Susan Chandler repasó mentalmente las visitas que tenía para aquel día mientras regresaba en taxi a su consulta. A la una, al cabo de un rato, tenía que hacer una evaluación psicológica de un chico de séptimo grado con síntomas leves de depresión. Susan sospechaba que era algo más profundo que el típico problema preadolescente de imagen. Una hora más tarde tenía que visitar a una mujer de sesenta y cinco años a punto de jubilarse y, como consecuencia, tenía insomnio y ataques de ansiedad.
Y a las tres esperaba a la supuesta Karen. Por teléfono parecía tan asustada, pensó Susan, que ojalá no cambiara de idea. ¿De qué tenía tanto miedo?
Cinco minutos más tarde, mientras abría la puerta de la consulta, la recibió Janet, su secretaria, con una sonrisa.
—Buen programa, doctora, nos ha llamado mucha gente. Tengo ganas de ver cómo es Karen.
—Yo también —dijo Susan con una especie de pesimismo creciente—. ¿Algún mensaje importante?
—Sí, su hermana Dee ha llamado desde el aeropuerto. Dice que lamenta no haberla visto ayer. Quería disculparse por el enfado del domingo. También quería saber qué piensa de Alexander Wright. Su hermana lo conoció en la fiesta, después de que usted se fuera, y dice que a ella le parece muy atractivo. —Janet le tendió un papel—. Lo he apuntado.
Susan pensó en el hombre que había oído por casualidad a su padre cuando éste le pedía a ella que lo llamara Charles. Cuarenta y pocos, alto, cabello rubio oscuro y sonrisa simpática. Se había acercado a ella mientras el padre se alejaba para saludar a un invitado que acababa de llegar.
—No le hagas caso. Seguro que es idea de Binky —le dijo para animarla—. ¿Qué te parece si vamos a buscar una copa de champán y salimos?
Era una tarde preciosa y se quedaron tranquilamente en la terraza mientras bebían despacio de las copas alargadas. El césped cortado y el jardín arreglado eran un entorno exquisito de la casa con torreones que su padre había construido para Binky.
Susan le preguntó a Alex Wright cómo había conocido a su padre.
—No lo conocía, acabo de conocerlo ahora —le respondió—. Pero conozco a Binky desde hace cinco años.
Después, cuando le preguntó a qué se dedicaba, arqueó las cejas al oír que era psicóloga clínica.
—No es que sea tan anticuado —se apresuró a explicar—, pero cuando escucho «psicología clínica» imagino una persona mayor bastante seria y no una mujer joven y atractiva. Es como si ambas cosas no cuajaran.
Susan llevaba un vestido tubo verde oscuro de crépe, y un foulard verde manzana, uno de los conjuntos que se había comprado últimamente para asistir a los inevitables compromisos sociales de su padre.
—Casi todas las tardes de domingo las paso con vaqueros y un jersey grande —le dijo—. ¿No te parece una imagen más cómoda?
Susan, ansiosa por ahorrarse el espectáculo de su padre deshaciéndose en elogios de Binky y para evitar encontrarse con su hermana, se marchó poco después. Pero antes una de sus amigas le había cuchicheado que Alexander Wright era el hijo del difunto filántropo Alexander Wright. «La Biblioteca Wright; el Museo Wright; el Centro Cultural Wright… ¡Mucho, pero mucho dinero!», le había susurrado la amiga.
Susan examinó el mensaje que le había dejado su hermana. Sí, pensó, es muy atractivo.
*****
Corey Marcus, su paciente de doce años, daba buenos resultados en los tests. Pero mientras hablaban, Susan recordó que la psicología tenía más que ver con las emociones que con el intelecto. Aunque los padres del niño se habían divorciado cuando éste tenía dos años, había seguido viviendo cerca de ambos, éstos mantenían buenas relaciones y durante los últimos diez años el chico iba de una casa a otra sin problemas. Ahora, sin embargo, acababan de ofrecerle un trabajo a su madre en San Francisco y el favorable acuerdo parecía súbitamente amenazado.
—Sé que mi madre tiene muchas ganas de aceptar ese trabajo —decía Corey mientras se esforzaba por reprimir el llanto—, pero si lo hace no veré mucho a mi padre.
El niño, intelectualmente, comprendía lo que ese empleo significaba para la carrera de su madre; pero emocionalmente esperaba que rechazara la oferta para no separarlo de su padre.
—¿Qué crees que ella debería hacer? —preguntó Susan.
Corey reflexionó.
—Supongo que debería aceptar el trabajo. No es justo que tenga que renunciar a él.
Era un buen chico, pensó Susan, y ahora el trabajo de ella era ayudarlo a darle un giro positivo al cambio que el traslado produciría en su vida.
Esther Foster, la mujer de sesenta y cinco años a punto de retirarse, que llegó a las dos, estaba pálida y parecía cansada.
—Faltan dos semanas para la gran fiesta, que significa: «Quita tus cosas del escritorio, Essy». —Se le desencajó la cara—. He entregado mi vida a ese trabajo, doctora Chandler —dijo—. Hace poco me encontré por casualidad con un hombre con el que podría haberme casado, que actualmente tiene mucho éxito. Está casado y es un matrimonio muy feliz.
—¿Está diciendo que se arrepiente de no haberse casado con él? —preguntó Susan.
—¡Sí, eso estoy diciendo!
Susan la miró a los ojos. Al cabo de un instante Esther Foster esbozó una leve sonrisa.
—En aquella época era un aburrimiento de hombre, y, la verdad, no ha mejorado mucho —admitió—, pero al menos no estaría sola.
—A ver, definamos el significado de «sola» —sugirió Susan.
Cuando Esther Foster se marchó, a las tres menos cuarto, apareció Janet con un recipiente de plástico con sopa de pollo y unas galletas.
Al cabo de un instante le informó de que la madre de Regina Clausen y su abogado, Douglas Layton, estaban en la sala de espera.
—Hágalos pasar a la sala de reuniones. Los recibiré allí.
Jane Clausen tenía casi el mismo aspecto que cuando Susan la había visto en la oficina de la fiscalía de Westchester. Impecablemente vestida con un traje negro que debía de costar una fortuna, cabello gris perfectamente peinado y un aire reservado que, como sus muñecas y tobillos finos, indicaban buena cuna.
El abogado, que había sido tan brusco esa mañana por teléfono, parecía casi pedir disculpas.
—Doctora Chandler, espero que nuestra visita no le resulte inoportuna, pero la señora Clausen tiene algo importante que mostrarle y le gustaría mucho conocer a la mujer que ha llamado esta mañana al programa.
Susan reprimió una sonrisa mientras notaba un rubor revelador debajo de su profundo bronceado. Notó que el cabello rubio oscuro de Layton tenía mechas más claras por el sol y aunque iba sobriamente vestido con traje oscuro y corbata, de algún modo se las arreglaba para dar la impresión de ser un hombre que pasaba bastante tiempo al aire libre.
Seguro que navega, decidió por nada en especial.
Susan echó un vistazo al reloj. Eran las tres menos diez, hora de ir directo al grano. Sin hacer caso de Layton, miró a la madre de Regina Clausen.
—Señora Clausen, no estoy tan segura de que la mujer que ha llamado al programa acuda. Temo que se marche si se da cuenta de que está usted aquí. Le voy a pedir que se quede en esta habitación con la puerta cerrada; recibiré a la mujer en mi despacho y una vez me diga lo que ella sabe, le preguntaré si quiere hablar con usted. Pero comprenda que si no lo desea, no puedo permitir que usted invada su intimidad.
Jane Clausen abrió el bolso y sacó un anillo de turquesa.
—Mi hija tenía este anillo en su camarote del Gabrielle. Lo encontré cuando me devolvieron sus cosas. Por favor, enséñeselo a Karen. Si es como el de ella, tiene que hablar conmigo, pero, por favor, haga hincapié en que no me interesa averiguar su identidad, sino todos los detalles del hombre con el que empezó a trabar relación.
Le pasó el anillo a Susan.
—Mire la inscripción —le dijo Layton.
Susan miró esas letras diminutas y entrecerró los ojos. Se acercó a la ventana, levantó el anillo y lo hizo girar mientras leía la frase.
Suspiró impresionada y se volvió hacia la mujer que esperaba de pie.
—Por favor, señora Clausen, siéntese. Mi secretaria le traerá un té o un café. Y rece para que Karen aparezca.
—Me temo que no puedo quedarme —se apresuró a decir Layton—. Lo lamento pero no he podido cancelar una cita.
—Comprendo, Douglas. —Había una ligera irritación en la voz de la mujer—. No se preocupe por mí, el coche me espera abajo. La cara del abogado se iluminó.
—En ese caso, me marcho. —Inclinó la cabeza hacia Susan—. Doctora Chandler.
*****
Susan observaba con creciente frustración cómo las manecillas del reloj daban las tres y cinco, y diez, y cuarto. Las tres y cuarto se convirtieron en y media y en cuatro menos cuarto. Susan volvió a la sala de reuniones. Jane Clausen tenía el rostro lívido y Susan se dio cuenta de que sentía dolor físico.
—Si la oferta sigue en pie, ahora le aceptaré ese té, doctora Chandler —dijo la señora Clausen. Sólo un ligero temblor revelaba la gravedad de su desilusión.