Jane Clausen, de setenta y cuatro años, apagó la radio en su apartamento de Beekman Place, se sentó y se quedó un buen rato mirando por la ventana la rápida corriente del río. Se echó hacia atrás un mechón de cabello gris que se le caía sobre la frente; un gesto típico en ella. Durante los últimos tres años, desde la desaparición de su hija Regina, se sentía como en suspenso, siempre a la espera del ruido de la llave en la cerradura o una llamada telefónica con el saludo de su hija: «Madre, ¿estás ocupada?».
Sabía que Regina estaba muerta. Se lo decía su corazón. Estaba segura. Era un conocimiento visceral, instintivo. Lo supo desde el principio, desde el momento en que la llamaron del barco para avisarle de que no había vuelto a bordo.
Esa mañana su abogado, Douglas Layton, la había llamado enfadado para avisarle de que la doctora Susan Chandler pensaba hablar de la desaparición de Regina por radio. «Traté de convencerla de que no lo hiciera, pero insistió, me dijo que si salía a la luz toda la verdad le haría un favor a usted y me colgó», le explicó con voz tensa.
Pues la doctora Chandler se equivocaba. Regina, tan inteligente y respetada en el mundo de las finanzas, era una de las personas más reservadas del mundo.
Incluso más reservada que yo, pensó Jane Clausen con toda naturalidad. Hacía dos años, un programa de televisión sobre personas desaparecidas había querido hacer un reportaje sobre su hija, pero ella se negó a colaborar por la misma razón que la angustiaba ahora, después de escuchar en el programa de la doctora Chandler al invitado que decía que era probable que un desconocido hubiera engañado a Regina.
«Conozco a mi hija y no era su estilo». Pero aunque hubiera cometido ese tipo de error se merecía algo mejor que exponerla en radio o televisión para que todo el mundo se apiadara de ella o regodeara con su caso. Jane se imaginaba a la prensa sensacionalista ventilando el hecho de que Regina Clausen, con todos sus títulos y éxito en las finanzas, no había tenido la sensatez ni la experiencia para reconocer a un sinvergüenza.
Sólo Douglas Layton, el abogado del bufete que llevaba los asuntos económicos de la familia, sabía con qué desesperación Jane había intentado hallar una respuesta a la desaparición de su hija. Sólo él sabía que los detectives privados de alto nivel habían seguido investigando concienzudamente, tratando de resolver el caso, incluso mucho después de que la policía lo hubiera abandonado.
Pero me he equivocado, se dijo Jane Clausen. Me convencí de que la muerte de Regina había sido un accidente para que su pérdida fuera más soportable. La fantasía que se había inventado era que Regina, que tenía antecedentes de soplos al corazón, había tenido el mismo tipo de infarto que se había llevado tan joven a su padre, y que alguien, un taxista quizá, temeroso de meterse en líos, se había deshecho del cuerpo. En su mente, Regina no sólo no había sufrido sino que ni siquiera se había enterado de lo que pasaba.
Pero entonces ¿cómo se explicaba la llamada de esa mujer, Karen, para contar lo del hombre que le había insistido en que se bajara del barco? Había mencionado un anillo, un anillo con una inscripción grabada: «Por siempre mía».
Jane Clausen reconoció la frase instantáneamente y se quedó helada al volver a oírla aquella mañana. Regina tenía que desembarcar definitivamente del Gabrielle en Honolulu, pero como no había vuelto al transatlántico, guardaron su ropa y efectos personales y los remitieron desde ese puerto a su casa. A petición de las autoridades Jane había revisado todo cuidadosamente para ver si faltaba algo. Se había fijado en el anillo porque se veía que era una baratija, una chuchería de turquesas que los turistas compran por capricho. Estaba segura de que Regina o no se había dado cuenta de la frase que tenía grabada o no le había importado. La turquesa era su piedra natalicia.
Pero si a esa mujer le habían regalado un anillo similar hacía sólo dos años, ¿el responsable de la muerte de Regina seguía atacando a otras mujeres? Regina había desaparecido en Hong Kong. Karen había dicho que dejaba el barco para ir a Argelia.
Jane Clausen se puso de pie, esperó a que se le calmara el dolor de la espalda y se dirigió lentamente del estudio al cuarto que ella y la criada llamaban con tacto la habitación de invitados.
Un año después de la desaparición de Regina había vaciado el apartamento de su hija y su propia casa, una vivienda demasiado grande en Scarsdale, y se había comprado ese apartamento de cinco habitaciones en Beekman Place. Puso los muebles de su hija en esa segunda habitación, guardó su ropa en los cajones y armarios y la decoró con sus fotos y adornos.
A veces, cuando estaba sola, se llevaba una taza de té a la habitación, se sentaba en el canapé de brocado que Regina había comprado en una subasta y se entregaba a recuerdos de una época más feliz.
En aquel momento se dirigió al tocador, abrió el cajón de arriba y sacó el joyero de piel en el que Regina guardaba sus joyas.
El anillo de turquesa estaba en el compartimiento forrado de terciopelo. Lo sacó y se lo puso en el dedo. Se dirigió al teléfono y llamó a Douglas Layton.
—Douglas —dijo en voz baja—, hoy a las tres menos cuarto usted y yo vamos a ir a ver a la doctora Susan Chandler. Supongo que ha oído el programa…
—Sí, lo he oído, señora Clausen.
—Tengo que hablar con la mujer que llamó por teléfono.
—Entonces será mejor que llame a la doctora Chandler y le avise de que vamos.
—Eso es exactamente lo que no quiero que haga. Quiero ir y hablar directamente con esa chica.
Jane Clausen colgó. Desde que se había enterado de que le quedaba muy poco tiempo de vida, le bastaba la idea de que esa terrible sensación de duelo pronto acabaría. Pero ahora, de pronto, tenía una necesidad imperiosa: asegurarse de que ninguna otra madre volviera a sufrir como había sufrido ella durante los últimos tres años.