57

El sudor le perlaba la frente mientras conducía de regreso a la ciudad por la autovía del Bronx. Se había escapado por los pelos. Acababa de cruzar el muro bajo que separaba el Grotto de la gasolinera cerrada en la que había aparcado el coche, cuando oyó a un hombre gritar «¡Tiffany!».

Había dejado su coche al otro lado de la gasolinera y, como por suerte había una pendiente, no tuvo que poner el motor en marcha hasta llegar a la carretera. Una vez allí, giró a la derecha y se mezcló con el resto de los coches. Era muy probable que no lo hubieran visto. Recordó que la semana próxima todo habría acabado. Elegiría a alguien para «ver la jungla mojada de lluvia» y su misión habría terminado.

Verónica, tan confiada, había sido la primera, y ahora estaba enterrada en Egipto: «Ver las pirámides del Nilo».

Regina se había ganado su confianza en Bali: «Y el sol que se levanta en una isla tropical».

Constance había reemplazado a Carolyn: «Ver el zoco del viejo Argel».

«Cruzar el océano en un avión plateado». Pensó en Mónica, la tímida heredera a la que había conocido en un vuelo a Londres. Recordaba la conversación que habían mantenido sobre el reflejo del sol en el ala de la nave.

Ahora se daba cuenta de que los anillos habían sido un error. Una especie de broma privada, como los nombres utilizados en sus viajes especiales. Tendría que haberse guardado las bromas.

Pero Parki, el artesano que hacía los anillos, ya estaba fuera de la circulación. Y Tiffany, la que lo había visto comprarlos, también. Estaba seguro de que la chica, igual que Carolyn, al final lo había reconocido. Tiffany lo había visto con claridad y sin ningún tipo de disfraz en la tienda de souvenirs, pero aun así resultaba inquietante que lo hubiera reconocido en la penumbra del aparcamiento.

Bueno, eran unas plumas al viento que no podía recuperar, pero que seguramente volarían sin que nadie las viera. Por mucho que hubiera intentado mantenerse fuera del objetivo de las cámaras en los cruceros, era inevitable haber salido en alguna foto. Fotos que gente de todo el mundo sin duda habría enmarcado para recordar sus fabulosas vacaciones. Fotos que ahora pasaban desapercibidas en montones de escritorios o paredes. Aquello le resultaba divertido y alarmante al mismo tiempo.

Después de todo, Carolyn Wells había estado a punto de mandarle a Susan Chandler una foto en la que salía él. La idea de haber escapado por los pelos le crispaba los nervios. Se imaginaba a Susan abriendo el sobre, asombrada y horrorizada al reconocerlo.

Al fin llegó al garaje donde guardaba el coche. Bajó la rampa, se detuvo y le hizo una seña al vigilante, que lo saludó con la amabilidad reservada a los viejos clientes. Era casi la una. Caminó hasta su casa, satisfecho de sentir el viento fresco en la cara.

Dentro de una semana todo habrá acabado, se prometió. Para entonces habré empezado la última etapa de mi viaje. Susan Chandler habrá sido eliminada y empezará mi crucero final.

Sabía que una vez hubiera acabado, desaparecería ese fuego que lo consumía y al fin sería libre… libre para ser la persona que su madre siempre había creído que llegaría a ser.