Tiffany se las había arreglado para pasar la noche y mantener el espíritu alegre y descarado de siempre. Le había sido de ayuda que en el Grotto hubiera mucho trabajo y no tuviera tiempo para pensar. Sólo un par de veces, cuando fue al lavabo y vio su imagen en el espejo, sintió que la ira y el dolor se apoderaban otra vez de ella.
A las once, un tipo entró y se sentó en la barra. Tiffany se dio cuenta de que la desnudaba con la mirada cada vez que pasaba a su lado para atender una mesa.
Imbécil, pensó.
A las doce menos cuarto le cogió la mano y la invitó a tomar una copa en su casa cuando acabara de trabajar.
—¡Vete al cuerno! —le respondió ella.
Entonces el tipo le apretó la mano con tanta fuerza que Tiffany gritó de dolor.
—No tienes por qué ponerte desagradable —masculló el.
—¡Suéltala! —dijo Joey, el barman, que había salido de detrás de la barra—. Paga la cuenta y lárgate, ya has bebido bastante.
El tipo se puso de pie. Era grande, pero Joey lo era más aún. Arrojó unos billetes sobre el mostrador y se marchó.
Inmediatamente después llamó la doctora Susan y Tiffany se volvió a acordar de lo mal que se sentía. Lo único que quiero es llegar a casa y meterme en la cama.
A las doce menos cinco, Joey le dijo a Tiffany:
—Avísame cuando salgas, así te acompaño al coche. Quizá ese tipo esté fuera.
Pero en el momento en que Tiffany se abotonaba el abrigo para marcharse, entró un grupo de gente que salía de la bolera y la barra se llenó. Joey tardaría por lo menos diez minutos en poder salir.
—Me voy, Joey, no te preocupes. Nos vemos mañana —dijo Tiffany, y se marchó.
Sólo cuando estuvo fuera recordó que había dejado el coche en el extremo del aparcamiento. Qué fastidio, pensó. Si ese tío está por aquí puede darme problemas. Recorrió el aparcamiento con la mirada. Sólo había una persona, un hombre que parecía recién salido del coche y probablemente enfilaba hacia el bar. A pesar de la penumbra, se notaba que no era el gilipollas que la había molestado. Este hombre era más alto y más delgado.
No obstante, había algo que le producía una sensación rara. Buscó a tientas en el bolso las llaves mientras se dirigía deprisa hacia el coche.
De pronto se encontró delante del hombre. Tenía algo brillante en la mano. ¡Un cuchillo!, pensó y se quedó paralizada. ¡No!, se dijo al ver que el hombre iba a su encuentro. ¿Por qué?, se preguntó incrédula.
—¡Por favor! ¡Por favor! —rogó.
Tiffany vivió lo suficiente para ver la cara de su agresor, lo suficiente para que su excelente memoria la ayudara a reconocer a su asesino: era el hombre con clase que había visto fugazmente en la tienda de souvenirs del Village, el que había comprado los anillos con la frase «Por siempre mía».