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Chris Ryan había sido agente del FBI durante treinta años. Cuando se retiró montó una pequeña empresa de seguridad en la calle 52 Este. Ahora, a sus sesenta y nueve años, con una cabellera completamente canosa y unos kilos de más, expresión afable y ojos azules, parecía el personaje perfecto para encarnar a Papá Noel en la escuela de sus nietos.

Su personalidad sencilla y su sentido del humor sardónico lo convertían en alguien muy querido, pero todos los que lo trataban profesionalmente tenían un gran respeto por sus cualidades de investigador.

Susan y él se habían hecho amigos porque la familia de una víctima de asesinato lo había contratado para que tratara de resolver el crimen al margen de la policía. Susan trabajaba directamente en ese caso como ayudante del fiscal de distrito y la información que Chris averiguó y le transmitió la ayudó a conseguir una confesión. Cuando le dijo que había decidido dejar la fiscalía y volver a estudiar, Ryan se quedó atónito.

«Pero si eres una penalista nata. ¿Por qué quieres perder el tiempo escuchando a un montón de quejicas lamentarse de sus problemas?», le había dicho. «Créeme, Chris, es un poco más que eso», respondió Susan riendo.

De vez en cuando se veían y cenaban juntos. Así que cuando ella lo llamó el jueves por la mañana, Chris se alegró mucho.

—¿Y si te invito a comer? —le preguntó—. Hay un sitio nuevo en la esquina de la Cuarenta y nueve y la Tercera. Unos chuletones muy sabrosos. Uno se alegra incluso de que le suban el colesterol. ¿Qué te parece?

—¿Un sitio nuevo en la Cuarenta y nueve y la Tercera? A mí me parece que ahí está Smith y Wollensky. Y creo que existe hace unos setenta años. Incluso alguna gente cree que tú eres el dueño. —Rió—. De acuerdo, pero tengo que pedirte un favor, Chris. Necesito una investigación rápida sobre alguien.

—¿Sobre quién?

—Un abogado, Douglas Layton. Trabaja en Hubert March y Asociados, un bufete de asesoramiento legal y financiero. Layton también está en el consejo de la Fundación de la Familia Clausen.

—Todo un triunfador. ¿Estás pensando en casarte con él?

—No, para nada.

Ryan se apoyó contra el respaldo de la silla giratoria mientras Susan lo ponía al corriente de los antecedentes y le explicaba que Jane Clausen había expresado cierta inquietud sobre Layton. Después escuchó con atención el relato de todos los acontecimientos, desde el programa de radio del lunes en que se había hablado por primera vez de la desaparición de Regina Clausen.

—¿Y dices que ese tipo se largó de tu consulta cuando se suponía que debía aparecer la tal Karen?

—Así es. Y algo que Layton le dijo a la señora Clausen el martes indicaba que conocía a su hija… un hecho que siempre ha negado.

—Pondré manos a la obra —prometió Ryan—. Últimamente no he tenido nada interesante. Sólo vigilar a algunos tíos para novias celosas. En estos tiempos nadie confía en nadie. —Cogió el bloc y un bolígrafo—. Ahora mismo me pongo a trabajar. ¿Adónde le mando la factura a la señora Clausen?

Notó que Susan dudaba.

—Me temo que no es tan sencillo. Esta mañana he encontrado un mensaje de la señora Clausen en el contestador, dice que ha tenido que ingresar en el hospital para hacerse unas sesiones de quimioterapia y que cree que sus sospechas sobre Layton eran infundadas. Es evidente que quiere que me olvide del tema, pero no puedo. No creo que se haya equivocado y estoy preocupada por ella. Así que la factura mándamela a mí.

Chris Ryan gruñó.

—Gracias a Dios tengo una pensión. Cada primero de mes le doy un beso al retrato de J. Edgar Hoover. De acuerdo. Esto está hecho. Te llamaré, Susie.