho en el apartamento, una habitación amplia con un escritorio grande, un sofá, una mesa de dibujo y archivadores.
—También tiene un despacho en la empresa de decoración —explicó Wells—, pero aquí hace la mayor parte del trabaja creativo, y sin duda aquí es donde se ocupa de su correspondencia personal.
Susan captó la tensión en su voz.
—¿Está cerrado el escritorio? —preguntó.
—No lo sé. Jamás lo toco.
Wells se apartó como embargado por la emoción al ver el escritorio en el que solía sentarse su mujer.
Pamela le apoyó la mano en el brazo y le dijo:
—Justin, ¿por qué no nos esperas en la sala? No hace falta que pases por esto.
—Es cierto, no lo necesito. —Llegó hasta la puerta y se volvió—. Pero insisto en una cosa: quiero saber qué encontráis, bueno o malo —dijo con tono casi acusatorio—. ¿Me dais vuestra palabra? Ambas mujeres asintieron.
—Empecemos —le dijo Susan a Pamela cuando él salió.
Susan registró el escritorio mientras Pamela se ocupaba del archivador. Si me hicieran esto a mí, pensó, ¿cómo me sentiría? Además del historial de los pacientes, protegidos por la confidencialidad, ¿qué otra cosa me turbaría que encontraran o comentaran? Enseguida dio con la respuesta: la nota que Jack le había escrito después de decirle que Dee y él estaban enamorados, parte de la cual aún recordaba. «Lo que más me entristece es haberte herido, algo que jamás he tenido intención de hacer».
Ya es hora de quemar esa carta, decidió.
Se sentía como una fisgona revisando los papeles personales de una mujer que no conocía. El estilo de Carolyn Wells tenía un toque de sentimentalismo. En el cajón de abajo del escritorio encontró algunas carpetas con las etiquetas «Mamá», «Justin» y «Paro». Susan les echó un vistazo y vio que contenían cosas tales como tarjetas de cumpleaños, notas personales, fotos, etc. En la de «Mamá» encontró también una esquela mortuoria de hacía tres años. La leyó y vio que Carolyn era hija única y el padre había precedido a su mujer en diez años.
Cuando se separó de Justin y se embarcó en ese crucero, hacía sólo un año que había muerto la madre. Era muy posible que hubiera estado emocionalmente frágil, un ser vulnerable para una persona atenta.
Susan trató de recordar qué le había dicho su madre sobre la vez que había visto a Regina Clausen en esa reunión de accionistas. Era algo así como que estaba muy entusiasmada con el proyecto de ese crucero y que el padre de ella, poco antes de morir con algo más de cuarenta años, había comentado lo arrepentido que estaba de no haberse tomado más vacaciones.
Dos mujeres vulnerables, pensó Susan mientras cerraba la última carpeta. Eso está claro, pero aquí no hay nada.
Pamela Hastings estaba a punto de terminar con el tercer cajón del archivador.
—¿Qué tal? —le preguntó.
—Nada importante. Carolyn mantenía un miniarchivo de sus últimos trabajos: notas personales de sus clientes, fotos de los trabajos acabados, esa clase de cosas. —Hizo una pausa y luego añadió—: Un momento. Quizá aquí haya algo. —Tenía una carpeta con la etiqueta SEAGODIVA—. Es el nombre del barco en el que hizo el crucero. La llevó al escritorio y arrimó una silla.
—Ojalá haya algo —murmuró Susan mientras las dos empezaban a revisar la carpeta.
Pero parecían cosas inútiles, el tipo de recuerdos de un viaje que suele guardar la gente: el itinerario del barco, los boletines diarios del Seagodiva con las actividades programadas, información sobre los puertos en que harían escala, etc.
—Mumbai… es el nombre nuevo, o mejor dicho el viejo nombre restituido de Bombay —dijo Pamela—. Allí fue donde Carolyn subió al barco. Omán, Haifa, Alejandría, Atenas, Tánger, Lisboa… ésos fueron los puertos donde hicieron escala.
—Argel fue la ciudad que estuvo a punto de visitar con el hombre misterioso. Mire la fecha. El barco tenía que recalar en Tánger el 15 de octubre. La semana que viene se cumplen exactamente dos años.
—Regresó el día 20 —comentó Pamela—. Lo recuerdo porque es el cumpleaños de mi marido.
Susan echó un vistazo a los boletines. El último describía excursiones que podían contratarse en el barco. El titular era: VISITAR EL ZOCO DEL VIEJO ARGEL.
Era una línea de la canción… «Por siempre mía», pensó. Entonces vio algo escrito a lápiz en la última hoja: «Win, Palace Hotel, 555—0634».
Se lo enseñó a Pamela.
—Creo que no hay duda de que Win es el hombre que conoció en el barco —musitó.
—Dios mío, ¿eso significa que es el hombre al que ahora está llamando? —preguntó Pamela.
—No lo sé. Ojalá todavía estuviera aquí la foto que prometió mandarme —dijo Susan—. Apuesto a que la tenía guardada en esta carpeta. —Recorrió el escritorio con la mirada como si esperara que la fotografía se materializara. En ese momento vio un trocito de cartón azul brillante junto a unas tijeras.
—¿Tienen una señora de la limpieza? —preguntó.
—Sí, viene los lunes y los viernes de ocho a once de la mañana. ¿Por qué?
Porque Carolyn me llamó poco antes de las doce. Recemos para que… —Metió el brazo debajo del escritorio, sacó la papelera y la vació sobre la alfombra. Salieron trozos de cartón azul y un trozó de foto con el borde arrugado, que recogió y empezó a examinar—. Es Carolyn con el capitán, ¿no?
—Sí —dijo Pamela—. Pero ¿por qué la cortó?
—Supongo que quería mandar sólo la parte de la foto en que salía el hombre que le había regalado el anillo de turquesas. No quería revelar su identidad ni que la identificaran.
—Y ahora ha desaparecido —comentó Pamela.
—Es posible —respondió Susan mientras unía los trozos de cartón azul—. Pero mire esto. En el marco de cartón está impreso el nombre del estudio de Londres que hizo estas fotos e instrucciones para encargar más copias. —Apartó la silla y se puso de pie—. Voy a llamar, y si aún tienen el negativo pediré una copia. Pamela, ¿se da cuenta de que quizá estemos a punto de descubrir la identidad de un asesino en serie?