El detective Pete Sánchez empezaba a preocuparse de no poder endosarle a Tiburón Dion el asesinato de Tiffany Smith. En principio parecía un caso rápido, pero ahora empezaba a resultar evidente que, si no encontraban el cuchillo, o si Dion no se derrumbaba y confesaba, las pruebas eran muy débiles.
El problema más grave era que Joey, el camarero del Grotto, no estaba completamente seguro de que fuera Tiburón el hombre que había visto huir. Tal como estaban las cosas, si el caso iba ajuicio, la defensa aniquilaría su declaración. Pete se imaginaba la escena: «¿Es cierto que el señor Dion sólo le pidió a la señorita Smith una cita? ¿Es eso algún delito?» Joey había descrito cómo Dion le había hecho insinuaciones a Tiffany, después la había cogido de la mano y, cuando ella trató de soltarse, se la había apretado.
Sánchez sacudió la cabeza. Quizá sería un buen caso por abusos, pero no por homicidio, pensó. En ese momento tenían una patrulla revolviendo la basura del contenedor que se habían llevado del aparcamiento del Grotto. Ojalá encontraran allí el arma homicida.
Otra de sus esperanzas era que alguien llamara con algo más concreto que sospechas. El dueño del restaurante había ofrecido una recompensa de diez mil dólares a quien proporcionara información que permitiera la condena del asesino de Tiffany Smith. Sabía que para el tipo de gentuza con la que trataba Tiburón, diez de los grandes eran una fortuna. La mitad eran adictos al crack, escoria capaz de vender a su madre por una dosis.
A las seis y media de la tarde recibió dos llamadas casi simultáneas. La primera era de alguien llamado Billy, que le informó de que Tiburón, después de que lo echaran del Grotto, había ido a tomar un par de copas a un lugar llamado Lamps, donde le había dicho al camarero que iba a ocuparse de una chica que tenía entre ceja y ceja. El Lamps era un garito de baja estofa, a cinco minutos del Grotto.
—¿A qué hora se fue de allí? —preguntó.
—A las doce menos cinco. Dijo que la chica salía de trabajar a las doce.
—Creo que nos entenderemos, Billy —repuso Pete, feliz. Poco después llamó el jefe de la patrulla encargada de registrar el contenedor.
—Pete, ¿recuerdas que nos dijiste que buscáramos un anillo de turquesas? Lo tenemos. Estaba justo en medio de unos restos de lasaña.
¿Y qué?, pensó Pete. Seguro que no fue Tiburón el que se lo regaló a Tiffany. Bueno, al menos podré decirle a Susan que lo hemos encontrado.