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Alex Wright no necesitaba las miradas admirativas de la gente de las mesas del salón del hotel Saint Regis para darse cuenta de que Dee Chandler Harriman era una mujer hermosa. Iba con una chaqueta de terciopelo y pantalones de seda, y las únicas joyas que llevaba eran un collar de perlas de una sola vuelta y pendientes de perlas y brillantes. Tenía el pelo recogido en un moño informal, de modo que unos mechones le caían sobre el terso cutis. La destreza para maquillarse hacía resaltar el azul intenso de los ojos. Cuando se sentaron, Alex empezó a tranquilizarse. Había hablado con Susan, que parecía agotada, y ésta le había dicho que tenía cosas que hacer y que no podía salir con ellos.

Como él había insistido para que cambiara de idea, ella le había dicho: «Alex, además del programa de radio que hago todas las mañanas, tengo una consulta privada todas las tardes. Entre la radio y los pacientes tengo casi todo el tiempo ocupado». Después le había asegurado que no se iba a echar atrás el sábado por la noche y que tenía muchas ganas de ir a la cena.

Al menos no parece molesta de que salga hoy con Dee, pensó mientras echaba un vistazo alrededor, y estoy seguro de que sabe que esta salida no ha sido idea mía. Mientras se obligaba a prestar atención a su acompañante, se dio cuenta de lo importante que era para él este último punto.

Dee hablaba de California.

—Me ha encantado vivir allí —decía con una voz amable y seductora—, pero un neoyorquino siempre es un neoyorquino… y en un momento dado la mayoría de nosotros quiere volver. A propósito, el agente inmobiliario que me has recomendado es fabuloso.

—¿Has visto algo interesante? —preguntó Alex.

—Una sola cosa, pero lo interesante es que los propietarios están dispuestos a alquilarlo con opción a compra. Se trasladan a Londres y todavía no están muy seguros de si quieren quedarse allí.

—¿Y dónde cae?

—En la calle 78 Este, muy cerca de la Quinta Avenida. Alex levantó las cejas.

—Vaya, podrás venir a pedirme una taza de azúcar. Yo vivo en la Setenta y ocho entre Madison y Park —sonrió—. ¿O acaso ya lo sabías?

Dee sonrió enseñando unos dientes perfectos.

—No seas presumido. Pregúntale al agente cuántos sitios hemos visto esta tarde. No te pido azúcar, pero tengo un favor que pedirte, y no me digas que no. ¿Te importaría pasar conmigo por la casa cuando nos vayamos? Me gustaría saber tu opinión.

—Por supuesto, aunque no creo que sea muy útil —respondió él. Una mujer muy persuasiva, pensó Alex al cabo de una hora, cuando después de visitar y admirar el apartamento para alquilar, se sorprendió enseñándole su propia casa. En el salón, Dee prestó especial atención a los retratos del padre y la madre.

—Vaya, parece que no sonreían mucho, ¿no? —dijo. Alex fingió buscar en su memoria.

—A ver… Creo que mi padre sonrió una vez cuando yo tenía diez años, pero mi madre no era tan frívola.

—Por lo que sé, no eran personas muy comprensivas. Y mirando los retratos, ya veo de dónde has heredado tu buen porte.

—Te mereces un premio por el halago. Empieza a ser tarde. ¿Tienes algún compromiso para cenar?

—¿Y tú?

—No. Lamento que Susan tenga trabajo y no pueda venir con nosotros —añadió a propósito—. Pero la veré el sábado y, espero, también en otras ocasiones. Ahora veamos dónde podemos hacer una reserva. Enseguida vuelvo.

Dee sonrió mientras sacaba la polvera y se retocaba los labios. No se le había escapado la mirada de reojo que le había echado Alex mientras salía de la habitación. Empieza a estar interesado en mí, muy interesado. Recorrió el salón con la mirada. Un lugar un poco sombrío; yo podría sacarle mucho partido, se dijo.